Capítulo Treinta y Uno

—¡Mierda! —maldijo Tony al acercarse al centro de la ciudad de Caen.

—¿Qué pasó? —Lorne se mordía el labio para intentar aguantar el dolor de piernas.

—Se separaron. Voy a seguir al auto de adelante— Tony bajó un cambio y aminoró la velocidad. El conductor detrás de él le tocó bocina impacientemente, a lo que Tony reaccionó saludándolo— Hay dos personas en el coche. Uno relativamente grande y el otro un poco más pequeño. Supongo que el acompañante es Baldwin. ¿Cómo estás allí abajo?

—Siento como si las piernas pertenecieran a otra persona. Para ser honesta, no creo que pueda seguir así por mucho más tiempo— Lorne detestaba quejarse, pero realmente era la verdad.

—Está bien, puedes volver a tu asiento, pero mantén la cabeza gacha. Hay un coche entre medio, así que no creo que vean que tengo un pasajero.

Acomodándose de nuevo en su asiento, Lorne apoyó la cabeza sobre su falda.

—Sí, señor. Muchas gracias.

Tony comenzó a decir frases inentendibles mientras se concentraba en seguir el auto que él suponía que llevaba a Baldwin.

La cantidad de tránsito y las luces constantes de los autos opuestos dificultaban la tarea de seguir al coche.

—Conozco esta zona... estamos cerca de la catedral de Caen. Mmm... esta calle... interesante.

—¿Cuál es? —Lorne intentó levantar la cabeza para observar, pero la bajó rápidamente cuando Tony la empujó— ¡Ouch! ¿Sabes una cosa, Tony? Nunca ni siquiera trataría a mi perro de la manera en la que me estás tratando ahora.

—Eso es porque malcrías mucho a tu perro. El coche se detuvo en el hotel en el que nos quedamos con el capitán y la teniente. Baldwin bajó y el conductor aceleró.

—¡Vaya! Eso que es interesante. ¿Qué hacemos ahora?

—Nos sentamos y esperamos, mujer. Nos sentamos y esperamos.

—¿Hay alguna posibilidad de que nos sentemos a esperar en el café que está en frente del hotel?

—No veo por qué no. De hecho, es una idea fantástica. Buen trabajo, señorita Simpkins.

Pidieron una baguette y café y se ubicaron en una mesa unas filas más atrás de la ventana, un lugar ideal para poder vigilar.

Luego esperaron. Y esperaron. Docenas de personas entraban y salían por la puerta giratoria del hotel, pero nadie les llamó la atención. Para las tres de la tarde, los clientes del café escaseaban, y solo cuatro de las treinta mesas del lugar estaban ocupadas.

Un coche se detuvo en la puerta del hotel y un hombre se metió en el asiento de adelante.

Tony murmuró de prisa:

—Es él.

Dejó un billete de diez euros y un puñado de monedas sobre la bandeja donde estaba la cuenta. Saliendo del café, le tomó la mano a Lorne y se apresuraron para entrar al coche. Tony intentó seguir el rastro, pero fue demasiado tarde. Para el momento en el que tomaron la autopista principal, el tráfico ya se había condensado haciendo que sea imposible seguir al otro coche.  Tony golpeó el manubrio con sus manos y maldijo por debajo.

Lorne intentó calmarlo tomándolo del brazo y diciendo:

—Ya tendremos otras oportunidades, no te preocupes.

—Sí, lo supongo. Si entro al hotel, ¿Darías una vuelta en el auto y me pasarías a buscar en unos minutos?

Lorne le lanzó una mirada y se apuntó hacia el pecho.

—¿Yo? ¿Conduciendo aquí? ¿Del otro lado de la calle?

—Sería lo más sensato, Lorne. Yo soy el que está disfrazado —dijo deteniendo el coche a un costado y saliendo del mismo, dejándola sin opción.

Cuanto más le tocaban bocina el resto de los conductores, más nerviosa se ponía. Te maldigo, Tony. Si tan solo hubiese sido capaz de abrir la boca y contarle acerca de su pequeña fobia en cuanto a conducir coches ajenos. Más grave aún era conducir al revés.

Su fobia había comenzado a los diecinueve años de edad. Cuando aprobó su examen de conducir, ella, en un acto de rebeldía, tomó el coche de su padre y salió a dar una vuelta, sin tener su consentimiento. Tuvo un accidente, no por su culpa, pero el coche había quedado destrozado. El miedo y los nervios del momento se apoderaban de ella cada vez que estaba en una situación similar.

Ella tomaba el volante con fuerza para que  sus manos dejaran de temblar. En un intento de encender la luz de giro, activó los limpiaparabrisas. ¡Maldición! Sus nervios aumentaban. Respiró profundo y decidió intentar salir del tráfico nuevamente, pero cuando aceleró olvidó que el coche estaba en cambio y se detuvo de un tirón. ¡Por Dios, Tony! ¿No podías alquilar un automático?

Desesperada, volvió a arrancar el auto, presionó con fuerza el embrague y puso el primer cambio, todo eso entre la furia de los demás conductores. Malditos impaciente. ¡Denme un respiro!

Con la frente sudada y las manos todavía temblorosas, logró volver al camino. Soltó un suspiro de alivio al tomar la calle más tranquila. Dobló a la derecha y, todavía en primera, fue hasta el hotel. Al ver la cantidad de autos que tenía adelante, volvió a entrar en pánico.

Al ver un lugar disponible para estacionar, se detuvo en él, aún con el motor encendido. Se tomó unos segundos para calmarse y luego volvió a salir en busca de su compañero. Cinco minutos después vio que alguien le hacía señas para que se detenga.

Al acercarse al hotel, puso las balizas, se detuvo, activó el freno de mano y se cambió al asiento del pasajero.

Por la mirada fulminante de Tony, podía darse cuenta que no estaba nada contento con el tiempo que le había llevado pasar a buscarlo.

—¿Qué mier- ­dijo cuando abrió la puerta del acompañante, pero dejó de hablar al ver el rostro aterrorizado de Lorne. Cruzó por delante del coche y se sentó en el asiento del conductor. Rodeado de conductores furiosos que tocaban bocina, él los saludó disculpándose.

—¿Te encuentras bien, Lorne? ¿Qué demonios ocurrió?

—No vuelvas a hacerme eso, Tony —contestó ella con voz temblorosa y manos sudadas.

—¿Hacerte qué?

—Sólo vámonos de aquí.

De reojo vio cómo se encogía de hombros y soltaba un suspiro. Mientras salían de la transitada calle y se acercaban a su hotel, el pánico de Lorne iba disminuyendo notablemente.

Una vez en la habitación, Tony arrojó las llaves del auto sobre la mesa de noche que estaba entre las dos camas.

—¿Y?

Ella lo miró con ojos entrecerrados, y copió su pregunta.

—¿Y?

—Tú primero. ¿Qué sucedió allí?

Lorne negó con la cabeza. Se sentía estúpida por haber entrado en pánico.

—No pasó nada. No soporto el tránsito, eso es todo —ella miró hacia el suelo para evitar su mirada y cambió de tema— ¿Qué encontraste en el hotel?

—Nada. Para empezar, no entendían nada de lo que decía, o eso me hicieron creer. No creo que me hubieran dicho nada de todos modos. La chica fue cortante y sin voluntad de cooperar.

—¿Viste a alguien interesante?

—Nop —en ese preciso momento, el teléfono de Tony comenzó a sonar. Se puso el dedo sobre los labios y se acercó a la mesa donde se encontraba su cuaderno. Atendió el llamado, ya con la hoja en blanco, listo para tomar notas. De repente Tony se dio vuelta para enfrentarla y, con los ojos bien abiertos, le hizo señas para que se acercara a él.

Lorne dio un salto de la cama e intentó leer lo que decía en su cuaderno, pero comprobó que su escritura era imposible de entender.

Ella le dijo por lo bajo:

—No logro entenderte.

Él suspiró y volvió a escribir, esta vez en mayúscula e imprenta:

VUELVE A EMPACAR, DEBEMOS SALIR.

Lorne corrió hacia el baño, juntó todos sus productos en una bolsa y volvió a la habitación justo para cuando Tony terminaba el llamado.

—¿Qué sucede?

—El servicio secreto me informó que algo está sucediendo en el castillo. Parece que están cargando automóviles.

En unos minutos ambos hicieron sus maletas y partieron rumbo al castillo.