Era otro amanecer más en el Monasterio de Tyangboche. El sol teñía de rojo las montañas de los Himalaya. ¿Cuántas vidas son ya las que a través de los milenios se han maravillado por la grandeza de dichos monumentos?
Inhaló profundamente, y al exhalar abrió los ojos para comenzar un día más, uno más, a pesar de haber tenido la certeza de que todo terminaría.
Se dio cuenta de que las hermanas ya no estaban en el cuarto. Se habían despertado y salido sin hacer nada de ruido.
Ada se puso de pie, se vistió con lo primero que encontró y salió de su habitación.
Al salir, pudo escuchar los sonidos en perfecta armonía, mismos que venían del Dokhang.
Ada se acercaba paso a paso, sintiendo el frío de la mañana.
Cuando llegó a la puerta del Dokhang se percató de que encima de ella había un espectáculo de luces bellísimo. Era un nuevo amanecer, que no hubiera visto de no ser por Rinchen.
Se quedó anonadada de frente al amanecer y pensando en que, a pesar de toda la belleza, si ella no estaba bien, no podía realmente disfrutar de todo lo que se le ofrecía.
Suspiró profundamente.
—Bello es el amanecer —le dijo de repente una voz con un acento tibetano muy pronunciado. Era la voz de un monje ya grande, sin embargo, la sonrisa y la vitalidad que proyectaba eran las de un joven de veinte años.
—Sí es bello. Pero no lo puedo disfrutar. Sé que es bello porque lo veo. Pero aun así, no sé… —le respondió Ada, sumamente confundida.
—Ah… lo que pasa es que estás aquí pero no estás aquí —le dijo aquel monje mientras se llevaba su dedo índice al corazón.
—Tengo muchos recuerdos que me acechan y que no me puedo quitar. No puedo vivir en paz, no puedo vivir tranquila.
—Mmm… —el monje le lanzaba una mirada tierna y muy profunda—. ¡Dolor! —le dijo firme y sonoramente, sobresaltándola.
—Sí… siento dolor.
—Eso es bueno —le dijo con una sonrisa. El dolor pasa si así tú decides.
—Pero, ¿cómo? ¿Cómo escapar de un pasado que me persigue y no me deja tranquila?
—¿El pasado te persigue o tú persigues al pasado?
Ada guardó silencio, no sabía qué decir. La pregunta era rotunda y la estaba haciendo reflexionar desde otra perspectiva.
—Sólo cuando aprendemos a soltar a dejar ir… así… —dijo el monje mientras abría sus manos y le sonreía a Ada—, sólo así somos libres.
—Pero yo soy libre, puedo ir a donde yo quiera —le replicó Ada, contrariada.
—¿Tú libre… o tú presa de tu dolor?
El monje tenía razón. Ada podía ir a cualquier parte, pero seguía siendo víctima del profundo dolor que la acechaba.
—¿Y cómo puedo hacerlo? —le preguntó ella, desesperada.
El monje no dejaba de sonreírle como aquel maestro que por primera vez se para delante de un grupo y su primer alumno, en toda su inocencia, le hace su primera pregunta.
—Ser como el aire —respondió él, apuntando hacia arriba con su dedo índice.
—¿Como el aire? —preguntó la otra sin entender bien a lo que el monje se refería.
—Aire elemento de transformación. Aire nunca igual es. Aire siempre distinto, siempre cambia, adapta. Aire siempre libre y nunca apego. Sobre todo, no apego a nada, nadie, nunca.
Ada guardaba silencio y prestaba total atención a lo que el monje le explicaba.
—¿Atrapar aire puedes? —le preguntó aquel sabio levantando suspicazmente sus cejas.
Ada pensó, y dijo:
—Pues sí… con una bolsa o algo…
El monje soltó una tremenda y divertida carcajada.
—Aire atrapar tú no puedes. Porque entonces deja de ser. Tú atrapar a ti no puedes. Porque entonces dejas tú de ser.
Ada poco a poco estaba asimilando la lección el monje.
—Cuando dejas de ser, entonces llega dolor. Mucho dolor. Dolor de alma, dolor de corazón.
—Entonces… ¿hay forma de que todo el dolor desaparezca?
—Sí. Siempre forma hay —dijo el monje con otra enorme sonrisa.
—Por favor, dígame: ¿qué tengo que hacer?
—Ser aire no es hacer. Es dejar de hacer para ser.
Ada lo miró sin comprender exactamente lo que el monje acababa de decirle.
—Soltar. No apego —repitió él de nuevo levantando sus cejas y clavándole todavía más la mirada—. Soltar. —Soltar no es hacer una cosa. Cuando pienso en hacer cosa, entonces imposible soltar es.
—¿Entonces qué es soltar si no es hacer algo? —le preguntó Ada todavía confundida y sin saber qué pensar.
—Es ya no hacer. Diferencia muy grande es, grande tanto como Chomolungma —dijo mientras una vez más soltaba una gran risotada y con la mirada señalaba al Monte Everest, que, imponente, se alcanzaba a apreciar en la lejanía.
Ada comenzaba al fin a comprender a qué se refería el monje.
—Aferrar difícil, cansado, doloroso es —pacientemente reiteraba el monje y con ambas manos y el ceño fruncido actuaba lo que decía—. Enojo es no querer soltar por miedo a ya no tener. Soltar, fácil, liberador… bueno para el alma es.
Ada respiró profundamente. Se dio cuenta de que intentar escapar de los recuerdos y el dolor que eso le causaba no era otra cosa más que seguir aferrada a lo mismo y, tal vez, eso mismo era lo que causaba todo el enojo y el sufrimiento.
El monje sabía que la mujer que tenía ante él estaba cambiando. Podía verlo en su rostro.
—Y, entonces, ¿de qué me tengo que soltar? ¿Cómo lo hago?
—Ah, soltar importante, mucho importante es. Ego no quiere. Ego razón siempre. Ego quiere siempre tener razón.
Ada escuchaba atentamente. El monje se le acercó un poco más y le susurró:
—Tus ojos cerrar…
Ella obedeció.
—Profundo respirar —le seguía diciendo mientras ella inhalaba profundamente y lentamente sacaba todo el aire.
Lo repitió unas tres o cuatro veces, hasta que comenzó a sentir su cuerpo en calma y armonía.
—Soltar —susurró una vez más el monje.
“¡Cómo con una simple respiración puede cambiarme todo!”, pensó Ada.
Por fin se sintió en paz, tanto, que incluso había olvidado qué la perturba hacía unos momentos.
Sin embargo, no esperaba lo que estaba a punto de suceder.
De un instante a otro, el monje pegó un grito que le sacudió hasta el alma a Ada erizando cada célula de su ser.
—¡Ahhhhhhhhhhhh! —le gritó justo al oído.
Ada sintió que la tierra se abría y se la tragaba de un bocado. Desconcertada, no pudo evitar molestarse con el monje.
—Pero ¿¡por qué ha hecho eso!? —le preguntó—. ¿Quiere usted que me dé un infarto?
El monje estaba envuelto en una tremenda risa. A Ada no le estaba gustando en lo absoluto la actitud de aquel anciano.
—Escuchar no al ego. No ser presa una vez más. ¿Tú poder ser libre?
—¡Pero me asustó! —reclamó Ada, más indignada.
—Susto pasado es. Si tú aferrar a susto, tú presa del susto eres le aclaró, volviendo a mirarla a los ojos—. ¿Tú querer ser presa?
—No —respondió ella, ya tranquila pero todavía enfadada.
—Entonces, soltar y escuchar únicamente corazón y voz de tu dios interior. ¡Soltar!
Ada volvió a cerrar los ojos y comenzó a respirar profundamente. Esta vez lo hizo mejor que antes, sin embargo, estaba temerosa de recibir otro susto. El monje se dio cuenta, y le dijo:
—Soltar, no aparentar, no disimular, no intentar… Simplemente realizar.
—No es tan fácil como parece —replicó Ada.
—Sí es. No cuestión de fácil, sino cuestión de consciencia es. ¿Consciencia libre como aire o consciencia atada con apego? Si consciencia libre es, tú presente estar. Si consciencia apego tiene, tú realidad querer cambiar siempre. Tú no poder cambiar nada más que cambiar tú a ti. Y paz siempre ser mejor de los cambios.
Ada respiró una vez más.
—Consciencia libre, consciencia en movimiento es conciencia en amor. Amo mi ser mi presente y lo que rodea a mí. Amo con corazón y con mente. Amo con intención.
El monje hablaba a la vez que Ada se concentraba, hasta que entendió que mientras más lo intentaba más lo quería hacer, más forzada se sentía y menos lo lograba.
—¿Puedo enfocarme en el amor?
Pero el monje no le dio mucho tiempo, porque con un grito a todo pulmón volvió a sacar de quicio a Ada.
—¡Ahhhhhhhh!
Ada abrió los ojos y exclamó:
—¡Señor!
Y antes de que pudiera decir algo más, el monje la interrumpió:
—Soltar antes de continuar. No ego, no aferrar. Consciencia de amor y soltar. Fácil.
Ada sentía que no lo iba a poder hacer, pero sorprendentemente logró no aferrarse al susto del monje y guardó la calma.
—¡Bravo! —la felicitó el monje, haciéndola sonreír y a soltar carcajadas de alegría.
—¡Sí puedo! —le dijo al monje, abrazándolo efusivamente.
—Una línea muy delgada entre consciencia libre y consciencia de ego. Consciencia ego destruye relaciones, familias, salud, todo destruye… Y siempre tiene razón, nunca se equivoca. Consciencia libre, como aire, consciencia de amor y alegría es. No tiene caso pelear por razón, porque razón no tiene sentido. Sólo paz, amor y bienestar tienen sentido.
Ada estaba aprendiendo al fin lo que realmente significaba ser como el aire.
—Gracias le dijo regalándole una hermosa sonrisa al monje. Pocas veces en su vida se había sentido tan agradecida.
El monje, feliz de la vida, le regresó la sonrisa.
—Pequeño regalo yo tener para ti —añadió él—. Seguirme — dio media vuelta y se echó a andar.
Estaban a unos pasos del Dokhang; Ada se percató de que se dirigían exactamente ahí.
Lo primero que pensó fue en que se sentiría cohibida al entrar ahí, todo lleno de gente a la que tal vez interrumpiría, y las miradas caerían sobre ella, lo cual la incomodaría muchísimo.
Sin embargo, al ser consciente de sus pensamientos, se dijo a sí misma:
—Soltar, voy a soltar antes de continuar… Consciencia de amor…
Tan pronto entraron, todas las miradas se voltearon hacia ellos, tal como temía. Todos estaban ya platicando, muy sonrientes por la meditación matutina que acababan de terminar.
Los monjes dentro del Dokhang, al verlos entrar, corrieron inmediatamente a saludarlos. Principalmente al monje que guiaba a Ada.
Con reverencias lo saludaban y le daban los buenos días.
—¡Lama Rinpoche! ¡Lama Rinpoche!
El monje les sonreía gustosamente mientras uno a uno los saludaba.
—¿Quién es? —le preguntó Karen a Rinchen mientras David le daba los buenos días a su hija.
—Es el lama Tritul Rinpoche. Es uno de los guías espirituales más importantes de todo Nepal y de toda la comunidad budista en el mundo.
Tanto Karen como Diana, quien estaba escuchando también a Rinchen, quedaron anonadadas por esas palabras y por el hecho de que Ada hubiese entrado precisamente acompañada del Llegaron al final del Dokhang; de un cajón, el lama.
Finalmente llegaron al final del Dokhang y de un cajón, Llegaron al final del Dokhang; de un cajón, el lama Tritul Rinpoche sacó una bolsita. De ésta sacó lo que parecía un collar de cuentas de madera ensartadas en un cordón rojo.
El lama Tritul Rinpoche miró profundamente a Ada a los ojos y le colocó el collar entre sus manos, diciéndole:
—Esto es un mala. Yo también uno tener —y con actitud suspicaz, el lama se arremangó su túnica para dejar ver su brazo izquierdo. Ada pudo notar cómo, rodeando en su muñeca, él también tenía un mala como el que le acababa de dar.
—Un mala ciento ocho cuentas tener. Importante número no es, pero para ir a otra cuenta y otra y otra más… Tú tener que soltar y como aire ser.
El lama tomó una cuenta de su mala y concentró su mirada en la mirada de Ada. Luego cerró los ojos, exhalando profundamente.
Ada pudo sentir una inmensa paz y tranquilidad que comenzó a recorrer todo su cuerpo.
Después de una gran inhalación, el lama exhaló profundamente a la vez que se dibujaba en su rostro una enorme y poderosa sonrisa.
—Siempre ir al siguiente momento de paz. No apego a nada, no apego a nadie, porque si apego no hay, entonces sufrimiento no hay. Entonces camino a la iluminación. Espíritu crece.
El lama Tritul Rinpoche observó una vez más a Ada con aquella mirada tan profunda que lo caracterizaba.
—Juntos —le indicó a Ada, haciéndola tomar su propio mala y cerrar sus ojos.
—Respirar adentro —susurraba el lama Rinpoche inhalando profundamente junto con Ada.
—Soltar en paz todos pensamientos. Si cuesta trabajo, encontrar buen pensamiento. Ada hacía exactamente lo que indicaba el lama.
—Eso, eso. Bien, sonrisa muy importante es. Ahora soltar. Respirar afuera. —Ada obedecía tal cual le era indicado y exhalando soltaba y dejaba ir cada átomo de oxígeno que tenía en el pecho.
El lama reía alegremente y la felicitaba.
—Ahora, soltar cuenta en mala; ir a la siguiente, y lo mismo hacer. Todo es soltar para ser libre como aire y naturaleza. Así despertar divinidad interior.
Ada repitió el proceso dos veces más.
De pronto, mente ya no era su mente, ya no estaba ahí en medio del Tíbet en un monasterio entre los Himalaya. Toda ella se había comenzado a fundir con el todo. Era uno con el sonido de la naturaleza e incluso el latido de los corazones de los seres vivientes que la rodeaban. Por un segundo había dejado de ser ella para convertirse en el todo que la rodeaba.
Cuando abrió los ojos, se encontró sentada en el Dokhang. Junto a ella estaba Rinchen, quien sonreía de oreja a oreja.
—Rinchen… no sé qué pasó.
—No tienes que saberlo, únicamente vivirlo. La espiritualidad no se entiende con la razón: se vive con el corazón.
—El monje que me ayudó…
—¡Lama Tritul Rinpoche! Es uno de los lamas más amados y respetados en todo el Tíbet. Es un gran líder espiritual.
—Nunca voy a olvidar lo que me dijo: ser como el aire.
—Tienes muy buen karma, Ada. Hay personas que esperan más de un año para poder platicar tan sólo diez minutos con lama Tritul Rinpoche.
¿Karma? —preguntó la otra esperando una explicación acerca del significado de esa palabra.
—En el budismo pensamos que todo es causa y efecto. Cuando has hecho cosas buenas en el pasado, entonces eventualmente comienzas a ver manifestaciones buenas en el presente. A eso le llamamos buen karma. No pensamos que exista algo así como la suerte, sino que nosotros somos todos cocreadores de nuestra realidad y responsables de la misma.
—Es curioso —reflexionó Ada—. Mi nuevo padre, David, antes del viaje nos habló acerca de la importancia de ser como el fuego y, ahora el lama…
—Tritul Rinpoche —completó Rinchen.
—El lama Tritul Rinpoche me ha hablado de otro elemento. Lo curioso es que cada uno me ha dicho que debo ser como el elemento mismo. Primero el fuego y ahora el aire.
—Causa y efecto, Ada. Recuerda que no hay casualidades en esta vida. Todo forma parte de una cadena de cocreación.
—Entonces, por algo me lo dijeron. ¡Por algo!
—Por algo y para algo —confirmó Rinchen con una enorme sonrisa—. En el budismo, y en general en la cultura oriental, existen cinco elementos de los cuales ya has conocido dos. Esos cinco elementos encierran la mayor sabiduría del arte de la vida. Aplicar sus principios es crear una vida de significado, propósito y trascendencia. Me alegra tanto que tu corazón haya despertado ante tan grande y trascendente sabiduría milenaria.
—Antes del viaje hablamos de encontrar un “para qué”, una misión de nuestro viaje. Creo que ya encontré la mía.
—Me alegro tanto por ti, Ada —le respondió la monja budista manifestándole su entusiasmo y alegría.
—Rinchen —le asaltó la duda a Ada—, pero entonces, ¿cuáles son los otros tres elementos? Puedo pensar en otros dos, pero el quinto no me viene a la mente. Y no se me ocurre el significado de ninguno de ellos.
—Tendrás que descubrirlos tú misma, Ada, si no, te quitaría el propósito de tu viaje y, la verdad, así no tendría ningún sentido.
Ada le sonrió aceptando a su vez el reto de descubrirlos por sí misma.
—Lo que sí puedo decirte es que esos cinco elementos de la vida, y por tanto de la transformación, son la base de todo lo que hacemos, e incluso de nuestra cultura. Los colores que nos rodean aquí en el Dokhang son los mismos que ves en todas partes y que también están presentes en las banderas de oración que colgamos en muchos sitios. Cada color representa un elemento. Tómalo eso también en consideración.
Ada suspiró y pensó: “Soltar. Vamos a lo que sigue y lo que sigue es ahora…”.