La sala de urgencias siempre era de las más concurridas y visitadas en el hospital. Venían pacientes de todo tipo: desde aquellos que tenían un dolor de cabeza y un ataque hipocondríaco tan grande que estaban seguros de que morirían por una tontería, hasta aquellos que llegaban en un estado tan crítico que muy difícilmente podían ser salvados.
—Cuando llegan pacientes terminales es muy importante tener en cuenta dos cosas, Jenny —le dijo Claudia a una enfermera nueva—. La primera es que no puedes involucrarte mucho con ellos… emocionalmente, ¿sabes? Con esto me refiero a que muchos de tus pacientes van a morir y eso es un hecho. Aquí llegan personas que luchan por continuar con vida, mientras allá afuera está plagado de estos mismos pero en una etapa previa de su vida cuando sin darse cuenta parece que luchan por morirse. Piensan que van a vivir para siempre y esa idea crece como veneno hasta que llegan aquí. Lo segundo que tienes que saber, linda, es que pase lo que pase tienes que tener muy en claro que nada es tu culpa. Nunca es tu culpa nada, Es de los doctores —dijo bromeando y viendo que Jenny estaba impactada y no había entendido el chiste—. No es cierto, no es culpa de nadie. Necesitas aprender a desprenderte de ello y actuar responsablemente, porque si no lo haces, en tres meses vas a ser tú la paciente con un infarto o un derrame cerebral. ¿Entiendes lo que te digo? Esto no nos lo enseñan en la escuela de enfermería —Jenny únicamente asentía, perpleja por lo que estaba escuchando.
—Bueno, linda, sigo adelante, que tengo mucho que hacer —le dijo Claudia mientras la miraba profundamente con esos ojos que podían conectar directamente con el alma.
Claudia, recordando su primer día de enfermera, miró nuevamente a la recién llegada y terminó diciéndole:
—No te angusties, linda. Son siempre más las vidas que ayudamos a salvar y ése es el verdadero valor de todo lo que hacemos —y tras un suspiro, concluyó,—. Me voy a ver a la chica que acaba de ser atropellada —y tras esas palabras, a paso veloz, salió de la sala de enfermería para ver a su paciente recién llegada.
Esa nueva paciente tenía a lo mucho quince minutos de haber llegado; estaba a dos camas del señor David y junto a la de Ada. Se llamaba Karen. Cuidadosamente y tratando de no despertarla, abrió la cortina que la separaba del pasillo. La chica dormía con el ceño fruncido y una mueca de dolor intenso.
—¿Cómo te sientes, bonita? —le preguntó mientras leía el reporte del doctor que ya la había evaluado.
—Me duele mucho todo —respondió Karen entre quejidos y un llanto ligero.
—Tranquila, muñeca, verás que todo va a estar bien —le dijo a la vez que revisaba su suero y le administraba un medicamento, como venía indicado en la bitácora que había llenado el doctor.
—¿Cómo fue que te atropellaron? —preguntó Claudia, intrigada.
Karen respondió entre los mismos quejidos de antes:
—Iba corriendo al parque muy apurada para ver a un amigo cuando de pronto, al cruzar una avenida, un camión me cedió el paso, pero… el auto que venía junto al camión en vez de frenar aceleró justo cuando yo ya había pasado al camión. Cuando vi que me iba a golpear, lo único que me dio… —hizo una pausa para retomar el aire y reponerse— tiempo de hacer fue saltar y el auto me golpeó con la defensa en las piernas, pero ahí no es donde más me duele, porque con el golpe me fui hacia adelante y me golpeé muy fuerte en el pecho y en el estómago con el parabrisas.
—Ay, cariño, recuerda mantenerte siempre tranquila, es lo más importante y lo estás haciendo increíblemente bien —le dijo Claudia para animarla.
—Gracias —dijo Karen como pudo.
—Veo que ya te tomaron radiografías, ¿cierto?
—Sí, ahorita me van a hacer un ultrasonido.
—Muy bien, muñeca. Voy a presionar para que se apuren lo más posible y antes de lo que te des cuenta esto habrá terminado y estarás de vuelta en casita y en el parque.
Estas palabras no le cayeron tan bien a Karen, ya que recordó a su amigo Erik y sintió un fuerte pesar por lo sucedido y una tremenda angustia por si su hermana no lograba encontrarlo en el parque entre tantas personas.
—¿Cariño, te está doliendo algo? —preguntó Claudia al ver la mueca de la chica.
—No —respondió la otra rápidamente—, es que… cuando tuve el accidente iba camino a ver a un amigo que apenas había conocido, Nunca pensamos en compartirnos nuestros números telefónicos ni nada, pero quedamos en vernos hoy en el parque. Justo iba ahí cuando me atropellaron. Y sé que probablemente no lo vuelva a ver.
Claudia sonrió, pues era evidente que el medicamento le estaba haciendo efecto.
—Tan pronto me subieron a la ambulancia pude hablar con mi hermana y le pedí que lo fuera a buscar, pero no sé si lo encontró. Como sea ella debería de llegar aquí en cualquier momento.
—Muy bien, linda —dijo la enfermera pacientemente—. Mi nombre es Claudia y yo seré tu enfermera. Me da mucho gusto ver que estás bien y que solamente fue un pequeño susto que tiene solución. Ya verás cómo en el ultrasonido va a salir todo bien —Claudia terminaba esta frase, cuando un doctor corrió la cortina verde al mismo tiempo que su asistente empujaba lo que parecía una caja con rueditas con un televisor viejo montado encima.
—Muy buenas tardes, Karen —saludó él mientras leía el nombre de la chica en su expediente—. Soy el doctor Rogers y yo realizaré tu ultrasonido. He revisado ya tu expediente y estoy al tanto de tu accidente. Por favor, dime todo lo que necesito saber.
En menos de dos minutos, Karen le dio todos los detalles del percance. Una vez que hubo terminado con la historia, el doctor encendió su equipo previamente conectado por su asistente, y explicó:
—Karen, voy a realizar un ultrasonido para verificar que tus órganos internos no hayan tenido algún daño que pueda complicar un poco las cosas. Descartando cualquier estallamiento interno o inflamación grave, puedes regresar muy pronto y con mucho cuidado a casa. Sólo con un par de costillas rotas y una pierna llena de moretones.
—Ok, doctor, sí, quiero que todo esté bien —le respondió la otra, ansiosa.
El doctor le sonrió y le pidió que se recostara y descubriera su área abdominal, desde su vientre hasta su pecho.
Con cuidado y atento a la respuesta de Karen, el doctor Rogers, hombre de anteojos, gran tamaño, barba canosa y aspecto paternal y bonachón, comenzó a aplicar un gel sobre el vientre de Karen y a esparcirlo hasta su pecho; con la otra mano colocaba un artefacto con el cual comenzaba a verse algo raro en blanco y negro en la pantalla, de donde era emitido un sonido extraño y muy peculiar.
—Vamos a revisar primero tu estómago e intestinos —decía el doctor mientras miraba fijamente la pantalla y movía el transductor sobre su abdomen ejerciendo un poco de presión. Karen comenzaba de repente a hacer caras y muecas de dolor cuando el doctor presionaba el punto en donde había sido golpeada por el auto.
—Tu estómago está bien y tu intestino grueso un poco inflamado, pero nada de lo que nos tengamos que preocupar —añadió el doctor Rogers con dulzura, sin dejar de mover el transductor por la zona abdominal de Karen, con la mirada fija a la pantalla del ultrasonido. Colocó un poco más de gel ahora en el vientre de Karen y siguió inspeccionando.
Karen observaba atenta a la pantalla; veía y escuchaba cosas que no podía entender. De repente, el doctor se detuvo en seco y miró fijamente a la chica, que creyó entenderlo todo: algo estaba mal. El doctor había encontrado algo, algo que lo preocupaba. De un momento a otro, ella sintió un frío penetrante, como si cada una de las células de su cuerpo hubiera sido atravesada por agujas filosas o se encontrara inmersa en el agua gélida del polo norte.
La mirada profunda que sostenía aquel hombre grande de ojos oscuros, negro azabache, y un suspiro le comunicaron absolutamente todo. Así fue como Karen, a través del sonido del monitor, escuchó una melodía que la llevó a desbordar lágrimas de tristeza y enojo, pero también de emoción, alegría y, por alguna extraña razón, lágrimas de amor.
Nunca se había sentido tan confundida en su vida.