MARIO

 

 

 

 

Fue refrescante toparse con el miedo de Louis.

Su miedo le humanizaba.

Siempre había pensado que este tipo de chicos no eran para mí. Pensaba que su capacidad amplificaba mi incapacidad, su templanza ponía de manifiesto mi pánico y su determinación hacía visible mi lentitud para entrar en contacto con mis necesidades. No con las obvias, sino con aquellas que hay que descubrir cuando alguien de sopetón te pregunta: «¿Qué te apetece? ¿Esto o aquello?». Y entonces uno —yo— tiene que pararse un momento a mirar, a pensar antes de responder.

Como una tortuga, yo; mientras ellos son un fueraborda.

Por eso, el hecho de que Louis se descubriera como una persona que también teme nos acercaba, de alguna manera. Me permitía hacer escenas que hasta entonces eran de su dominio. Podía jugar de repente a ser el fuerte, el que sujeta y alienta. El que hace posible, en lugar de aquel que debe ser permanentemente dibujado por otro para conseguir dar dos pasos.

Bien es cierto que la razón de Louis para no irnos a vivir a París, su miedo, era de primer orden. No se puede decir que fuese algo menor, una neurosis alimentada por sí misma y autoelevada así a su máxima expresión.

No.

Louis no quería ir a vivir a París porque había dejado allí su corazón. Esa era la cosa.

No tenía corazón. ¿Cómo era posible? Eso solo pasa en las novelas de Jeanette Winterson.

¿Eso puede pasar? Anatómicamente, digo.

Fibrilar, sí. De acuerdo. Debe de ser la hostia de jodido, pero sabemos que pasa, vale.

Pero ¿perder el corazón? ¿Por completo?

Pues sí, Louis no tenía corazón. Así me lo dijo él. Así formuló la frase. No sé si era un problema de traducción (Louis, obviamente, todavía seguía pensando en francés), pero así fue como me lo expresó y así, con esas imágenes, fue exactamente como yo lo asimilé.

 

 

Y entonces me contó su historia.

 

 

Louis había amado de un modo incendiario. Una vez. Con ebulliciones, sí. Louis había sido «yo», de algún modo. «Yo he sido tú», me dijo. Pero no, eso no es posible. En la manera de estar en el mundo que tiene Louis, queda claro que él ha sabido sujetarse. Ser siempre «el amado». Ya lo habréis visto en sus películas. Siempre tiene ese je ne sais quoi. Esa pátina de inaccesibilidad. Ese ponerse por encima de todo y de todos que le hace tan odioso y absolutamente irresistible a la vez. Aunque he de decir, para ser justo, que este Louis —auténtico Garrel, o no— conmigo no era como sus personajes. No era Ismaël Bénoliel, ni Nemours, ni Theo, ni Pierre. Conmigo se relajaba.

Soltaba la pose.

Un poco.

Lo justo para dejarme entrar solo a mí y no del todo.

 

 

«Yo he sido tú», me dijo. Y era su manera de explicarme que, una vez, él había sido el dependiente, el amante. En realidad, decirme «Yo he sido tú» era casi un insulto, y a la vez una provocación. Y en ese momento, sin saber si él había amado a un hombre o a una mujer o un perro o un zapato, deseé encontrarme con su antiguo —¿«antiguo», en verdad?— objeto de deseo para destrozarle/-la/-lo con mis manos hasta convertirlo en nada.

Amo con avaricia.

No me gusta que toquen mis cosas.

El asunto es que no tenía corazón porque se lo había jugado una vez y lo había perdido.

Se había quedado en París. En una casa, en Belleville.

En ese momento odié París. Quería prender fuego a la ciudad, a la Torre Eiffel, absurda; a la catedral de Notre Dame, y a todo el Barrio Latino.

Louis ha amado.

 

 

—¿Has amado más de lo que ahora me amas a mí?

—De distinta manera. Tengo miedo.

 

 

Tiene miedo.

Ahora es él quien tiene miedo.

Ha amado.

Vale, lo entiendo. Puedo entenderlo.

Ahora está aquí, conmigo.

Ahora somos nosotros.

 

 

Ahora es él quien tiene miedo, y eso es nuevo. Me convierte en uno de Los vengadores. Voy a hacer justicia y voy a aniquilar a un enemigo mayor: la persona que tiene el corazón de Louis.

Esto me habilita a ser un nuevo yo. Quiero.

Me cae bien este nuevo Mario.

 

 

«Voy a ayudarte a recuperar tu corazón».

 

 

 

En un instante me reconcilié con París y volví a fantasear con la perspectiva de una vida lejos. Lejos de esta España que amenaza con volver a la peseta y del olor a estiércol que me persigue.

¿Qué importa que Louis haya amado antes? Ahora París va a ser solo nuestra. Ya le he visto amar, y besar, y decirle a dos mujeres a la vez Je n’aime que toi. No importa. Ahora, este Louis, sea quien sea —Garrel, o no—, solo me lo va a cantar a mí.

 

 

Recorremos el andén catorce de la estación de Chamartín. Tengo escalofríos ante semejantes perspectivas.

París.

Louis.

Un corazón que recuperar.

Yo, un superhéroe.

Cargados de maletas, nos vamos cruzando con toda la fauna que recorre la longitud del tren; figurantes puestos allí para nosotros, para nuestra historia de amor: gente que sube a los vagones, acompañantes, amantes que, al igual que en los aeropuertos, se despiden con la promesa de llamarse en cuanto lleguen; estudiantes en viaje escolar, revisores...

El ruido que genera esa muchedumbre a mi alrededor me pesa y empieza el miedo. Louis, como dijo ese gordo, «me lee».

 

 

—¿Estás bien?

—Estoy bien.

—Ven, vamos a sentarnos en un banco... ¿Jugamos?

—No puedo.

—Venga, pienso yo, ya está. Pregunta.

—¿Hombre o mujer?

—¿No dices que no vale preguntar eso lo primero?

—¿Le conocemos personalmente?

—Sí...

—¿Hombre o mujer?

—Hombre... y un poco mujer también.

—Mmmm... ¿Guapo o feo?

—Muy guapo, muy guapo, muy guapo. El más guapo.

—Soy yo, tonto...

—¿Estás mejor?

 

 

Con esas palabras Louis me abraza entero. Abraza la parte que antes quedaba sin ser abrazada. Esa parte a la que nadie conseguía llegar: las heridas. Louis me abraza las heridas, y el dolor, y la ira, y el odio, y la rabia... Y las desactiva.

Realmente quiero a esta persona.

«Tu llegada me sana».

 

 

Prefiero evitar el avión siempre que sea posible. Además, pernoctar en un tren supone para mí uno de los mayores placeres imaginables. Sobre todo si, como en este caso, Louis iba a estar durmiendo a mi lado. Así pues, si ese viaje iba a cambiar nuestro mundo, teníamos que empezarlo de la mejor manera que fuéramos capaces. Tiré la casa por la ventana —en sentido literal un poco también: había cerrado con doble vuelta de llave la puerta blindada de esa casita en pleno centro de Madrid, sin preocuparme siquiera por quién iba a regar mis plantas— y compré los billete más caros, para poder realizar el viaje con todas las comodidades que Renfe pusiera a nuestro servicio.

En el tren, las vías rugían bajo nuestros pies y yo paladeaba su sonido. Me encontraba tan lleno de deseo y de ganas que me mareé. Sentía que la extensión de mi piel iba más allá de sus propios límites. Levitaba. Recuerdo que pensé de nuevo en aquel gordo que me «leyó» en el café de Louis y traté de respirar. Respiré para traer mi alma dentro del cuerpo. «Haz materia la vida». ¿Qué carajo quería decir? Respiro, respiro, respiro y me ocupo de estar presente. Comer, beber, bailar, practicar sexo... No suena mal.

Así pues, primero a comer y beber.

Después de cenar algo ligero y apurar juntos el contenido de una botella de vino en el vagón restaurante en el turno de las 20.30 —un acierto— («¿Los señores desean cenar?». «Desde luego». «¿Y desean hacerlo los señores en el turno de las 20.30 o en el de las 22.30?». «¿Qué turno está menos concurrido?». «El de las 20.30, señor». «Cenaremos en ese, muchas gracias»), volvimos a nuestro compartimento y nos ocupamos el uno del otro. Un encuentro torpe en la litera de abajo de esa angosta habitación móvil.

Luego, abrazados en esa cama de setenta centímetros de ancho, nos quedamos dormidos.

Para entonces, Louis ya me decía Je n’aime que toi solo a mí.

«Solo te quiero a ti».

A mí.

Y yo le iba a ayudar a recuperar su corazón.

El vino me ayudó a sumirme en un profundo sueño. Dormí deliciosamente bien, como hacía meses que no dormía. Siempre duermo de fábula cuando lo hago en un tren, y sin necesidad de pastilla alguna. El traqueteo, o quizá el hecho de sentirme acunado, o los brazos de Louis rodeando mi cuerpo y dándome afecto —dándomelo él a mí y yo a él, no teniendo que proporcionármelo yo a mí mismo— o probablemente todo eso sumado a la certeza de estar pasando página (un viaje siempre supone el principio y el final de algo. Habitualmente, al viajar estás huyendo de casa o volviendo a ella, y yo sentía que hacía ambas cosas a la vez) me hizo descansar de verdad, a pesar de la excitación y las enormes esperanzas.

 

 

«Acunado». Mi madre. Mami.

No. Mi madre, no.

París.

Louis.