Capítulo veinte

—¿Qué carajo hacemos ahora? —preguntó Lorne.

Tony se paró junto a ella, ambos mirando por la ventana como una figura delgada bajaba del coche y se dirigía hacia la entrada del castillo.

—Ahora esperamos.

—¿Exactamente qué?

Él suspiró con fuerza, la miró y le puso el dedo sobre los labios. Escucharon como la puerta principal se cerró de un golpe. Tony señaló el escritorio y le ordenó a Lorne que se escondiera debajo. Él logró meterse junto a ella.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella, cuando su espalda comenzaba a dolerle.

—Y a veces me pregunto por qué prefiero trabajar solo...— murmuró él. De pronto escucharon ruidos que provenían de la cocina. Lorne decidió pasar por alto el sarcasmo.

Veinte minutos después, ninguno de los dos soportaba el calambre en las piernas. Escucharon unos pasos fuertes que venían por las escaleras. Lorne oía atenta, su corazón latía cada vez más fuerte. Un golpe indicó que alguien había cerrado una puerta bastante lejana a ellos, pero ninguno de los dos se atrevió a moverse.

Tony habló primero.

—Esperemos media hora y después nos movemos, ¿está bien?

—Mis piernas no van a soportar tanto tiempo —se quejó ella con los ojos llenos de lágrimas de la frustración.

—Está bien, diez minutos entonces y saldremos de aquí, pero nos quedaremos otros veinte en la habitación para estar seguros. Así tus piernas tendrán tiempo de recuperarse.

Ella asintió e intentó relajar los músculos.

—¿Ves? No soy un maldito todo el tiempo. Suelo tomarme un descanso de vez en cuando— él sonrió y luego la sorprendió frotando su mano enérgicamente por su pierna para ayudar con la circulación.

Treinta minutos después, Tony asomó la cabeza por el pasillo. Tomó a Lorne de la mano, apoyaron sus espaldas sobre la pared y se fueron deslizando de a poco.

Se hizo eterno alcanzar el último escalón. Finalmente, cruzaron la casa. Al llegar al coche, a Lorne se le escapó una lágrima de alivio.

Tony negó con la cabeza.

—No otra vez, mujer.

—¿Qué? —gritó ella con una voz aguda, sin importarle si la escuchaban en el castillo.

—Por Dios, la cantidad de lágrimas que derramaste últimamente, me sorprende que no estés constantemente deshidratada.

Ella creía que él estaba bromeando, pero de todas maneras se sintió mal. Ella lo miró con enojó y levantó el dedo del medio con furia, antes de secarse las lágrimas.

Para sorpresa del portero, ambos ingresaron al hotel cerca de las cuatro de la mañana. Ingresaron al elevador sintiéndose un poco avergonzados.

—Espero que el portero sea discreto con esto —dijo él.

Lorne estaba agotada. Sus músculos estaban tensos de los nervios que había pasado. Lo único que quería hacer era acurrucarse en su cama cálida y dormir. El elevador emitió un suave sonido al alcanzar el destino, y las puertas se abrieron, revelando al capitán Amore, de brazos cruzados sobre su pecho, cara de piedra y moviendo el pie nervioso.

—¿Dónde diablos estuvieron ustedes dos?