De repente, se detuvo.
—Mira allí, Molly. ¿Lo ves? —preguntó.
Incluso mi cola estaba cansada, pero la meneé y levanté la mirada. C. J. no me estaba mirando, sino que observaba hacia una casa que se encontraba al otro lado de la calle.
—Vamos, Molly —dijo.
Y nos dispusimos a cruzar la calle. Quizá fuéramos a visitar a unos perros nuevos. Me hubiera sentido feliz, incluso, de ver a un gato. Pero no nos dirigimos hacia la puerta de la casa, sino que C. J. me llevó hasta el final del camino de la casa. Encontramos la puerta del garaje abierta.
Mi chica volvió a hacer ese sonido de «shhh». Entramos en el garaje.
Allí dentro había un gato, unos bidones de basura de plástico, un cortacésped y cajas de cartón amontonadas contra una de las paredes. C. J. se apresuró hacia esas cajas y se sentó al lado de una de ellas. Dio unas palmaditas en el suelo para que yo me tumbara a su lado. El suelo de cemento estaba helado y era incómodo, como el de la jaula en la que yo había pasado esa noche antes de que C. J. viniera a buscarme. Me acurruqué contra mi chica buscando calor. Ella me pasó un brazo por encima.
Las cajas y el coche nos ocultaban a la vista desde la calle. Pero era un espacio frío y aburrido. ¿Qué estábamos haciendo allí?
Al poco rato, oímos el crujido de una puerta que se abría al otro lado del garaje.
C. J. se tensó y me apretó con fuerza: tenía miedo. Miré a mi alrededor, alerta y preparada para ponerme a gruñir o a morder si mi chica necesitaba que la salvara. Pero ella me cogió el hocico con suavidad y negó con la cabeza.
Oímos unos pasos que bajaban por unos escalones. Alguien estaba levantando la tapa del cubo de basura. Noté el ruido de una bolsa de plástico que introducían en él. Pero no podía ver nada. Una furgoneta azul me tapaba la visión, por lo que no podía ver quién andaba allí.
C. J. había cerrado los ojos.
Estaba temblando de miedo y quise defenderla. No obstante, me di cuenta de que necesitaba que me estuviera quieta y en silencio. Eso era como jugar a «silencio bajo la escalera» de nuestra antigua casa: debía esperar hasta que C. J. me dijera que ya podía volver a moverme y a hacer ruido.
Volvieron a colocar la tapa del cubo en su sitio. Luego oí los pasos que volvían a subir los escalones. Alguien apretó un botón.
Se oyó un zumbido y un crujido. Entonces, la puerta del garaje empezó a cerrarse muy despacio.
Di un respingo y me retorcí por la sorpresa. Me aparté de C. J. No pude evitarlo. ¡Ese ruido era muy fuerte! Pero no ladré.
La puerta del garaje se cerró del todo y nos dejó allí dentro, encerradas. De repente, todo estaba oscuro.
Le lamí la cara a C. J. a modo de disculpa por haberme movido mientras jugábamos. Estuvimos allí sentadas unos cuantos minutos. Luego, muy suavemente, C. J. soltó un suspiro.
¿Ya había terminado el juego? Le volví a lamer la mejilla.
—Buena chica, Molly —susurró, y noté que sus manos se relajaban y que ya no me apretaban tanto.
Había jugado de maravilla.
En esa enorme puerta había unas ventanitas, así como una pequeña puerta que daba al exterior. Por las ventanitas entraba un poco de luz de fuera y, poco a poco, la vista se me acostumbró a esa penumbra. No se veía gran cosa, pero podía ver las cajas y la furgoneta. Y podía ver a C. J. a mi lado.
C. J. se frotó los ojos con la mano.
Luego tanteó las cajas hasta que encontró una que estaba vacía. Entonces, moviéndose muy despacio y sin hacer ruido, la abrió y la desplegó sobre el suelo de cemento. Se acurrucó encima del cartón y dio unas palmaditas en el suelo para que fuera a tumbarme a su lado.
C. J. sacó una sudadera y un pantalón de deporte de la mochila y los utilizó para cubrirnos. Luego se puso la mochila a modo de almohada. Me enrosqué contra su barriga procurando compartir todo mi calor corporal con ella, que me abrazó.
Estuvo llorando un rato con el rostro pegado a mi pelaje. Finalmente, se quedó dormida.
Permanecí todo lo quieta que pude para no despertarla. No comprendía en absoluto qué estaba pasando. ¿Por qué C. J. no se iba a dormir a una cama como hacía siempre? O, si iba a dormir en el suelo, ¿por qué no ponía ese saco tan calentito que solía emplear?
No me parecía bien dormir en ese garaje frío y que olía a cemento húmedo, a gasolina y a aceite. Para colmo, la maravillosa bolsa de basura (con todos sus fascinantes olores) estaba dentro del cubo de basura y no era posible acceder a ella.
Desde luego, aquel no podía ser un buen sitio para dormir.
Recordé otra vez esos días en que jugábamos a «silencio» durante toda la noche. Al final, C. J. había comprendido que ese juego no era divertido y que mi sitio de dormir era la cama, a su lado. ¿Por qué lo habría olvidado ahora?
Pero no sabía cómo recordárselo. Lo único que podía hacer era quedarme cerca durante toda la noche y mantenerla tan caliente como pudiera.
Muy temprano, una luz débil empezó a colarse por las ventanitas. Abrí los ojos, pero no me moví hasta que C. J. suspiró y soltó un suave gemido a mi lado.
Me giré y le lamí la cara.
—Oh, Molly —dijo con tono amoroso. Me acarició un momento y luego se incorporó con un gemido—. ¡Oh, Molly, estoy tan cansada! Vale, ahora shhhh. No hagas ruido. Tenemos que irnos de aquí.
Metió el pantalón de deporte y la sudadera en la mochila otra vez; luego se puso en pie con gesto torpe. Yo la seguí, pegada a ella, mientras se dirigía hacia la pequeña puerta con la ventanita. Descorrió un pequeño cerrojo, giró el pomo y empujó la puerta, que se abrió despacio y sin hacer ruido.
Salimos a la fría luz grisácea de la mañana.
Corrí hasta el césped y me agaché para hacer pis. C. J. me observaba.
—Ojalá pudiera hacer eso —dijo.
La miré e incliné la cabeza. ¿Íbamos a desayunar?
C. J. soltó un suspiro. Se puso la mochila a la espalda y nos alejamos de la casa por la acera. Luego se agachó y sacó la botella de agua de la mochila. Se bebió la mitad de lo que quedaba y vertió el resto en la palma de su mano para darme a mí. Pero cuando me terminé el agua que quedaba, continuaba teniendo sed.
Caminamos un rato más. De vez en cuando, le daba un lametón a las hierbas que encontraba en el camino y que estaban mojadas por las gotas del rocío. No era tan bueno como beber de verdad, pero algo era algo.
Parecía que era muy temprano. Por las calles solo vimos unos cuantos coches. Casi todas las casas estaban cerradas y en silencio. Apenas había luz. Sin embargo, a medida que caminábamos, el cielo empezó a clarear.
Llegamos a un edificio muy colorido en el que la luz de las ventanas brillaba mucho. El aparcamiento apestaba a gasolina y a aceite. C. J. me dejó atada al lado de la puerta durante unos minutos. Empecé a oler unos fascinantes pegotes pegajosos del suelo mientras algunos coches iban deteniéndose en el aparcamiento. Los conductores de esos automóviles bajaban, metían unas mangueras largas por un agujero de la carrocería y se marchaban.
C. J. regresó y me desató. Luego se arrodilló y me rascó detrás de las orejas.
—Molly, será mejor que vayamos a casa de Andi —dijo—. No se me ocurre qué otra cosa podemos hacer.
Le lamí la nariz y volví a preguntarme dónde estaría ese desayuno. Continué haciéndome la misma pregunta mientras C. J. me llevaba de paseo otra vez… Un paseo que fue casi tan largo como el del día anterior.
Me dolían las patas por culpa del pavimento, que era rugoso. Cada vez andaba con la cabeza más gacha. Asimismo, C. J. caminaba despacio; apenas levantaba los pies con cada paso. Por mi parte, tenía el estómago vacío. Y la barriga de C. J. también hacía ruido. Levanté la cabeza y vi que se la frotaba mientras hacía una mueca.
Continuamos caminando.
Al cabo de un buen rato, mi olfato empezó a detectar un leve olor familiar. Perros. Muchos perros. Levanté un poco la cabeza e incluso meneé algo la cola. Si íbamos a jugar con Andi, quizá consiguiéramos algo para comer. Y yo necesitaba comida de verdad, no un premio. Aunque recibir un premio sería mejor que nada.
Al final, reconocí el aparcamiento del edificio de Andi. C. J. se quedó dudando un momento delante de la puerta de entrada, ansiosa. Luego respiró profundamente y empujó la puerta. Y entramos.
Allí dentro había un olor fantástico. Estaba el olor de Luke y de todos los perros, por supuesto. Pero lo mejor fue detectar olor a comida. Además, delante de una de las paredes, había una mesa llena de bandejas con trozos de pan redondos. Algunos de ellos eran de pan normal, pero otros eran de pan dulce y que olía de maravilla. También había unas grandes jarras de café. Reconocí el olor porque Gloria solía tomarlo por la mañana.
Se me llenó la boca de agua y tiré de la correa, pero C. J. la sujetaba con fuerza.
Había personas sentadas en sillas, como siempre. Andi y Luke estaban jugando. Ella lo llevaba atado con la correa y lo conducía hasta una mujer de pelo blanco y corto.
—¿C. J.? —preguntó con una expresión de desconcierto en la cara—. Discúlpenme un momento —les dijo a las personas que estaban sentadas en las sillas.
Y Andi y Luke se acercaron a nosotras.
—No esperaba verte a esta hora de la mañana —dijo Andi mientras Luke me olisqueaba rápidamente.
Prácticamente, yo no tenía energía ni para acercar el hocico hasta él.
—Algunos de los voluntarios solo pueden venir antes de ir a trabajar —continuó Andi, que, haciendo un gesto hacia las personas sentadas en las sillas, preguntó—: ¿Qué sucede?
Incómoda, C. J. apoyó el peso del cuerpo en una pierna.
—Bueno…, pensé que… quizá podías necesitar un poco de ayuda —farfulló.
Andi frunció el ceño.
—¿Hoy no tienes que ir a la escuela?
—Sí. Iré. Pronto —dijo C. J.—. Es solo que pensé que…
Y se quedó sin voz. Se hizo un silencio. Luke se sentó, aburrido y esperando a que Andi volviera a jugar.
Andi rompió el silencio con tono amable.
—Bueno, yo siempre me alegro de veros a ti y a Molly aquí, C. J. ¿Lo sabes, verdad?
Mi chica asintió con la cabeza.
—¿Qué tal si vas a comprobar que los perros tengan agua y comida, ya que estás aquí? Y allí hay unas cuantas pastas y dónuts para los voluntarios. Tú misma, si te apetece comer algo.
A partir de ese momento, todo fue maravilloso.
C. J. me dejó en una jaula y rápidamente me trajo un cuenco rebosante de comida y otro lleno de agua. Cuando me los dejó en el suelo, las manos le temblaban un poco.
Metí el hocico en el cuenco y me tragué toda la comida. Luego me bebí casi toda el agua. Cuando levanté la cabeza, vi que C. J. estaba bebiendo delante de la mesa de comida y que cogía dos trozos de pan redondos. Se comió uno de ellos con solo dos o tres bocados mientras Andi y Luke jugaban con las personas de las sillas. Luego C. J. untó otro trozo de pan con una cosa cremosa y blanca y se lo comió más despacio. Me di cuenta de que se relajaba.
A continuación, C. J. se ausentó durante un rato. Aproveché para tumbarme en el suelo de la jaula y descansar un poco. Cuando mi chica regresó, llevaba la mochila en la espalda otra vez y olía a la comida de los otros perros. Le lamí las manos, contenta, y dejé que me enganchara la correa al collar.
Andi vino para dejar a Luke en su jaula. Ahora que me sentía mejor, lo olisqueé como Dios manda. Él no me hizo caso. Luke era así.
—¿Va todo bien, C. J.? —preguntó Andi con tono amable.
Ella asintió con la cabeza.
—Bueno, si necesitas algo, dímelo —respondió Andi—. Y, oye…, recuerda una cosa: no es posible huir de los problemas. Los problemas siempre te encuentran.