MARTA Y OLMO

 

 

 

 

Esta no es ni la historia de Marta ni la historia de Olmo.

Sueños, suspiros y soledades; pero ni los de Marta ni los de Olmo.

Aun así, merece la pena robar unas cuantas líneas para contar que Marta vive desenchufada.

Anestesiada.

Marta sale del dormitorio de su hermano mayor y piensa que le siente como si fuera su hijo.

Mario ahora es su hijo. No, no quiere pensar en hijos, en criaturas, en maternidad. Se acaricia el abdomen y se le encoge la garganta ante la perspectiva de lo que tiene que hacer mañana.

No. Pasa. Los jugos gástricos vuelven a su sitio.

Atraviesa el salón y percibe que su madre cacarea algo... «¿Bla, bla, bla, bla, bla... medicación?». «Sí, mamá». «Bla, bla, bla, bla, bla, bla... No le vuelvas la cabeza loca, ¿eh?, déjale en paz». «¡¡Déjale en paz tú!!». «Ah, muy bonito, hija, muy bonito. ¡Muchas gracias!».

Marta sabe, no le hace falta mirarla, que su madre se está dirigiendo a encerrarse en el cuarto de baño. A llorar. A amenazar con cualquier cosa que luego no cumplirá. Ojalá. «Ojalá cumpliera de una puta vez y nos dejara a todos en paz», piensa Marta.

 

 

Sale de casa de sus padres y no siente pena por su madre, ni por su padre, ni por ella misma, ni por Mario.

 

 

Su padre, ese gran desconocido.

Antes no lo era, solían ser cómplices.

¿Dónde quedó esa época en la que Ernesto ponía canciones de Alaska y Dinarama, y la elevaba bailando por los aires?

 

 

Marta quiere sentir. Busca algo que sentir.

Intento fallido.

No siente.

Busca algo, ahí en el fondo de su ser, algo que sentir; pero no, no hay nada.

La cabeza en cambio está llena, la cabeza le va muy deprisa a Marta, y recuerda.

Recuerda la primera vez que Mario, aterrorizado por las amenazas maternas, pasó de suplicar a agredirse para llamar la atención. Ya no decía: «¡Mamá, por favor, no lo hagas, sal de ahí!»... Empezó a decir: «Mamá, o sales o me mato yo», mientras golpeaba su cabeza contra la puerta del lavabo en el que se había encerrado la madre.

Recuerda la primera vez que vio ese hilo de sangre recorriendo la cara de su hermano mientras él la miraba como si dijera: «No seas mi hermana pequeña, sé mi madre, adóptame».

 

 

Marta acelera el paso. Camina. Se aleja.

Ha quedado con Olmo, el chico de los lunares.

 

 

Sentada en un columpio del parque, Marta mira el suelo y se balancea rozando el charco de lluvia que hay bajo sus pies.

Olmo, el chico del pelo rizado y los lunares en la mejilla, la esperaba impaciente en ese parque mucho rato antes de que ella llegara. Ahora, con sus piernas de pajarito introducidas por el hueco del columpio neumático contiguo, el chico observa las facciones de su amiga.

Su amada.

Olmo no sabe leer a Marta, a pesar de llevar ya varios meses compartiendo tardes de silencio.

 

 

—¿Quieres que te acompañe mañana?

—¿A qué?

—A... eso.

—Bueno, me da igual.

—Yo soy el responsable, ¿no?

—Sí, en parte sí, supongo. Tanto como yo.

—¿Duele?

—No lo sé, Olmo... Es la primera vez que me lo hacen. Me da igual.

»En realidad todo me da igual.

 

 

En realidad a Marta todo le da igual y eso a Olmo le asusta. Olmo se ha ocupado fundamentalmente, durante todas las horas que han compartido —la mayoría de ellas en silencio—, de intentar aligerar a Marta de ese peso que parece cargar en el alma. «¡No me pasa nada, Olmo! No seas pesado».

Hoy, en el bolsillo de la parka de Olmo, hay un paquete de la Casa del Libro envuelto para regalo. Cree que regalar un libro a Marta puede ser un detalle romántico, es un libro que para él significó mucho cuando lo leyó. El buda de los suburbios, de Hanif Kureishi. Él desea que Marta sueñe con esa historia tanto como soñó él.

Él desea compartir su pasión por la vida.

Olmo introduce la mano en su parka azul y saca el libro envuelto. Se lo tiende a su chica.

—¿Qué es eso? ¿Un libro?... Vaya, Olmo, muchas gracias pero es que yo no leo. Leí cuatro o cinco libros y todos igual. Todos lo mismo. Todos para explicarme que la vida es una mierda... Eso ya lo sé yo. No necesito que me lo recuerden. Además acaban haciéndome pensar en la muerte. Todos los libros me hacen pensar en la muerte. ¿Tú no piensas en la muerte?

—A veces sí —contesta Olmo. Y se pregunta en silencio si Marta piensa hoy en la muerte por lo que le toca hacer mañana. Y se siente culpable. Y quiere abrazarla y que ella quite su sempiterna cara de nada.

Parálisis facial/emocional.

Desconectada.

—Qué putada, ¿no? Morirse, digo. Yo no me quiero morir nunca. Como mi hermano. Mario tampoco se quiere morir nunca. Hay gente que se va a morir hoy y no lo sabe. No lo saben, ¿entiendes? Muchos días me despierto pensando en eso y me dan ganas de quedarme en la cama. Lo malo no debe de ser morirse en sí, ¿no?... Ni el dolor, aunque el dolor... Ufff... El dolor, según cómo, vaya putada también... Pero no, lo peor de morirse es que ya no tienes otra oportunidad. Nunca. Game over.

 

 

Marta calla. Y, de pronto, solo vuelve a ser otra tarde plomiza en la que Olmo y ella comparten el silencio. Se columpian. Parece que va a volver a llover, pero no.

Otra amenaza más que no llega a nada.

El chico mira a esa joven normal y decide hablar.

 

 

—Te quiero.

 

 

Entonces Marta comienza a llorar de un modo en el que parece que sus lágrimas van a inundar el parque y llegar hasta la carretera anegando la primera fila de casas.