Estación de Austerlitz.
Amo este lugar.
Estoy agarrando mi vida y empezando a trazar conscientemente la línea que la define, sin horror vacui.
Puedo.
Aunque hace años que no vengo a París, recuerdo con bastante nitidez cómo moverme por la ciudad. Louis se empeña en coger un taxi, pero yo insisto en caminar, a pesar de que el tren nos ha dejado en París a las 9.03 de la mañana de un domingo.
París está vacía.
«Y vagar por la ciudad sintiendo que sin ti está abandonada...».
The Crave. Sarah Kane.
No, en la Fnac no. Absurdo buscarlo.
Nunca París ni ninguna otra ciudad volverá a estar abandonada, porque ahora somos dos: «yo y mi marido».
¿Qué vamos a hacer?
¿Cómo vamos a hacer?
Actualmente Louis no tiene una vivienda en París, un sitio donde quedarse. Huelga decir que yo tampoco.
Nunca lo he tenido.
Cruzamos la placita en la que se encuentra Notre Dame y llegamos a la rue Gift du Coeur. Me parece un nombre más que apropiado, dada la ocasión. Allí encontramos un pequeño hotel y decido que nos alojaremos en él, evitemos los quebraderos de cabeza innecesarios. Ya nos ocuparemos de buscar una vivienda. De momento hay que encargarse de otros asuntos. Priorizar. Lo más urgente es que este chico, este Louis —Garrel, o no—, recupere su órgano vital. Pienso que tal vez tendríamos que hacer una ruta por todos los lugares de la ciudad que hacen referencia a lo que venimos buscando: «rue Gift du Coeur», «Basilique du Sacre Coeur», «Le Jardin du Coeur», etcétera.
Ya lo decidiré más adelante.
Chambre 43.
Listo.
Instalados.
Una habitación oscura y cara, de acuerdo. No importa. Qué le vamos a hacer. Es lo que hay.
Paredes enteladas de color burdeos y un baño bonito.
Muy parisino todo. No hay que quejarse. Estamos aquí, y ahora guío yo. Yo soy el fuerte.
No hace falta ni deshacer las maletas. No es necesario. Lo justo para cambiarnos de ropa estos días. Una semana. Un poco más, a lo sumo.
Nos duchamos; juntos, por supuesto. No sé si todas las parejas se duchan el uno con el otro. En mi caso, siempre ha sido así. Imagino que sí debe de ser algo que hace la humanidad en masa, pues a mí mis compañeros siempre me lo han dado como cosa hecha, para mi asombro. No es que me desagrade, no. Pero sí es cierto que, en un primer momento, siempre me pilla por sorpresa. El rato del cuarto de baño es un tiempo que, al empezar una relación, uno dedica para uno mismo. Es el espacio que uno aprovecha para relajarse. Para hacer caca e incluso tirarse un pedo, aguantado largo rato para no ofender al otro, ¿no, Berta? El tiempo en que uno se mira al espejo, haciendo muecas, comprobando que no tiene mocos en los orificios nasales y está relativamente apetecible —cada uno según sus posibilidades— a ojos de su amante.
Es por esto por lo que la primera vez que mis compañeros de cama han abierto la puerta del aseo, haciendo de ese espacio un lugar común, siempre me ha pillado desprevenido y he entendido que era un paso adelante en la relación.
No es dar las llaves del castillo, de acuerdo. Pero es un paso adelante, un territorio conquistado para «nosotros», y perdido para «mí».
Entonces, nos duchamos, sí, juntos. Incluso orinamos el uno en los pies del otro. Sin intención sexual, no creas. No es pretendiendo provocar la excitación. Es un acto cotidiano. Esto no sé si lo hacen todas las parejas o solo yo. No debería haberlo contado. De hecho, siempre percibo que, en este asunto, soy yo el que pillo desprevenidos a mis compañeros la primera vez que lo hago. La primera vez que se dan cuenta de que estoy meándome en sus pies como si nada, mientras me enjabono, flipan. Yo hago como que no me entero y sigo hablando de mis cosas.
Bah, no voy a darle bombo a semejante tontería. De hecho, enseguida se acostumbran y no tardan mucho en acompañarme en la micción, siendo en pocos días el pis de ambos el que se mezcla con el agua caliente y se va por el sumidero.
Tras el ritual de limpieza y desahogo del cuerpo, nos tendemos sobre la cama de matrimonio, «yo y mi marido», y nos dejamos descansar —el uno al otro y cada uno a sí mismo— de nuevo, después de haber pasado doce horas en un colchón hecho para medio cuerpo humano.
Antes de que nuestros cuerpos queden suspendidos en el sueño, le pregunto a Louis si está seguro de querer recuperar su corazón; a fin de cuentas un chico sin corazón es un animal casi perfecto. Vive inmune a cruzar la línea de peligro.
La misma ausencia de ese órgano marca unos límites de seguridad; y otorga la certeza de no llegar a fibrilar jamás.
No me parece moco de pavo vivir con esa seguridad.
«Sí, estoy seguro. Estoy listo para volver a empezar», me responde Louis, bostezando.
Yo le escucho ya en duermevela.
Me abraza.
Le abrazo.
Dormimos.
Al anochecer, amanecemos; y pedimos al servicio de habitaciones un surtido abundante de alimentos que apaguen el hambre voraz con el que hemos despertado. La consciencia de lo que tenemos por delante no ha refrenado nuestro apetito. O eso pienso yo cuando —como soy el fuerte— me lanzo al teléfono y, haciendo uso de mi torpe manejo de la lengua francesa, encargo quesos, pan, fruta, embutidos y vino.
Considero que bastante bien hablo el idioma galo teniendo en cuenta que mi profesora fue Alicia Martiricorena, la Marti. Una monja que aprendió el idioma siendo misionera en el Congo; y que, durante los tres años que nos dio clases de francés, jamás consiguió aprenderse el nombre de ninguno de los alumnos. A todos los varones nos llamaba Mustafá y a todas las chicas Reina Mora. Decía: «¡Mustafá, uvre la fenetre pa que el aire penetre!». Así. Como suena. Y sin mirar a nadie en concreto.
Ese era su dominio del galo.
Ese era su francés.
A la Marti le encantaba poner ceros, así, porque sí. Sin un motivo real. Cuando te hacía una pregunta y no sabías qué contestar —o tardabas en hacerlo— decía: «Huy, Mustafá... ¡Le veló!». Haciendo dos ceros con los deditos, como si fueran dos ruedas de bicicleta, y llevándoselos a la altura de los ojos, mientras se reía por lo bajini. Entre dientes.
¿Quién carajo puede aprender francés de esa manera?
Te estaba contando algo importante.
¿Por dónde iba?
Ah, claro, ya... Sí.
Pido la comida... Poco después, descubro que el miedo sí ha cerrado el estómago de Louis.
—No puedo. No voy a poder.
—Tranquilo. Estoy aquí.
Yo soy el fuerte.
Una camarera diminuta, que en realidad resulta ser la misma chica que nos atendió esta mañana en la recepción al registrarnos, sube la bandejota repleta de manjares. Y yo como. Mastico, saboreo y trago. Pienso en el gordo del café, y engullo. «Hago materia la vida». Me lleno el cuerpo. Vuelvo a mí.
Louis apenas juguetea con alguna uva y un pedazo de queso.
Me pongo en pie, le revuelvo los rizos, le beso, me visto y nos ponemos en marcha.
Cruzamos París la nuit y llegamos hasta la rue... No, prefiero no darte nombres. No quiero que tengas datos que luego puedas utilizar en mi contra. Llámame desconfiado.
—De verdad que no puedo.
—Louis...
—Es ahí..., la tercera casa. No puedo ni acercarme.
—Louis...
—Vas a tener que ir tú.
—¿Yo?
—Si entro yo, no volveré a salir.
—Y si... ¿Si está dentro?
—No está. ¿No ves que no hay luz?
—Puede estar durmiendo.
—Si está dentro le dices que ahora soy tuyo, que ya no puede hablarme.
—¿Es hombre o mujer?
—No se puede preguntar eso lo primero.
—¿Aquí tampoco?
—No.
—¿Cómo encontraré tu corazón?
—¿Tú qué crees? Sigue los latidos.
Dejo atrás a Louis y camino hacia la verja de la tercera casa.
Pienso: «Soy el fuerte. Ahora la cosa depende de mí». Y el simple pensamiento me hace capaz. Me convierto en un cachorrillo ágil. Trepo la valla y, de un salto, caigo en el jardín de la casa.
¡Estoy delinquiendo! Estoy allanando una propiedad privada. Atravieso un jardín parisiense en mitad de la noche y, mientras lo hago, mi cabeza se ve invadida de fantasías. Me asaltan las imágenes de Louis cruzando ese mismo jardín.
¿Cuántas veces habrá pisado ese mismo césped? ¿Cuántos atardeceres se habrá tumbado aquí a dejar que el día huya? Me aterro al pensar que la película indefinida que mi cerebro está proyectando será mucho más nítida en la cabeza de Louis. En su pecho sin corazón.
Lo que en mi caso es solo producto de mi imaginación, en Louis es toda una galería de recuerdos. Imágenes concretas de ese amor por el que perdió sus dos aurículas y sus dos ventrículos, y ganó su imposibilidad de fibrilar. Fotografías de una cotidianidad tranquila, aburrida si quieres. Ese presente continuo que aún no ha existido entre nosotros.
Sí, ellos han vivido.
Juntos.
Uno habrá reñido al otro repetidas veces por no vaciar los bolsillos del pantalón antes de echarlo a lavar. El otro habrá encargado al uno pasar por el súper, y comprar pasta de dientes en el rutinario camino de vuelta a casa.
Siento miedo. Y celos. Nunca antes he sentido celos, curioso. Soy neurótico pero no celoso. Disonancia cognitiva.
Si en ese instante me hubiera encontrado con el/la/lo que se quedó el corazón de Louis, le/la/lo habría matado con mis propias manos.
Consigo acceder a la vivienda forzando una ventana del primer piso. El suelo de madera cruje bajo mis pies.
Terror.
«Por favor, que no haya nadie en la casa».
Camino despacio, tratando de no hacer ruido, mientras mis ojos intentan acostumbrarse a la oscuridad. Benditas farolas, bendita luna haciéndome de linterna.
Mi cuerpo está segregando adrenalina. Al antiguo Mario, al antiguo «yo», se le estaría desencadenando un ataque de pánico. A mí no. Ya no. Yo soy fuerte. A este nuevo Mario la adrenalina le hace estar preparado para atacar. Asumo que desde cualquier rincón se me puede abalanzar alguien encima; con algún objeto punzante, incluso. Alguien, él o ella, que, tomándome por un maleante, me agrede, me reduce y llama a la policía. Policía francesa, en cualquier caso.
Alguien —él, ella, ello— que no sabría que, en realidad, vengo por derecho. Estoy legitimado a invadir esta casa y tomar lo que me pertenece. El corazón de Louis es mío.
«Ahora es mío, no puedes hablarle».
Al atravesar el salón, encuentro unas pequeñas mancuernas de cinco kilos junto a un balón de baloncesto, todo ello maltirado en un rincón.
Vale, debe de ser varón. ¡Qué prejuicioso soy! Pero sí, debe de ser varón. Y deportista, el muy hijo de puta. El único deporte que yo practico —y mal— es la elíptica narrativa. Agarro una de las mancuernas, por si las moscas, y subo despacio las escaleras que conducen, imagino, hacia el dormitorio.
«¿Cuántas noches habrá subido Louis estas mismas escaleras con un vaso de leche caliente en la mano? ¿Cuántas veces, empujados por el hambre, habrán hecho aquí el amor, desnudándose antes de llegar a la cama?».
Avanzo y empieza a resonarme en la cabeza un tamborcito. Unos latidos, a lo lejos. Tímidos, al principio. Al llegar a la segunda planta, debo guardar silencio, concentrado para lograr discernir tras cuál de todas aquellas puertas late el corazón de Louis.
«Cabrón, hijo de puta, desgraciado. Devuélveme lo que es mío».
Abro la segunda puerta de la derecha y ahí está.
Ahí están.
El corazón —¡seguro!, ¡lo oigo con claridad!— y un cuerpo humano que me da la espalda. El chico francés, parisino probablemente, que se quedó con el corazón de mi Louis —Garrel, o no; eso ya no importa.
Busco como un perro, el perro guardián y lázaro que soy, si Louis me quiere. Y recuerdo —no sé dónde lo leí— que una nariz humana, apoyada contra el suelo, puede seguir un rastro. ¿Dónde leí eso?
La percusión cardíaca me lleva bajo la cama, me agacho y allí, tirado junto a un par de calcetines sucios, veo el corazón de Louis.
«Este francés no limpia. ¡Al final va a ser verdad el tópico! ¿Cuánto tiempo lleva el corazón de “mi Louis” aquí tirado sin que este cerdo se dé cuenta? Cochon!».
Repto y agarro el corazón. Lo envuelvo en mi pañuelo. Noto en mi mano cómo ese tejido se contrae, palpita; y me da impresión, me asusto. Me asusto mucho.
Fibrilar.
Cuando creo que ya está todo ganado, al ponerme en pie, el peso de mi cuerpo (la vida hecha materia) hace crujir la tarima y el francés sucio se despierta.
Grita asustado, parece un animal.
«Es feo», pienso.
¿Le ha gustado este ser? ¿A este es al que ha amado? ¿Por este personaje insignificante perdió Louis su corazón? ¡Pero si no tiene cuello! Prácticamente se le junta la barbilla con el pecho.
No me gusta la gente fea, las cosas feas en general. Creo que padezco un principio de cacofobia.
El tordo me habla en francés y no le entiendo.
—No tienes cuello —le digo yo. Él sigue gritando en francés. Parece un gremlin.
No puedo perder.
Yo soy el fuerte.
Soy capaz.
Se abalanza hacia mí.
Me araña.
Le estampo la mancuerna de cinco kilos contra el cráneo.
Sangra.
Sangro.
Bajo las escaleras de dos en dos y salto de la ventana al jardín, del jardín a la valla y de la valla al duro suelo de la calle.
Corro.
Oigo el sonido de mis propias pisadas.
Las suelas de mis zapatos sobre el asfalto.
Una tras otra. Una tras otra. Una tras otra.
Respiro. Me ahogo. Tomo aire.
Pienso.
«Es agotador vivir tan dominado por una pulsión».
No pienso. Corro. Solo corro, sin mirar atrás.
Louis sigue ahí, donde le dejé, en la esquina de la calle. Cuando llego a su lado me mira expeditivo y asustado.
Me mira con tanta necesidad de saber que yo, empapado en sudor y manchado de distintas sangres (la mía, la del corazón de Louis y la del francés cochon), apenas me permito recuperar el resuello antes de informarle.
—Lo tengo.
—¿De verdad?
Le entrego mi pañuelo.
—Ya tienes corazón.
Ahora sí, el mundo me parecía un lugar por el que caminar sin miedo.
Desde la ventana de nuestra habitación de hotel; al fondo, por encima de la pared del edificio de enfrente que ocupaba, casi por completo, el campo visual del ojo humano; detrás, a lo lejos, podíamos distinguir una panorámica típicamente parisina. Ya sabes a lo que me refiero, Berta: sus tejaditos morados, algún árbol... París.
—¿Qué haces?
Louis me pregunta esto porque quiere algo de mí. Es obvio lo que estoy haciendo; él lo ve, estoy tecleando en mi ordenador portátil. Estoy escribiendo cuando él me formula esta pregunta. Me parece tan inverosímil y extraordinaria la historia del chico sin corazón y el francés sucio que creo que es digna de ser escrita.
Ahora Louis ya puede amarme del todo, ya tiene corazón. Ya está completo. Quiero contar nuestra historia.
—¿Qué haces, Mario? Ven aquí.
—¿No me ves?... Estoy escribiendo.
—Sabes que te quiero, ¿no?
—Sí, lo sé.
—Y eso, ¿cómo te hace sentir?
—Me asusta la felicidad, no estoy acostumbrado.
—¿Qué escribes?
—Te escribo. Nos escribo.
—¿Todavía me estás escribiendo?
—Sí.
—Muy bien. Escríbeme. Escríbenos y haznos posibles. Hay que escribir las cosas para que existan.
—¿Por qué? ¿Cómo es eso?
—Bueno... Lo decía Virginia Woolf.
—Virginia Woolf escuchaba voces.
—Escríbenos. Escríbenos y véngate del mundo. Mario... Mario, ven aquí.
Entonces, Louis se acerca a mí, me abraza por detrás, como me abraza él, con sus brazos largos; uno de esos abrazos garrelescos (o no) fuertes, sin apretar. Son sólidos, parece que el propio abrazo me dijera con voz grave: «Mira, Mario, te estoy abrazando, ¿eh?».
Louis me abraza y me levanta de la silla dejando la frase a medias en la pantalla de mi ordenad...
Flash. Luz.
Louis me ha arrastrado junto a la ventana.
Flash. Flash. Flash. Flash.
Frente a nosotros, Louis ha preparado su cámara analógica (no le gusta el digital, es un poco un cliché este Louis) y, poniendo el modo automático, ha improvisado un fotomatón parisino dentro de nuestra habitación de hotel.
Primeras fotos en París.
Primeras fotos con corazón.
Los días posteriores serían algo así como el encadenado musical de un film de Woody Allen en París: paseamos por las dos orillas del río, visitamos exposiciones; todos los museos: el Pompidou, Rodin, el Louvre; todos. Subimos a la Torre Eiffel, algo que yo no había hecho nunca. Recorrimos todos los rincones de la ciudad. Compramos ropa nueva, libros y jabón. Y dos albornoces, pero siempre usamos el mismo. Primero se secaba uno, y luego el otro; aunque el albornoz ya estuviera húmedo. No sé por qué.
Ah, he de decir que en la Fnac de París sí encontré libros de Sarah Kane —traducidos al francés, por supuesto; lo cual permitió que Louis pudiera leer The Crave y entenderla plenamente.
No te pongas a la defensiva. No quiero entrar en comparaciones odiosas. No pasa nada por que los franceses sí dispongan de literatura al alcance de su mano, en la Fnac o en cualquier otro establecimiento, y en España no podamos encontrar fácilmente nada más allá del best seller de moda. No estoy queriendo decir que a los franceses les interese la cultura y España sea una república bananera, un país cutre quieroynopuedo.
No quiero decir eso.
Bueno, un poco sí.
En realidad, me pasa que me limpio el culo con la bandera, ¿sabes, Berta?
No me importa ninguna.
¿Por dónde iba...?
Ah sí... Louis me llevó por Montmartre en bicicleta, como si él fuera Nino Quincampoix. Comimos en brasseries, fuimos al teatro y montamos en el barco que, desde el agua, parece ofrecer a los turistas una especie de guía, tipo: «París en sesenta minutos». Incluso cumplí un viejo sueño: viajar de París a Londres en tren, por debajo del agua. Cruzando el mar.
Sí. Cuando uno se enamora, se permite vivir sin mirar el dinero; sin tener una previsión, ¿verdad?
Un poco, al menos.
Un rato.
Así que nos escapamos un par de días.
Un viaje dentro de otro, dentro de otro.
De camino a la Gare du Nord, conocí una parte de París completamente nueva para mí.
París también es feo.
Descubrir todas las tiendas de «moda» del boulevard de Magenta, más parecidas a los comercios de chinos de Usera —«Useras»— que a lo que uno espera encontrar en París, despertó en mí una ternura nueva hacia la ciudad. Le agradecí a París que me mostrara también esa cara, pues así la ciudad pasaba a ser más de verdad a mis ojos, más real. Como cuando ves las legañas matutinas en los ojos de tu amor y te habla con el primer aliento rancio del día.
Tomamos ese tren, dejamos París y estuvimos encapsulados bajo el agua un rato largo. Mi cuerpo reaccionó como el de un héroe: aguanté todo el trayecto sin tomar ni medio orfidal.
El estado de enamoramiento con el que desembarqué en St. Pancras hizo que me reconciliara con Londres, ciudad que hasta entonces me parecía un ridículo y fallido híbrido entre París y Nueva York. Me fascinó. Encontramos, sin reserva previa, una habitación de dos plantas en un delicioso hotel en Covent Garden. Sí, de verdad; el Fielding Hotel. Alójate allí la próxima vez que vayas a Londres, Berta; habitación 25. Te va a gustar.
Caminamos hasta la extenuación. Ni un taxi, ni el metro. Nada.
Yo era un extranjero doble. Un español viviendo en París que hacía una escapada romántica al Támesis.
Tomamos vino de noche en la última planta de la Tate y yo era uno de los personajes de Match Point.
Ahora, Londres y yo éramos amigos. Y así, entre amigos, cambiamos de año.
Otro sueño cumplido.
En el tren de regreso a «casa» ni siquiera pensé en un posible ataque de pánico pues, cuando nos acercábamos al túnel subterráneo, Louis me llevó de la mano hasta el lavabo, me introdujo en él y cerró la puerta con pestillo. Se pasó el resto del trayecto haciéndome el amor.
Sensacional.
Ya que habíamos eliminado el cuarto de baño como territorio propio, los únicos momentos que tenía para mí sin Louis, para estar a solas conmigo mismo, eran la mañana y la noche. Louis duerme mucho más que yo. Independientemente de la hora a la que me acueste, yo me despierto cuando amanece; no lo puedo evitar. Esto me pasaba antes de conocer a Diego, después de separarme de él, y me sigue pasando ahora, que es con Louis con quien comparto la cama. Y aun así, por la noche, a él le vence el sueño mucho antes que a mí. Louis cierra los ojos y me dice: «No me duermo, ¿eh? Solo cierro los ojos». Estos dos momentos, el comienzo y el cierre del día, yo los empleaba en escribir. Éramos mi ordenador portátil y yo, mano a mano, escribiendo «la historia de amor más grande jamás contada: Mario y Louis».
Nos escribía y, tal y como había dicho Louis, de esa manera me vengaba del mundo. Pero, para mi sorpresa, no fui yo quien se vengó del mundo, sino el mundo el que, de una forma absurda —y, aún a día de hoy, incomprensible—, se vengó de mí.
Yo soy «el fuerte» + Louis tiene corazón + comprendo el mundo como un lugar por el que caminar sin miedo = me atrevo a hacer cosas solo.
Comencé a asistir a clases de francés para tratar de mejorar los conocimientos adquiridos con la Marti. Conocí a otros alumnos con los que, tímidamente —y no teniendo que salvar las distancias que ponen los parisinos para la comunicación, pues se trataba de gente no francesa—, empecé a relacionarme.
Ya estaba. Eso era una vida en París.
Mi nueva vida.
Solo se nos resistía encontrar vivienda. No resultaba fácil: ninguno de los dos teníamos contrato laboral, ni disponíamos de aval o fiador alguno; así que solo podíamos acceder a los carísimos alquileres temporales que ofertan apartamentos por semanas. Nos estábamos puliendo todos mis ahorros viviendo un cuento constante y pagando las facturas de ese hotel. Así que, además de ocuparnos de ello la mayor parte del tiempo que pasábamos juntos —sin privarnos de encontrar momentos para entregarnos a «materializar la vida» un par de veces al día—, cada martes y jueves de 16.30 a 18.30, mientras yo asistía a mis clases de francés para extranjeros, Louis se encargaba de seguir rastreando París en busca de un hogar.
Por este motivo, cuando a las 19.12 del jueves de nuestra cuarta semana en París volví a la habitación de hotel («nuestro hogar») en la rue Gift du Coeur y no encontré a Louis, a pesar de mi antigua tendencia a la preocupación, respiré y mantuve el pánico bajo control.
«Está buscando un hogar. Un verdadero hogar para los dos».
Calma.
Respirar.
Inspirar. Espirar.
«Él sabe que yo llego a las siete. Siempre me espera aquí para darme el parte del día. No pasa nada, no seas paranoico, hoy se ha retrasado, ¡será que ha encontrado casa!... No le llames. No, ni siquiera le llames al móvil, ¿para qué?... Sí, en realidad, ¿para qué? Espéralo tranquilo y punto. Llena la bañera y date un baño».
Y así dieron las 20.40 del jueves de nuestra cuarta semana en París.
«Vale, esto ya no es tan normal. Pero no pasa nada. No dramatices. ¿Qué puede haber pasado? Se habrá encontrado con alguien. Él es de aquí. Este es “su Madrid”».
En Madrid, una ciudad tan complicada para conseguir cuadrar agendas y generar un encuentro «real» y sin prisas entre un grupo de amigos, es muy fácil, en cambio, encontrarse por casualidad con alguien y retrasarse un poco, ya lo sabemos, dejando así a la espera a quien aguarda tu llegada en casa, con la mesa puesta, o frente a la puerta de un cine con las entradas de la fila once ya en el bolsillo.
«No pasa nada. Salgo de la bañera y le llamo».
Una locución en francés me habla, yo no la comprendo pero entiendo que el teléfono está apagado.
Así, dan las 22.22 y mi pánico se desata. Me introduzco el segundo orfidal sublingual. Pienso en llamar a la policía, pero ¿cómo les explico lo que pasa? Me da miedo. La policía me da miedo desde siempre, y más en un idioma que no es el mío... Por muy parisinos que sean.
¿Por qué habré elegido a Louis, y no a James Franco o Mélanie Laurent? Seguro que James no me haría pasar por esto. Pasaríamos las horas en nuestro loft neoyorquino y se limitaría a recostarse junto a mí en el sofá, fumando marihuana y leyendo a T. S. Elliot.
«Quiero leer eso que escribes, Mario», me diría James entre calada y calada, achinando los ojos mientras sonríe.
Salgo a las calles de París a buscar a Louis.
Recorro París sin sabe dónde puede estar. No tengo lugares de referencia, no sé cuál es el mapa de su pasado en esta ciudad. Yo he tratado de huir de los lugares excesivamente quemados de mi Madrid, quemados a fuerza de acudir a ellos con distintos amantes, uno tras otro, cambiando tan solo el nombre de la persona que tenía delante; a veces a comer, a veces a cenar, otras veces a ver una película, o tomar un gin tonic; pero siempre con el mismo sabor, la misma sensación; llegando a veces a confundir el nombre de mi acompañante de turno por el del de la semana anterior, o el mes pasado.
Yo no sé cuáles son esos sitios para él aquí, en su París.
Solo conozco un lugar de esta ciudad sobre el que no tengo dudas: la tercera casa de la calle que no puedo nombrar. Tengo la certeza de que Louis ha pasado allí muchas noches, muchas madrugadas. Aferrado a la espalda de ese francés feo y ahora, probablemente, amoratado y con unos cuantos puntos de sutura en la cabeza.
Así pues, camino hacia allá.
Durante el trayecto, me siento fuera de mí. A pesar de tener claro el rumbo, parece que estuviera deambulando. Como en Los ladrones de cuerpos. Me percibo fuera de mí mismo, mi cuerpo físico se mueve solo; alienado, yo me he perdido. Ya no me siento como parte de «la vida hecha materia».
No soy parte de mí mismo.
Me cruzo con franceses hablando en francés y con turistas españoles hablando mi idioma. Durante un par de calles, camino detrás de una pareja de catalanes, acento inconfundible. Comprendo el contenido de sus palabras sin esfuerzo. Me doy cuenta de que no había oído una conversación larga en castellano desde hace más de un mes. La escucho atentamente. Es una conversación banal, ese tipo de conversaciones que se tienen estando de vacaciones, cuando sales de viaje durante un puente, o un fin de semana largo, con tu pareja o amante.
Conversación ligera.
Involuntariamente, me acerco tanto a ellos que les resulto peligroso. Parece que mi intención fuera robarles o incluso convertirme en el tercero en discordia dentro de su cháchara liviana. Se dan la vuelta, me miran, y me finjo francés, les miro con hostilidad, cual auténtico parisino, como si no les entendiera y fueran ellos los que no saben manejar el ritmo de esta ciudad.
Sigo mi camino, paso de largo. Acelero.
Llego a la tercera casa. Espío desde fuera: luces apagadas. El francés duerme.
En su buzón, leo: «M. Thouvenin». Se me ha escapado el apellido. No lo recuerdes, no me viene bien; por lo que pasó luego. Olvídalo, ¿vale?
«M». Llamémosle «M».
Repito la operación que llevé a cabo unas cuantas semanas atrás: salto, de la calle a la valla, de la valla al jardín y del jardín, a través de la ventana de la primera planta —francés sucio y descuidado, ¡mira que no arreglar esta ventana tan fácilmente franqueable!—, a la vivienda.
Ahora llevo ventaja, conozco el territorio. Avanzo, sigilosamente pero seguro.
Subo la escalera, despacio, decidido. Y, de repente..., ¡¡¡ZAS!!!
Algo cae sobre mi cabeza.
Susto.
Taquicardia.
Fibrilar.
No. Respiro y combato.
Un amasijo de pelo y uñas se me enreda en la cabeza. ¿Qué es esto? ¡¿Un gato?! ¡¿El francés sucio y horrible tiene un gato?! Merece todos los puntos de sutura que le provoqué. ¿¡Qué clase de persona tiene un gato!? Jamás he conseguido entenderlo... ¿Quién quiere cuidar de un animal que, incapaz de devolver afecto, solo se acerca a ti cuando le interesa y además puede arañarte a traición? Me recuerda a varios de mis antiguos novios. Todos ellos, además, amantes a su vez de los gatos.
Dime que tu compañero de piso es un gato y me estarás dejando claro con qué tipo de persona estoy tratando.
Me desembarazo del bicho temiendo que el monstruo se haya despertado. No mi monstruo, el que vive en mi interior y me juega la mala pasada de salir en los peores momentos, sino el monstruo francés, el tordo gabacho, el dueño de esta casa que yo he allanado por segunda vez: «M».
¿«Dueño»?
¿Esta casa será suya? No creo, pagará alquiler... Sí, seguro. Prefiero pensarlo así.
Permanezco inmóvil en el mismo peldaño en el que he sido agredido por el felino, pongo en marcha mi oído de tísico y trato de descubrir si el francés sucio está acercándose cautelosamente hacia mí.
No oigo nada.
M. duerme.
Duerme o no está en casa.
Asciendo por las escaleras cada vez más convencido de que M. ha salido. No está. Estará con Louis, vete a saber dónde.
Llego a la habitación, abro la puerta y efectivamente compruebo que la cama está sin hacer —¡cerdo desordenado!— y vacía. Recorro el distribuidor abriendo una puerta tras otra y, además de constatar que la falta de higiene es una de las cualidades de este tipejo, compruebo que estoy solo en la vivienda. Nace en mí la tentación de registrar la casa a fondo para descubrir quétieneélquenotengayo, pero me detengo. Respiro, no voy a sucumbir. No me excita nada hurgar en las intimidades de una persona tan desagradable y, además, no creo que lo que pueda hallar genere en mí nada más que un grado aún mayor de desinformación y paranoia.
Respiro.
Me siento a los pies de la cama.
Me veo a mí mismo hace unos años, sentado a los pies de la cama de mis padres. Un bombardeo de imágenes da de lleno en mitad de mi cerebro. Igual que anteriormente, en situaciones de estrés, mi cabeza era invadida por distintas tablas de multiplicar o asumía la función de traductor simultáneo a distintos idiomas, en este momento está siendo tomada por un álbum de fotos de esos momentos en los que, hundido en el fango, me sentaba a los pies de aquella cama y esperaba a que alguien viniera a rescatarme.
A los pies de la cama, caigo a los pies de la memoria.
No puedo llorar, ojalá. Sujeto la ansiedad como un hijo de puta, mi cuerpo cree que soltar es morir, dejarse ir. Siempre aguanto.
Así que allí me quedo, esperando... ¿Esperando qué?
Cierro los ojos.
«Dejarse ir».
El sol me da en plena cara.
Alguien me está mirando.
Me he quedado dormido, y aun así soy consciente de que alguien me está observando. Ha amanecido. ¿Cuánto tiempo llevo en esta habitación?
«¡Abre los ojos!», me dice mi propia voz dentro de mi cabeza. No lo consigo, estoy siendo presa de ese nanosegundo en el que tu cabeza sabe que duermes, quieres despertar y tu cuerpo aún no obedece. Por fin, consigo despegar los párpados y, efectivamente, veo que la puerta de la habitación se cierra despacio. Oigo cómo alguien comienza a bajar las escaleras.
Articulo mi cuerpo, como si de una marioneta se tratara, y, torpemente, logro que mis pies me lleven hasta la entrada del dormitorio, consigo que mi mano obedezca a mi cerebro y abra la puerta y, prácticamente, me tiro escaleras abajo, sin tratar de amortiguar el ruido que mi torpeza psicomotriz está causando.
Le veo.
M. está marcando un número de teléfono. Tiene el auricular en una mano y con la otra hace girar el disco. Teléfono antiguo.
Tiembla. Me ve y comienza a gritar. No entiendo lo que dice pero está aterrado. Él tiene más miedo que yo.
«Soy el fuerte».
No dudo.
Me abalanzo sobre él y logro tirarle al suelo.
No es fácil abatir a un hombre, por pequeño que sea. Y no olvidemos que M. practica deporte regularmente.
La ira me convierte en un tipo capaz. Agarro su cabeza y la golpeo contra el suelo, como tantas veces he visto en La jungla de cristal y otros clásicos.
Le pregunto en inglés dónde está Louis: «Where is Louis? Where is Louis?!».
No responde. Llora, grita.
Me cuesta aplacar su histeria. Mis brazos buscan alrededor del perímetro que está a su alcance algún elemento que me facilite la tarea. Dan con algo que, en un primer momento, no identifico, se trata de algo rotundo, pesado; lo estampo sin dudarlo contra su cráneo. Una, dos, tres, cuatro, cinco, hasta seis veces.
El teléfono vintage. Esa ha sido mi arma.
Le he roto la nariz a «telefonazos».
M. sangra. Mucho.
Su rostro y su cabeza sangran.
Me levanto. Me aparto.
Él tiene los ojos cerrados.
Su cara es un amasijo informe.
Vuelvo a preguntarle: Where is Louis?
Nada.
No contesta.
No respira.
No me sirve.
¿Qué hago aquí?
Me pregunto si M. habrá vuelto a robarle a Louis su corazón.
¿Dónde lo habrá puesto?
Sí, a esas alturas ya no me cabía ninguna duda: M. tiene de nuevo en su poder el corazón de mi amor y, por esa razón, él ya no puede quererme. Así que, manejando esa certeza, hice algo que no estuvo bien. No lo estuvo porque yo no tenía ningún interés en M., ni en ser el guardián de su corazón; y aun así, lo hice. Esto no lo he contado nunca, Berta... El doctor Vega no conoce esta parte de la historia. Sé que no estuvo bien, porque ahora M. ya no podrá amar, y sin amar, ¿qué sentido tiene estar vivo? Pero sí, fui a la cocina, agarré un cuchillo —el más grande que encontré— y volví junto al cuerpo adormecido del ladrón de corazones.
No es sencillo extraer un corazón humano, ¿sabes? Yo jamás lo había hecho. Obviamente, hasta que conocí a Louis, ni siquiera imaginaba que esto fuera posible.
Clavé el cuchillo en el pecho de M., a la altura del plexo solar, y, haciendo palanca, conseguí separar las costillas hacia un lateral. Él, al principio, gritó como un puerco en plena matanza, pero yo no me amedrenté; agarré el corazón con las manos y, con unos cuantos tajos, conseguí separarlo del resto del cuerpo. No fue tarea fácil, Berta, créeme. M. estaba muy quieto, con los ojos desencajados. Todo su cuerpo crispado. Si no fuera porque tengo la certeza de que yo tan solo me limité a arrancarle el corazón y no la vida, te diría que M. parecía muerto.
Los franceses, siempre tan excesivos.
Sí, yo también pensaba, al igual que tú, que si le metes a un hombre una hoja de quince centímetros en mitad del pecho, atravesando el esternón, el tipo la palma; pero me has escuchado atentamente, ¿no? Desde el principio. Entonces habrás entendido que Louis no tenía corazón y seguía vivo. Estoy seguro de que el pecho de M., a estas alturas, ya habrá cicatrizado.
A mí también me costó entender lo de no tener corazón. Figúrate, con lo aprensivo que soy.
¿Por qué me miras así, Berta?
¿No sigues la historia?
Eché a correr con el corazón de M. —aún caliente— en la mano. Cuando lo arrojé en aquel contenedor de basura todavía latía con brío.
Era la segunda vez en un mes que corría por aquella calle con una víscera escondida bajo el jersey. La vida es misteriosa, ¿eh, Berta...?
Sé que es cruel esto que hice, porque si alguien tira tu corazón a un cubo de basura, junto con los despojos y los restos, es complicado que otra persona pueda encontrarlo. Mucho más complicado que si te lo dejas debajo de la cama de un antiguo amor. Es muy poco probable que alguien dé con él y sepa después recomponerlo y sacar de allí algo de afecto. Así que M. está jodido.
Se lo merece. Estoy seguro de que él hizo todo lo posible por alejar a Louis de mis brazos.
¿Estás esperando que te diga que es mentira? Que te he vuelto a mentir...
No, ahora no miento. Esto fue así.
En aquel momento yo era fuerte e intrépido, ¿recuerdas? Me atrevía a hacer las cosas.
Lo hice.
No se lo contéis a mi hermana, por favor; se sentiría muy decepcionada por mi falta de tacto. No me porté bien con ese chico francés, yo lo sé.
Cuando consigo calmarme y mirar a mi alrededor, estoy cruzando el Pont Charles de Gaulle. Veo enfrente de mí la estación a la que llegué con Louis, desde Madrid, hace unas semanas.
«¿Qué hago aquí? Me he perdido».
Me siento en un poyete y, sin quererlo, diviso a lo lejos la cúpula de la catedral. Me quedo ido mirándola. Absorto. No sé cuánto tiempo paso allí sentado. Cuando soy consciente de mi parpadeo, está atardeciendo. Veo mis manos, manchadas de sangre seca. Teñidas casi por completo.
«Reacciona, Mario. Seguro que Louis ha vuelto al hotel. Estará preocupado por ti. Muévete».
Y voy.
De regreso, vuelvo a llamar al teléfono móvil de Louis. De nuevo, una grabación me devuelve palabras que no entiendo. Teléfono apagado.
Entro a la habitación, rezando. Apelo a ese dios en el que no creo y pido, ruego, suplico... Me arrastro en busca de un milagro.
Un poco de sentido común, en realidad.
Nada.
No puede ser. No puede haber desaparecido así.
Tiene que haber pasado algo.
Lavo concienzudamente mis manos, frotando hasta hacer desaparecer los restos de sangre. Aun así siguen enrojecidas. Como si me las hubieran pintado. Después, me meto en la bañera y me lavo el cuerpo entero.
Me siento en la cama, envuelto en una toalla.
«Le voy a esperar. No puede haberse ido sin más... Es de locos. Va a volver... Seguro. Si lo deseo con todas mis fuerzas, va a volver. Permanezco aquí porque quiero. Louis va a volver. Va a volver».
Lo que pasó después, todavía no sé decirte si sucedió en realidad o lo soñé. No estoy seguro y no me he atrevido a preguntarlo.
Llueve y camino hacia la orilla del río.
París bajo la lluvia.
Llego al Pont Royal, me encaramo a él, miro el agua y me dejo ir, suelto, me aflojo.
Salto.
Impacto.
Mi cuerpo se hunde en las aguas del Sena.
El frío helador hace que me duela la cabeza.
Mientras me hundo, recuerdo esta imagen: el sol se está poniendo, estamos en La Piñonera mi padre y yo. Me he hecho pis encima, lloro, estoy asustado. Mi padre camina muchos metros por delante de mí. «¡Papá!». Mi padre avanza hasta donde tiene aparcado el coche y se monta en él. «¡¡Papá, por favor, perdón!!». El coche arranca y yo me quedo allí solo, asustado, empapado. «¡¡¡¡PAPÁ!!!!».
Me hundo.
Más hondo.
Más hondo.
Trago agua.
Oigo pasos. Abro los ojos. ¿Dónde estoy?
De nuevo a los pies de una cama.
Soy un ocho a los pies de la cama de la habitación de hotel.
«Nuestro hogar».
—Mario...
Esa voz... ¿Aquí?
—¡Mario!
Estoy mojado. Mi pantalón vaquero está empapado, al igual que la moqueta que hay bajo mi cuerpo. Me he hecho pis mientras dormía, o soñaba, o imaginaba, o recordaba.
—Mario, despierta...
Mi hermana Marta coge mi cabeza entre sus manos.
Oigo su voz. Me trae aquí, a la vida, al ahora.
Abro los ojos.
Veo su cara, aquí, en París.
Mi hermana llora.
Sonríe.
—Mario...
—Ya no tengo corazón.