Mario tiene nueve años y es asombrosamente obeso. Esto lo sabemos.
Merienda —sigue engordando— sentado a la mesa, con su abuela.
Están en el patio de la casa del pueblo en el que pasan las vacaciones y los fines de semana.
La yaya hace ganchillo.
—Papá dice que no puedo, yaya...
—¿Cómo no vas a poder? ¿Por qué?
—¿Puedo ser bailarín?
—¡Claro!
—¿Y levantar la pierna?
—Claro que sí.
—Mírame, a ver...
Mario deja su plato con chorizo, pan y chocolate sobre la mesa; se pone en pie y, torpemente, levanta su rolliza pierna hasta donde su sobrepeso se lo permite; tratando de emular a los bailarines de danza clásica que descubrió el otro día, cuando sus abuelos le llevaron al teatro y él decidió que aquello era lo más bonito que había visto nunca.
—¿Qué tal?
—Maravilloso.
—Ah, genial... Pues entonces voy a ser bailarín.
—Sí, deberías.
—¿Seguimos, yaya?
—¿Con qué seguimos, cariño?
—¡Con el cuento, loquilla!
—Sí, un poco loquilla sí que estoy.
—Yo también. Eso dice papá.
—Estamos loquillos.
—Sí.
—Bueno, sigo con el cuento... A ver, ¿por dónde íbamos?... «Entonces, Mariete, que era el niño más valiente del mundo...».
—¿Yo soy valiente, yaya?
—Claro que sí.
—Pues papá dice que soy un cagao y que no valgo para nada.
—¿Eso dice tu padre?
—Eso dice.
—Porque tu padre no sabe que tienes poderes secretos.
—Pero yo no tengo poderes secretos, yaya.
—¿Cómo que no? Claro que los tienes... Lo que pasa es que tu padre no los ve.
—Y ¿cuáles son? A ver, ¿cuáles son mis poderes secretos?
—Yo no te lo puedo decir... Los tienes que ir descubriendo tú solo.
—Ah...
Atardece y Mario engulle. Su abuela, sin drama, le pide que coma despacio.
Se oyen los grillos, y el rebuzno del burro que está siempre atado en «el prao de Vidal», detrás de la casa de Mario.
El abuelo de Mario sale a regar las plantas, silborroteando una de Los Panchos, como de costumbre.
—«... Entonces, Mariete, que era el niño más valiente del mundo... Y además podía volar...».
—¿En serio? ¿Yo puedo volar? Si me tiro por la ventana, ¿vuelo?
—No, eso no, cariño... Pero si nos apetece nos lo inventamos... Que para eso es nuestro cuento.
—Ah, vale... ¡Si me apetece, me lo invento!
Mi abuela me enseñó a imaginar.
Mi abuela cuidó de mí; me protegió.
Mi abuela me ayudó a sobrevivir.
Mi abuela me permitió ser.
Mi abuela me hizo posible.