JAVIER Y BERTA

 

 

 

 

Es un lugar agradable.

El hecho de que sea Javier quien maneja la cámara me permite contemplar todo más detalladamente mientras estamos aquí. Estoy acostumbrada a vivir los lugares a los que me lleva mi trabajo a través del visor de la cámara. Ella como una prolongación de mí. Yo pendiente de ella en lugar de poder observar lo que me rodea.

Hoy no.

Aquí no huele a hospital. En el perfume de este lugar se percibe el dinero que las familias se gastan para que sus parientes «reposen» tranquilos. (No que «descansen en paz», que «reposen tranquilos»).

Me viene a la cabeza la imagen de aquella peluquera casada y después viuda de boxeador, devenida en famosa, hablando sola y siendo espiada, a través de una ventana, por multitud de cámaras como la nuestra. Esa imagen debió de suceder aquí, en este mismo lugar. Estoy casi segura de que era esta misma clínica.

La sonriente auxiliar que nos acompaña y nos guía se detiene ante la puerta de una de las lujosas celdas-habitaciones. Toca con los nudillos una melodía popular (¡tac, tac, tac-tac-tac, tac-tac!) contra la madera y abre. Lo primero que percibo es una música, una cancioncilla que suena a reunión catequista, el rasgar de una guitarrita:

 

 

Mmm... Je n’aime que toi... Mmm... Je n’aime que toi...

 

 

Entramos y reconozco la música.

Veo la espalda de Mario Ruiz.

El cubículo es amplio y luminoso. Una cama relativamente ancha para una persona, un silloncito, televisión. Habitación individual, un verdadero lujo; cortesía, sin duda, del doctor Vega.

Mario Ruiz, sentado a la mesa de escritorio, observa ávido la pantalla de su ordenador portátil.

En ella, Louis Garrel, Les chansons d’amour, Je n’aime que toi.

Se me pone la piel de gallina.

Mario Ruiz nos mira, nos recibe educada y tímidamente.

 

 

—Pasad, pasad...

—¿Te molestamos, Mario?

—Ahora vivo aquí.

—¿Sabes que hemos contado tu historia?

—Lo sé.

—¿Cómo estás?

—Fenomenal... Un año más ha llegado septiembre. ¡La promesa de algo mejor!

 

 

Es Javier quien habla con Mario. Yo no puedo decir nada.

A ninguno de los dos.

Que hablen, si quieren.

Mientras ellos charlan, preparo el trípode para grabar por última vez a Mario Ruiz.

Una conclusión. Un final.

 

 

MARIO RUIZ, escritor, 29 años

 

—Muchas veces había creído amar, antes... En mis relaciones anteriores. Elegía a la persona y le otorgaba una serie de cualidades que verdaderamente no poseía... Así, yo podía amarle. Y le obligaba a amarme a mí. Con Louis es distinto. Estoy enamorado de él. De Louis. Una persona distinta a mí, a la que quiero por lo que de verdad es. Me gusta quién es. Lo elijo por lo que es, no por lo que imagino.

»He descubierto la diferencia entre inventarse un amor y amar de verdad. Lo primero tiene que ver con uno mismo, lo segundo se refiere a otra persona, a otro ser. Al otro.

 

 

—¿Y tú qué crees que pasó con Louis?

—Si te contara la verdad, no me creerías.

 

 

Mario Ruiz sonríe como el que guarda un secreto que solo él y su amante conocen.

La auxiliar nos interrumpe llamando a la puerta. Avisa a Mario de que ya es la hora de salir al jardín, le pregunta si le apetece y Mario, entusiasmado, responde que sí.

 

 

—¿Venís?

—No, Mario... Ve tú... Nos quedamos aquí.

—No os llevéis nada, ¿eh...?

—Descuida.

 

 

Mario Ruiz sale de la habitación acompañado de la enfermera, la cual, antes de cerrar la puerta, nos indica dónde hemos de devolver las acreditaciones al irnos.

No es probable que vuelva a ver la cara de Mario Ruiz y, aun así, es obvio que no me voy a olvidar de ella.

No quiero tapar más. No quiero llegar a tener que inventarme un Louis.

«Aceptar lo que la vida te ofrece».

Sí, definitivamente todo esto me ha convertido en una hippie.

 

 

Me siento en la silla de Mario, observo la pantalla de su ordenador, pulso el botón de reproducir y, de repente, Louis Garrel camina por las calles de París, sonríe seductor y me dice: Je n’aime que toi.

Irresistible.

Stop.

 

 

Suspiro.

Fin.

Y ahora, ¿qué?

Ahora empieza todo.

 

 

Javier mira al suelo. Yo también.

 

 

—¿Cómo estás?

 

 

Javier inicia un intento de acercamiento. Trata de poner en marcha una conversación.

 

 

—Se lo inventó. Para vivir un amor, Mario Ruiz se lo tuvo que inventar.

—¿Quieres ir a tomar algo?

—¿Para qué?

—Para hablar.

—¿Hablar de qué?

—Va a ser un reportaje maravilloso, de verdad.

—Sí...

—Venga, mujer... ¿Un gin tonic?

 

 

Le miro y cometo el error de pensar: «Esta persona me hace posible. Su mirada me salva».

Me doy el permiso de permitirme ese error.

 

 

«Tu llegada me sana».

 

 

Javier no tiene remedio, vuelve a intentar liarme con un gin tonic, y luego otro.

Y en eso, en el hecho de que no tenga remedio, reside probablemente el pilar de mi salud mental. Supongo que nunca volveremos a ser pareja pero, joder, cómo alivia saber que alguien en el mundo te conoce entera, lo peor incluso, aquello de lo que más te avergüenzas.

Él me ha visto ser una histérica, poco brillante, agresiva, mezquina, cruel incluso, a veces sin pretenderlo; y aun así me quiere.

Él es mi familia.

La que he elegido.

Mi grupo de pertenencia.

Mi lugar.

 

 

Nos ponemos en pie y dejamos la habitación de Mario Ruiz.

«Su hogar».

Recorremos el pasillo de la clínica hacia la salida.

Javier camina unos pasos delante de mí.

Llego junto a él —solo consiste en que yo acelere un poco el paso—, le agarro la mano y, como ahora soy una hippie, le digo: «Gracias, Javi».

 

 

Me mira y sonríe liviano, como siempre.

 

 

Oigo el sonido de mis propias pisadas.

Una tras otra.

Una tras otra.

Una tras otra.