BERTA

 

 

 

 

—¿Corazones de quita y pon?

 

 

Javier me mira hastiado mientras sacamos un café en la máquina de la planta baja del hospital.

Un par de pisos más arriba está este chico, «el caso excepcional», contándonos sus miserias; agotadoras y ridículas, es cierto, y tan desesperadas que dan ganas de atizarle con un bate de béisbol para que reaccione. Y Javier está más posicionado que nunca en uno de los dos equipos rivales de esta historia de mierda.

Justo ahora que yo empiezo a dudar de todo lo que me cuentan. No creo a esa madre, no creo lo que cuenta nadie y, a pesar de la explicación oficial que hemos sacado «en limpio» después de seguir el protocolo, yo quiero escuchar lo que Mario Ruiz tenga que contar.

No puede ser. No me creo «la versión oficial».

Me pillo poniéndome de parte de Mario Ruiz y me mosqueo conmigo misma. Me niego esa posibilidad. No quiero ser él. No quiero ni comprenderle, siquiera. Que le follen.

Pero lo defiendo. Casi involuntariamente contesto a Javier defendiendo al chico. Trato de traerle a este «bando». Al que formamos, aunque me joda decirlo, Mario Ruiz —«el puto caso excepcional»— y yo.

De momento jugamos solos en este equipo.

El equipo perdedor.

«Los del ala rota».

 

 

—No digo que todo sea verdad, Javi. No digo que no esté tratando de protegerse...

 

 

Le llamo Javi. Qué truco tan barato y evidente... Siempre me funciona con él emplear el diminutivo de su nombre. Y también a él conmigo. Él me llama Bertis, y yo le permito, le habilito para que me cuente lo que quiera cuando me llama así.

Recurro a Javi.

 

 

—Javi, por favor...

—Protegerse ¿de qué?

—¿Cómo que de qué? ¡No me jodas!... ¿No has oído la que se le viene encima? A ese chico le han jodido la vida.

—Está chalado.

—No seas cabrón... La madre quiere ingresarle... ¿Por qué no la ingresan a ella?

—Yo también querría ingresarle. Y tú.

—No. Yo no.

—Tú también.

—Yo soy como él.

—No digas tonterías, Berta.

—¡Hasta tú lo insinuaste!

—Eso no es verdad.

—No mientas, no empieces... No lo soporto.

—Muy bien.

—No tienes corazón, Javi... Tú sí que no tienes corazón.

—No. No me jodas. Por ahí, no. ¿Qué pasa?

—Déjame...

 

 

Me mosqueo. Me lleno de ira. Paseo por el vestíbulo del hospital. La rabia me hace tiritar. Tiemblo como una hoja por reprimir las ganas que tengo de ponerme a dar hostias a las puertas y a las personas que se me cruzan. La violencia me come.

Quiero decirle cosas a Javier, a Javi; pero no sé hablar en este estado. Siento que voy a entrar en erupción y a echar lava. Javier se me acerca.

Me ruborizo al darme cuenta de hasta qué punto me conoce Javier. Y aun así, me quiere. Pobre desgraciado. Él conoce lo peor de mí y me sigue queriendo. Y, absurdamente, sigue pensando, estoy segura, que en algún momento de nuestra historia él y yo vamos a acabar juntos.

Me acabo de dar cuenta: él aguarda paciente a que yo, un día, después de esperar y buscar a mi propio Louis, harta de darme de bruces, vuelva a sus brazos.

No. No lo creo.

No es eso lo que quiero.

Yo quiero un Louis. No uno así, no. No Garrel. Otro. El mío.

Mierda, ya estoy de nuevo en el equipo «del ala rota» de lleno.

 

 

—Ese chico no eres tú.

—¿Te recuerdo las cosas que yo hice cuando estábamos juntos?

—¿Y qué tiene que ver?

—¡¡Que sí, Javier!!... ¡Que esa podría ser mi cabeza perfectamente!

—No. Tú no eres eso.

—Sí... Eso es exactamente lo que soy.

 

 

Ya no hay más Javi.

Nos quedamos en silencio.

Él remueve los restos de su café laxante de máquina con el palito blanco de plástico agujereado, y mira al suelo. Yo me dejo caer en un banco, acojo mi cabeza entre las manos y, sin que la cercanía de la señora latinoamericana que ocupa el otro extremo del banco me intimide, lloro.

Ay, qué alivio.

Lloro.

Javier se acerca a mí, se asusta. Nunca ha entendido que llorar puede ser sanador. Trata de reprimirme el llanto porque se asusta. Trata de «calmarme», de aplacarme más bien. «Chisssst...». No entiende que lo que yo necesito en este momento es que me dejen ese espacio. Que me permitan llorar. Le aparto, le agradezco con la mirada que esté ahí para sujetarme, pero le aparto y lloro. Y me libero del rechazo que me genera Mario Ruiz. Del rechazo que me genero yo misma. Lloro por el rechazo que me despiertan todos los personajes «con el ala rota».

La violencia, la agresividad; se van.

Lloro por los lazos de «siamesismo» que siento que nos unen al «caso excepcional» y a mí.

Al final, él más sano que yo.

Mario Ruiz, más valiente que yo.

Yo sigo tapando y maquillando y convenciéndome de que «ya está», de que «no-necesito-nada-ni-a-nadie-y-los-mejores-psicólogos-son-los-amigos».

Yo, tarada, boicoteándome.

 

 

No quiero ser esto.

De acuerdo, no voy a serlo.

Para no serlo, tengo que empezar por aceptar que lo he sido.

 

 

Ser o no ser.

Ser o parecer.

 

 

Voy a dejar de serlo.

Voy a empezar a ser. A ser yo.

Voy a ayudar a ese chico.

Voy a ayudar a Mario Ruiz. Y a mí misma.

 

 

Después, me limpio la cara con el dorso de las manos; me levanto del banco, llamamos al ascensor y nos dirigimos a la tercera planta de ese hospital. Vamos a acabar de escuchar la versión de Mario Ruiz.

La cortina metálica del ascensor se abre ante nosotros.

Suspiro.

Voy.