BERTA

 

 

 

 

Mi atención se ha fijado en una minúscula, casi imperceptible hormiga que cruza el suelo de la consulta, avanzando concienzudamente entre mis pies.

Una hormiga en un centro de salud. ¿Es eso normal? No me parece muy higiénico.

No estoy demasiado presente en el desenlace de esta historia. Estoy aquí, manejo la cámara e intervengo si percibo que eso es lo que se espera de mí, o que la narración lo necesita para continuar; pero no estoy.

Ya sé cómo acaba esta historia para los que han decidido orquestarla y yo me resisto a sumarme a su causa.

He intentado dar voz a Mario Ruiz, pero no les interesa escucharle. No le ven sentido.

Me doy cuenta de que estoy más atenta de los autobuses que se detienen en la parada que hay frente a la puerta del hospital y que alcanzo a vislumbrar desde mi posición, de pie junto a la ventana.

La gente sube y baja con sus barras de pan en la mano y la mirada extraviada; más hacia dentro que hacia fuera, sin ser conscientes de sus propios pasos a pesar de, seguramente, oír el ruido de sus propias pisadas.

Yo estoy haciendo lo mismo: marcharme de donde estoy a pesar de permanecer aquí.

Mario Ruiz comenzó esta historia confesando que él ya no estaba aquí. Claro, ¿cómo iba a estar? No era posible. Yo ahora tampoco estoy. Es complicado «estar» en un lugar cuando no te lo permiten.

Uno es lo que le ayudan a ser.

Lo que le dejan ser.

Mario Ruiz ya no puede estar aquí. Estos señores han decidido que es mejor que no ande suelto. Lo han decidido por él.

Yo tampoco puedo estar aquí, porque no estoy de acuerdo con ellos; así pues, no encajo en su puzle.

Me voy porque no consigo hacer equipo con el resto de personas «sanas» que hay a mi alrededor. Solo me siento cerca de Mario Ruiz.

Ni siquiera de él, en realidad. No tanto.

Pero no me gusta todo el circo que ha montado el doctor Vega. Para demostrar ¿qué? Para contar ¿qué? ¿Por qué toda esta pantomima? Hubiera sido más limpio decir abiertamente: «Este chico es un trastornado».

Porque eso es lo que nos están queriendo hacer saber.

De acuerdo, lo etiqueto: «Trastornado».

Fuera, que lo encierren. Pero no entiendo toda esta puesta en escena.

Javier sí parece entender, y eso me hace mal.

Ya conozco el desenlace de esta historia, el que han elegido, y me genera malestar estomacal. Yo ya sé cómo acaba el cuento, así que terminemos con esto cuanto antes.

 

 

El doctor Vega —José Luis, parece ser que se llama; dato innecesario para mí, pues no veo probable que en todos los días de mi vida yo me dirija a esta persona haciendo uso de su nombre de pila— arroja sobre la mesa cuatro fotografías. Las cuatro fotografías a las que Mario Ruiz hacía referencia en su relato. Las fotos que se tomaron en aquella habitación de hotel.

Mario Ruiz las observa y se encoge; y percibo en sus ojos lo que él ve en ese papel.

Hago zoom a su mirada. Cierra los párpados, tiembla.

El doctor Vega se dirige al paciente.

 

 

—Mario, abre los ojos. Mira esas fotografías...

 

 

Mario Ruiz suda.

 

 

—Mario, ¿ese es Louis?... El hombre que está a tu lado... ¿es Louis?

 

 

Quiero acabar con esto. Me acuerdo del viaje a Portugal, aquellos vídeos, las risas, las voces. Toda aquella gente haciendo humor con el desgarro ajeno. Literalmente. Haciendo del ensañamiento su desayuno, su cotidianidad.

El doctor Vega embiste a Mario Ruiz y nosotros somos la chusma que le jalea y le aplaude.

 

 

—Pues claro que es Louis... ¡Claro que es Louis! ¿Cuántas veces me vais a hacer pasar por esto? ¿¡Cuántas veces voy a tener que repetir lo mismo!?

 

 

—Cálmate, Mario...

 

 

—¡Yo no le hice nada! ¡Ya os lo he dicho! ¡Yo no fui!

 

 

—De acuerdo, Mario... Tranquilo. Ya es suficiente. Puedes salir y avisar a tu madre.

 

 

Mario Ruiz se levanta de su silla y se dirige a la puerta de la consulta.

Le miro salir. Ahí va «la vida hecha materia».

Esta historia me ha convertido en una hippie. Una bohême. Una blanda. No me soporto.

 

 

Acerco el zoom de la videocámara a las cuatro fotografías que el doctor Vega ha depositado sobre su escritorio. Poco a poco la imagen se va enfocando y, a través del visor, veo a un Mario Ruiz sonriente, enamorado, lleno de fe.

Y solo.

Mario Ruiz, apoyado en el quicio de la ventana, con las manos metidas en los bolsillos, la mirada tímida pero satisfecha, algo más de peso que en la actualidad y el corazón lleno de amor, mira sonriente a la cámara.

Él solo.

París, tras él, asoma vergonzoso.

 

 

Teresa, la madre del paciente, entra en la consulta. Parece que fuera a un guateque. Llega maquillada, arreglada bajo su bata blanca —ella también trabaja en este centro—, preparada para la ocasión. Con esa apertura ocular que solo proporciona determinada medicación.

Ella mira con ojitos de oveja al doctor Vega.

 

 

—Le he conseguido una plaza.

 

 

Teresa suspira aliviada. Llora agradecida.

 

 

—Gracias, José Luis, gracias...

 

 

—Podéis ingresarle mañana mismo.

 

 

Agradezco que llueva.

Me hace sentir amparada. Me da permiso para ser yo misma.

Cuando el día luce un sol radiante, me siento obligada a ir al gimnasio, a salir a la calle y beber cerveza, y hablar más alto, y tener que «hacer».

Afortunadamente, hoy llueve y eso me permite bajar la guardia y ser yo.

 

 

Debo de estar haciéndome mayor. Vieja. Casi vieja. Sí.

Lo noto. Estoy envejeciendo justo ahora; porque me pillo a mí misma deseando haber sido consciente, en su momento, de la fuerza y la belleza de mi juventud.

¿No es este justo el instante en que envejeces?

Te das cuenta de que ya no eres joven. Eras joven ayer y hoy ya no.

Se fue.

¿Por qué he llegado a estas imágenes?

¿Por qué pienso en esto?

¿Para qué?

 

 

Haber sido consciente.

Ojalá.

 

 

Precisamente para haber disfrutado del sol, y haber ido al gimnasio, y haber salido a la calle, aunque lloviera; y haber bebido cerveza y después, borracha, haber gritado a voz en cuello junto a mis amigos: «¡Somos jóvenes!».

Sin pudor. O con él.

Ahora ya tengo un aspecto y una edad con los que si, ebria, me pusiera a gritar en plena calle: «¡Soy joven!», algún niñato me miraría pensando: «¿Y esta señora? ¿De dónde sale? ¿Qué le ocurre?».

 

 

«Señora».

 

 

Ahora, cuando alguien cerca de mí habla de «la juventud», me ruborizo; porque tomo conciencia —por sorpresa— de que yo ya no estoy incluida en ese grupo.

Se fue.

Y seguro que nunca fui tan gorda. Y seguro que era guapa, en realidad; y tenía millones de posibilidades.

¿Por qué estoy pensando todo esto?

¿Para qué?

¿De repente soy una hippie melancólica?

 

 

Javier conduce hacia el centro. Estamos metidos en pleno atasco.

Otra vez.

Yo, a su lado, masco chicle y trato de aclarar mis ideas.

 

 

—Venga, Bertis... No es para tanto.

—Ya.

—¿Qué piensas?

—Tonterías.

—Está todo bien.

—Sí, ya lo sé.

—¿Entonces?

—¿Por qué han hecho esto? ¿Qué necesidad había de contar esto?

—Es un caso interesante.

—¿Sí? ¿Por qué?

 

 

Javier no me responde. Ya hemos entrado ahí. A él sí le parece que esta miseria merecía ser aireada. Y ya está. Él y su tendencia a la no discusión. A él le parece que sí y no va a debatir conmigo. Le aburro. Yo también me aburro.

 

 

—Javier...

—Qué...

—Ayúdame... Vamos a buscarle.

—¿A quién?

—A Louis.

—¿Me estás hablando en serio?

 

 

No le gusta. No le gusta esto que he dicho. No lo entiende, y a mí me hace sentir tonta y avergonzada, y me gustaría no haber abierto la boca. Yo tampoco quiero discutir con Javier, no le quiero en mi contra, pero necesito comunicarme con él, que me escuche.

 

 

—¿De verdad no le crees? ¿De verdad no crees nada de lo que cuenta este chico?

—No.

—¿No?

—No.

—Yo...

—Tú, ¿qué?

—Yo... No sé... Yo no sé... Yo qué sé...

 

 

Nos detenemos en un semáforo de la avenida Hermanos García Noblejas.

 

 

—Me voy a bajar aquí, Javier.

—No empecemos, Berta.

—Por eso, para no empezar. Me voy a dar un paseo.

—Estamos a tomar por culo de tu casa.

—Sí, ya lo sé.

 

 

Abro la puerta y me bajo del coche.

Cierro la puerta sin hacer escándalo.

Camino mojándome.

El coche de Javier se aleja.

Lo veo marcharse.