WANGCHUK

Pasang Sona abrió la puerta.

Pálido, de pie pero sin ánimo ni fuerza, pero sin ánimo ni fuerza estaba frente a él Wangchuk.

—¡Wangchuk! —exclamó Pasang Sona sorpresivamente—. ¿Qué sucede?

—¡Otra avalancha! —preguntó el otro sin poder creer lo que estaba escuchando.

—Hay más de catorce escaladores atrapados entre el Campamento I y el II. La avalancha no mató a nadie, pero sin paso y sin alimento morirán pronto si no hacemos nada al respecto.

Todos quedaron petrificados al escuchar a Wangchuk, pero más Pema, quien se encontraba particularmente sensible al dolor por dos razones: la primera era que conocía la angustia que la montaña podía provocar, así como todo el sufrimiento que podía causarle a una familia, y en ese momento no se trataba de una sino de catorce familias. La segunda razón era tal vez la más aterradora de todas. Si Pasang Sona regresaba a la montaña, expondría su vida una vez más.

Pasang Sona sentió que dentro de él se detonaba el viejo conflicto, pero en ningún momento dudó qué era lo que tenía que hacer.

—Wangchuk, pero de aquí a que lleguemos al campamento base ya puede ser demasiado tarde.

—Sale un vuelo de Katmandú a Lukla en unas horas y en Lukla ya nos espera un helicóptero que nos va a llevar directamente al campamento base.

Pasang Sona entendió perfectamente cuáles eran los peligros y las implicaciones de hacer un viaje de ese tipo. Miró a su familia y a sus invitados. Su madre lo vio con esos ojos que podían atravesarlo por completo, mismos que lo llenaban de certeza y de confianza. Diana y Karen estaban pasmadas por la noticia y lucían completamente perplejas. Ada y Erik estaban serenos, y a través de sus miradas le daban a entender a Pasang Sona que lo apoyaban y que todo iba a estar bien.

Pasang Sona concentró su mirada en a su esposa. Cuánto amor podían desatarle esos ojos. Cuánta historia se resumía en esa mirada. A pesar de lo que Pema realmente quería, que su esposo no fuera, a pesar de sentir pánico por un instante, en apoyo a su esposo le regaló una enorme sonrisa y le dijo:

—Te veo muy pronto, mi amor.

Diana, en una reacción involuntaria, objetó:

—¡Pero, Pasang Sona, ni sabes quiénes son esas personas!

—Sí sabemos —acotó Wangchuk—. Es el equipo de los rusos.

Pasang Sona habiendo escuchado bien la respuesta de su amigo, en total serenidad miró dulcemente dulcemente a Diana, y le dijo:

—Años antes de mi nacimiento, un extraño… perfecto extraño arriesgó su vida para salvar a mi padre. Estoy convencido de que en algunos años alguien puede hacer lo mismo por mi hijo. Y no lo sé, tal vez alguien en el pasado hizo lo mismo por mi abuelo y mi bisabuelo. No hay forma de saber. Pero sí sé que por actos de servicio y de amor, actos bondadosos y sin expectativas, hoy estoy aquí y soy quien soy. Creo en que al final, en este camino, en el río de la vida todos somos uno y debemos actuar de acuerdo con ese principio.

Diana estaba perpleja.

—¡Los rusos! ¿No fueron ellos quienes se comportaron irrespetuosos y groseros con nosotros?

—Uno de ellos, tal vez —corrigió Pasang Sona—. Sin embargo, sean quienes sean no hace ninguna diferencia. Ir por ellos tiene que ver con quien soy yo.

Diana guardó silencio reflexionando esas palabras.

—Nunca pensé que pudiese existir alguien en el mundo que pudiese ver la vida de esa manera. Bueno, además del lama Tritul Rinpoche, y seguramente el Papa o el Dalai Lama, pero hasta ahí.

Todos rieron un poco.

—Bueno, tal vez pronto descubras en ti a esa persona —le dijo Pasang Sona con una sonrisa—. Será tu trabajo de consciencia.

Y mirando una vez más a su amigo, que lucía verdaderamente impotente, se despidió de su madre agradeciéndole todo. Y dándole un beso dulce y prolongado, le dijo adiós a su esposa sin decir más nada.

La puerta se cerró lentamente despidiendo así a un hombre que una vez más ponía su vida en riesgo por una causa más grande que su propia vida.

Después de un largo suspiro y como si no hubiese pasado absolutamente nada, Yangchen Zangmo, sonriéndoles, les dijo:

—Pues ahora sí es momento de cenar. A eso vinieron y estoy segura de que han de estar hambrientos.