Mi madre conduce hacia su casa, que ahora vuelve a ser también la mía. O al menos el lugar en el que como y duermo. Yo voy sentado en el asiento del copiloto con la cabeza tirada sobre el cristal de la ventanilla.
La radio está encendida, mi madre suele poner la banda sonora de la película Mamma mia. Ahora mismo suena la pista número cinco y ella la va canturreando como canturrean las madres.
Locas o no, todas las madres canturrean, ¿no? ¿No es así? Todas canturrean de la misma manera y bailan de igual modo, ¿te has dado cuenta? Al menos las madres de la generación de la mía. Bailan con los puños encogidos a la altura del pecho, sujetando un cigarrillo y poniendo morritos... Todas igual. Estén locas o no. ¿Te has fijado?
Mi madre me acaricia el muslo, cerca de la ingle, y yo me tenso. No me gusta. Salgo de mí. Tengo la capacidad de abandonar mi cuerpo cuando algo me provoca rechazo, miedo o dolor. La tengo muy entrenada. Puedo hacerlo cuando me sacan sangre, en la consulta del dentista si me toca un nervio con el torno, en un vuelo con turbulencias o viendo una película de Álex de la Iglesia. Puedo aguantar que el dentista me saque la muela del juicio sin apenas anestesia porque consigo salir de mi cuerpo, de verdad.
Abandonarme.
Yo me he abandonado a mí mismo muchas veces, al igual que me han abandonado otros. Aquí tienes buen material, ¿no? Para tu reportaje, digo: «A base de ser abandonado aprendió a abandonarse». Es una gran frase. He aprendido a abandonarme, sí. A abandonar mi cuerpo. Consigo vivir solo en mi cabeza. Habito allí.
Ahora, el contacto de la mano de mi madre sobre la tela de mi pantalón me hace dar marcha atrás en mis recuerdos. Mi madre me toca y recuerdo sus besos en la boca, largos, húmedos, empujando la punta de su lengua en el interior de mi boca y diciéndome: «Prefiero tener un hijo homosexual que subnormal o drogadicto».
Recuerdo. Sí, recuerdo.
Imágenes. Vienen solas. Aparece un recuerdo cualquiera. Mi hermana y yo frente al espejo del cuarto de mis padres, maquillándonos los dos; yo le digo con los labios pintados de carmín: «Prefiero tener un hijo homosexual que subnormal o drogadicto». «¿Qué es homosexual?», me pregunta ella. «Eres boba», le digo yo.
Nos meamos de risa Marta y yo.
Mi padre abre la puerta, nos ve, me mira, observa mi cara regordeta maquillada como la de una fulana. La cara de su hijo de diez años llena de colorete y pinturas.
—Me cago en dios bendito...
Yo le miro feliz, soy una chica.
Vuelvo, vuelvo en mí. Ya no estoy en el coche con mi madre. Estoy en mi habitación. En la que fue mi habitación desde los catorce hasta los diecinueve años, cuando me fui de casa por primera vez. Ahora, con casi treinta, vuelvo a vivir aquí.
La casa paterna.
El sanctasanctórum.
El lugar impenetrable en el que un niño siempre se siente a salvo. Se sentirá a salvo durante toda su vida. Será el lugar al que vuelva cuando las cosas se pongan verdaderamente feas.
Oigo los gritos que vienen del salón: «hijo de puta», «desgraciada», «ojalá te mueras», «no quiero verte más».
Mi madre acaba de dar un portazo.
No. Yo no estoy aquí.
Me aíslo. Miro a mi alrededor.
Mi cuarto.
Lo observo.
Mis padres han hecho de este espacio una suerte de trastero/despacho/habitación-con-sofá-cama-para-invitados.
Curioso concepto. Y curiosísimo criterio decorativo.
Temo que, si abro uno de los armarios, pueda encontrarme en el mismo cajón: un par de calcetines usados, un cepillo para el pelo lleno de caspa y un bocata de chorizo a medio comer envuelto en papel de aluminio.
Estoy seguro.
Apostaría algo a que, de hecho, eso es lo que hay en alguno de los cajones de ese armario.
Mi exarmario.
No. Paso. Prefiero no arriesgarme. «Ese melón, mejor no abrirlo».
¿«Habitación para invitados»? ¿Eso fue lo que dijeron?
¿Qué invitados?, me pregunto yo. Es complicado que encuentren a alguien a quien invitar, teniendo en cuenta que mis padres no tienen amigos que les duren más de dos meses.
Tal vez algún sin techo.
Ah, sí... Eso sí podría ser. Algún homeless... Esos sí. A uno de esos seguro que no le importaría dormir aquí. Seguramente, el vagabundo podría obviar el hecho de tener que aguantar a toda esta pandilla, con tal de meterse a dormir en caliente. He de ser agradecido, pues. Tengo unas mantas y un colchón por los que más de un desaprensivo estaría dispuesto a darse de puñetazos.
En fin, todo bien. Mola aprender de los sin techo.
Estoy tendido sobre el sofá cama cuando mi padre abre la puerta y, vacío, metálico, como de costumbre, me pregunta si voy a comer. Trato de contestarle, pero no puedo. No encuentro las palabras porque me está mirando «así», de esa manera que te explicaba antes, Berta. Así que me aíslo. Me abandono, ya sabes, capacidad entrenada, me meto dentro de mí, donde no duele. Y comienzo a contar las pastillas que me quedan.
—Dos, cuatro, seis, huit, dix, douze, quatorze...
Mi padre sale de la habitación sin pronunciar palabra.
Vuelvo a tumbarme sobre la cama y, de golpe, me acuerdo sin motivo alguno de todas las mascotas que me han acompañado en esa casa. Todas muertas. Murió la tortuga, tal vez la sobrealimentamos (en mi casa hay tendencia a crear criaturas gordas), murió el canario, mi padre mató al perro atropellándolo con el coche «accidentalmente» y Mario, ese gato que se suicidó hace unos meses.
Todos muertos.
En esta casa todo se pudre.
Llaman a la puerta de mi cuarto y, con el toc, toc, vuelvo al presente.
Aquí. Ahora.
Es mi hermana. Quiero que mi hermana se vaya de esta casa, que no se pudra, que viva.
La necesito viva.
—Marta, haz lo que quieras pero muérete después que yo.
—Te traigo una cosa.
—Te has cortado el pelo.
—Sí, un poco. ¿Te gusta?
—Sí.
—¿Quieres que vayamos al cine esta tarde?
—Vale. ¿A ver qué?
—Lo que tú quieras. ¿Cómo ha ido hoy en la consulta? Te han hecho preguntas, ¿verdad?
—Sí, ¿para qué es eso?
—Te están... estudiando. Quieren contar tu historia.
—Louis.
Marta asiente. Pienso en Louis y me da un retortijón. Vayamos al cine, sí. Ir al cine me genera una profunda sensación de paz. De seguridad. Me siento a salvo.
En nada me gusta más gastar mi dinero que en una entrada de cine. «Mi dinero», qué gracia. Yo ya no tengo dinero. No tengo nada mío. No ingreso, no genero nada. Dependo de otros. De mis padres. Soy un niño, otra vez.
Mi hermana me está hablando, tiene algo en la mano, un teléfono móvil.
—¿Para mí?
—Sí.
—Si se entera mamá, te la va a liar.
—Pues que no se entere. ¿Nos vamos al cine, o qué?
El cine, sí. Yo habría querido ser actor, pero ¿cómo? No hubiera podido enfrentarme a ese grado de exposición. Así que me limito a ir al cine como espectador e imaginar que soy uno de esos seres de seis metros que sonríen frente a mí en la pantalla.
Sí, el cine me alivia. Así que Marta y yo vamos esa misma tarde a una reposición de El Padrino que proyectan en los Cines Verdi.
Siempre, cada vez que me siento en una sala a oscuras a ver una peli, tengo la certeza de que me van a degollar por detrás. ¿A ti no te pasa? Sí, y seguramente uno de mis familiares, que me espera allí agazapado. En mi familia llevamos la violencia en la sangre, esto es así. Somos de natural agresivos. Generación tras generación, pasa de unos a otros, como si del medallón de la abuela se tratara. Mira, la hermana de mi madre se pega con su marido, a la pequeña la detuvieron por abofetear a la anciana a la que cuidaba. El hermano menor fue neonazi en los noventa —aún recuerdo cómo una tarde, hurgando en el cajón de sus calzoncillos para masturbarme, siendo adolescente, encontré una porra y un puño americano ensangrentado; qué mal gusto no limpiar los restos después de linchar al negro o marica de turno, ¿verdad?— y todos mis primos tienen antecedentes. Así que no me sorprendería nada si un día muero degollado en una sala de cine a manos de alguien de mi familia, mientras veo sonreír a Andrew Garfield o a Meryl Streep.
¿Sabes qué?... Mejor esto no lo cuentes, no lo escribas. No demos ideas.
Aun así, como te digo, a pesar de la certeza de que moriré desangrándome en una sala de cine, meterme en una de ellas a pasar la tarde me alivia.
Vuelvo al útero materno... Algo así.
Mi madre.
Qué putada haberme dado cuenta tan pronto de que no puedo confiar, de que el mundo es peligroso, de que mis padres no iban a salvarme ni con dos, ni con catorce, ni con treinta años de lo que pudiera pasarme. No «los» padres, en general. «Mis» padres eran los que no podían salvar a nadie.
Mi madre me diría ahora: «Ah, muy agradecida. ¿Que no te hemos salvado? ¡Te mantenemos! ¡Te damos de comer!».
Así que mejor no le cuentes que tú y yo nos hemos hecho amigos y estamos aquí hablando de ellos, ¿vale?
Saber que el ratoncito Pérez, Papá Noel o los Reyes Magos son los padres de uno debe de ser duro. Imagino que uno se siente puerilmente traicionado y siente pena de sí mismo cuando siendo niño lo descubre.
Yo, en cambio, cuando supe que toda esa fauna eran «mis» padres, sentí pena por aquellos, no por mí... Pensé: «Pobre ratón; y pobres Melchor, Gaspar y Baltasar. Están jodidos».
Pobres padres míos... No pueden ni salvarse a ellos mismos, ¿cómo iban a salvarnos a Marta y a mí?
Sensación constante de peligro. Nudo en la garganta, entrañas retorcidas, el corazón tenso permanentemente. Todo esto me ha llevado a tener el sentido de alerta ultradesarrollado, así que no te digo yo que, cuando dentro de unos años alguno de mis primos intente degollarme en mitad de la sala 9 de los Cines Ideal, no brote de mi interior el guerrero ninja que llevo lustros gestando y, de un golpe mortal, le deje KO. Sí, seguiré mascando mis palomitas y mi regaliz tan tranquilo, después de, cual Kill Bill, dejar al hijo pequeño de mi tía sin respiración en el suelo.
He de estar a salvo. Mantenerme a salvo. Atacar antes de que me ataquen. Sobrevivir.
Qué genial es la peli.
Qué delicia la música de Nino Rota.
Love Theme se llama la pieza más conocida de la banda sonora. Qué curioso, ¿verdad?
Curioso para esa película.
¿La has visto? ¿Has visto El Padrino, Berta? Yo no la vi por primera vez hasta los veintipico. La tienes que ver. Hay una secuencia en esa película que explica perfectamente lo que, para mí, debería ser el cine. Es cuando muere don Vito Corleone: el Padrino está en el jardín, jugando con su nieto, entre las flores. Brando está componiendo en ese momento a un Vito ya viejo. Va muy caracterizado. La cosa es que hay un niño, correteando por allí, realizando el papel de su nieto. Se ve que es tan solo un niño. Un crío al que han explicado un par de cosas y que no tiene ni idea de qué va el asunto. Se ve cómo se miran, juegan; el nene ríe, intenta tocarle la cara al actor. Parece que quisiera quitarle el maquillaje. No termina de reconocer en él al tipo que le han presentado hace un rato, antes de que dijeran «acción». El niño, ajeno a las cámaras y al hecho de que se esté rodando una película, se limita a «ser». Está allí, vivo. Solo «está». Y le pasan cosas; no las actúa. Entonces, aparece «la verdad». Por eso es mágica. Es casi documental. No hay una pizca de cartón en lo que allí sucede.
Verdad.
Eso debería ser el cine: verdad.
¿Tú crees que estoy a tiempo de ser actor, Berta? ¿A ti nunca se te ha pasado por la cabeza rodar una peli con esa cámara que tienes? Es buena, ¿no? Si te ves capaz, házmelo saber. Igual me animo.
Salimos hambrientos de los Verdi y nos dirigimos al Janatomo, Marta me va a invitar a cenar. Qué suerte tengo. Durante el paseo, pienso en James Caan. Si yo hubiera nacido hace unos años, podría haber sido él el hombre de mi vida, en lugar de Louis. Siempre me ha gustado. Incluso en Misery está guapo. No como Marlon Brando. No existe un animal más bello que Brando en Un tranvía llamado deseo pero, en casi todas sus otras películas, me parece una morsa. James Caan, no.
Louis.
Pienso en Louis.
Louis.
—Yo no le hice nada, Marta... Yo no maté a Louis.
—Ya lo sé, cariño... Ya lo sé.