—Prométemelo. No vuelvas a dejarme solo.
—Te lo prometo.
—Júramelo, mamá.
—Te lo juro, Mario. Nunca te voy a dejar solo.
Pero pocos días después, Teresa vuelve a recoger sus pares de medias y calcetines, sus pinturas, sus jerséis... Y a introducirlo todo de cualquier manera en su bolsa de viaje.
No puede evitarlo.
Le duele la vida. Quiere huir y no sabe que no puede.
¿Huir de qué? ¿De qué va a huir? ¿De dónde?
De sí misma es de quien quisiera huir, y no lo sabe.
Mario repetirá toda su vida adulta esta escena. Suplicará toda su vida adulta que no le dejen.
Que no le abandonen.
Que se queden diez minutos más con él.
Solo hasta que se duerma.
«Solo hasta que me haga efecto el orfidal y me quede dormido; después, si quieres, te vas».
Al igual que Teresa, repite una y otra vez las escenas que protagonizó con sus padres siendo una niña.
¿A cuántas generaciones alcanza la enfermedad? ¿El abuso?
Hay que hablar. Hay que desactivarlo, pero Teresa no lo sabe.
Ella cree en medicarse y tapar.
Vieja Escuela.
¿Quién va a juzgar eso?
Teresa no sabe que abrir las ventanas y airear el dolor sana.
Ella trata de sujetarlo, de negarlo, de que no exista.
No sabe que hay que escupir todo el veneno.
Hay que hablar.
Cuando Mario era pequeño y escuchaba en las noticias nombrar a la madre Teresa, siempre pensó que se referían a su madre. «Santa Teresa». Así, Mario creció pensando que su madre era, en realidad, una santa.
Teresa todavía guarda su traje de novia en el trastero. Un traje sencillo, raso blanco, barato. Falda larga y corpiño. Confeccionado por un familiar de su suegra. «Gracias», dijo una y mil veces antes de la boda. «Gracias, de verdad»; aunque le cuesta pronunciar esa palabra. Le asusta que si se muestra agradecida o vulnerable, intenten lastimarla.
Lo que Teresa no sabe es que, aunque no lo quiera, siempre tiene la apariencia de un pollito mojado y despeinado fácil de lesionar.
Mario nunca sabrá lo que pasó en su quinto mes de gestación. Una tarde que Teresa estaba sola en casa, pero esa es otra historia.
Mario juega a menudo a vestirse con el traje de novia de su madre, le encanta. Y a Teresa no le importa, ¿qué más le da? Ella solo quiere que su hijo la ame, que la acepte. Ella quiere que su hijo Mario la ame todo lo que no supieron amarla su padre, su madre, sus hermanos, sus amigas...
Todo eso a la vez.
Teresa necesita que su hijo Mario la quiera todo lo que no la han querido en tantos años de vida.
«Dame todo ese amor... Sáname... Tu llegada, hijo mío, me sana».
Así que Teresa mira a Mario vestido de novia y piensa: «Es mío. Ese niño es mío y es mi salvación. Que se ponga las faldas que quiera, que coma lo que quiera, que grite cuanto quiera. Es mío y yo le voy a dar todo. Todo».
Y recuerda la primera vez que llevó a Mario al pediatra —un compañero suyo del hospital en el que, por entonces, Teresa empezaba a trabajar— y este le dijo:
—¿Lo ves? ¿Ves sus manitas, sus pies, sus veinte dedos, sus dos ojos?
—Sí.
—Es bonito, ¿verdad?
—Es perfecto —respondió Teresa, emocionada.
—Pues cuídalo, Teresa. Cuídalo. —Teresa sonrió—. No, en serio, cuídalo. Son muy frágiles. Enseguida se pueden romper.
«Es mío, mío, mío; y no le va a pasar nada», piensa Teresa.
Tras otra discusión con Ernesto, presa de la histeria, Teresa lleva a cabo toda la escena de la separación traumática. No sabe detenerse a medias. A pesar de que luego nunca se va, hace padecer y padece todos y cada uno de los desasosegantes estadios de «la escena de la separación abrupta».
Recoge sus cosas, grita, insulta, patalea, amenaza... Lo hace como llamada de atención, llorando como lo haría una niña pequeña aterrorizada.
«Es» una niña pequeña aterrorizada, a pesar de ser madre y esposa y nuera y hermana y, aún, hija.
Hace la maleta para que Ernesto la detenga, la sujete, la contenga entre sus brazos y la calme. Ernesto no sabe hacer eso. No sabe amar. No sabe reaccionar. En algún momento de su vida se desenchufó o lo desenchufaron y devino, solo él sabe cómo, en esto que es ahora.
Una especie de replicante, eso es Ernesto.
El mismo camino que parece estar siguiendo Marta.
¿Cuántas generaciones llega a abarcar la enfermedad? ¿El abuso?
¿Cuántas?
Siete. La respuesta es: «Hasta siete generaciones puede abarcar un abuso en el seno de la familia, si ninguno de los miembros de dicha familia lo desactiva antes».
Nos unimos por la tara. En la búsqueda de la enfermedad o la salud.
Y así criamos.
Como pájaros con un ala rota.
Ernesto no puede arreglar todo lo que le rompieron sus padres a Teresa.
La dejaron muy rota.
Con tara. Y ahí se unió él, con la suya propia e indescifrable.
Defectuosa de fábrica, Teresa. ¿Qué podía hacer?
Ha conseguido sobrevivir. Suficiente.
Hace lo que puede; y ¿quién puede pedirle más? ¿Mario? ¿Por qué? ¿Con qué derecho?
Teresa quiere, ama, adora a Mario; le ama incluso más de lo que debería. Más que a sí misma, mucho más, más de lo que sería sano. Mario es su proyecto, su posibilidad de continuar en el mundo de una manera mejor, mejor de lo que ella ha sido capaz de ser y hacer.
Teresa amó a Mario desde antes de que este naciera.
Ser madre le daba la posibilidad de no repetirse, de ser mejor, de hacerle a su bebé lo que ella hubiera deseado que le hicieran.
La posibilidad de no hacerle a Mario todo lo que hubiera deseado que no le hicieran a ella.
Imposible.
¿Cómo? ¿Cómo podría lograr eso alguien que alberga tanto dolor?
¿Cómo puede proteger a un bebé alguien que ha crecido a hostias y sin ninguna clase de amor?
La madre de Teresa, alcohólica, un clásico.
El padre, infiel, agresivo, violento, pendenciero, cobarde y matón.
Cuando no se hostiaban entre ellos, hostiaban a Teresa.
¿Quién va a juzgar a Teresa?
¿Quién va a juzgar a los padres de Teresa?
¿Y a los padres de estos?
¿Y a los padres de los padres de los padres?
¿Mario? ¿Marta? ¿Berta? ¿Marina? ¿Con qué derecho?
Generación tras generación tras generación...
Detenerlo. Hablar. Desactivar la cadena. Salirse de la foto.
Teresa no consigue ser feliz, porque le asustan los estados de calma; no está acostumbrada. Vive para la ansiedad o más bien para la tragedia, la angustia, el desasosiego. Desde que tiene uso de razón su única posibilidad ha sido la imposibilidad.
«No hay escapatoria, esta es tu vida, te guste o no».
Mejor no entrar en detalles escabrosos.
Su infancia... No, mejor no entrar.
No existe una criatura que haya crecido con menos amor.
¿Quién va a juzgar, entonces, a la madre Teresa?
Ya la han juzgado todos: sus padres, sus suegros, sus amigas de un día, sus compañeros de trabajo, su cuñada, su marido, Mario, Berta...
Porque Teresa va pidiendo a gritos que la hieran, es la única manera que conoce de seguir adelante, de seguir viva. Que la hieran. Que le hagan daño. Que la enfrenten a fieras de tres cabezas contra las que intentar luchar mientras es devorada.
Teresa mira hacia fuera, trata de hacer amigas, trata de no detenerse a respirar, a pensar, a darse cuenta. No puede permitírselo.
Trata de que haya ruido, la televisión, el teléfono, el secador, una novela de Danielle Steel; cualquier cosa que le ayude a no darse cuenta de que no puede resolver, de que ni siquiera lo va a intentar porque no se siente capaz.
No se siente capaz de irse, ni de quedarse.
Ni de mirar su vida con detenimiento porque sabe que no sería capaz siquiera de comenzar a arreglarla.
Bastante ha hecho Teresa llegando viva a la edad adulta y trayendo dos criaturas al mundo.
¿Quién va a juzgar a la madre Teresa?