Capítulo Uno

Un castillo francés en Normandía

Septiembre, 2009

Baldwin sonrió con satisfacción al mirar sus alrededores lujosos y se felicitó a sí mismo por haber escapado de absolutamente todo. Esa noche sería todo en torno a él y su habilidad para manipular a otros. Al fin, el plan que tantos meses había pasado pensando, se comenzaría a ejecutar.

Un grupo de chicas con poca ropa, todas originarias de Europa del Este, se reían en un rincón. Él las miró enojado, con el ceño fruncido, al darse cuenta que ellas se habían servido del ponche que era especialmente para sus importantes invitados.

Luego de la última canción, los integrantes de la banda se marcharon para cambiar sus atuendos. Mientras tanto, el personal de la agencia, terminaba de arreglar la larga mesa en la que se podía ver la comida más extravagante y de buena calidad, importada especialmente para la ocasión. 

Baldwin recorrió el paisaje con la mirada. Desde la terraza, la vista que le ofrecía el castillo era increíble.

Hectáreas y hectáreas de césped bien cuidado, con ligustrinas en forma de animales. Era un escenario tan lujoso como si fuese para la realeza, no para un pobre tipo criado – o mejor dicho mal criado-  en las afueras de Salford, Manchester.

La mayoría de los hombres ya estaban posicionados, con sus armas cuidadosamente guardadas debajo de sus trajes. Otros se unirían a ellos una vez que llegasen las limosinas.

Baldwin miró su reloj por enésima vez en unos minutos, su irritación iba aumentando con el correr de los mismos. Los invitados deberían haber llegado a las siete, diez minutos de tardanza.  ¿Dónde demonios estaban? Caminó hacia la ventana, estirando el cuello para ver por encima de la entrada llena de árboles. Nada, ni siquiera la ilusión de ver una limosina, solo el campo verde que brillaba con el sol. Esto no era buena señal, al menos no lo era para él. El corazón le latía con fuerza, y la vena de la sien sobresalía cada vez más, tal y como lo hacía cada vez que las cosas no salían como lo planeaba. Como él lo planeaba.

—¿Y bien? —preguntó cuando Julio, su segundo al mando, se acercó a la ventana.

—Nada todavía, jefe. Todo lo demás ya está listo.

—Eso ya lo veo, maldito estúpido. Ahora ve y averigua por qué tanta demora de mierda. Quiero que esta noche salga todo bien. ¿Entendido, Julio? Nada de desastres.

—Sí, señor. Ya mismo me encargo de eso.

—Olvídalo. Iré yo mismo, sé cómo estos tipos pueden manejarte a su antojo —Baldwin salió de prisa y se metió en el cuarto de al lado.

La sala estaba llena de cajas de pizzas, y una botella de whisky se veía en el centro del escritorio. Los tres hombres, todos de contextura física grande, se pararon de inmediato.

—¡Miren el desorden que hay aquí! ¿Acaso les dije que podían beber mientras están en horario de trabajo? Esta noche se trata de un negocio serio. Les advierto: La cagan y la van a pagar caro. Con sus vidas. ¿Entienden? Ahora, ¿Por qué tanta puta demora?

Él los miró. Los hombres movían la cabeza hacia arriba y hacia abajo, como los perritos que están en los tableros de los coches.

Mirándolos con furia, Baldwin hizo un paso hacia adelante. Se detuvo frente al más joven de los hombres. Los separaba a penas unos centímetros.

—Pregunté si entendieron. ¿Benji?

El hombre tragó con fuerza. Sus ojos abiertos del miedo.

—Sí, señor. Entendí.

—Esta es tu última advertencia, Benji. Cagas esta y... —Baldwin dejó la frase sin terminar a propósito.

El empleado más nuevo se alejó. Baldwin lo dejó ir. Por ahora. Lo tenía en la mira hacía ya un tiempo. La actitud del tipo era una mierda. Se creía superior, y disfrutaba andar por ahí como si él fuese el dueño.

—Ahora, empecemos de nuevo, ¿sí? Díganme, ¿Qué diablos sucede? —Baldwin se sentó en una de las puntas del escritorio y miró las diez pantallas de TV sujetadas a la pared, que mostraban cada una de las áreas del castillo.

—Llamaron hace unos minutos. Se demoraron en la ruta. Deberían llegar en cualquier momento —dijo Benji.

—Asegúrense de que así sea. Me estoy poniendo nervioso. No hace falta que les diga que significa eso, ¿Verdad?

Los hombres negaron con la cabeza, contestando a la amenaza implícita.

La ansiedad que sentía Baldwin era notoria. Generalmente estallaba en episodios de extrema violencia. A pesar de que estos hombres tenían músculos diez veces más prominentes que su nivel de inteligencia, Baldwin sabía que cuando él explotaba, estos tipos se convertían en unos cobardes.

Cuando la amenaza aun rondaba en el aire, Benji señaló una de las pantallas, donde se veían que ingresaba un coche.

—Aquí viene el primer corderito.

Ya aliviado, Baldwin se dirigió hacia la entrada. Llegando a la puerta de la oficina, se dio vuelta y les advirtió una vez más.

—Recuerden, cualquier error, y les corto las pelotas y se las doy a los chanchos.

Baldwin volvió al salón principal y le indicó a la banda que comenzara con su número favorito, el de jazz.

Julio juntó a las chicas para indicarles una vez más lo que debían hacer. Un  par hacían globos con la goma de mascar y los reventaban, sin dudas ya aburridas de recibir las mismas ordenes durante todo la tarde. Ya sabían el plan de memoria. Baldwin tomó nota mental de las chicas a las que luego castigaría por la actitud que habían tenido con Julio.

Un mayordomo inglés iba presentando a los invitados a medida que ingresaban al castillo.

—El señor Chang Foo, representando al gobierno chino.

Al terminar de presentar al invitado, Baldwin se acercaba con una encantadora sonrisa en su rostro apuesto. No tenía rastros de enojo, por lo menos por ahora.

—El señor Yashicotin, representante del gobierno japonés —anunció el mayordomo. Después del apretón de manos con Baldwin, el hombre fue dirigido hacia la barra de tragos por una de las chicas.

Una vez que todos estaban ubicados y en la sala se escuchaba el susurro de charlas, Julio les dio la orden a los hombres para que tomaran sus puestos. Los hombres que acompañaban las limosinas se repartieron por la sala, y se ubicaron a unos metros entre sí, con sus armas escondidas.

Tal como les habían indicado, la banda dejó de tocar cuando Baldwin apareció en el escenario. La sala rompió en aplausos tan pronto él tomó el micrófono.

—Buenas noches, caballeros. Antes que nada, déjenme decirles el honor que es para mí poder recibirlos en mi humilde hogar —Baldwin se detuvo para aceptar los aplausos y luego siguió con su discurso— Siempre ha sido mi ambición ser el hombre más rico del mundo. Y ahora, con su ayuda y la de sus gobiernos, estoy cerca de cumplirlo.

Notó que algunos de los hombres más brillantes miraban con precaución. La intranquilidad pasó a ser alarma cuando los hombres sacaron las armas.

—Caballeros, calma, calma. No hay necesidad de alarmarse —Baldwin se dirigió a la audiencia —al aportar, cooperan.

El ministro de economía de Rusia se acercó al escenario con el rostro rojo y lleno de ira. Hizo gestos con sus manos y gritó frases en su lengua natal.

Disgustado por lo maleducado que fue el hombre y por el exabrupto que había causado, Baldwin miró a uno de los hombres que estaba cerca del ruso y le hizo señas para que lo callara.

Tres disparos hicieron eco en la sala. El ruso gritó. La sala volvió a quedar en silencio.

El ruso se tomó el pecho con fuerza y cayó al suelo, formando un charco de sangre junto a él.

Varios invitados intentaron escapar corriendo hacia la terraza, pero los hombres armados los llevaron de nuevo hacia el centro de la sala.

Se escuchó la voz calmada pero firme de Baldwin.

—Caballeros, me decepcionan. Pensé que se estaban llevando todos bien. Es una lástima que nuestro amigo ruso haya decidido faltarme el respeto, pero espero que todos ustedes aprendan de su error. Como dice el dicho, la pelota está en su campo caballeros. ¿Qué deciden hacer? Voy a suponer, basándome en su silencio, que están de acuerdo en colaborar con mi ambición o-

El ministro de economía chino decidió interrumpir el discurso. Otro comunista con pelotas, pensó Baldwin, mientras él se acercaba al escenario. Foo murmuró:

—Robert, aquí somos amigos, deberíamos poder discutir tus ambiciones de manera abierta.

La sonrisa de Baldwin desapareció. Su posición con respecto al ministro lo dejaba en ventaja. Foo tembló.

—¿Y qué predice que sucederá al final, Sr. Foo? —preguntó Baldwin entre dientes.

Foo tembló por completo. Intentó retroceder, pero el arma de Julio le presionaba la espalda. Entrando en pánico, el hombre corrió, pero tres disparos impidieron que llegara lejos. Foo gritó en agonía mientras caía en el piso brillante.

—¿Alguien más planea interrumpirme? Hablen ya. Mi paciencia está llegando a su límite.

La sala estaba en silencio.

La carcajada triunfante de Baldwin hizo eco en la enorme sala, mientras sentía como su meta se acercaba.