8

Era una pena que no pudiera estar con mi chica todo el día y todos los días. Cada vez que se iba a clase, me quedaba en casa con Gloria.

Intenté enseñarle que, a pesar de que C. J. era mi chica, estaba totalmente dispuesta a ser su amiga también. Pero estaba muy claro que Gloria no quería nada de eso. Si yo me acercaba para que me rascara detrás de las orejas o para que me acariciara la espalda, ella me apartaba. Si me quedaba cerca de la puerta trasera para salir, ella suspiraba con impaciencia antes de abrir la puerta. Muchas veces se olvidaba de dejarme entrar otra vez y yo tenía que ladrar muy fuerte para recordárselo.

De alguna manera, tenía la sensación de que, cuando me encontraba cerca de Gloria, nunca era una perra buena.

Por eso me sorprendió mucho que un día, mientras C. J. estaba en la escuela, me hablara al verme entrar en la cocina.

—Aquí estás —dijo.

El tono de su voz no era muy amistoso. Mantuve el trasero bajo para hacerle saber que comprendía que ella mandaba; meneé un poco la cola con la esperanza de que estuviera más contenta al ver que no era ninguna amenaza. Gloria estaba de pie al lado del refrigerador, con la puerta abierta. Sostenía una cosa con la mano.

Me acerqué un poco para ver si se trataba de comida.

—Puaj —dijo Gloria. Decía eso muy a menudo, cuando me acercaba a ella, pero nunca comprendí qué quería decir—. Mira este queso. Te juro que lo acabo de comprar.

Desvió los ojos de esa cosa que sostenía con la mano y me miró; luego cerró la puerta del refrigerador. Era una pena. Allí dentro había cosas que me hubiera gustado oler un rato más.

—¿Quieres un premio? —me preguntó.

Levanté el trasero y la cabeza. ¿Un premio? ¡Conocía esa palabra!

—Supongo que a los perros no les molesta un poco de moho —dijo Gloria.

Quitó un plástico que envolvía esa cosa que tenía en la mano y, de inmediato, me llegó un olor profundo. ¡Queso! Se me empezó a hacer la boca agua.

Gloria rompió un trozo del queso, le clavó un tenedor y me lo acercó.

Lo olisqueé, esperanzada. Ella sujetaba el queso, muy quieta. Le di un pequeño mordisco, insegura, esperando a que Gloria se enojara y me dijera que era una perra mala.

—Adelante, cógelo —dijo Gloria con impaciencia.

Arranqué el queso del tenedor, lo dejé caer al suelo y me lo comí en dos bocados. ¡Estaba claro que, después de todo, Gloria había decidido que era una buena perra!

—Toma —dijo Gloria, que dejó caer el resto del queso dentro de mi cuenco.

¡Qué maravilla! ¡C. J. nunca me daba premios tan grandes!

—Haz algo útil —dijo Gloria—. Es ridículo que nos gastemos tanto dinero en esa comida de perro tan cara cuando puedes comerte toda la comida estropeada.

Cogí el pesado trozo de queso y volví a dejarlo caer en el cuenco. La verdad era que yo no sabía cómo tenía que comerme una cosa tan grande. Pero cuando Gloria salió de la cocina, me dediqué en serio a ello y me lo fui comiendo mordisco a mordisco.

Cuando me lo hube terminado todo, me di cuenta de que babeaba un poco y de que tenía mucha sed, así que me bebí casi toda mi agua.

Gloria entró en la cocina al cabo de unos minutos.

—¿Has terminado? —preguntó—. ¡Vale, fuera!

Abrió la puerta que daba al patio y se quedó de pie al lado. Me di cuenta de lo que quería y me apresuré a salir. Cuando estuve fuera, me sentí mejor. La voz y la postura de Gloria decían que yo era una perra mala, pero el queso decía que yo era una perra buena. Resultaba muy desconcertante. Así pues, me alegré de poder tumbarme en el césped y no pensar en eso durante un rato.

Notaba la tierra fría en la barriga, así como el calor del sol en la espalda. Deseé tener un poco más de agua, pero levantarme y ponerme a ladrar para que Gloria me abriera la puerta era demasiado trabajo: decidí quedarme allí tumbada.

Y me dormí.

Cuando desperté, supe que algo iba mal.

Tenía más sed de la que había tenido nunca, lo cual era absurdo, porque tenía la boca llena de saliva. Tanta que estaba babeando. La saliva caía sobre la hierba. Sacudí la cabeza y me sentí mareada. Luego me levanté, pero las patas me temblaban tanto que me resultaba difícil caminar. Lo único que pude hacer fue abrir mucho las patas para apoyarme bien y no caerme. Por lo demás, solo me quedaba esperar a que viniera mi chica.

No sé cuánto tiempo tardó, pero al final llegó. Oí sus pasos en el interior de la casa. Entonces se abrió la puerta.

—¡Molly! ¡Ven! ¡Entra! —me llamó C. J.

Yo quería estar con mi chica. Sabía que debía estar con ella. Di un paso con dificultad y con la cabeza gacha.

—¿Molly? —C. J. salió fuera—. ¿Molly? ¿Estás bien? ¿Molly?

La última vez que pronunció mi nombre lo hizo chillando.

Quería ir con ella. Sabía que estaba preocupada y que tenía miedo. Mi trabajo consistía en estar cerca de ella, pero no pude moverme.

C. J. vino corriendo y me tomó en brazos. Oí que me hablaba, pero su voz me llegaba como si yo tuviera la cabeza enterrada bajo el cobertor de la cama. Todo a mi alrededor estaba en silencio o sonaba muy lejos.

—¡Mamá! ¡A Molly le pasa algo! —gritó C. J.

—Seguro que no será nada —respondió Gloria desde algún lugar del interior de la casa.

—¡No! ¡Mamá! ¡Ven ahora! ¡Tenemos que llevarla al veterinario!

Sentí que el estómago se me revolvía. C. J. me dejó en el suelo y vomité sobre la hierba.

—¿Qué has comido? ¿Qué has comido? ¡Oh, Molly! —gritó C. J.—. Mamá, ven. Tienes que llevarnos. ¡Date prisa!

—Deja de gritar. ¡Te van a oír los vecinos! —Gloria apareció en la puerta mientras C. J. me tomaba en brazos—. Muy bien. Pero si vomita en mi coche…

—¡Venga! —gritó C. J. corriendo conmigo en brazos hasta el camino de entrada.

Mi chica se sentó en el asiento trasero, conmigo en el regazo.

—Vamos a ver al veterinario —me dijo mientras el coche se ponía en marcha—. ¿Vale? ¿Molly? ¿Estás bien? ¡Molly, por favor!

Sabía que mi chica me necesitaba para algo. Conseguí lamerle la mano mientras ella me acariciaba el rostro. Pero en el coche todo estaba cada vez más oscuro. Me di cuenta de que la lengua me colgaba fuera de la boca.

—¡Molly! —gritó—. ¡Molly!

Abrí los ojos despacio y parpadeando repetidamente. Lo único que podía ver era una luz borrosa. Me sentía somnolienta. La cabeza me pesaba demasiado como para tenerla erguida. ¿Había vuelto a ser un cachorro otra vez?

Gemí un poco, con la esperanza de encontrar a mi madre. Pero no detectaba su olor. En realidad, no percibía ningún olor. Gemí de nuevo y empecé a quedarme dormida.

—¿Molly?

Me desperté de golpe. ¡Era la voz de C. J.! ¡Mi chica estaba cerca de mí!

Parpadeé unas cuantas veces y la vista se me aclaró. Vi que C. J. estaba a mi lado. Mi chica acercó su rostro al mío.

—Oh, Molly, estaba muy preocupada por ti.

Me acariciaba y me daba besos en la cara. Meneé la cola. Al hacerlo, golpeé algo metálico. Una mesa. Estaba en la consulta del veterinario. Todavía me sentía demasiado débil como para levantar la cabeza, pero conseguí lamerle la mano a C. J. Por suerte, aún estaba viva y podía cuidar de mi chica.

Ya antes había estado en la consulta de la veterinaria. Sabía que se llamaba doctora Marty. No me gustaba su olor, pero sus manos eran muy suaves. Ahora se encontraba de pie, detrás de C. J. Estaba hablando con ella.

—Su último ataque ha sido muy breve, y hace más de tres horas. Creo que estamos fuera de peligro.

—Pero ¿qué ha sido lo que la ha puesto tan enferma? —preguntó C. J. con voz llorosa.

—No lo sé —repuso la doctora Marty—. Es evidente que ha hecho algo que no debería haber hecho.

—Oh, Molly —dijo C. J.—. No te comas cosas que están mal, ¿vale?

Le lamí la cara y ella volvió a darme un beso.

Al cabo de un rato, ya empecé a sentirme mejor y pude levantar la cabeza. Luego, me puse en pie. Bebí con avidez un poco de agua y C. J. me llevó a casa.

Gloria iba sentada en el asiento delantero, conduciendo. Me di cuenta de que estaba enfadada: la tensión de sus músculos y cómo erguía la cabeza lo dejaban bien claro. Me acurruqué en el regazo de C. J., en el asiento trasero. Era difícil saber por qué me había portado mal. Me sentía demasiado débil. Pero por cómo se comportaba Gloria estaba claro que algo había hecho mal.

C. J. me llevó al interior de casa y me dejó encima de los blandos cojines del sofá.

—¡En el sofá no! —exclamó Gloria.

C. J. la miró con expresión de enojo, pero me dejó con cuidado en el suelo y se sentó a mi lado.

Gloria estaba de pie y nos miraba a las dos.

—Seiscientos dólares —dijo.

—¡Molly ha estado a punto de morir! —replicó C. J. El tono de su voz expresaba tanto enfado como el de Gloria.

Gloria hizo un gesto de exasperación con las manos y se alejó por el pasillo en dirección a su dormitorio. Oí un portazo.

C. J. me cogió y me llevó a su cama. Me abrazó hasta que volví a quedarme dormida.

Tardé unos cuantos días en volver a recuperarme del todo. El día que por primera vez me sentí completamente bien fue uno de esos días en que C. J. no tenía que ir a la escuela. Gloria había salido, así que pudimos sentarnos las dos en el sofá. Ella miraba la pantalla de la pared (que yo ya había aprendido que se llamaba «televisor») y yo me estaba preguntando por qué a las personas les gustaba tanto esa cosa. ¡Si ni siquiera tenía un olor interesante!

De repente, sonó el timbre de la casa. Corrí al lado de C. J. hasta la puerta. Uno de mis trabajos consistía en inspeccionar a las personas que llegaban a la puerta. C. J. abrió y exclamó con sorpresa:

—Oh, Shane.

—Eh —dijo Shane.

—Eh —dijo C. J.—. ¿Qué sucede?

—Nada —repuso Shane—. ¿Quieres que hagamos algo?

—Um. ¿Aquí?

—Sí. ¿Por qué no?

C. J. dudó un momento, pero luego abrió la puerta del todo. A mí no me gustaba el olor de Shane, así que ladré una vez para hacerle saber que esa era mi casa y que pensaba proteger todo lo que había allí dentro. Luego meneé la cola.

—Vale, claro —dijo C. J.—. Estábamos viendo la tele, Molly y yo. ¿Quieres entrar?

Shane entró. Él y C. J. se sentaron en el sofá para continuar mirando el televisor. Olisqueé concienzudamente los zapatos y el pantalón del chico, pero él puso una mano sobre mi cabeza y me apartó.

—Solo quiere conocerte —dijo C. J.

—Bueno, da igual —farfulló Shane.

Mi chica me cogió y me dejó en el sofá, entre ellos dos.

—¿Te parece bien que miremos esto?

—Supongo que sí —repuso Shane—. ¿Tienes algo para comer?

—Claro. —C. J. se levantó y yo salté al suelo—. No, tú quédate aquí —le dijo a Shane—. Yo lo traigo.

Seguí a C. J. hasta la cocina. Ella estaba más contenta que cuando estaba en el salón, así que meneé la cola unas cuantas veces. Oímos que el volumen del televisor subía en el salón.

C. J. sacó una bolsa de un armario y llenó unos vasos con un líquido lleno de burbujas. Luego llevó todo eso al salón y le dio la bolsa a Shane. Me senté al lado del chico.

Sabía exactamente qué era lo que había en el interior de esas bolsas. Observé con atención el rostro de Shane. Sabía que, tarde o temprano, una patata caería al suelo. Siempre se caía alguna.

—Bueno —dijo Shane, masticando—. La clase de arte es un rollo, ¿verdad?

—A mí me gusta bastante —replicó C. J. mientras jugueteaba con un cordón de zapato entre los dedos.

Shane se metió otra patata frita en la boca. ¿Es que no se daba cuenta de que ahí estaba yo, sentada justo allí, delante de él? ¿No sabía lo que era compartir? Las patatas de la bolsa eran para él. Las que se caían al suelo, para mí. Así era como C. J. y yo lo hacíamos siempre.

—No hablas en serio —dijo Shane en tono de burla.

En ese momento oímos el timbre de la casa otra vez. Fue difícil abandonar las patatas fritas para ir con C. J., pero era mi trabajo, así que lo hice.

Antes de que se abriera la puerta, ya sabía que era Trent. Empecé a menear la cola con fuerza.

—Eh, ¿cómo está Molly? —preguntó Trent en cuanto C. J. hubo abierto la puerta—. ¡Molly, chica! ¡Estás aquí!

Trent se agachó, me tomó la cara con las manos y me acarició las orejas. Me retorcí de placer. C. J. sonreía.

—Está mejor. ¿Ves?

—Eh, C. J., ¿vas a volver? —gritó Shane desde el salón.

Trent se incorporó. La sonrisa le desapareció del rostro.

—¿Quién es?

—Un chico de clase de arte —dijo C. J.—. Ven, entra, Trent, estamos viendo la tele.

—Uf, no, mi madre ha dicho que tengo que cortar el césped —repuso Trent.

Trent cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra. Por mi parte, me apoyé contra sus rodillas para recordarle que a mis orejas les vendría bien un poco más de atención

—¿Y no puedes hacerlo después? —preguntó C. J.

—No. Dice que ahora. Solo he venido a ver cómo estaba Molly —respondió Trent.

—¿Vendrás luego? —preguntó C. J.

Él se encogió de hombros.

—Me alegro de que Molly esté bien —dijo, y se alejó deprisa por el camino de la entrada.

C. J. regresó al salón a paso lento. No se volvió a sentar en el sofá, sino que se sentó en una silla del otro extremo de la habitación. Ella y Shane estuvieron viendo la tele un rato, hasta que la bolsa de patatas se vació. Luego, Shane se fue.

Ni siquiera me había dado una patata.