5. EL VIRUS SCHMITT

«Never send a human to do a machine’s job.»33

Agente Smith, Matrix (1999)

Como ya hemos dicho, el estado del malestar no es sin más el estado de guerra. No se trata en él de una guerra declarada en fecha fija, entre enemigos explícitos y comparables, sujeta a reglas compartidas y en la que quepa establecer un término final susceptible de ser aceptado como victoria (de unos) y derrota (de los otros). El estado del malestar consiste más bien en la inseguridad acerca de si estamos en estado de guerra o en estado de paz y, por consiguiente, en la imposibilidad de instaurar un estado (jurídico) de paz debido a la persistencia de las amenazas de sublevación, disturbios, atentados o insurrecciones, incluso aunque a veces estas amenazas no sean muy creíbles. Los fundadores teóricos del Estado de derecho lo llamaron «guerra de todos contra todos», y caracterizaron con esa fórmula la condición «natural» del hombre. Thomas Hobbes insistía en que no se ha de confundir esta guerra larvada o implícita (aunque sin cuartel) con las guerras expresas y declaradas, pues no comporta una situación continuada y permanente de combate, sino más bien la notoria disposición expresa de atacar en cualquier momento y en cualquier lugar, igual que hablamos de «mal tiempo» no sólo cuando llueve sin parar, sino también cuando puede hacerlo a todas horas y sin previo aviso. Kant decía igual de claramente que los hombres que sólo viven físicamente juntos son mutuamente enemigos por naturaleza y que, aunque ello no signifique siempre un estallido de las hostilidades, sí implica una permanente amenaza en ese sentido, sin que el mero cese de esas hostilidades pueda considerarse como seguridad de que hay paz entre ellos.

Sin duda, los medios tecnológicos de comunicación y transporte, con su espectacular reducción de las distancias, han ampliado desde entonces las posibilidades de que hombres que no están jurídicamente unidos por una ley común y sometidos a un mismo poder que reconozcan como legítimo, sin embargo, vivan «físicamente» conectados (pues en otros tiempos la lejanía cultural era también, en buena parte, lejanía geográfica). Se podría decir, pues, que el bienestar jurídico tiene como condición de posibilidad la «superación» o el abandono del «estado de naturaleza» y, por tanto, la firma del contrato social como fundamento de todo derecho, pues es a partir de ese momento cuando los hombres se dan mutuamente seguridad de que habrá paz entre ellos y cuando dejan de ser enemigos.

Pero éste es precisamente el problema. Pues desde que Hobbes presentó en público, como fundamento del Estado moderno, esta idea del «paso» del estado de naturaleza como guerra total al estado de pacto civil no han dejado de lloverle reproches acerca de su inverosimilitud: ¿Dónde se ha visto a unos hombres viviendo, como sucede en el estado de naturaleza hobbesiano, sin ninguna clase de vínculos, compromisos u obligaciones entre ellos, sin alianzas ni filiaciones, sin familias ni banderías? ¿Cómo es posible pensar en que una muchedumbre indómita de hombres-lobos se convierta repentinamente y como por arte de magia en un pueblo constituido como cuerpo de obedientes ciudadanos? Si la condición para que cada hombre acepte renunciar a su «derecho natural» a usar la propia espada en defensa de sus intereses o de su vida es que los demás hombres envainen primero las suyas, y si esta condición se repite uno a uno para todos los que han de participar en la asamblea constituyente, ¿no se ve con claridad que ninguno llegará a envainar su espada y que la asamblea –ésa en la que se debe firmar el contrato social- no llegará nunca a celebrarse ni, por tanto, podrá jamás abandonarse el estado de naturaleza? ¿Por qué milagro podría nacer de esa situación una sociedad?

Estos y otros reproches se acumulan, desde antiguo, contra el filósofo metido a teórico de la política. Un contemporáneo de Hobbes, Spinoza, decía en el primer parágrafo de su Tratado político34 que «los filósofos», cuando escriben de política, describen a los hombres «no tal y como son, sino tal y como ellos querrían que fuesen», razón por la cual «nunca han tenido ideas susceptibles de aplicación práctica en política, ya que del modo en que ellos la conciben hay que tomarla como una quimera o como adecuada únicamente al reino de Utopía». Pero este río lleva mucha más agua, y suele decirse que hay toda una estirpe de filósofos «idealistas», que (como casi todas las cosas de este género) comenzaría con Platón, cuyas ideas políticas irían a caballo de ficciones (como la República, que ya lo era antes de llegar a las manos de Badiou) en las que los hombres se comportan ejemplarmente y constituyen ciudades perfectas; en la lista estarían los doctores teólogos convertidos en consejeros reales durante la Edad Media, los forjadores de «utopías» a partir del renacimiento y, desde el Contrato social de Jean-Jacques Rousseau hasta la Teoría de la justicia de John Rawls, todos aquellos pensadores que han razonado sobre la política en el marco del derecho, es decir, desde un punto de vista predominantemente jurídico.

A esta estirpe se opondría la de los prácticos y los «antropólogos», los que conocen empíricamente a los hombres y no se hacen ilusiones acerca de su moralización, los que prescriben máximas políticas que, por realistas, sí son aplicables a la práctica. Este otro linaje comienza con Calicles y sus amigos en los tiempos de Sócrates, continúa en la Edad Moderna con el «pragmatismo» de Maquiavelo y llega, en nuestros días, al menos hasta Michel Foucault, después de pasar entre otros por Spinoza, Hegel, Clausewitz, Marx, Nietzsche, Lenin y Carl Schmitt.

Y de esta controversia entre dos concepciones de la política –una, «contractualista», que pone el estado de paz como condición de la misma, y otra, «conflictivista», que supone que, por el contrario, el estado de guerra (al menos latente) es lo único que autentifica la política y que la sostiene como tal– se siguen también dos concepciones antagónicas del «malestar»: para los contractualistas, el pacto social como tratado de paz es la fuente del bienestar (que, por tanto, es esencialmente bienestar jurídico), y en consecuencia la fuente del malestar es todo aquello que contribuye a minar, erosionar o anular ese contrato y a reponer el estado de guerra implícita; para los conflictivistas, en cambio, como hemos tenido ocasión de ver a lo largo de los capítulos anteriores, la fuente del malestar es el contrato social mismo, la «ilusión» de que se puede superar el estado de naturaleza y de enfrentamiento entre los hombres, y por tanto su malestar es fundamentalmente un malestar con y en el Estado, sobre todo con y en el «Estado del bienestar» (pues para ellos el único bienestar relevante es el material), y es como si naciera de un resentimiento con respecto a la democracia, muy especialmente a la «democracia social de derecho», que es para ellos el mito falaz que, mientras dispone de creyentes ingenuos que acompañan sus ritos parlamentarios, suspende el enfrentamiento y, por tanto, falsifica y neutraliza la auténtica política, que es siempre confrontación y lucha. Y en este punto resulta sugerente el parecido entre esta crítica de los conflictivistas al pacto social (con su escepticismo sobre la mera idea de un «paso» del estado de naturaleza al estado civil) y la que en el capítulo anterior hemos escuchado en boca de los «auténticos» respecto de la existencia en España de una verdadera transición desde el «estado natural» de la dictadura franquista al estado civil de una democracia real, mucho más propensos a pensar que el estado de naturaleza franquista no ha sido aún superado, como si aquella crítica fuese el esquema sobre el que se construye ésta.

La primera clase de malestar –el que sienten los contractualistas cuando el pacto se erosiona– presupone una distinción cualitativa o de naturaleza (como la que existe, por ejemplo, entre los civiles y los militares) entre guerra y paz, y también entre democracia y dictadura, pues el malestar comienza en todo caso cuando estas distinciones tienden a eclipsarse; la segunda clase de malestar es exactamente la contraria: en lo que los contractualistas llaman «malestar» es donde encuentran su bienestar intelectual y político quienes defienden la concepción «foucaultiana» del poder –de la que hablábamos en el capítulo tercero– como un continuum indiferenciado en el que no cabe hacer esas distinciones cualitativas, pues sólo hay diferencias de grado (como la que existe entre medir un metro setenta y cinco y medir un metro setenta y seis), y gracias a esa indistinción son posibles esas hazañas portentosas del Ministerio del Tiempo que consisten en seguir luchando contra la dictadura cuando ya se ha hecho la «transición» a la democracia, o en reclamar el nombre de «democracia» para lo que tiene todas las trazas de ser una dictadura pour ne pas décourager Billancourt, porque después de todo la diferencia entre ambos regímenes sólo es para ellos una diferencia de grado. El lector, por desgracia, tendrá que cargar desde este momento con la responsabilidad de tener en cuenta esta ambigüedad terminológica, que no depende de una sofisticación conceptual caprichosa por parte de quien esto escribe, sino del estado de confusión en que se encuentra hoy la cosa misma.

SEAMOS REALISTAS...

Los períodos de malestar, como el que ahora vivimos, constituyen la fortuna de los «realistas políticos» y la ruina de los «idealistas», pues en estos períodos el contrato social tiende a parecer, o bien una quimera para ilusos, o bien algo sencillamente imposible, lo que agrava el misterio de su origen (¿Cómo pudo haber alguna vez un pacto social? ¿Cómo se pudo «pasar» del estado de naturaleza al estado civil? Si el pacto existía, ¿cómo se ha podido incumplir de forma tan flagrante y ha dejado a tantos ciudadanos a la intemperie?) y aviva la inquietante sospecha sobre su consistencia real. Si el fundamento del Estado de derecho y de la democracia liberal es justamente el contrato social como principio de toda legalidad pública y como instaurador de una paz social (estado civil) que difiere por naturaleza y no sólo por grado del estado de guerra, y si ese estado de paz (en el que hasta no hace mucho habíamos creído vivir) ahora puede parecer algo increíble, una ficción o un mito, una ilusión óptica creada por los períodos de prosperidad económica y sostenida por quienes más se benefician de ellos, despertar de ese sueño implica volverse «realista», reconocer que es posible que, de hecho, nunca haya habido nada parecido al «contrato social», que lo que llamábamos «paz» no fuera más que un cese provisional de las hostilidades explícitas en un conflicto que está lejos de poder ser resuelto y que, por tanto, la razón por la que ese «paso» del estado de naturaleza al de sociedad se nos aparece como algo genuinamente imposible es sencillamente que, de facto, lo es. La guerra, el conflicto, el enfrentamiento no solamente no son para los «realistas» un impedimento para la política, sino que constituyen –en cuanto «estado de malestar»– su condición y su esencia.

En los últimos veinte años, con la desaparición de John Rawls y la «jubilación» de Jürgen Habermas, no han abundado las contribuciones a la gran teoría política que en otro tiempo florecieron con relativa asiduidad. En su lugar, hemos asistido a la «reposición» de autores más o menos olvidados, y el caso más espectacular de revival es sin duda el del ya citado Carl Schmitt, que no solamente ha superado el estigma de su activa participación en el régimen nazi sino que se ha convertido en lectura favorita de lo que Richard Rorty llamaba «la izquierda foucaultiana» (la izquierda auténtica, para entendernos): toda su obra (que en España no se había reeditado desde el franquismo) ha vuelto a publicarse, crece sin parar la bibliografía en torno a su pensamiento y los intelectuales conservadores especializados en sus ideas se han visto repentinamente convertidos en progresistas o incluso en revolucionarios. En rigor, la cosa no debe sorprendernos: como veníamos diciendo, el retorno intelectual de un Carl Schmitt vulgarizado coincide perfectamente en el tiempo con el deterioro del contrato social firmado tras la Segunda Guerra Mundial, con la desbandada (igualmente intelectual) del Estado de derecho y, por tanto, con el advenimiento del «estado de malestar».

El nombre de Schmitt suele a menudo ir acompañado del calificativo de «pensador reaccionario», lo que parece funcionar ya de entrada como una descalificación política de su posición intelectual, y por tanto como una justificación para omitir cualquier intento de refutación discursiva. Este prejuicio, además de ser un error teórico y una confusión categorial, impide a quienes lo ostentan comprender que Schmitt, como quiera que se le contemple, es bastante «revolucionario», y que por eso mismo comparte muchas cosas con otros pensadores que el mismo prejuicio invita a considerar como tales. Para separar lo antes posible el virus que queremos diagnosticar del «caso Carl Schmitt» en su dimensión histórico-individual y evitar toda sensación de que al someter a crítica sus ideas estamos haciendo un «proceso» contra su persona, explicitemos de entrada este elemento subjetivo, para que luego no estorbe a la argumentación. Como el lector seguramente sabrá, Schmitt no solamente fue nazi, sino que participó como jurista y de un modo entusiasta en la implantación del nazismo en Alemania, escribiendo algunos textos de teoría política que tienen el inequívoco sabor de una justificación del nazismo y otros de carácter propagandístico y hagiográfico (notablemente el titulado «El Führer protege el derecho») que son aún más claros y directos en sus intenciones. Fue, además, un señalado antisemita, y su antisemitismo no solamente cristalizó en sus prácticas como jurista privilegiado que fue durante la duración del régimen (entre las cuales prácticas estuvo su esfuerzo por «expurgar» del derecho «alemán» toda influencia «judía»), sino que también contaminó notablemente algunos de sus escritos teóricos (como sucede especialmente con su obra sobre el Leviatán de Hobbes). Añádase a todo esto el hecho anecdótico de la vinculación de Schmitt con la España franquista, pues en ella vivía su hija Anima, casada con el falangista Alfonso Otero, profesor de la Universidad de Santiago de Compostela, en donde era catedrático también su discípulo (y no menos falangista) Jesús Fueyo, elogiosamente citado hoy por los seguidores izquierdistas de Schmitt y acuñador de la popular consigna: «¡Yo, ministro, aunque sea de Marina!»; también en la España franquista –en la Universidad de Zaragoza- pronunció Schmitt en 1962 la conferencia que daría lugar a su libro Teoría del partisano. Y aunque esto sólo lo sé de oídas, parece que fue también Schmitt, teórico de la dictadura, quien aconsejó al general Franco solucionar mediante la monarquía el espinoso problema de su «sucesión».

Sin embargo, al igual que en algunos otros «casos» que presentan similitudes con el de Schmitt, no es posible contentarse con una condena moral y política del nazismo y pensar que con ella basta para haber «refutado» a Schmitt. Una vez juzgado y condenado el caso personal por sus «hechos», hay que añadir que las ideas de Schmitt no se reducen a las ideas del nazismo (aunque él fuera lo suficientemente sibilino como para «adaptarse» a estas últimas como a un guante mientras lo consideró acertado y conveniente), y que por tanto el enjuiciamiento de sus ideas –que no solamente son mucho más finas y sofisticadas que las de la doctrina nazi, sino que también están mucho más generalizadas y extendidas que ella, y afectan a muchos otros pensadores situados en las antípodas de su espectro ideológico– exige un diagnóstico mucho más amplio, detallado y profundo de lo que podría ser una simple sentencia reprobatoria como la aludida. En estas páginas no dictaremos esa sentencia ni haremos ese diagnóstico, sino que intentaremos identificar el «virus Schmitt» con independencia de las particulares circunstancias históricas de su formulador (de la misma manera que no tenemos por qué acordarnos personalmente de Lord Kelvin cada vez que detectamos el «efecto Kelvin» en una conducción eléctrica), especialmente tal y como ha mutado entre nosotros. Esto quiere decir, por si no hubiese quedado suficientemente claro, que la expresión «Carl Schmitt» no designará en nuestro discurso a una persona, sino a una colección de textos sin ninguna jerarquía previa o externa que pueda prejuzgar que algunos de ellos son más o menos importantes por razones diferentes de su contenido. Otra cosa es que al realizar esta operación (que afectaría igualmente a teóricos como Heidegger, Ernst Jünger y tantos otros) podamos tener la sensación de que «en el fondo» ningún pensador importante fue «intelectualmente» nazi. Pero ello no es más que una nueva constatación de que, en primer lugar, el nazismo no se distinguió por su profundidad intelectual, y de que, en segundo lugar, para que algo así como el nazismo pudiese llegar a prosperar no solamente hicieron falta algunos matones tan audaces como astutos y unos cuantos propagandistas de trazo grueso, sino que fue preciso que muchísima gente menos audaz o más fina, independientemente de cuál fuese su valía intelectual o su expediente cultural, se hiciese cómplice de aquella barbarie mediante ese gesto demasiado humano que Don Quijote llamaba «estar a Viva quien vence».

¿Qué es lo que define de verdad eso que llamamos «política»?, pregunta Schmitt. Puede que en algún tiempo esta definición dependiese de la existencia del Estado,35 pero el Estado, como realidad histórica y como concepto jurídico relacionado con el pacto social, es para él ya en 1932 una institución decadente que ha perdido su vigencia. Ahora, para Schmitt, lo que define la política es la relación entre amigos y enemigos, camaradas y no-camaradas, los nuestros y los vuestros, etc., sin que importe a estos efectos cuál es la materia o el contenido concreto de esas amistades y enemistades, siempre que se trate de relaciones políticas. Quedan, por tanto, excluidas de este ámbito las relaciones de amistad o enemistad personales: los enemigos políticos pueden muy bien apreciarse personalmente, como se pueden apreciar y admirar dos tenistas rivales o dos jefes de Estado que combaten en bandos opuestos, e igualmente quienes son políticamente amigos pueden sin embargo mantener entre sí la más aviesa enemistad personal e incluso sentir el uno por el otro el mayor de los desprecios.

No se le escapará al lector el defecto lógico de esta definición: del mismo modo que alguien que definiera los libros técnicos como aquellos cuyo contenido es técnico, y a su vez definiera lo técnico como aquello de lo que tratan los libros técnicos, Schmitt define la política por la relación de amistad/enemistad, pero a su vez define esta relación por la política, ya que dicha relación sólo es políticamente relevante si se trata de una amistad/enemistad política. Si X se define por Y, Y no puede, a su vez, definirse por X. Cuando lo definido se incluye en la definición, lo que se produce justamente es indefinición (en esta confusión se encontraron quienes se vieron involucrados en la «tregua de Navidad de 1914» de la que hablábamos páginas atrás, puesto que cuando se hicieron amigos «personales» ya no encontraron la manera de volver a ser enemigos «políticos»). Este defecto queda en cierto modo minimizado porque Schmitt no está aquí buscando la «esencia» de la política, sino más bien postulando que no hay más esencia de la política que la guerra, único ámbito en donde la relación «amigo/enemigo» tiene un sentido serio y suprapersonal. Como él mismo señala, no se trata de una «definición exhaustiva» sino de un «criterio»: la fórmula es al jurista lo que el péndulo es al zahorí, un instrumento infalible para detectar (o descartar) la existencia de política.

Mucho antes de conocer ni siquiera de nombre a Carl von Clausewitz, Carl Schmitt o Michel Foucault, tuve yo la sensación, vivida entonces casi como una constatación, de que la guerra (en un sentido vago y general, amplísimo e impreciso) es el ámbito en donde la política se manifiesta en el núcleo esencial de su autenticidad. Esta sensación no me vino de mis padres ni de mis abuelos: ellos, sin duda, habían vivido una guerra (la Guerra Civil española de 1936, a la que se referían siempre en singular –«la guerra»–, como si sólo hubiera habido una), pero a mí me hablaron muy poco de ella, y más bien en términos anecdóticos. En sus conversaciones aparecía simplemente como un punto fijo que les servía para ubicar los fenómenos de su vida en el tiempo («antes de la guerra»/«después de la guerra»): lo que había sucedido con sus vidas «después de la guerra» ya no era una secuela narrativa de lo que les había ocurrido «antes de la guerra», la guerra interrumpió dramáticamente sus vidas haciendo que la segunda parte de ellas, en lugar de ser continuación de la primera, fuese un obligado comienzo desde cero; y la única certeza que a mí, nacido en la España de la década de 1950, me transmitían esas menciones deslavazadas y vacías era que «la guerra» era la causa de que fuéramos pobres. No solamente nosotros, sino el país en general. Se diría que incluso los ricos (los que habitaban en los barrios señoriales de Madrid que a veces visitábamos) eran entonces pobres, cosa que, a juzgar por las películas, no sucedía en otros lugares, especialmente en América del Norte, en donde incluso los pobres parecían un poco ricos.

Debido a esta discreción que reinaba en mi casa, sólo después de comenzar mi escolarización fui dándome cuenta de que esto de la guerra tenía que ver con la existencia de bandos y con la distinción entre vencedores y vencidos. Y supongo que mi descubrimiento de que mi familia no pertenecía al bando de los vencedores tuvo algo que ver con que me interesara hacer eso que entonces se llamaba «meterse en política». Así lo llamaban los mayores, en todo caso, porque entre mis colegas se decía simplemente «hacer la guerra». Con toda naturalidad, pues, acepté sin saberlo la visión de la política patrocinada por Carl Schmitt (que, como ya hemos dicho, por entonces visitaba la Península Ibérica con cierta asiduidad, mezclándose con los mineros asturianos y las Cármenes de Bizet que Franco mantenía en el escenario), es decir, esa visión según la cual la política sólo es verdaderamente política cuando quienes participan en ella lo hacen con la condición de jugarse la vida. Seguramente, si hubiera podido hablar de estas cosas con mis padres, ellos me habrían dicho que no habían tenido ninguna sensación de estar «haciendo política» mientras hacían la guerra (que para ellos, jovencísimos cuando estalló el conflicto, había sido una mezcla de aventura y catástrofe), pero este tipo de reflexiones sencillamente no eran posibles (para mí al menos) en aquel momento. Por supuesto, yo sabía por mi familia –una parte de la cual se exilió en Francia tras la victoria de Franco– que en otras tierras no demasiado lejanas existían regímenes políticos llamados «democracias parlamentarias» en los cuales esa identificación entre «guerra» y «política» no era tan necesaria como lo era para mí y mis camaradas, pero ellos y yo considerábamos (y en esto tampoco estábamos muy lejos de Schmitt, aunque ni sabíamos de su existencia) que ésas eran formas inauténticas y espurias de hacer política, porque quienes las practicaban no ponían en juego su vida por el hecho de hacerla. Nosotros sabíamos (es decir, creíamos saber) que había una política «real», en la que la gente se juega la vida en las calles, en las manifestaciones, en las barricadas, y otra ficticia, idealista y quimérica, una ilusión desplegada solamente para engañar a los más cobardes, que puede tener lugar en los parlamentos, como tenía lugar en las Cortes españolas aquella farsa de la «democracia orgánica».

Un día, la policía se presentó en mi casa, registró mi habitación y, ante la mirada angustiada de mis padres, me llevó detenido a los calabozos de la Dirección General de Seguridad, sita en la Puerta del Sol, en donde pasé 72 horas incomunicado y, por supuesto, sin asistencia legal. Mi abuelo materno, que había estado organizado con el PCE durante la Guerra Civil, me contó a continuación una anécdota que contenía una cierta decepción con respecto al comunismo «de partido»: en una reunión de la célula del partido a la que pertenecía, había llegado un militante muy conocido ya entonces –y que luego adquiriría gran fama por sus hazañas bélicas– con la gran noticia de que había conseguido tabaco para todos nosotros. «¿Para todos nosotros?», había preguntado mi abuelo: «¿Para todos los militantes del Partido?» «¿Para todos los antifascistas?» «¿Para todos los que luchan en el frente?» «¿Para los españoles?» Preguntas a las que aquel camarada sólo pudo responder mostrando unos paquetitos de tabaco de liar. En aquel momento, la anécdota me pareció insulsa (aunque no creo haber discutido esto con mi abuelo), pero luego me he acordado de ella muchas veces, casi todas las veces en las que, en este contexto político, se ha esgrimido el «nosotros». Por ejemplo, cuando se decía aquello de «estamos dispuestos a morir a miles». Si yo hubiese leído antes a Carl Schmitt, habría sabido rápidamente que ese «nosotros» designa a los «amigos» (políticos) frente a los «enemigos» (políticos). Claro que tampoco aquello me hubiera servido de mucho, porque entonces mis camaradas y yo manejábamos otra definición de «política» (y, por tanto, de «guerra») mucho peor aún que la de Schmitt, ya que para nosotros se trataba del enfrentamiento entre los buenos y los malos. Y el haber sido detenido por la policía franquista era para mí como llevar una medalla que acreditaba mi pertenencia al bando de los buenos, lo que tiene una importancia relativa mientras los buenos son los vencidos o los oprimidos, pero que puede cobrar un cariz infernal cuando los buenos se convierten en los vencedores y en los opresores, cosa que en aquel momento también nos parecía sencillamente imposible. Pero, en todo caso, era una reafirmación de mi condición política porque era una reafirmación de la continuidad de la guerra.

¿Y qué significaba «guerra»? Una condición que se reduce, por de pronto, a que la vida de quienes se encuentran en ella siempre está en peligro (siempre puede serles arrebatada por sus enemigos). Esto lo comprendíamos muy bien quienes estábamos políticamente organizados en la resistencia antifranquista: la «paz» que Franco declaró en 1939 no había sido una paz verdadera, no había instaurado el estado (jurídico) de paz. Sólo había dado lugar a una larga «posguerra» que era un estado de guerra larvado, una condición de guerra no declarada (porque no había dos ejércitos contendiendo en un campo de batalla) pero permanente. Nosotros (mis amigos políticos y yo) estábamos continuando la guerra que mis padres y mis abuelos habían perdido, porque no la dábamos aún por definitivamente perdida, y con nuestras acciones provocábamos que los vencedores (que eran nuestros enemigos políticos) tampoco pudieran darla por definitivamente ganada. Desde nuestro punto de vista (y creo que también desde el de Schmitt, al menos en parte), la guerra no podía darse por terminada porque aquella guerra había sido (para nosotros) una revolución, y sólo el triunfo definitivo de nuestra revolución traería un genuino estado de paz. Ahora bien, como nuestra revolución (cuyo comienzo era tan antiguo como la historia de la humanidad) no había triunfado nunca antes en la historia (había triunfado, como mucho, en la Unión Soviética y los países de su órbita, pero mientras no triunfase en el mundo entero eso sólo significaba que la guerra continuaba, que la Unión Soviética y sus satélites estaban en estado de guerra permanente –aunque fuese una guerra «fría»– contra el resto del mundo), la humanidad no había conocido nunca otro estado que no fuese el estado de guerra, aunque esta guerra atravesase por fases de diferente temperatura. Lo que convencionalmente se llamaba «paz» (la famosa pax oligophrenica) no era más que una ilusión (en la que sólo creían los más cobardes o los más beneficiados por la coyuntura) producida por un «estado de terror» objetivo en el que uno de los bandos presentaba una superioridad material tan aplastante sobre el otro que impedía las respuestas bélicas o las reducía a la condición de escaramuzas y disturbios («resistencia»). Y en esta tesitura, por tanto, lo esencial (para conservar la vida durante el mayor tiempo posible) era tener muy clara la distinción entre amigos y enemigos. Lo que yo no podía olvidar era la mirada que me dirigieron en silencio mis padres mientras la policía franquista me llevaba preso: era la mirada de quienes no tenían ningún deseo de ganar la guerra ni de que triunfase la revolución (que es otra forma de decir lo mismo), porque su único deseo era poder vivir en una paz digna de tal nombre (que les fue negada durante cuarenta años) y, sobre todo, que pudieran hacerlo sus hijos. También por eso tenía gran importancia que el «todos nosotros» no significase únicamente «todos nuestros amigos».

Para Schmitt, si la política no es un juego (ese jueguecito inane que se traen los parlamentarios entre ellos en las cámaras de representantes o en las de televisión), si se diferencia en algo del show business en el que se convierte la historia mundial en tiempos de paz y molicie, es porque pende sobre ella, como su seña de autenticidad, «la posibilidad real siempre latente de la eliminación física» de los participantes, «la doble posibilidad de exigir de los miembros del pueblo el estar dispuestos a matar y a morir». El buen «ciudadano», como el buen soldado y el buen amante, debe estar toujours prêt. La política, pues, no es una forma de organización que tiene lugar (como Kant decía) a partir del momento en que existe una paz garantizada por la ley, sino esa relación humana que se produce precisamente a condición de que la amenaza de guerra sea efectiva. También en este punto la muerte (la posibilidad de matar y de morir) es lo que autentifica la vida.

En política, dice Schmitt, todas las posiciones son respetables con la condición de que estén orientadas, en última instancia, a la guerra a muerte entre enemigos, no importa en nombre de qué se luche. Sí, seamos realistas: la verdadera amenaza para la política, lo que justamente significaría su extinción, es la paz (y, por tanto, el contrato social), sobre todo si es una paz «perpetua» (jurídicamente garantizada) y no un simple cese provisional de las hostilidades.36 Y esta amenaza se ha hecho en el siglo XX más ominosa porque, dado que la guerra se ha convertido en guerra mundial, la paz con la que concluya también será entonces una «paz mundial»: si esto llegase a suceder, a falta de guerras (aunque sólo sean potenciales, si bien para conservar su potencia tendrían que actualizarse de vez en cuando) se eclipsará la política al dejar de ser una cosa «seria». Sólo quedarían «la cortesía (politesse) como “petite politique” del juego social (...), el entretenimiento (Unterhaltung), el deporte, el empleo del tiempo libre y los nuevos fenómenos de una “sociedad de la superabundancia” (...), pero ya no se tendría ni política ni Estado, a menos que se quiera denominar política a las intrigas cortesanas, a la rivalidades, a las frondas, a los intentos de rebelión de los descontentos y, en suma, a las “interferencias”»,37 pues la distinción entre amigos y enemigos se habría convertido (R. Sánchez Ferlosio dixit) en la diferencia entre amiguetes y enemiguetes; pero, como decía Lenin (citado por Schmitt), «las personas que por política entienden esas pequeñas triquiñuelas lindantes a veces con el fraude deben encontrar en nosotros el rechazo más decidido». ¿Por qué?

Una de las más acertadas objeciones hechas a esta valoración es la de que la vida en un estado así es de un aburrimiento insoportable. Esta objeción no ha sido jamás de naturaleza teórica, sino que ha sido puesta en práctica por todo aquel joven que haya abandonado alguna vez, con nocturnidad y alevosía, el domicilio paterno para ir en busca de lo peligroso, ya fuera en América, en alta mar o en la Legión Extranjera.38

Así escribía Ernst Jünger en 1933 (y tan entusiasmado ante una continuación futura de la Guerra del 14 que ya la llamaba Primera Guerra Mundial antes de que hubiese estallado la segunda), apelando a esos fenómenos «inexplicables» para los «idealistas» políticos y los «pacifistas» liberales y socialdemócratas: el júbilo con el que los voluntarios daban la bienvenida a la guerra, que no derivaba según él del simple placer de la aventura, sino que constituía una firme «protesta revolucionaria contra la escala de valores del mundo burgués» (es curioso que estos autores sólo tomen como indicio la «algarabía» con la que algunos jóvenes irreflexivos reciben la noticia del comienzo de una guerra, y no la imagen, que alguna vez invocó Benjamin, de esos mismos jóvenes cuando regresan envejecidos y mudos a sus casas al final de la contienda, o incluso la de los que acaban despanzurrados en el campo de batalla); o la perspectiva del artista, del poeta o del delincuente, que ven en el conflicto «un estado en el que se puede percibir con gran claridad el sentido profundo de la vida» y en una ciudad en llamas «un campo de gran actividad»; o el sentir del creyente, que experimenta a los dioses a través de los elementos, como esa zarza ardiente que el fuego no consume; y, en definitiva, el punto de vista del soldado que encuentra en la guerra la ocasión de un retorno a la naturaleza.

Porque allí donde se elimina la amenaza de guerra no solamente se le quita a la política su autenticidad, sino que también se suprime del hombre su relación con lo elemental, con «el comienzo secreto e ignorado» o «la naturaleza intacta y no corrompida», en palabras de Schmitt. Por eso sostiene que todas las teorías políticas auténticas consideran al hombre malo (problemático, peligroso) por naturaleza; las teorías del hombre bueno por naturaleza no son auténticamente políticas, sino «liberales» o «anarquistas» (quisieran suprimir el Estado y lo político, poniéndolo «al servicio de la sociedad»). Así pues, la idea de que el hombre es un animal peligroso no procede en absoluto, en estos autores, de una concienzuda observación antropológica ni de un conocimiento empírico exhaustivo de la especie, sino simplemente de la decisión teórica (que ellos han tomado previamente) de que es imposible «superar» o «abandonar» el estado de naturaleza o de malestar. Como recordaba Leo Strauss,39 Schmitt combatía encarnizadamente contra la idea de una «superación» del estado de naturaleza porque veía en ella la más honda raíz del liberalismo, del mismo modo que Jünger veía en el intento de neutralizar todo peligro el pathos esencial del mundo «burgués».

Como es fácil notar, este ingrediente sin el cual la vida humana se volvería mortalmente aburrida (tanto que se convertiría toda ella en entretenimiento), que Schmitt o Jünger llaman «el peligro» o «lo peligroso», «lo imprevisible» o «lo excepcional», y que ya los antiguos habían categorizado como «lo maravilloso» o «lo inverosímil», es algo a lo que todos los generales han tenido siempre muchísimo respeto, conscientes de que no podrían ganar una sola batalla si, además de con sus fuerzas y su inteligencia, no contasen con la misteriosa colaboración del destino que, a modo de giro inesperado de las circunstancias –elemento-clave de la diversión histórica–, les proporciona la ocasión propicia, y que por el mismo motivo ha cautivado siempre a los revolucionarios («el acontecimiento imprevisible», lo llamaba Badiou unas páginas más atrás) como un relámpago en el cual se hace posible que la poesía se convierta en historia. Pero Schmitt lo recibe de las manos de su admirado Maquiavelo (ese hombre que, como le sucedió a Calicles en la Antigüedad, debe su fama de malo a su excesiva bondad, es decir, a su enorme franqueza, pues si de verdad hubiera sido malo –dice Schmitt– no habría dicho abiertamente lo que pensaba), que lo llamaba fortuna. Ninguna norma puede preverlo ni someterlo a su control, y el político (o sea, el militar) auténticamente fino es el que tiene un instinto peculiar para detectar su aparición. En términos teológicos, naturalmente, se trata del milagro, empezando por el milagro de la creación. Y es típico, según recuerda Schmitt con displicencia, del naturalismo positivista originado en el siglo XVII intentar eliminar del ámbito de la ciencia físicomatemática el problema de la creación y excluir completamente el milagro.

Fascinado por los éxitos logrados por la mecánica newtoniana, Hobbes –siempre según Schmitt– habría construido la «normalidad jurídica» del Estado a imagen y semejanza de la «legalidad física» de la naturaleza.

Bajo esta identificación del Estado y el orden jurídico, típica del Estado de derecho, alienta una metafísica que identifica las leyes naturales con la legalidad normativa. Ella brota de un pensamiento científico naturalista que condena el «arbitrio» y quiere eliminar lo excepcional del dominio del espíritu humano.40

Y, tras él, el positivismo jurídico, imitando el modo en que las ciencias naturales habían eliminado de su campo el milagro y la creación, habría procurado ocultar la dificultad de la excepción, es decir, la dificultad de dar una respuesta jurídica al acontecimiento excepcional, sepultándola bajo la discusión exclusivamente procedimental acerca de cuál es el órgano competente para promulgar el estado de excepción; así, según Schmitt, se habría incapacitado para explicar que sólo desde lo excepcional puede instaurarse una ley (la «creación» de nuevos estados jurídicos). Y es que «lo normal nada prueba; la excepción, todo; no sólo confirma la regla, sino que ésta vive de aquélla. En la excepción, la fuerza de la vida efectiva hace saltar la costra de una mecánica anquilosada en repetición».41 Porque más tarde o más temprano ocurre algo excepcional, algo para lo que la norma no tiene respuesta. Y es entonces cuando –del mismo modo que el general tiene que decidirse (o no) a atacar tras la aparición de la señal del destino, o que el revolucionario tiene que alentar (o no) la sublevación ante el acontecimiento inesperado, o que el torero tiene que decidirse (o no) a entrar a matar en el momento oportuno– el político, según Schmitt, tiene que tomar una decisión que excede toda norma, una decisión suprema, soberana (que ya no tiene ninguna autoridad doctrinal por encima de la suya y que no puede ser impugnada apelando a un «tribunal superior»), tanto que puede suspender si es preciso todo el ordenamiento jurídico cuando la situación excepcional así lo exige.

Esto fue, según Carl Schmitt, lo que hizo Adolf Hitler en 1934, entre otras circunstancias en la conocida como «noche de los cuchillos largos», cuando las fuerzas de las SS asesinaron a todos los miembros de su partido que se oponían a sus planes, erigiéndose en autoridad judicial suprema del pueblo alemán, es decir, haciendo caso omiso de las leyes vigentes y del «marco constitucional» en nombre del principio supremo del derecho, que es el derecho de un pueblo a la vida.42 Así pues, a la excepción como «milagro» extrajurídico no puede responder la norma o la «red de normas positivas constrictivas», tiene que responder la decisión política como «creación de la nada»,43 y el que está a la altura del acontecimiento, a la altura de la fortuna, es el que posee lo que Maquiavelo llamaba virtù, la capacidad de afirmar la fuerza y la violencia que desborda las normas vigentes y crea nuevas leyes y nuevos Estados. Con ello vuelven a la ciencia jurídica el milagro y la creación que los positivistas soñaban haber extirpado de ella.

Y de este modo se descubre lo que el Estado moderno quería, según Schmitt, mantener en secreto: que el «imperio de la razón» no sería nada si el «nuevo» soberano no estuviera secretamente animado por la autoridad sobrenatural del «viejo» (el del Antiguo Régimen), cuya corona procede de un Dios omnipotente. Y no porque Schmitt defienda una retrógrada «supervivencia de la teoría monárquica del Estado que identificaba al Dios del teísmo con el monarca», sino debido exclusivamente a «exigencias de carácter sistemático o metódico» inherentes al Derecho y a la teoría del Estado.44 Como sucede, según Foucault, con la revolución iraní si le retiramos sus «contenidos imaginarios»,

al desaparecer lo teológico desaparece también lo moral, y con lo moral la idea política, a la vez que se paraliza la discusión política y moral en el paradisíaco «más acá», en la vida natural y en la «corporalidad» sin problemas.45

Carl Schmitt no es un «nostálgico» del Antiguo Régimen en el cual la autoridad del monarca dependía de los teólogos, guardianes de su conciencia, pues ello impedía justamente que el rey fuese verdaderamente soberano y le rebajaba a la condición de «comisionado» o «comisario»46 de la fe, siendo las autoridades dogmáticas de esta última las efectivamente supremas. Pero el destronamiento de los teólogos no equivale para él al destronamiento de Dios (o sea, del poder divino como modelo y soporte del poder genuinamente político), sino acaso a su entronización jurídica y civil más cabal.

La definición schmittiana de la potestad soberana de decisión, como sucedía con su definición de lo político, no tiene nada que ver con un esfuerzo lógico de discernimiento, sino que surge de entrada de una intención polémica: partiendo de la base de que el Estado de derecho tiende a «ocultar», «aplazar», «negar» o «diluir» la cuestión de la soberanía,47 Schmitt diseña un dispositivo estratégico para atravesar limpiamente todas esas maniobras de disimulación y poner inmediatamente de manifiesto lo que quería ocultarse, y este dispositivo consiste en preguntar, en cada caso, quién tiene potestad para declarar el estado de excepción. El Estado de derecho, según Schmitt, no tiene respuesta para esta pregunta, y por tanto, cuando se necesita ejercer esta potestad soberana (tal y como Schmitt la piensa), hay que «superar» el Estado de derecho y recurrir a uno de esos hombres –los verdaderos artistas, poetas, delincuentes, soldados o creyentes de los que nos hablaba Jünger– que no son ciudadanos, sino habitantes del estado de naturaleza, y que mantienen una relación directa con lo elemental y con el peligro, un fundador de Estados y no un funcionario del Estado. Sin ellos, el pretendido «orden legal» no solamente sería tedioso, sino sencillamente inimaginable (porque alguien tuvo que «crear» ese orden legal). Y así se pone en evidencia que lo pretendidamente superado no solamente sobrevive a su presunta superación, sino que es la fuente vital parasitada por la coraza muerta y maquinal del ilusorio «contrato social», que se desvanece como el humo cuando se incide en el punto adecuado de su «debilidad», y que lo excepcional –el poder de dar muerte y de dar la vida– constituye la regla (secreta, oculta por el «pudor burgués») de la política, el signo inequívoco de su autenticidad por debajo de todos los legalismos. Y es esta ocultación del origen auténtico de la soberanía política, del acto de creación jurídica que no puede estar sometido a ninguna norma previa, lo que condena al Estado de derecho a una falsificación de la política (pues lo contrario de lo auténtico no es lo falso –que sólo se opone a lo verdadero–, sino lo falsificado) que equivale a su desaparición.

El ingrediente principal del «virus Schmitt», en fin, podría definirse de esta forma: ante esa «ocultación de la decisión soberana» que el normativismo jurídico ha consumado en el Estado democrático de derecho, sólo llevando las cosas hasta el extremo y considerando la situación excepcional puede ponerse al descubierto esa decisión o voluntad que se pretendía encubrir; y sólo así puede la política despertar de su «sueño dogmático» (normativista) y recuperar su autenticidad perdida, el contacto con su fundamento de seriedad, que nada tiene que ver con una fundamentación normativa. Y aquí, en efecto, da lo mismo que esta tensión extrema se manifieste políticamente como extrema izquierda o como extrema derecha (hasta el punto de que en muchas ocasiones esta encrucijada histórica se puso de manifiesto para sus defensores en la incertidumbre subjetiva acerca de si debían presentar sus propuestas como «de derechas» o «de izquierdas»), pues en cualquier caso se alude a una «política de vanguardia» que desborda los márgenes de lo parlamentario. En todo caso, la situación extrema y excepcional es la guerra (al menos potencial) como punto máximo de intensificación de la polaridad «amigo-enemigo», que al borrarse del horizonte de la vida política mediante esa disimulación característicamente liberal produce su degradación y convierte a la política en un juego inmundo. La guerra, ciertamente, es una situación excepcional que la política tiende a evitar, pero aunque sea como «aquello que debe ser evitado» ha de permanecer necesariamente en su horizonte como el hilo que la comunica con la verdad (lo que no significa en absoluto que la guerra sea buena o bella, santa o justa), el hilo que tensa la política y le proporciona su garantía de autenticidad, del mismo modo que la atracción sexual tensa e intensifica las relaciones de pareja o que el picahielos debajo del lecho intensifica y autentifica el contacto de los personajes de Sharon Stone y Michael Douglas en Instinto básico, devolviéndoles la excitación perdida en la «costra de una mecánica anquilosada en la repetición» mediante la «fuerza efectiva de la vida»... y de la muerte (al menos potencial).

Debo confesar en este punto que, a pesar del grandísimo prestigio acumulado por esta definición de soberano de Schmitt («el que puede declarar el Estado de Excepción», o sea, el que puede saltarse la ley y, en definitiva, el que puede declarar la guerra, decidiendo así quiénes son los amigos y quiénes los enemigos), la fórmula siempre me ha recordado la acuñada en la década de 1960 por los publicistas de la empresa González Byass para un brandy español no casualmente llamado Soberano, y casi tan políticamente incorrecta como las consignas de Schmitt: ¡Es cosa de hombres! Hombres naturales cuya virilidad no estuviese reblandecida por la relajación del Estado del bienestar, hombres-hombres, hombres auténticos (y no este simulacro en el que nos hemos convertido los ciudadanos varones), capaces de saltarse la ley vigente, como hizo el general Franco –ese «universal concreto» bajito– para proteger el derecho sagrado del pueblo español a la vida, para crear otra legalidad nueva con la violencia de su fusil y de su sable.

Me imagino a menudo a Schmitt, llegando a una democracia liberal cualquiera y preguntando a voz en grito: «¿Dónde está el soberano?», a sabiendas de que nadie podrá encontrar a ese personaje en semejante paisaje. Algo parecido sucedió a principios del mes de septiembre de 2009 cuando, tras los desmanes de un grupo de jóvenes durante las fiestas de un pueblo de Madrid, el entonces Defensor del Pueblo hizo, con resonancias de la que Yahvé dirigió a Caín sobre su hermano, esta pregunta: «¿Dónde están los padres?» Al hacerla, pronunció la expresión –los padres– con un tono de gravedad que claramente evidenciaba que aquellos por cuya culpable ausencia se clamaba no eran sólo los que jurídicamente ostentaban esa condición sino, por así decirlo, los «padres-padres» (como se dice el «jamón-jamón» o los «vascos-vascos»); la incomparecencia de estos progenitores auténticos dejaba en escena a unos avergonzados padres putativos a quienes se señalaba como quien grita «¡Al ladrón!» para animar a la pública persecución del malhechor.

En segundo lugar, el mismo Defensor invocó también a «los profesores» –e igualmente con una densidad verbal que hacía añorar a unos personajes ya extraños, a quienes quizá habría que llamar maestros–, aunque al parecer lo hizo con menor carga acusatoria, dando lugar a una originalísima y triunfante corriente de opinión que ha llegado a la irrefutable conclusión de que se trata de un problema educativo (en donde también la «educación» parece significar una función mucho más alta que la simple enseñanza del conocimiento en las aulas), como si el ministro de Educación tuviese que pernoctar los fines de semana en los pueblos con celebraciones patronales para repartir dosis suplementarias de «educación-educación» que evitaran ebrias algaradas y daños en el mobiliario urbano. Mientras todas las cabezas se habían vuelto, primero para ver si encontraban por algún lado a los padres, y después en busca de los desaparecidos maestros, un portavoz del primer partido de la oposición preguntó dónde estaba el ministro del Interior la noche de autos, obligando así al público a girar de nuevo el pescuezo hacia la policía, que por lo que se ve tenía que tomar el relevo de los educativamente fracasados padres y maestros, restaurando la autoridad perdida por recurso a sus fuentes más seguras, aunque en este caso tampoco estuviera claro que se pudiese encontrar a una policía-policía. Y, naturalmente, al haberse reunido esta trinidad gloriosa de desterrados –los padres, los profesores y la fuerza pública– no tardaron en bajar a la tierra, como el espíritu santo descendió al río Jordán, los más ausentes y llorados de todos los ausentes y llorados, los valores, que son la sustancia educativa que los padres (si fuesen padres-padres) y los profesores (si fuesen maestros) deberían haber transmitido a los jóvenes a través de la inteligencia emocional, como Mary Poppins les daba a sus pupilos aquella benéfica medicina nocturna sin que notaran su amargura, con un poco de azúcar, para evitar el desorden público y el que se tuviera que echar de menos a la siempre costosa y antiestética policía-policía; y una vez tomada esa pendiente, se recordó desde la pequeña pantalla madrileña que había que enmarcar los hechos en la crisis económica, y ésta a su vez en una crisis civilizatoria más profunda, y que ya Nostradamus y después Spengler, en La decadencia de Occidente, habían previsto el momento en el que sonaría a la puerta de Lehman Brothers la inolvidable copla «¿Dónde estarán mis valores?».

Del mismo modo que los padres, los maestros y la policía ya no son lo que eran, la –tan denostada por Schmitt- «normalidad» ha hecho presa incluso en el mundo de los destilados, pues a la vez que la guerra se convertía también en «cosa de mujeres» (quizá como un avatar más de la falsificación de la política en su sentido schmittiano), los fabricantes, para adaptarse a los nuevos gustos del público, han tenido que desistir incluso de la denominación de «brandy» y rebajar la graduación alcohólica del Soberano, renunciando así a parte de su autenticidad y transformándolo en una mucho más blanda y normativista «bebida espirituosa» (recuérdese que también fue un «imperativo normativista» lo que obligó a cambiar la originaria denominación de coñac por la de «brandy»), como le ha sucedido al no menos auténtico Fundador.

Y es obvio que «es cosa de hombres» equivale a «es cosa de camaradas». Hasta dónde llegará la cosa que, en la Unión Soviética, el término «camarada» (que los bolcheviques empezaron a utilizar en un sentido igualitarista para evitar «señor» u otros tratamientos de nobleza) se convirtió en el tratamiento «oficial» para dirigirse a todo tipo de autoridades o personas de respeto, y acabó siendo precisamente el término que los presos políticos no podían utilizar para hablar con sus carceleros y que tampoco podía serles aplicado a ellos mismos (no eran amigos de sus carceleros y sus carceleros no eran amigos suyos, no dormían en la misma cámara ni provenían de la misma camada). Así que, para evitar «camarada», se les llamaba (a los presos políticos)... ¡ciudadanos! No se puede decir mejor que los ciudadanos no son amigos ni enemigos, ni amiguetes ni enemiguetes, y no se acuestan en más cama que en la suya, aunque su sueño sea aburridísimo a falta de un picahielos bajo el colchón.

En muchos de sus textos, Carl Schmitt adopta una posición que él mismo llama «decisionista», y la contrapone a la «normativista»; para decirlo con mayor exactitud, se opone abiertamente a lo que él llama «normativismo degenerado» o «degradado» (pues tiende a considerar el «no-degradado» como al menos históricamente justificado), es decir, ese normativismo que ve lo jurídico como un simple cuerpo normativo o como una «máquina» o impersonal «aparato legal», eliminando de él cualquier componente de decisión. Pero en esos textos él mismo admite a menudo tácitamente que la norma y la decisión son dos componentes necesarios de lo jurídico. Por tanto, el «normativismo» que aparece como criticable o despreciable es solamente aquel en el cual se ha hecho abstracción de la decisión. Esta crítica es fácil de compartir, haciendo la siguiente salvedad. Para empezar, es evidente que cualquier intento de explicación del derecho que no integre estos dos factores –norma y decisión- será siempre insuficiente, tanto el que presente la decisión como un simple «automatismo» derivado mecánicamente de la norma misma, eludiendo considerar la distancia existente entre la norma –por ejemplo, una ley positivamente vigente– y la decisión de aplicación de la misma que tiene que tomar el juez en el ejercicio de su potestad –por ejemplo, al dictar una sentencia–, como la que elimine la necesidad de una fundamentación normativa de la decisión, que a falta de ella aparecería como una decisión puramente subjetiva y arbitraria; por tanto, lo que podríamos con el mismo derecho llamar «decisionismo degenerado» (el que hace abstracción de toda normatividad y al que Schmitt se acerca mucho en sus textos) resulta al menos tan criticable y despreciable como el «normativismo degenerado», y ello, repitámoslo, sin necesidad de aludir a ejemplos históricos concretos. En tal caso, el problema no residiría en los intentos «normativistas» de eliminar la decisión ni en los intentos «decisionistas» de eliminar la normatividad, sino en los intentos –califíqueselos como se desee– de eliminar la distancia o la diferencia entre la norma y la decisión, así como su mutua irreductibilidad.

En el fondo, es la idea de contrato social la que un pensamiento como el de Schmitt está intentando constantemente soslayar y la que resume el núcleo del problema: el contrato social es una decisión de los individuos contratantes, una decisión de la que podría decirse a primera vista que «normativamente considerada, nace de la nada», pero también es indiscutiblemente una norma de la que igualmente parecería poder afirmarse que «decisionistamente considerada, nace de la nada». Claro está que los individuos contratantes lo son porque deciden firmar ese pacto, pero no lo está menos que sólo se deciden a firmarlo en la medida en que obedece a una norma, a saber, que la coacción de su libertad que cada individuo acepta al estampar su nombre en el acuerdo será la misma que acepten todos los demás individuos firmantes, y que esa aceptación tendrá como contrapartida que el único sentido (y, por tanto, el límite) de dicha coacción consistirá en permitir a cada uno de esos individuos el ejercicio asegurado de su libertad «restante» (que, en tal caso, ya no será libertad «natural» o «concreta», sino libertad «jurídica» y «abstracta»). La norma es la forma de la decisión, y la decisión es el contenido de la norma. Lo que este acto de «creación de derecho» tiene de particular es que en él «los otros» quedan convertidos en regla (de acuerdo quizá con lo que Hannah Arendt llamó alguna vez la «pluralidad humana» que constituye el fundamento de la política, que para ella no se reducía a la lucha entre amigos y enemigos).

... PIDAMOS LO IMPOSIBLE

Decíamos hace un momento que la saga de los filósofos políticos «realistas» comienza con Calicles, en sus discusiones con Sócrates. Veamos este comienzo más de cerca. Muy a menudo, cuando Sócrates conversa con algún sofista o con alguien a quien los sofistas han instruido, insiste en que, debido a la naturaleza del diálogo al que ambos interlocutores van a someterse (a saber, la búsqueda cooperativa de la verdad), éste sólo será posible si se comprometen a decir siempre lo que piensan. A nosotros (los lectores modernos) esta exigencia puede sonarnos como un «imperativo de sinceridad», pero algo así está fuera de lugar en ese contexto: el hecho de que alguien sea «sincero» y «diga lo que piensa» puede ser útil en el diván del psicoanalista, pero no lo es en el gabinete del científico, puesto que todos podemos «sinceramente» equivocarnos o engañarnos sobre la naturaleza de las cosas investigadas, y ello (aunque subjetivamente haga el fracaso más honorable) no nos acercará ni un ápice a la verdad perseguida. De hecho, quizá comprenderíamos mejor la naturaleza de la condición exigida por Sócrates si dijéramos que no se trata tanto de «decir lo que se piensa» como de «pensar lo que se dice», o sea, de entenderlo. Pero ¿es que no entendemos todos lo que decimos? Está claro que no. Es perfectamente posible «hablar por hablar», decir cosas que uno no entiende en absoluto simplemente porque se le ocurren o le parece que vienen bien en ese momento, afirmar sentencias que uno no podría defender argumentalmente en una discusión lo suficientemente detallada. Y esto puede pasar por muchos motivos: entre otros, por pereza (pensar argumentalmente y comprender exige esfuerzo y tensión), pero seguramente también por conveniencia: cuando en la conversación se trata –como ocurre a menudo– de defender una determinada posición e intentar que predomine frente a otras posiciones alternativas, uno puede aferrarse a su opinión y resistirse a cambiarla aun cuando carezca de argumentos suficientes para hacerlo, simplemente para no dar su brazo a torcer, sobre todo si hay algo que perder al dar la razón al otro. Éste es el sentido de la conocida advertencia que Sócrates le hace a Gorgias en 457c-458a:

Supongo, Gorgias, que tú también tienes la experiencia de numerosas discusiones en las que (...), si hay diferencia de opiniones y un interlocutor afirma que el otro no habla con exactitud o claridad, el alocutario se irrita y se imagina que se le contradice con mala intención. Algunos terminan por separarse de manera vergonzosa, después de insultarse (...). ¿Por qué digo esto? Porque ahora me parece que tus palabras no son consecuentes ni están de acuerdo con lo que dijiste al principio (...). Sin embargo, no me decido a refutarte, temiendo que supongas que hablo por rivalidad contra ti (...). Soy de aquellos que aceptan gustosamente que se les refute, si no dicen la verdad, y de los que refutan con gusto a su interlocutor, si yerra.48

En este pasaje, Sócrates advierte a Gorgias que, si se empeña en mantener la opinión que ahora está defendiendo y, al mismo tiempo, en mantener la que expuso al principio del diálogo (y que es contraria a esa segunda), no podrá pensar lo que dice, porque se encontrará diciendo una cosa y a la vez la contraria, como quien dice: «el cuadrado es redondo», que aunque emite una frase no puede pensar con ella nada que tenga sentido. De manera que, o bien renuncia a la primera tesis y afirma sólo la segunda, o bien afirma la primera y niega la otra. Si no es así, su interlocutor no podrá comprender nada de lo que dice, como no se puede comprender a quien dice que el cuadrado es redondo. Por supuesto que la esencia del diálogo, precisamente por ser una búsqueda cooperativa, consiste en que la máxima autoridad siempre es el otro (el que asiente, disiente o matiza), o sea que no se puede recurrir a los argumentos de autoridad (ni «todo el mundo dice...» ni «tal gran sabio dice...»), sino que sólo vale que el otro comprenda lo que decimos. Pues para que el otro pueda aceptar o rechazar (argumentalmente) lo que yo digo primero ha de poder entenderlo, y para ello es preciso que yo (que soy quien puede explicárselo) lo entienda. Podríamos decir que la primera condición de todo diálogo es comprometerse a pensar lo que se dice, a no hablar contra lo que se piensa, a no decir una cosa y a la vez la contraria; y si el pensamiento es (como a veces dice Platón) el diálogo del alma consigo misma, ello implica ante todo estar de acuerdo consigo mismo. Por tanto, «estar de acuerdo consigo mismo» no quiere decir no cambiar de opinión o no dar jamás la razón al interlocutor (recuérdese lo de «soy de aquellos que aceptan gustosamente que se les refute, si no dicen la verdad, y de los que refutan con gusto a su interlocutor, si yerra») sino, por el contrario, estar dispuesto a hacerlo sin vergüenza ni animosidad para poder seguir pensando, es decir, para no mantener al mismo tiempo una opinión y la contraria (que es lo que impide pensar). Entonces, esto no tiene nada de vergonzoso sino que, al revés, lo vergonzoso sería persistir en una opinión insostenible (hablar sin que sea posible entenderse) y convertir la conversación en una pelea que terminaría en una gresca. Éstas son las bases de esa conversación que Sócrates llama diálogo, y por eso se irrita con Calicles cuando éste las destruye incumpliendo el pacto.

Destruyes, Calicles, las bases de la conversación, y ya no puedes buscar bien la verdad conmigo si vas a hablar contra lo que piensas (495a).

Naturalmente, la irritación de Sócrates sólo se apoya en un presupuesto: el de que es posible que dos hombres dialoguen, o sea, busquen cooperativamente la verdad pensando lo que dicen, sin ánimo de rivalizar entre ellos, de ridiculizarse o de quedar el uno por encima del otro. Quienes niegan –como lo hará enseguida Calicles– que esto sea siquiera posible, es decir, quienes afirman que la rivalidad o la «guerra» es la única relación posible entre los hombres, no conocen más que una clase de «vergüenza», la deshonra del combatiente humillado, y hablan siempre, como los detenidos, con el temor de que «todo lo que digan podrá ser utilizado en su contra». Lo que a Sócrates le parece vergonzoso (la cobardía de no querer dar la razón al otro o cambiar de opinión, aunque ello implique «no pensar lo que se dice») no es, pues, lo mismo que encuentran vergonzoso los sofistas, pues, al concebir la conversación como una forma ritualizada de combate entre iguales, lo que a ellos les da vergüenza (aischuné) es el deshonor que puede sentir uno de los contendientes ante la posibilidad de ser «derrotado» por el otro.

Pero parece que aún hay una tercera clase de vergüenza. En 461b, Polo sale en defensa de Gorgias, que se ha visto obligado a cambiar de opinión y a dar la razón a Sócrates, y afirma entonces que Sócrates ha obrado de mala fe, y que Gorgias se ha encontrado forzado a contradecirse, padeciendo no sólo la vergüenza de la humillación dialéctica (la que preocupa a los sofistas), sino también la de hablar en contra de su pensamiento (que es la vergüenza que le preocupa a Sócrates), sencillamente porque no se ha atrevido a expresar en público lo que piensa. Sócrates (según Polo) sabía que su interlocutor sentiría vergüenza (aischuné) de decir lo que en realidad piensa, y por eso le ha preguntado sobre ese punto, porque estaba seguro de que preferiría ceder antes que decir la verdad. Pero ¿qué vergüenza es ésta, que no es ya el deshonor de la derrota ni la cobardía ante la verdad? Si Polo pudiese hablar en el lenguaje de nuestros días, diría que se trata de la vergüenza de ser «políticamente incorrecto». Un poco después (482e-483a) es Calicles quien interrumpe: Polo también se ha visto obligado a dar la razón a Sócrates, y lo ha hecho por el mismo motivo que Gorgias: «también a él le has embarullado en la discusión y le has cerrado la boca por no atreverse a decir lo que pensaba (...), si alguien por vergüenza (aischuné) no se atreve a decir lo que piensa, se ve obligado a contradecirse».

En ese momento, Calicles reclama la cláusula de parrhesía (algo que le gustaba mucho a Foucault): no es exactamente la «libertad de expresión», sino la relación de «noble franqueza» o de «libertad de palabra» que permite decir en privado una verdad que podría resultar inaceptable en público, y que implica el tipo de confianza que se da, por ejemplo, entre maestro y discípulo, entre amantes, entre correligionarios y entre camaradas (o sea, entre amigos schmittianos). Reclama el derecho a hablar «en confianza» para que no le ocurra como a Gorgias y a Polo ante los argumentos de Sócrates. Así, afirmará sin vergüenza que «la molicie, la intemperancia y el libertinaje, cuando se les alimenta, constituyen la virtud y la felicidad» para todos los hombres. Sócrates le agradecerá esta «noble franqueza»: «ahora estás diciendo lo que los demás piensan pero no quieren decir». Y lo más notable de todo ello es que Calicles explica por qué se produce esa vergüenza que impide a los hombres hablar con franqueza y manifestar libremente su naturaleza: la culpa es de la ley (la ley civil, humana), que no es sino la expresión de una mayoría que no puede (aunque sí querría) dedicar su vida a «la molicie, la intemperancia y el libertinaje», y que se consuela de su impotencia presentando tales cosas como vergonzosas; y aquellos que, como Sócrates, se empeñan en defender el punto de vista de las leyes, son demagogos (porque se quieren hacer los simpáticos con esa muchedumbre impotente) e idiotas (porque comparten con la multitud su desgracia).49 Por lo demás, dice Calicles, frente a la potencia irrefrenable de la naturaleza (phusis), que es la que nos lleva a la molicie y la intemperancia, las leyes no son más que «fantasías, convenciones (...), necedades y cosas sin valor» (492c).

En palabras modernas, esto equivaldría a decir, como hemos oído hace un momento, que el contrato social es una quimera (una ilusión alimentada y mantenida por quienes se aprovechan de ella), pero que bajo esa ficción sigue vigente el estado de naturaleza, única jurisdicción que nada ni nadie puede abolir. Esta antropología del hombre en guerra permanente con sus semejantes es la que corresponde a una práctica de la palabra que, como la de los sofistas, la considera únicamente como un arma para prevalecer sobre los demás. Desde esta perspectiva, no puede haber en absoluto diálogo, porque no puede haber en absoluto acuerdo entre los hombres: la pugna, el conflicto y el enfrentamiento son su único elemento vital, y los presuntos períodos de paz son solamente espejismos despertados por el descanso de los guerreros entre una batalla y la siguiente.

Desde Calicles en adelante, todos los «realistas políticos» promueven lo que acostumbra a tenerse por una «antropología pesimista» (la «antropología del estado de naturaleza», en la que los hombres aparecen como criaturas peligrosas). También Hobbes, Kant y los demás padres del liberalismo político, como hemos visto, comparten esa concepción peligrosa del hombre cuando éste se encuentra en estado de naturaleza. Pero cometen –según los «realistas»– el craso error de pensar que los hombres pueden abandonar esa condición merced a un acuerdo civil y, por tanto, al derecho nacido de él. Y en eso reside su «idealismo». La visión de los «realistas» es, según ellos defienden, mucho más fiel a las conductas sociales efectivas, de tal modo que sus «fórmulas» de gobierno de los hombres no confían tanto en las disposiciones legales que han de establecerse como en los procedimientos eficaces para que tales hombres se sometan fácticamente a la autoridad que dicta esas normas. Por supuesto, ellos asumen que su punto de vista resulta necesariamente antipático (porque a los hombres no nos agrada vernos representados tan «feos» como realmente somos, según la hipótesis), pero ocultan un defecto más grave de su concepción, que no es sólo el de ser «políticamente incorrecta», sino el de ser rigurosamente inconfesable, como si los «principios» en los que se asienta su descripción de lo político fueran de tal naturaleza que no admitiesen del todo una exposición pública, debido a que nadie querría vivir en una comunidad que funcionase explícitamente de acuerdo con tales principios.

Su tesis es, por tanto, que todos los hombres (por nuestra simple experiencia como seres sociales) sabemos implícitamente que las cosas son tal y como las pintan los realistas políticos, aceptamos en privado que todos somos bestias maliciosas e inciviles apegadas a las máximas maquiavélicas, pero existe cierta dificultad para convertir esta certeza privada en razón pública, no solamente porque quien así lo haga será estigmatizado como «antisocial», sino porque en el momento mismo en que esos principios se convirtiesen en explícitos perderían todo poder para articular la sociedad (nadie admitiría vivir en una república regida por las normas del Marqués de Sade, según las cuales cualquiera puede legalmente hacer cualquier cosa a cualquier otro), pues sólo tienen ese poder (según la hipótesis) en la medida en que son mantenidos (hipócritamente) en «secreto». De aquí se sigue, pues, que lo que los «realistas» llaman «idealismo político» no sería únicamente un defecto característico de sabios demasiado alejados de la realidad sobre la que reflexionan, cuya perspectiva habría que corregir aumentando la dosis de rigor científico. El «idealismo político» y su «contrato social» no son únicamente «falsos» o «engañosos», sino que constituyen un curioso «engaño» que resulta ser absolutamente necesario para la continuidad de la vida social, ya que solamente esa «ficción idealista» (como una suerte de narcótico) hace soportable una realidad social que, en caso de ser observada en su cruda realidad (o sea, como «guerra de todos contra todos»), se derrumbaría de inmediato. En este sentido, se diría que el «idealismo político» (o lo que así llaman los «realistas»), más que una determinada doctrina teórica o corriente filosófica, es para los «realistas» una necesidad derivada de la propia realidad política, y por tanto, aunque ridiculicen a los «idealistas» y les muestren el mayor desprecio, se trata para ellos de un enemigo al que jamás podrán derrotar (del mismo modo que Calicles no consigue refutar a Sócrates mediante la palabra sino que más bien se autorrefuta por exceso de «franqueza»), puesto que su victoria sobre él tendría como inmediata consecuencia su propia capitulación.

Lo malo es que esta imposibilidad de expresarse en términos universales, esta impresentabilidad que padece congénitamente el «realismo político», su dificultad para hacerse público (que parece restringir su validez a esas cámaras privadas en donde duermen los camaradas), es una refutación de la famosísima (por tan «valiente», «atrevida» y «políticamente incorrecta») «antropología pesimista» en la que apoya su argumento el «realista»: pues si los hombres fueran solamente malos por naturaleza no habría que disimular en absoluto los crueles principios de guerra que inspiran las relaciones sociales y políticas ni que utilizar como sedante de la violencia la palabra «derecho», y el hecho de que haya que hacerlo así es, por tanto, un indicio, si no de que los hombres son buenos por naturaleza, sí al menos de que son libres (y, por tanto, pueden obrar bien y no sólo mal), es decir, de que no se pueden invocar los defectos de fábrica del ser humano para justificar el crimen político en nombre de la razón de Estado («¡Qué amable eres, Calicles, llamas “soberanos” a los criminales!»).

Sorprende que la palabra «derecho» todavía no haya podido ser expulsada totalmente de la política de guerra por pedante, y que todavía (...) para justificar un ataque bélico, se siga aduciendo fielmente a Hugo Grocio, Pufendorf, Vattel, etc., (...) aunque su código (...) no tenga legalmente la menor fuerza (...). Este homenaje que todo Estado rinde al concepto de derecho (por lo menos de palabra) prueba sin embargo que se encuentra en el hombre una disposición moral más elevada, aunque por ahora adormecida, tendente a subyugar su inclinación al mal (que es innegable) y a esperar lo mismo de los demás; pues de lo contrario la palabra derecho nunca se les vendría a la boca a los Estados que quieren hostilizarse mutuamente, a no ser meramente para hacer burlas con ella.50

Calicles expresaba, en sus términos, la misma abominación hacia el Estado de derecho que manifestaba Alain Badiou en el capítulo tercero de este ensayo, cuando decía que el Estado de derecho, al ser un imperio jurídico y formal de las normas, excluía de la política toda relación material o fáctica con la verdad (esa verdad inconfesable que los «realistas» saben pero no pueden decir en público). Lo que para ellos constituye una afrenta insoportable es la idea de que pueda existir una instancia superior y exterior a las relaciones de poder, de fuerza o de violencia entre los hombres, una autoridad «jurídica» que se sitúe por encima de las relaciones reales (aunque innombrables) existentes entre los hombres. Consideran como «verdad» esas relaciones de hecho, y rechazan como «ficción» (alienación, espectáculo, etc.) cualquier cosa que se imponga a ellas como una exigencia exterior o superior que pueda determinar su justicia o su injusticia.

Quienes somos profesores de filosofía no podemos evitar recordar, cada vez que se insiste en esta crítica del Estado de derecho por su carácter «formal y jurídico», aquella otra crítica –que constituye su «matriz» originaria– del concepto kantiano de ley por parte de los defensores de una «ética material». Se recordará, en efecto, que la gran revolución (copernicana) de Kant en el terreno de la moral consiste esencialmente en que, según esta revolución, no puede esgrimirse ningún bien material o fáctico que esté «por encima de la ley», algo que sea «por naturaleza» bueno o malo, sino que es la propia ley la que determina «jurídicamente» y por sí sola qué es lo bueno y qué lo malo. A poco que se reflexione sobre este asunto, se notará que la idea de que no hay ningún «bien» por encima de la ley (del cual dicha ley sería la expresión formal) es la manifestación –jurídica, política y moral- de la tesis de que no hay ningún «soberano» por encima de la ley de cuya voluntad ésta fuera la expresión. Como puede leerse aún en los teóricos fundadores del Estado moderno, esta tesis es la consecuencia de haber observado, en la práctica histórica, que esa clase de soberanía suprema (que sitúa al soberano, autor de la ley, por encima de ella y eximido de su jurisdicción), aunque sin duda crea un espacio de regulación legal (el de todos aquellos que están sometidos al poder del soberano y obligados por sus normas), también abre una zona de alegalidad (la casa del soberano, que suele ser grande) en donde es imposible distinguir lo justo de lo injusto. Ello no elimina el hecho de que la posición «kantiana» comporta un elemento de gran incomodidad teórica: si no hay nada ni nadie por encima de la ley o «antes» que ella, ¿de dónde procede la propia ley? ¿Quién la ha dictado? (unas objeciones muy parecidas a las que preguntan de dónde demonios ha salido el pacto social).