—El pánico, sí.
Dicen que estoy loco.
No pasa nada, es así. Te lo digo porque es lo que dice todo el mundo.
Sí, lo dice todo el mundo. Desde siempre. Desde que yo recuerdo.
Por eso me queréis grabar, ¿no? No pasa nada, Berta; no disimules. Puedes decírmelo abiertamente tú también: «Mario, estás loco».
¿Tú tienes familia, Berta? Cuando empezó todo esto, yo no tenía. Tuve que romper la relación con ellos para intentar curarme. Bueno, al menos lo intenté..., ¿verdad? Ahora, vuelvo a vivir en casa de mis padres.
«Cuando empezó todo esto», he dicho.
¿Cuándo empezó?... No recuerdo bien.
Ah, sí...
... Hacía cuatro meses que me había separado. Cuatro meses (¡ya!) que Diego me había dejado, se había ido. Y mi mundo había cambiado para siempre.
En realidad, no puedo acusar a Diego de abandonarme. Se marchó cuando ya no estábamos enamorados. Se nos había acabado. ¿Por qué? ¿Por qué de repente la piel del otro ya no era el hogar del uno?... Está mal diseñado el amor.
Diego nos hizo un favor a ambos; los dos deseábamos, necesitábamos terminar con la guerra fría que nos habíamos declarado sin querer; pero ni nos atrevíamos ni sabíamos cómo hacerlo.
El miedo. Estábamos paralizados por el miedo. O al menos yo lo estaba.
Yo no sé llevar a cabo una separación. El acto de separarme físicamente, quiero decir.
Cuando pensaba en acabar con la relación, lo peor no era imaginar una vida sin él, sino transitar el momento en que uno de los dos debía hacer la maleta, decir adiós y salir por la puerta, cerrándola después para no volver a entrar.
Yo no lo sé hacer. Me bloqueo.
Cortocircuito.
Pánico.
Cuatro meses sin él. Y de repente... Un grito. «¡¡¡... Taaaaaaaaanoooooo!!!». Al principio no lo identifiqué. Ese grito fue el que me despertó. Había pasado esos cuatro meses anestesiado por mi propio dolor. Era el grito del repartidor de las bombonas de butano. Qué prosaico. Primera vez que lo escuchaba. Llevaba año y medio viviendo en esa casa (catorce meses con Diego y otros cuatro más yo solo... ¿Viviendo? ¿Vivo? No, no del todo), y era la primera vez que escuchaba esa voz. ¿Esa persona había gritado bajo mi ventana todas las mañanas durante más de quinientos días y yo no lo había registrado?
Durante esos cuatro meses, mis pensamientos se sucedieron confusamente... Mitad dormido, mitad despierto. Solo deseaba que alguna mañana, antes de abrir los ojos, el mundo hubiera cambiado de nuevo.
Aun así, me obligué a no huir de mí mismo. Asumí lo que había pasado. Se había marchado. «Ya está». No iba a volver. Como se dice vulgarmente, agarré el toro por los cuernos (aunque en nuestro caso no los hubo, creo que no) y miré de frente el abandono. «Está bien. Vas a elaborar este duelo de manera sana, Mario».
Me pasé el verano retorciéndome de dolor en el suelo. Como un animal. Un verano cruel... Luego septiembre. Septiembre siempre me ayuda a confiar en algo mejor. Siempre conlleva la promesa de un curso mejor, de un año mejor. El año en realidad empieza a mediados de septiembre.
«Voy a tratar de poner las cosas en su sitio», me repetía a mí mismo una y otra vez.
Pero septiembre me falló. No cumplió su promesa. Yo intentaba arrancar, pero no me salía. Nada pasaba. Se acercaba el invierno y yo deseaba con vehemencia. Deseaba... Deseaba... (El deseo nos aleja de la muerte, dicen. Alguien me lo dijo, sí. No recuerdo quién).
«Algo tiene que pasar».
Nada pasaba.
Nada.
Cada día nuevo pesaba sobre mí como las interminables horas de una convalecencia. Sentía que me ahogaba.
El pánico.
Los ataques de ansiedad me tenían agotado. Me pasaba el día frente al ordenador, pero no lograba escribir una sola palabra. Así que me entregué al sexo. Sí, me dediqué en cuerpo y alma; tenía que amortizar de alguna manera las horas que pasaba sentado en aquella silla. Me puse manos a la obra —ahorrémonos el chiste fácil— y perfeccioné mi técnica onanista.
Sí, lo cierto es que pasaba una cantidad asombrosa de tiempo sacudiéndomela frente al ordenador, mirando todo tipo de material erótico. Sí, he dicho erótico. La pornografía no me resulta tan excitante.
No me sentía capaz (a pesar de la necesidad que me devoraba) de vincularme con otra persona. Me daba miedo que me tocaran. Afenfosfobia.
No era viable para mí la idea de tener un encuentro sexual real, pero sí podía echar cuatro o cinco polvos virtuales al día.
Me resultaba francamente relajante.
Al correrme, algo en mí —el pánico y la ansiedad— se apagaba. Durante ese brevísimo instante en el que yo mismo podía ver cómo se me ponía la piel de gallina, parecían desactivarse en mi cerebro las zonas que estaban vinculadas a la tensión, la alerta y el peligro. Por un momento, me desconectaba y me sumía en esa especie de nube paradisíaca que es la eyaculación.
Petite mort.
Apenas unos segundos más tarde, regresaba a mi lugar: el miedo.
Es agotador vivir tan dominado por una pulsión, y yo vivía con un hambre voraz de amor.
Cuando no tenía a mi lado a alguien a quien amar, el día y la noche solo se diferenciaban, para mí, en la cantidad de luz que entraba por la ventana.
¿Es una locura? ¿Es estúpido? ¿Es una necesidad «menor»?... ¿Demasiado inmadura?... No me interesa el mundo sin una pasión que me arrastre. Me aburro. Así que lo único que me alentaba a saltar de la cama era buscar el amor. Ese amor que se te clava como una estaca en mitad de la espalda y te parte en dos. Incómodo.
Un amor de los que cambian el mundo.
He de parar.
Me pierdo. Son demasiados datos, demasiadas cosas... No sé por dónde seguir.
Voy hacia atrás.
Mi madre.
Quiero lograr que mi madre sonría.
Incluso cuando sonríe está triste, la pobre. Yo pienso: «¡Dale, mami! ¡Ahora con los ojos también!... ¡Sonríe!».
Pero no le sale.
¿Será culpa mía? Yo quiero que mi madre sonría. Me dan ganas de pintarle una sonrisa con su barra de labios roja para creerme que sonríe, pero no. Mala idea. Parecería el joker. Daría mucho miedo. No molaría nada.
De mi padre no quiero hablar.
No. Mi padre, no.
He de decir que, afortunadamente, estaba aprendiendo a cuidarme. Marina me estaba enseñando.
A esas alturas había aprendido un par de asuntos básicos. Hacía la compra, aunque fuera para mí solo. Por fin había logrado entender que uno debe comer aunque esté sentado solo a la mesa. Ingerir alimento no tiene que significar siempre una celebración. Recuerdo que me costó comprender esto.
Estaba aprendiendo también a llevarme razonablemente bien conmigo mismo. Incluso conseguía abrazar mi propio cuerpo por las noches y sentir afecto; cosa que al principio me parecía un asunto ridículo. ¿Abrazarme a mí mismo? ¿Estamos locos o qué?
Intenté no medicarme, quería salir de ese pozo de fango yo solo. «Soy fuerte, yo puedo con todo», me repetía a mí mismo una y otra vez.
«¡Con dos cojones!», en mi familia se dice mucho, ¿sabes?
Se estila esa frase, nos gusta: «¡Con dos cojones!».
Ahí, capaz. Fuerte.
En mi familia, cuando uno de nosotros está en un brete y lo cuenta, lo comparte con otro de los miembros, si este no tiene en ese momento una buena respuesta que aliente o anime, basta con echar una mirada cómplice y decir al «estilo Ruiz»: «Nada..., ¡con dos cojones!».
Así lo intenté yo.
Pasando por encima de mí.
Lo intenté.
No. Error. No pude.
Aguanté más de lo que podía sujetar y ¡PUMBA!
Batacazo de los finos, Berta.
No podía solo. Necesitaba una muleta.
Así que, repitiendo uno de los patrones de conducta favoritos de mi madre, antes de que me diera cuenta, el cajón de mi mesilla parecía una farmacia abierta veinticuatro horas.
Mi madre me cantaba Chiquitita, de Abba, cuando yo era pequeño.
No puedo escuchar esa canción sin ponerme a llorar.
La gente me mira y piensa: «¿Qué le pasa? ¿Qué tiene este con Suecia?».
No, no. Es por mi madre.
«Tenemos que poder decirnos las cosas, mami. Aunque no estemos de acuerdo... Sin discutir.
Imposible.
De mi padre no quiero hablar. No.
Mi hermana nació casi siete años más tarde que yo. Ella sí sabe hablar con ellos. Ellos tres hablan un idioma que comprenden. A mí me miran como si me tuvieran que traducir. Jugamos a que nos entendemos. Como cuando alguien me habla en inglés y hago ver que me entero de muchas más cosas de las que realmente estoy comprendiendo.
Quiero a mi hermana más que a ningún otro ser vivo.
Me he perdido.
Mi padre.
Voy hacia atrás.
—Estás loco, estás enfermo. Raro. Eres raro. Este niño es raro. Eso no se hace. Eso no es así. Este niño es gilipollas. ¿Qué hacemos?, ¿lo matamos? Raro. Maricón. Habría que colgar a todos los maricones por los cojones y pegarles dos tiros. Maricón, eres más fino que el pellejo de una mierda. Raro. Tarado. Tú estás tarado. ¡Te lo estás inventando! ¡Yo nunca te he insultado! Nunca te he dicho eso. Eso es mentira. Yo respeto. Yo respeto. Yo te respeto. A ti. Maricón. ¡Tú estás tarado!
Toda la vida me ha acompañado el miedo. Miedo sempiterno a morir. Nada resuelto para mí. El miedo a la muerte ha movido mi mundo desde que tengo uso de razón.
Siempre he querido ser capaz. Atreverme. En el colegio me hubiera gustado atreverme. En mi adolescencia me hubiera gustado atreverme a ser peligroso, audaz. Me hubiera gustado atreverme a probar las drogas, a practicar sexo salvaje. Me hubiera gustado atreverme a ser atrevido. A caminar por el lado más bestia de la vida, como un joven de una canción de Nirvana.
No. Siempre en casa. Siempre el miedo. Siempre la cautela, la precaución.
«Soy bueno. En el fondo soy bueno. Me porto bien».
Marina... ¿Tú conoces a Marina, Berta?... ¿Conocéis a Marina?... Ah, no... Es verdad... Marina me proponía ejercicios. Si te los cuento te vas a reír. El doctor Vega trata de disimular pero es evidente que le parecen ridículos.
A mí me sentaban bien.
Marina me pedía que le dijera a un cojín todas las cosas que nunca he podido decir a mi padre. Las que no me he atrevido.
Un cojín, ¿entiendes?... A mí me daba risa al principio. Es que es absurdo, ¿no? Porque un cojín no tiene ojos que intimiden. No te mira. Ni te puede responder. El cojín tiene que escucharte aunque no tenga oídos para hacerlo. Entonces puedes gritar y gritar y gritar hasta quedarte seco. Hasta que el tapón que ha estado toda tu vida reprimiendo la mierda salga disparado y liberes el vómito. Y te cures. Porque yo me quería curar, ¿sabes?
Puedes preguntarle al cojín por qué.
Aunque no te va a responder, claro.
Puedes decirle: «Me has hecho mucho daño».
Puedes pegarle si lo necesitas. Puedes pegar al cojín, ¡de verdad! ¡Marina te deja pegarle!
Puedes decirle al cojín: «No quiero ser como tú».
Marina me dice que imagine un padre. «¿Puedes imaginar un padre que te quiera, Mario?». Yo puedo, sí puedo. Lo hago, imagino un padre y Marina me pide que le describa cómo es, qué me dice.
Aquí va:
Mi padre imaginario es un hombre fuerte y sólido. Protector. Sereno. Con corazón. Un señor que se sienta junto a mí y me dice: «¿Qué temes, Mario? No tienes nada que temer. Eres joven, estás sano, no te falta de nada. Aquí está tu padre para quererte, cuidarte y defenderte de quien haga falta. Hagas lo que hagas, tu padre te quiere. Vas a vivir una larga vida de felicidad. Descansa, hijo mío, tranquilo. Que tu padre se hace cargo. Y ríete, por dios, Mario. Ríete de todo, todo el tiempo».
Ese señor es mi padre imaginario. Y así se lo presento a Marina. Es genial.
Esa es mi familia.
A veces... Algunas veces... Le pregunto al doctor Vega... No sé... A lo mejor me lo estoy inventando... Él dice que me lo invento, que no puede ser. Me dice eso y me cuenta que él siempre lleva cuatrocientos euros en el bolsillo, por si acaso. No sé qué me quiere decir con eso. Y él se ríe. ¿De qué se ríe? Yo no lo entiendo. ¿Para qué llevará este señor cuatrocientos euros todos los días en el bolsillo? ¿A qué se refiere con «por si acaso»? Qué curioso, ¿verdad?... Yo creo que se va de putas. ¿Tú no, Berta? Se refiere a eso, ¿no? En fin..., ¿qué quería decir? Ah, sí... ¿Tú eres médico, Berta? ¿Uno puede...? Déjame preguntarte... No sé, ya te digo que no recuerdo con claridad y el doctor me dice que me lo estoy inventando.
Tengo la sensación... La extraña sensación...
¡¡JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA!!
Perdón, me he despistado... «Tengo la sensación, la extraña sensación»... Esa frase no es mía, ¿sabes? Es de... No, bueno... A lo que iba... Sí, tengo la sensación... ¿Uno puede no recordar? ¿Haber vivido algo que sientes..., que SABES que has vivido y no recordarlo?
De pequeño, en la infancia, digo.
Yo recuerdo besos. Besos en la boca. Húmedos. Y luego oscuro. No recuerdo nada más.
Espera, perdona... ¿Por qué te cuento esto? Esto no es lo que queréis escuchar.
Louis.
LOUIS.
Queréis que hable de Louis, ¿verdad?...
Perdonadme, me despisto.
Un día, poco antes de irme a París, mi madre me contó que el gato de mi padre se había tirado por la ventana. Así me lo dijo: «Mario se ha tirado por la ventana. Se ha suicidado».
Creo que merece la pena destacar que mi padre decidió llamar a su gato con el mismo nombre que me bautizaron a mí: Mario.
«Se habrá caído», le dije yo. «No, no... Se ha tirado», me respondió ella riéndose a boca llena. Qué gusto que se rían las madres, ¿verdad? Aunque la mía, cuando lo hace, ya te digo que no se sabe si se está riendo o se va a poner a llorar. Ah, es que no te he dicho, mi madre siempre está enferma, ¿sabes? Siempre. Taquicardias, cistitis, jaquecas, migrañas, tensión alta, eccemas, una pelota de tenis que le da en un ojo... Cosas.
Lo de la pelota de tenis fue muy fuerte. La buscan, a mi madre, las pelotas de tenis. Tienen algo contra ella, la pobre. Ella hace taichi en la piscina y las pelotas de los niños la buscan, oye... Y le dan en los ojos. Siempre. Muy fuerte.
«Mami, ¿tú quieres ser mi madre o mi novia?», le pregunté un día, y ella se reía y cantaba; se reía y cantaba. Todo el tiempo.
No cuentes esto que te digo, ¿eh...? Mis padres son muy suyos. No sé yo si les apetece que hablemos de estas cosas así, aquí, a sus espaldas.
Mediados de los ochenta.
Soy un niño. El platito de duralex sobre el mantel de plástico y una tortilla de un solo huevo. La tele sonando de fondo.
Nadie. Nada.
Vivíamos en una atmósfera rara. Tenía incluso un olor particular... Olía a tristeza, a soledad, a domingo por la tarde durante toda la semana. Yo llegué a pensar que en la intimidad de las familias siempre estaba presente ese olor.
Mi padre.
—¿Qué cojones pasa aquí, chachos? Qué asco de vida.
Eso dice mi padre cuando está alegre.
No sé qué quiere decir con chachos.
—Qué pena que no me den una escopeta y me dejen a mí arreglar el mundo.
Eso dice mi padre cuando está menos alegre.
Como nadie le da una escopeta, se ha comprado una pistola de aire comprimido y dispara con ella a las palomas que arrullan en su ventana.
Suele atinar.
Mis padres se gritan y a mí me pitan los oídos. Me hago pis en los pantalones. Se insultan. Más gritos aún. Mi madre hace la maleta, enrolla los pares de medias como si fueran calcetines. Lo hace a toda prisa, sin posar la vista en ningún lugar concreto. Sin prestar atención a lo que hace, agarra prendas de sus cajones, las tira dentro de la maleta y amenaza con marcharse. «Cariño, me voy, no me encuentro bien aquí». «No, mamá, por favor». «No me mires así, Mario... ¡No me mires así!... Dame un beso». «No te vayas, mamá, por favor. Por favor. Por favor».
Pánico.
Un día.
Y otro.
Y otro.
Yo, desde que tengo memoria, he sido muy amigo de una buena actuación. En realidad debí ser actor, pero no; no me hubiera atrevido. Con ocho o nueve años jugaba a ponerme un cuchillo en la muñeca e imaginar qué pasaría si clavara su hoja en mi carne. Mi madre llorando; sangre, mucha sangre brotando de mi brazo, en modo aspersor, manchando las paredes; mi padre pálido, porque mi padre también es cobarde, como yo; gritos, el teléfono, más gritos...
Tarde. Ahora ya es tarde. Os jodéis. Haberlo pensado antes, cabrones. En la ambulancia yo sonreiría, a pesar de todo: «Ahora me van a cuidar y no van a chillar más, los cabrones».
Despierto.
Perdón. Perdón. Perdón. Me despisto. Es la medicación que me da el doctor Vega, ¿verdad, doctor? «Medicarte un tiempo no va a convertirte en tu madre», me dijeron.
Louis.
¿Por qué os hablo de otras cosas? Lo que queréis es que os hable de Louis.
No sé lo que estoy diciendo. Me pierdo. Perdón. Sí, la medicación... Pero yo antes no era así, Berta... No siempre he sido así.
Mal carácter, sí. Pero así, no.
Cuando conocí a Diego... A pesar de todo... Fue el principio de algo. El comienzo de un camino... Una dirección. Comenzó a aparecer la luz. Sí, a pesar de todo. Empecé con Marina... No, antes de Marina hubo otras. Siempre mujeres. Prefiero así. Los hombres me dan miedo. Sí, todavía recuerdo —antes de Marina— a Diana. Ella era psicóloga conductista. También hacía hipnosis. Lo cierto es que a mí nunca consiguió hipnotizarme, pero me daba apuro decirle: «¡Oye, que esta mierda no va!». Así que me hacía el dormido. En esa época yo no comía. Ella tampoco. Trastorno alimenticio. Ella me citaba en su consulta a la hora de almorzar y compartíamos un yogur. Decía que nos hacía bien, que no pasaba nada. Que teníamos que respetar nuestro criterio estético.
No. No funcionó. Me quedé en 50 kilos.
¿Qué estaba diciendo? Ah, sí... Podría decirse que, cuando conocí a Diego, yo era lo que suele llamarse una «persona normal»; a pesar de todo. Inseguro, neurótico, algo fóbico, con leves accesos de ira, tics, TOC.
Normal.
Y con él... O gracias a él empecé a parecerme cada día más a la persona que realmente quería ser. Comencé a ser yo mismo, tal vez. No este «yo» que está ahora aquí delante de vosotros. Este «yo» es aquel del que conseguí escapar.
Finalmente me atrapó.
Diego y yo viajamos, comimos, bebimos, nos miramos. Con Diego, la felicidad se redujo a algo tan accesible como abrir una botella de vino, partir un poco de queso y contemplar el atardecer desde la terraza de casa, sentados en nuestras sillas plegables del «todo a un peso». La vida se simplificó. De repente era fácil. Relativamente fácil. Más fácil que antes.
Claro que Diego soportaba mis dificultades. Yo era una persona no acostumbrada a la felicidad a la que de repente se le brindaba la posibilidad de habitar en ella. Difícilmente soportable. ¡Me tenía que habituar! ¿Cómo está? ¿Cómo está Diego? ¿Habéis hablado con él?... No, prefiero no hablar de Diego... No acabó... No.
No bien.
La felicidad.
Aunque Diego me hiciera pagar un peaje por cada día de esa «felicidad» creada entre dos, verdaderamente esos meses juntos fueron «LA FELICIDAD». Lo fueron, a pesar de todo. O lo más parecido a ella que yo había conocido hasta entonces. Hasta que apareció Louis. Porque nada ha sido comparable a él.
Con Louis entendí lo que significa... No, pero eso más tarde. Más tarde.
Diego.
El recuerdo de una vida junto a Diego me dejaba dislocado. Necesitaba un estímulo. Mi vida se había vuelto gris y yo me ahogaba. Sentía que no podía más... Y lo decidí.
En busca de la felicidad.
Septiembre. Nos habíamos quedado en septiembre, ¿verdad? Avancemos.
Fue una noche de octubre cuando le vi por primera vez.
A mí París nunca me había convencido. No era para mí lo que se supone que tiene que ser París. «París bien vale una misa». No. Para mí, no. Lo había visitado tres veces: en la infancia, durante un viaje de estudios; con Antón, un amante de juventud; y durante las ocho horas menos fructíferas de un nada fructífero viaje de trabajo. En ninguna de esas tres ocasiones había nacido el enamoramiento entre la ciudad y yo. Nada del supuesto «síndrome de Florencia». En Florencia, tal vez. En París, no. A mí, no. No llegaba a pasarme lo que les ocurre a los japoneses pero casi. ¿Sabes lo que les sucede a algunos japoneses cuando llegan a París, Berta? Van cargados de tantas expectativas que, cuando aterrizan y se dan de bruces con la aspereza de los parisinos y la realidad de la ciudad, entran en crisis y tienen que devolverlos a su isla entre temblores y sollozos en japonés. Pobres.
En fin, no era exactamente eso lo que me pasaba a mí con París pero, para mí, París no era París.
Lisboa, tal vez sí.
Lisboa era París.
París no. No lo era.
¿Dónde estaba?... Ah, sí... Octubre. La primera vez. Alguien, no recuerdo quién... Tal vez fue Bárbara... ¿Tú conoces a Bárbara?... ¡A lo mejor sí! ¿Por qué no? No es una pregunta estúpida. Bárbara «colgó» —se dice así, ¿sabes?— en Facebook ese vídeo. ¿Tú usas Facebook, Berta? El doctor Vega no lo usa. Eso dice. Yo creo que sí usa Facebook pero que no me quiere «agregar» (se dice así). Igual piensa que me voy a masturbar mirando sus fotos... No sé. Que no flipe. Si parece un sapo. Me da igual que me oiga. En fin... Bárbara colgó ese vídeo. Un vídeo de YouTube.
Un chico cantaba: Je n’aime que toi.
Je n’aime que toi.
Un chico de piel oscura, casi verde, y con los ojos más acuosos y exigentes que he visto nunca.
Un chico de rostro esculpido a martillazos.
¿Puedes enamorarte de alguien que no conoces? A mí me pasó. Yo hasta lloraba de deseo. Le miraba y le miraba y le miraba y no me cansaba.
Ese chico poseía la gestualidad más hermosa que unos músculos faciales puedan componer. ¿No has visto el vídeo? ¿No?... Tienes que verlo. Búscalo en cuanto llegues a casa. No te vas a arrepentir. Antes de hacerte la cena o darte una ducha. Ni sueltes el bolso. Llegas a casa, te sientas en el sofá y lo buscas. Está en YouTube: «Louis Garrel Je n’aime que toi». Búscalo.
La voz de ese ser diciendo Je n’aime que toi era el susurro más húmedo, cálido, áspero, tierno, frío, duro, suplicante, expeditivo, seco, envolvente y sensual que el roce de unas cuerdas vocales pueda producir.
Y el susurro convence, ya lo dice Marías.
Les chansons d’amour.
Christophe Honoré.
Louis Garrel.
Y entonces, me enamoré de París.
Y entonces, París se convirtió en París. También para mí.
Louis. Louis. Louis. Louis Garrel.
Louis era ya el único nombre que conocía.
Pasé la noche memorizando cada dato que leía acerca de su persona: su vida, su carrera, sus amores, sus preferencias... De acuerdo, fue un palo descubrir que estaba casado con Valeria Bruni (la hermana de la mujer de Sarkozy, sí... La que canta, ¿sabes?) y que, juntos, habían adoptado una niña negra. Pero a mí me parecía un escollo superable. Cada fecha, nombre o título de su filmografía se adhería a mí.
Le conocía. Ya le conocía.
Probablemente fue una decisión poco inteligente (por eso la tomé, porque era «una pasión que me arrastraba»), pero esa misma madrugada, antes de irme a la cama, compré por internet un billete a París.
Solo ida. Esa era la solución. La salida.
EXIT.
Iba a ir a París a buscarle, encontrarle y enamorarnos. Era difícil, de acuerdo, pero sabía que, cuando nos mirásemos a los ojos, él sentiría lo mismo por mí.
«Tu llegada me sana».
Sé lo que estás pensando, Berta.
«Clérambault».
Erotomanía.
No, esto no tiene nada que ver con Ian McEwan y su Amor perdurable.
No. Espera. No es verdad. Estoy mintiendo. Si me aburro, miento. Desde siempre. También lo hago si noto que se aburren los demás. No me gusta defraudar a mi audiencia. Como por ejemplo, cuando siendo niño, intenté hacer colonia metiendo en un bote de cristal agua, alcohol y todas las flores que encontré en el campo. Sí, lo recuerdo bien... Guardé ese tarro en el armario y, cuando un mes después fui, expectante, a abrirlo, aquella cosa apestaba, tenía bichos y había criado moho. Mi abuela, llena de entusiasmo, me preguntó: «¿Qué tal, Mario?». Yo le pedí que esperara, con los ojos cerrados. Fui rápidamente a la cocina, limpié el recipiente, y exprimí dos limones en ese mejunje. Entonces, me dirigí al salón y le di a oler el «perfume» a mi abuela... «¡Vaya! De momento has conseguido que no huela mal... ¡Sigue trabajando, Mariete!».
Ese soy yo.
Lo hago siempre. Mentir, digo. Es por vosotros. Ya me disculparás, ¿eh...?
Venga, voy a contarte la verdad.
No compré ese billete. Deseé comprarlo, pero dudé, dudé, dudé.
Ya te he dicho que soy un cobarde. No tuve los arrestos de irme yo solo a París a buscar a Louis. Pero, para mi sorpresa —y esto es lo que tiene de increíble esta historia—, Louis apareció en Madrid.
Conocí a un chico. Un «Louis», por así decirlo. Puede que no fuera Louis Garrel, pero era igual. Para mí, era Louis. A decir verdad, aún no estoy seguro de que no lo fuera. Garrel, quiero decir.
Os lo cuento, ¿no?
Porque, entonces, sí sucedió.
Cuando pude detenerme a tomar aire, «mi» Louis y yo ya estábamos tumbados en una minúscula cama individual de uno de los vagones del tren nocturno que recorre el trayecto Madrid-París.
Entonces, sí.
Con él sí me atreví. Sí pude.
Nos marchamos.
No. Voy deprisa, demasiado deprisa.
Déjame contarte con calma...
Mejor ir hacia atrás.
Hacia atrás.
Cuando mi madre está sentada junto a mí, se genera una tensión que nunca he conseguido comprender. Me pongo nervioso. Como si varias ardillas estuvieran correteando a mi alrededor. Ahora, en este instante, estamos los dos sentados en el sofá de mi apartamento y ella se encuentra muy cerca de mí, más cerca de lo que resultaría apropiado. Lleva los labios pintados de color rojo. Se ha pintado incluso por fuera de las comisuras, pero no con forma de sonrisa, vaya fallo; y ha intentado domar su pelo fosco peinándolo hacia atrás, lo cual ha sido un error pues hace que se note más la raíz de su color natural, todo lleno de canas. ¿Quieres imaginar físicamente a mi madre? Piensa en una especie de Sally Field, pero más redondeada y teñida de pelirrojo.
¿La tienes? ¡Esa es mi madre!
Yo la pondría guapísima. Le alisaría el pelo, la maquillaría como a una señora fina... Como en esos programas de cambio radical que hay en televisión. Pero no me deja. Yo creo que no se fía de mi buena mano. Peor para ella.
—¿Cómo estás, mamá?
—Mal.
—Ah...
—Sí, sí... Fatal.
—Ajá.
—Mucho.
—¿Y por qué?
—Toda la noche con taquicardias... En fin, lo de siempre, no pasa nada.
—Sí pasa, mamá. No puedes asumir la enfermedad como tu estado natural.
Mi madre me mira fijamente.
—¿Por qué no te medicas, Mario?
—¿Yo?
—Sí, claro. Tú.
—¿Medicarme?, ¿por qué?
—Sí, para lo tuyo.
No he entendido. Rebobino.
—¿Por qué no te medicas, Mariete? —me pregunta de repente mi madre.
—¿Cómo?
—Que por qué no te medicas... El doctor Vega, ¿te acuerdas de él? Ese médico tan majo, que trabaja en psiquiatría en el ambulatorio, me ha dicho que te encontrarías mucho mejor. Que podrías hacer vida normal.
—Ya me medico.
—Eso que tú haces no es medicarse.
—Prefiero no medicarme más, mamá. Prefiero intentarlo así —le digo—. Solo es ansiedad. Si me pongo mal, me tomo un orfidal.
—Tú mismo.
Se pone triste. Ahí está de nuevo.
Se pone triste porque no me quiero medicar.
Mi madre se pone triste hasta en su cumpleaños. Huy, en su cumpleaños es cuando más triste se pone. Le encanta la Navidad, porque todos tenemos permiso para tener ese estado de «alegría triste». Esa cosa de «sonrío pero lloro» es el estado favorito de mami. Vuelve... A casa vuelve... A mi madre le pirra ese anuncio, y cada vez que lo emiten me mira con ojos acuosos, rollo «Hijo, conmuévete, venga».
Mi madre es enfermera. De ahí su querencia a los fármacos.
Hay madres que tratan de demostrar su amor llenando de comida a sus hijos. Primero sus estómagos y, más adelante, cuando son mayores, les preparan tuppers con carne y pollo y arroz, para que llenen sus neveras tras visitar los fines de semana la casa familiar.
Otras madres demuestran su afecto intercediendo constantemente: «¿Has llamado a tu hermano? Está triste, llámale». «Felicita a tu tía, hoy es su santo».
La mía nos lo demuestra a base de medicinas; atiborrándonos ante el más mínimo síntoma. Cuando mi hermana y yo éramos pequeños y, por ejemplo, tosíamos, su primer diagnóstico era que debíamos de tener tosferina. No un catarro, ni siquiera la gripe. Tosferina. A medicarse. Si nos dolía la barriga, no podía ser un empacho, no. Apendicitis. O mejor aún, peritonitis.
Y lo peor de todo es que casi siempre acertaba mi madre en su diagnóstico, la muy perra.
—No te enfades, mamá. Tienes que tratar de escucharme. Ya te he dicho MUCHAS VECES que no quiero medicarme. Tú te medicas, de acuerdo. Yo no quiero. Tenemos que poder decirnos las cosas sin discutir.
—Vale.
Mueca triste.
Payaso tristón.
—¡Sonríe, mami!
No, el joker. Mala idea.
Entonces mi madre me agarra la mano como si yo fuera muy delicado y me fuera a romper, como si fuera yo la Virgen de Lourdes o algo similar. La tensión crece. Multitud de imágenes sexuales asaltan mi cabeza cuando mi madre me toca.
Me siento «sexuado» desde pequeño cuando mi madre me mira o me toca. No me agrada. No quiero que mi madre me vea como alguien «sexuado». No quiero sentirme «deseado» por mi madre.
Me mira. Me mira y parece que me quisiera comer y guardar dentro de ella.
—¿Se lo has dicho a tu psicóloga?
—¿El qué?
—Que no te quieres medicar...
—Sí.
—Marina se llama, ¿no?
—Sí.
—Es un nombre muy bonito.
Silencio.
Me gustaría que el tiempo transcurriera rápido y mami se marchara. Quiero ser capaz de demostrar a mi madre que la quiero. Yo quiero a mi madre, la quiero mucho, aunque nunca, nunca vaya a poder estar a la altura de su demanda afectiva.
En cambio, he de reprimirme para no gritarle: «¿¿¿POR-QUÉ-NO-TE-LARGAS-DE-AQUÍ-DE-UNA-PUTA-VEZ-Y-DEJAS-DE-MIRARME-YA-CON-ESA-CARAAA???».
—¿Le hablas de mí?
—¿Cómo?
—A Marina... ¿Le hablas de mí?
—A veces sí.
—¿Y qué le cuentas de mí?
Sé que a mi madre no le gusta que hable de ella. Le parezco un ingrato cuando lo hago, así que de esta conversación, chitón. Ni mu. Has apagado la cámara, dices, ¿verdad? Bien, sigo... Te estaba contando de aquel día... Un día cualquiera.
Desearía haber quedado con mi madre en un bar. Me siento menos invadido cuando nos vemos en la calle. En la calle me toca menos, se comporta de un modo menos pedigüeño, se parece más a una persona normal. Un poco más. Muy poco.
Si hubiéramos quedado en la calle, en un bar, ella llevaría el mismo color de labios pero habría tratado de adornar su pelo con algunos utensilios, pinzas o algo similar. Siempre cositas infantiles, accesorios de niña pequeña o adolescente.
Si hubiéramos quedado en la calle, mi madre estaría fumando, dejaría la marca de su pintalabios en la boquilla y me preguntaría qué quiero tomar: «¿Qué quieres tomar, cariñín?».
Yo quiero a mi madre y me gustaría que fuese feliz.
Imposible.
—¿Qué quieres tomar, cariñín?
—Ya he pedido, ven.
Entonces, trataría de peinarla, de atusar su cabello para normalizarlo; de ayudarla a parecer una madre normal para, así, parecer yo un hijo normal.
«No me ha dado tiempo a nada, ni a peinarme», me diría ella.
Me recriminaría no haberme fijado en lo mucho que ha adelgazado en los últimos días, y cuando yo respondiera que sí me he fijado, me recriminaría el hecho de no haberlo puesto en voz alta.
Yo quiero mucho a mi madre.
¿Eso lo he dicho?
La quería entonces y la quiero ahora.
Es mi madre.
«Son tus padres».
Sí, ya sé que lo son. Y les agradezco que me hayan dado la vida, pero ¿eso implica que deba quedarme a su lado hagan lo que hagan? ¿Qué pasa si tengo que elegir entre mi padre y yo? Para respetarme, ¿me entiendes? Para curarme. Quiero decir, ¿si mi padre me clava astillas bajo las uñas de los pies y me da martillazos en las mismas, ¿debo sonreír porque «es mi padre»? Cuando le hice esta pregunta al doctor Vega, él me miró muy serio y me dijo: «¿Eso te ha hecho tu padre?». «¿Usted qué cree?», le respondí yo. Es poco listo este señor. Me deja alucinado a veces.
Era solo un ejemplo lo de las astillas. Tú te habías dado cuenta, ¿no, Berta?
En fin... Es que está feo hacer estas preguntas. Está mal.
La gente te mira mal si preguntas estas cosas.
«¿Has visto a ese camarero?». Eso me preguntó mi madre la última vez que quedamos en una terraza cercana a mi casa. «Mamma mia, qué pedazo de tío... ¡Qué bulto se le marca!», me dijo.
Incómodo. Me siento incómodo cuando mi madre hace eso.
No quiero que mi madre me imagine practicándole una felación al camarero, no quiero imaginarla yo a ella haciéndolo. Ni siquiera me gustaría que lo compartiera conmigo de esa manera, si es que ella se imagina a sí misma haciéndole una mamada al camarero que, por otra parte, es cierto que gasta un paquete descomunal.
Me gustaría que mi madre me viera como se ve a un hijo.
Entonces, si estuviéramos de nuevo en ese bar, mi madre me contaría que el gato de mi padre se ha suicidado tirándose por la ventana, igual que me lo contó aquella última vez que nos vimos en la calle, en aquella terraza junto a mi casa.
Yo quiero a mi madre y deseo que sea feliz, pero ella solo alcanza atisbos de felicidad en la desgracia. Es la zona que ella maneja con fluidez. La parcela en la que ella se encuentra cómoda y a salvo: la desgracia. En mi familia se nos da fenomenal, y mi madre es la capitana. Cuando hay una desgracia, alguien muere o enferma, o incluso en el preludio de la tragedia, cuando se está cociendo la tormenta y está a punto de estallar, ahí mi madre goza y se convierte en la más capaz y la mejor de las madres. Si todo está bien, malo. Pero si estás deprimida y la vida te pesa, llama a mi madre. Ella disfruta mucho.
«Querofobia».
Cuando Marta y yo éramos pequeños y discutíamos, o estábamos tristes, mi madre nos animaba a que nos rompiéramos, mutuamente, una docena de huevos en la cabeza. No uno ni dos, ¿eh...? Una docena. ¿Qué te parece? Eso es amor. ¿Alguna vez se te ha roto un huevo por accidente?... ¿Se te ha caído, en alguna ocasión, un huevo en el suelo de la cocina, salpicando el frigorífico?... No es fácil de limpiar. No es agradable. Pues nosotros nos rompíamos, los unos a los otros, una docena entera, y por toda la casa: el pasillo, los baños, incluso los dormitorios. Y así, nos entraba la risa, y ya no había penas.
Cosas de mi madre.
Después nos tumbábamos los tres en la cama y aplaudíamos con los pies.
Sí, nos enseñó mi madre. Nos tumbábamos, alzábamos las piernas y aplaudíamos con los pies.
Luego se ponía a llorar y se metía en la cama.
Con mi padre no jugábamos a eso.
Mi padre es otra cosa.
Cuando nos quedábamos solos, mi padre quitaba los plomos y se escondía... Y me pedía que le buscara.
«Jugar a asustar», lo llamaba.
No, no, no.
¿Qué estaba diciendo?
Sí... «Si estuviéramos en un bar...».
Pero no estamos en un bar, estamos en mi casa. Esto que te estaba contando, esta escena, sucede en mi casa, céntrate.
—¿Y qué le dices de mí? —me pregunta mi madre.
—¿A quién?
—A Marina... Qué nombre tan precioso...
—Le cuento cosas..., recuerdos.
—¿Y ella qué te dice? ¿Te habla mal de mí?
—No.
—Esa señora no te sirve de nada.
—No es verdad, mamá. Sí me sirve. Ir a terapia me hace mucho bien.
—Medicarte. Eso es lo que deberías hacer.
Mi madre da una calada a su cigarrillo y me cuenta de nuevo que no ha dormido, que ha tenido la tensión alta, o taquicardias, y ha tenido que ir a urgencias.
—... Pero da igual.
—No. No da igual, mamá. ¿Cómo va a dar igual? Tienes que intentar aprender a ser feliz.
Mi madre enciende otro cigarrillo.
—Yo voy a conseguir ser alguien sano. Sin pánico. Sin dolor. Sin taquicardias. Sin violencia. Me gustaría que me ayudaras. Y ayudarte yo a ti. Yo necesito una madre. Quiero que seas mi madre, que es lo que eres. Una madre... No una novia, ni una amiga... Una madre. ¿Tú quieres ser mi madre?
—Claro...
Esa misma noche, horas después de marcharse mami, me descalzo y me siento sobre la alfombra. Enciendo unas velas, prendo una barrita de incienso y pongo en mi ordenador portátil música de meditación que me ha grabado Marina.
Naturaleza salvaje, se llama.
Inspiro. Espiro. Inspiro. Espiro.
Me da pudor, pero trato de «darme afecto a mí mismo», tal y como me ha mandado Marina que haga. Trato de abrazar mi propio cuerpo. Trato de «cesar el ruido que hay dentro de mi cabeza; la cháchara» y «ponerme en contacto conmigo mismo».
Respiro.
Suspiro.
Respiro.
Lo intento.
«Venga, vamos allá, te vas a curar, Mario».
Suena Naturaleza salvaje.
Monos, pájaros exóticos. Lluvia. No está mal.
A tomar por culo.
Mi corazón empieza a golpearme el pecho muy, muy fuerte y yo siento que me muero. Entro en pánico. Por si no has sufrido nunca un ataque de pánico, te aclararé, Berta, que esa es exactamente la sensación que se tiene al atravesar uno: «Ha llegado el momento en que voy a morir. Muero en este preciso instante. ¡Chau, bye, au revoir, mundo! ¡PALMO!».
Voy al cuarto de baño y busco como puedo (sudo, me tiemblan las manos, me pitan los oídos y no consigo respirar) algún ansiolítico.
Se me afloja el cuerpo y no puedo evitar mearme encima. El pis resbala por mis muslos.
Por fin encuentro e introduzco debajo de la lengua una pastilla.
Respiro. Lo intento.
El corazón sigue acelerándose.
«¡Me cago en la puta, me voy a morir y no me ha dado tiempo a nada! Ni siquiera he AMADO de verdad, ni he vivido en Nueva York».
Llamo por teléfono a mi madre.
Codependiente.
Eso es lo que soy.
Sigo necesitando a mi madre para que me limpie el culo.
Trato de explicarle lo que me está pasando en ese instante, pido ayuda; ella me recrimina no estar siguiendo un tratamiento, tal y como su amigo, el doctor Vega, le ha dicho que he de hacer: «Ya me lo ha dicho mil veces. Tienes que tomar antidepresivos y ansiolíticos por la mañana y por la noche».
Eso, según ellos, normalizaría mis cotas de ansiedad y dolor y me ayudaría a sobreponerme a mi ruptura con Diego y «todo lo que arrastro». ¿Mi madre sabe todo lo que arrastro? Si lo sabe, ¿por qué se hace la tonta cuando intento hablarlo con ella, cuando intento que ella reconozca algo de lo sucedido aquellos años?
Veo borroso, no entiendo con claridad lo que mi madre me está gritando. Estoy hablando a la vez que ella, pero tampoco sé qué estoy diciendo yo, no sé qué palabras están saliendo de mi boca. Gritamos los dos. Estoy insultando a mi madre.
Cuelgo el teléfono y marco el 112, abro la puerta de mi apartamento, me tambaleo.
Ojalá me desmayara, pero el cabrón de mi cuerpo no suelta, no sabe soltar. Aguanto como un campeón, atravesando, uno a uno, todos los estadios del ataque de pánico.
Llega el Samur, me explico como puedo; afortunadamente ellos entienden lo que me pasa (buenos profesionales, ¡sí señor!) y me bajan a la calle.
Cuando empiezo a volver a un estado más o menos llevadero, estoy en una ambulancia, tumbado en una camilla, con una mascarilla que me obliga a respirar mi propio CO2 y me regula.
A mi lado hay un enfermero, supongo que es un enfermero. Va vestido de amarillo y azul, tiene un culazo de flipar.
Quiero que me bese.
Que me bese, por favor...
Que me agarre la mano y me diga que todo va a estar bien.
Tumbado en la camilla, cierro los ojos y voy hacia atrás.
Hacia atrás.
—Estás loco, estás enfermo. Raro. Eres raro. Este niño es raro. Eso no se hace. Eso no es así. Este niño es gilipollas. ¿Qué hacemos?, ¿lo matamos? Raro. Maricón. Habría que colgar a todos los maricones por los cojones y pegarles dos tiros. Maricón, eres más fino que el pellejo de una mierda. Raro. Tarado. Tú estás tarado. ¡Te lo estás inventando! ¡Yo nunca te he insultado! Nunca te he dicho eso. Eso es mentira. Yo respeto. Yo respeto. Yo te respeto. A ti. Maricón. ¡Tú estás tarado!
Tengo nueve años y un sobrepeso alarmante. Vivimos en el barrio de Usera, o como suelen denominar sus gentes a dicho barrio: «Useras». En la radio de la cocina suena Chiquitita, cantada por el grupo sueco Abba. Mi madre adora esta canción. Me la cantaba para dormirme cuando era pequeño. Ahora ya no la canta. Ahora solo llora.
—¡Butanoooooo!
Vengo corriendo por la calle. Corro y corro y corro.
Oigo el sonido de mis pisadas.
Las suelas de mis zapatillas deportivas —desgastadas más por el lado de fuera debido a mi sobrepeso y mi mala pisada— sobre el asfalto.
Un grupo de chicos de mi clase corre detrás de mí.
Carlos Ruiz ha dicho que me va a partir la cara por gordo y por «florista». Con «florista» supongo que se refiere a maricón.
A pesar de que mi peso corporal es casi el doble que el de todos ellos juntos, consigo llegar a la puerta de la fundición de mi padre antes de que me atrapen. Llamo al timbre, suena un zumbido y la puerta se abre. Logro entrar antes de que me agarren. Cierro la puerta escuchando sus insultos y respiro aliviado.
Atravieso la fundición de mi padre y me siento como Björk haciendo de ciega en la peli de Lars von Trier. Claro que eso, en aquel momento, no lo sé; no lo puedo saber, pues aún no se ha rodado esa película. No. De hecho, falta más de una década.
Recorro aquel lugar tapándome los oídos para amortiguar el sonido de toda la maquinaria. Entonces, aquel ruido se convierte en música dentro de mi cabeza, como le pasará dentro de unos años a Björk en el film.
Bailo mientras recorro la fundición. Los obreros de mi padre miran al niño gordo que parece una niña y sienten vergüenza ajena. Mi padre siente vergüenza «no ajena». Me encuentro con su mirada y, abochornado, dejo de bailotear. Nos quedamos mirándonos durante unos segundos. Siento vergüenza de mí mismo y aparto las manos de mis orejas. Mi padre me retira la mirada y vuelve al trabajo.
Mi abuelo Ernesto es el dueño de la fundición y también está allí, pero él disimula la vergüenza que le despierto.
O tal vez no la siente.
O tal vez la siente de un modo no culposo, siente vergüenza y no se pelea con el hecho de sentirla; así que me quiere sin problema, así como soy. Mi abuelo Ernesto es como Superman, nunca se quema con los materiales que funden en el taller, bronce, cobre, estaño... Y siempre me cuenta a qué temperatura se funde cada metal, además de miles y miles de historias «de cuando la guerra».
Cruzo la fundición de lado a lado y salgo por la puerta de la oficinilla hacia las escaleras que llevan a mi casa. Nosotros vivimos en un tercero. En el segundo vive Alfredo. Es unos años mayor que yo. Debe de tener doce o trece años. Atravieso su rellano tratando de que no me oiga ni me vea, pero de repente abre la puerta de su casa, me pilla por la solapa y me pone contra la pared.
—¿Adónde vas, vaca?
Le miro acojonado.
—¿Por qué me miras así? ¿Te gusto?
—No.
—¿No te gusto? Abre la boca.
Le miro sin saber qué hacer. Me da miedo pero tengo una erección.
Alfredo me escupe en la cara y me suelta. Se mete en su casa descojonándose de risa y cerrando la puerta tras de sí.
Llego a nuestro piso y todo está en silencio. Entro y me dirijo rápidamente al baño, no quiero que nadie vea el escupitajo en mi cara. Me lavo y busco a mi madre.
La encuentro en su dormitorio, acostada a las dos de la tarde y con las persianas bajadas.
—Mamá...
No me responde.
—Mamá...
No. No me responde.
Cojo el pastillero de su mesilla y cuento las pastillas que quedan.
—Una, dos, tres, cuatro...
Oigo llegar a mi padre, me dirijo a la cocina. Nos sentamos a comer en silencio, solo se oye de fondo el canto de Piolín, el canario que me regalaron mis abuelos por mi cumpleaños. En la tele emiten el telediario, informan sobre el próximo estreno de la Compañía Nacional de Danza.
Yo quiero ser bailarín.
—A todos estos habría que colgarlos por los cojones.
Esto lo acaba de decir mi padre. Yo no entiendo por qué dice eso. Le pregunto a mi padre qué es ese bulto que tienen los bailarines entre las piernas. Me parece muy grande para ser el pito.
—Me cago en dios bendito...
—¿Dónde está mamá?
—Le duele la cabeza —dice mi padre.
Yo no quiero comer solo con este señor que es mi padre porque me da miedo y entonces como más cantidad y más deprisa y me voy a poner aún más gordo. Así que llamo a mi madre:
—¡Mamáááááá!
—¡Mario! ¿Eres gilipollas? ¿Estás loco?
—¡Yo quiero que mamá coma con nosotros!
—¡No grites, coño! ¡Que estás loco!
Después de comer, me acerco de puntillas (cual étoile de la Ópera de París) al cuarto de mis padres, abro la puerta y compruebo que mi madre sigue allí, tendida sobre la cama. Quiero comprobar que está viva. Que puede respirar. Me acerco a ella y pongo mi dedo bajo sus fosas nasales. De acuerdo; respira, vive.
—Mami...
Nada.
—Mami...
—¿Qué quieres, Mario?
—¿Qué te pasa?
—Nada, que me duele la cabeza.
Agarro la cajita de pastillas de mi madre, me siento a los pies de la cama de matrimonio y observo el cuadro que hay colgado en la pared de enfrente. Es una pintura de una señora que lleva el mismo corte de pelo que llevaba mi madre de joven. Lo he visto en sus fotos. La señora, a la que casi no se le ve la cara, sujeta en sus brazos a un bebé. Como un ángel. El niño se chupa los dedos corazón y anular de su manita izquierda. Yo siempre creí que las figuras de ese cuadro éramos mi madre y yo, hasta que un día mi padre me dijo: «No, qué va... Tú a esa edad ya eras gordo».
La mujer del cuadro me mira y me sonríe.
En serio. Me guiña un ojo como diciéndome: «Bah, no le hagas ni caso».
Y ahí, ahí dentro, dentro de mí, ahí al fondo me siento a salvo.
Puedo abstraerme de todo y sentirme a salvo.
Por eso sobrevivo.
Superviviente, eso dice Marina que soy. Un superviviente, pero no como esos que van a La isla de los famosos, ¿eh...? No te hagas líos. Marina dice que podría haber acabado siendo un sociópata, una persona al margen, «fuera de la sociedad. O peor».
No sé a qué se refiere con eso de «o peor».
Mi madre me ha enseñado a contar en francés hasta veinte, así que, a los pies de su cama, comienzo a contar las pastillas que quedan en su pastillero: Un, deux, trois, quatre, cinq...
Oigo pasos acercándose por el pasillo.
Terror.
Solo falta la musiquilla de las películas más duras de Hitchcock. Psicosis. Pero mi padre no viene vestido de vieja con un cuchillo en la mano, no. Me da miedo de otra manera. Miedo de cagarme.
Pánico.
Mi padre abre la puerta de su dormitorio y me mira «así». No puedo explicarte cómo es «así», Berta. Es que no se puede explicar, en serio. Yo no he conocido a ninguna otra persona en el mundo, además de mi padre, capaz de mirar «así». Mi padre es enjuto y pequeño, y la gente dice que tiene cara de buena persona. No me lo parece. A mí, cuando me mira «así», se me afloja el esfínter y siento que me voy a hacer caca encima, te lo juro.
Todavía me pasa.
Mi padre no me quiere. No pasa nada. Es así. Él quería una niña. Se pasó todo el embarazo hablándole a la tripa de mi madre y llamándome Aitana. Le dijeron que iba a ser una niña y él respiró aliviado. «Aitana». Él estaba feliz. Luego llegué yo. Un niño. Y encima gordo y marica. Muy duro. Pobre, mi padre.
¿Por dónde íbamos? Ah, sí... Mi padre se acerca por el pasillo...
—¿Pero qué coño haces? ¿Ves como estás loco?... ¡Este niño no está bien! ¡No está bien!
Mi madre se despierta presa de esa ira que siempre parece sentir hacia mi padre, como si hubiera algo muy antiguo que nunca le hubiera perdonado.
—¡¿Qué coño pasa?! ¡¿Por qué gritas?! —pregunta mi madre chillando a voz en cuello.
—Tu hijo... ¡Este!... Que no está bien de la cabeza... ¿Qué cojones hace aquí?... Mecagoendiosbendito...
Yo no sé qué hacer cuando se ponen así.
Me gustaría desaparecer.
Podría ponerme a cantar y bailar. Mi tía me regaló las últimas navidades la casete con las canciones de la película Cabaret. Yo estoy convencido de que lo hago mucho mejor que Liza Minelli, y ahora mismo podría demostrárselo a mis padres, cantando y bailando Money, money, mientras meneo mis cachetes; pero seguro que mi padre, que es un muermo, no le vería la gracia.
—Vamos, Mario, sal de aquí de una puta vez.
—No...
—¡Mario!
—¡Mamá, dile algo!
Mi padre me agarra del pescuezo y me saca a rastras de la habitación diciéndome que esa es «su habitación» y que yo no tengo por qué entrar ahí.
Supongo que mi padre está harto de que cada noche yo me despierte gritando y llorando y, a pesar de haber cumplido ya nueve años, me siga pasando a su cuarto e invadiendo su cama. Esto provoca una discusión cada noche entre mis padres: mi padre emigra a mi cama insultándome entre dientes y mi madre me abraza y me aprieta contra su cuerpo.
Mi padre se enfada conmigo porque no le gusto, por eso me grita; pero en ningún momento lo hace por tratar de educarme o ponerme límites.
Mala cosa.
Yo hubiera necesitado que alguien me dijera lo que tenía que hacer y lo que NO tenía que hacer.
Mi madre dice que me despierto cada noche porque tengo «miedo patológico a la oscuridad». Y que este miedo patológico es porque, como cuando me operaron de apendicitis con tres años estaba tan gordo, la anestesia que me pusieron no fue suficiente y, a mitad de la operación, me desperté. Esto es verdad, ¿eh...? Los médicos no atinaban a encontrarme las venas entre tanta grasa acumulada en esos brazotes de niño obeso, y tardaron un rato largo y varios pinchazos fallidos en volver a sedarme.
«Trauma», dice mi madre.
Mi abuela me preguntó cuando tenía tres años: «¿Por qué no puedes dormir? ¿Qué es lo que te da tanto miedo, cariño? ¿Drácula? ¿Frankenstein? ¿El hombre lobo?». Yo le contesté: «No, yaya. Que unos señores gitanos entren, violen a mi madre y me rajen el cuerpo a mí de arriba abajo».
Lo normal, vaya.
Al día siguiente, Carlos Ruiz y los demás me persiguen de nuevo a la salida del colegio, cuando llegamos a la esquina de la calle Perpetua Díaz (nuestra calle) están a punto de alcanzarme, pero aprieto el paso y consigo zafarme de ellos. Cuando parece que voy a volver a librarme de la que me tienen preparada, tengo la mala suerte de pisarme un cordón de la zapatilla y caer al suelo igual que un huevo frito se desparrama en la sartén. Antes de poder reaccionar están los cuatro chicos sobre mí.
Los cuatro se sacan los penes y orinan en mi cara y en mi pelo, me escupen y me llaman maricón y bola de sebo. Se parten de risa.
Yo solo pienso en que, si mi padre nota que me han hecho algo así, se va a morir de vergüenza.
Se va a poner de mala hostia. De muy mala hostia, sí señor.
Me va a castigar. Me va a dejar de hablar, otra vez.
Salgo.
Salgo de mi cuerpo.
Me desconecto.
Sobrevivo.
Por fin me dejan en paz. Me levanto y, empapado, avanzo hacia la fundición. Llamo, me abren, entro y me tapo los oídos para, así, conseguir crear en mi cabeza los sonidos que forman mi canción. Ya. Ya puedo escucharla. Es una canción francesa que canta mi madre.
Además de Chiquitita, hay otras canciones que le gustan, no te vayas a creer. En casa somos obsesivos, pero sabemos diversificarnos un poco.
Una vez que la música suena en mi interior, me dispongo a atravesar la fundición ante las miradas (o más bien el intento fallido de no mirarme) y los cuchicheos de los obreros de mi padre.
Cuando llego a su despachito mi padre me pregunta:
—¿A qué hueles? ¿Por qué estás mojado?
Yo, sin saber qué decir, tratando de encontrar rápidamente una respuesta, sigo con las manos en las orejas.
—Quítate las manos de los oídos, solo es ruido... ¡Eres más fino que el pellejo de una mierda! —me dice mi padre relajándome las manos con una colleja.
Llego a mi casa consiguiendo librarme de Alfredo esta vez, y entro en el baño. Me meto en la ducha y pienso en la cena.
Sí, comer. Engullir. ¡Qué alivio!
Les caigo mal a mis compañeros y a mi padre, pero a su favor he de decir que les entiendo. A mí también me caería mal un niño obeso, amanerado, insolente, torpe, gritón, histérico, redicho, cobarde y enmadrado. Sobre todo si no tienen en consideración mi talento para la danza y el canto. Eso les pondría un poco de mi parte. Si todos ellos se sentaran en el salón y me mirasen mientras interpreto La chica yeyé, se relajarían un poco.
Bastardos.
Después de ducharme, voy a mi cuarto a ponerme el pijama y me encuentro a mi padre probándose mis vaqueros. Se está mirando en el espejo de mi habitación. Al verme entrar en el dormitorio, se gira hacia mí y me dice: «¿Ves?... Tus pantalones me van grandes. Eres más gordo que yo».
Esa frase no me molesta mucho porque, como ya he dicho, mi padre es enjuto y pequeño. Era obvio que yo era más gordo que él, no hacía falta que se probara mis vaqueros para demostrarlo. Era algo que ya sabíamos, pero a mi padre le causa muchísima risa contar anécdotas que tienen que ver con mi sobrepeso y constatar el mismo. En mis cumpleaños, cuando se reúne toda la familia en nuestra casa, hay dos anecdotillas que mi padre no puede resistirse a rememorar. No falla. Son sus grandes éxitos.
Una de ellas consiste en hablar de aquellas vacaciones en Llanes en las cuales, siendo yo muy pequeño (no debía de tener más de dos o tres años), él compró un paquete de churros. Íbamos mis abuelos, mi madre, mi padre y yo. Marta aún no había nacido.
Mi padre cargaba con los churros y los iba repartiendo entre todos nosotros. Parece ser que yo los comía con una ansiedad impropia de un niño normal de mi edad. Mi padre se despistó del grupo unos segundos contemplando el escaparate de una zapatería y, por lo visto, como yo pensé que él había desaparecido llevándose nuestros churros, sin pensármelo dos veces empecé a gritar: «¡¿Dónde se ha metido ese cabrón?!... ¿Dónde están mis churritos?... ¡¡Eh, hijo de puta!! ¡¡Mis churritos!!». Ante lo cual mi padre, fingiendo no serlo, solo pudo acercarse a mí y, muy avergonzado, agarrarme del brazo y callarme diciendo: «¡Niño, se lo voy a contar a tu padre!».
Como he dicho, yo no tengo recuerdo de ello, pero debe de ser cierta esta historia porque, cada vez que mi padre la cuenta, mis abuelos se ríen a boca llena.
La otra historia versa acerca del tamaño de mi mierda. De mis zurullos, esta es una palabra que en mi familia se usa mucho. Nos encanta.
A mi padre le gusta mucho contar que «cago igual que como, sin límite». La historia en cuestión, el recuerdo del que habla mi padre, sucedió en un viaje por Las Alpujarras, hace un par de veranos o tres (yo tendría seis o siete años). En mitad del viaje yo dije que me hacía caca. No había ningún área de servicio en muchos kilómetros a la redonda, así que mi padre insistió en que lo mejor era «cagar en el campo». Yo no estaba de acuerdo, pues siempre, desde pequeño, he sido muy fino, pero él insistió; de modo que me dispuse a hacerlo. Al acabar y tras haberme limpiado con unos kleenex («¡Toma, unos clínes!») que me dio mi madre, mi padre se acercó y, tras observar la mierda en silencio unos segundos, prorrumpió en una carcajada salvaje. «¡Vaya mierda!... ¿Pero qué mierda es esta?... Este niño no es normal, ¡te digo que no es normal!... Esto no lo caga un chaval».
Yo no entendía nada.
Mi hermana Marta, aun siendo tan solo una recién nacida, me miraba sin comprender.
Entonces mi padre volvió corriendo al coche, donde le esperábamos los demás, agarró una botella de Coca-Cola de dos litros que habíamos comprado en la última gasolinera, y la cámara de fotos; regresó junto a mi zurullo y puso la botella en el suelo, al lado del mismo «para que se apreciara bien el tamaño». Sacó una foto de aquel bodegón y entonces pudimos seguir viaje.
Estos, como digo, son sus grandes éxitos. Pero tiene más.
Me pongo el pijama y me dirijo al salón. Marta y mi padre cenan ya sentados a la mesa, mientras mi madre, tirada en el sofá en bragas y sujetador, mira en la tele un Documentos TV acerca del aumento de violaciones y agresiones sexuales en el último año. La voz del reportaje está a un volumen ensordecedor, molesto. En mi casa siempre hemos sido de poner la tele a un volumen que todos los vecinos puedan disfrutarla.
«... El “violador de la capucha” llegó a agredir sexualmente a más de treinta y cinco mujeres en cuatro meses. Las seguía hasta su portal y, tras introducirse con ellas en el mismo, las obligaba a punta de navaja a practicarle sexo oral, llegando en ocasiones a penetrarlas tanto anal como vaginalmente...».
Trauma.
Yo de pequeño rezaba a «Dios» todos los días (en aquel entonces, supongo que como casi todos los niños de mi edad, creía en «Dios», y me aterrorizaba que me pudiera castigar) para que no permitiera que ningún desaprensivo violara a mi madre.
Mi madre, «sexuada», en bragas y sujetador, viendo en televisión ese reportaje sobre mujeres violadas.
Mi hermana Marta dice que no puede partir su filete porque no tiene cuchillo, y mi padre me manda a la cocina a buscar uno. Mientras lo traigo, fantaseo con la idea de cortarme las venas a la altura de la muñeca.
Me parece un buen plan.
Se armaría una buena.
Mi padre se preocuparía por mí. O igual se enfada y me mira «así».
No. Mejor, no.
De momento, paso.
Al día siguiente invito a merendar a mi casa a Jesús. Un compañero de clase. En realidad es de mi mismo curso, pero de la otra clase. Yo voy al B y él va al A. Tenemos que hacer un trabajo para la señorita Nieves, la profesora de música, acerca de Las cuatro estaciones. Sí, las de Vivaldi.
Aunque pasa desapercibido —no sé por qué razón—, Jesús es el único de mis compañeros que es aún más gordo y amanerado que yo. Le invito a casa y al llegar nos dirigimos a la cocina. Estamos solos, preparo Cola-Cao para los dos y saco los bollos y las galletas. Jesús mira los bollos relamiéndose y luego me mira a través de sus gafas de culo de vaso. Sonríe ilusionado ante la expectativa de la merendola que nos vamos a pegar. No me gusta esa mirada. No me gustan los gordos. No, señor.
Le digo que en mi casa los invitados meriendan en el suelo. Él sonríe y echa mano al paquete de sobaos. Le doy un manotazo refrenando su impulso.
—¿De qué te ríes?
—Es broma.
—No, no lo es. Al suelo.
Titubeante, se levanta de la banqueta en la que había plantado su gordo culo y, torpemente, se sienta a mis pies con su taza de Cola-Cao en la mano.
—Muy bien. Y cuidadito con manchar.
—No mancho.
—Pues eso. Come, come... No te puedes levantar hasta que yo no acabe.
Aquí mando yo.
Esa misma noche, al acostarme, vuelvo a oír a mis padres discutir. «¿Qué te has creído que soy? ¿Tu chacha? ¡Vete con tu puta madre!». «Tere, por favor...». «¡¡Con tu puta madre!!».
Un, deux, trois, quatre, cinq, six...
Mi madre entra en mi cuarto. «Cariño, me voy a ir. No me encuentro bien aquí». Me abraza y se dirige a su habitación. Se me encoge el estomaguito, el estomagazo distendido de niño obeso. Voy tras ella. «Mamá». «Yo te quiero mucho, hijo».
Pánico.
No quiero que mi madre se vaya. No quiero quedarme solo con mi padre. Mi padre solo quiere a Marta.
Me muero de pena si se va mi madre.
—No me mires así, Mario.
—Mamá...
—Dame un beso.
—No me dejes aquí, no te vayas.
Me agarro al cuello de mi madre. Ella forcejea, «suéltameMariosuéltamesuéltame». Mi madre llora, yo lloro.
—¡Mamááááááááááá!
Y se va.
Cruza la puerta para no volver.
Y a los dos días vuelve.
Y después se vuelve a ir.
Y así siempre.
La única manera de sentir algo de calor en esa casa habría sido prendiéndole fuego.
Louis sale de su portal y echa a correr. Yo le sigo. Oigo el latido de mi corazón golpeando mis costillas, por eso no escucho el sonido de mis propias pisadas.
No quiero perderle de vista.
Me había ido muy atrás.
Yo te estaba contando el final. Cuando dejé de tener trato con mis padres. Fue en esa época cuando conocí a Louis.
Me había dado un ataque de pánico y me llevaron a urgencias, ¿te acuerdas?
Abro los ojos y estoy en el hospital, tendido en una camilla y monitorizado.
Ya no veo al enfermero de las nalgas prietas. En su lugar, se acerca una enfermera pelirroja y llena de pecas; revisa mi historial, chequea mi monitor y, amablemente («¡gracias, maja!»), me dice que me puedo ir a casa.
Me levanto de la camilla pero no siento el suelo bajo mis pies. La inyección que me han puesto para calmarme me ha dejado completamente drogado. Camino despacito. Hay algo placentero en esta sensación, no me extraña que mi madre elija pasarse la vida medicada. Mola. Tener semejante dosis de calmantes en el cuerpo ejerce un efecto amortiguador, hace que el mundo sea digerible, vivible.
Salgo a la sala de espera y veo a mi hermana Marta.
Me acerco a ella y nos abrazamos.
Quiero a mi hermana más que a cualquier otro ser vivo. Esto te lo he dicho, ¿no?
Es, sin duda, la persona que más falta me hace.
Necesito que esté viva.
Marta me pregunta cómo estoy y se ofrece a quedarse a dormir en mi casa, conmigo.
Le digo que no hace falta, salimos al fresco de la noche y nos dirigimos hacia el aparcamiento.
Esa noche duermo como un bendito y sueño con la terraza de la casa que compartía con Diego en Buenos Aires. Nosotros tomando vino y queso, y riendo.
«La felicidad». Esa felicidad «nuestra».
A la mañana siguiente tengo sesión con Marina.
—¿Por qué llamaste a tu madre?
—No lo sé...
—No es la primera vez que reacciona así...
—Siempre reacciona así, hay que cuidar de ella.
—Entonces, ¿por qué la llamas?
—Tenía miedo.
—Mario, ya no eres un niño. Tienes que aprender a cuidar de ti, tú solo. A ser autónomo. Autosuficiente.
Respiro. Escucho a Marina y comprendo que eso es lo que deseo: curarme, crecer, hacerme cargo de mí mismo.
«El niño» ya no vale. Ha dejado de funcionar.
Quiero ser yo mismo, no lo que los demás piensan de mí.
No lo que me han dicho que soy.
No «la imagen».
Para eso tengo que descubrir quién soy en realidad.
Marina me incita a hablarle al cojín, a decirle todo lo que mi padre se niega a escuchar. Yo obedezco, hago todos los ejercicios que Marina me sugiere porque me propongo encontrarme conmigo mismo.
Perdona, Berta; he pasado tanto tiempo escuchando el mismo sermón que hablo como un libro de autoayuda, ¿verdad?
«No quiero ser como tú», le digo al cojín.
«No quiero ser quien tú quieres que sea».
«No soy quien tú crees que soy».
—¿Y si no puedo yo solo? —le pregunto a Marina.
—Pero te es más fácil sin ellos, ¿no?
Asiento.
—¿Podré yo solo? ¿Podré con todo?
—Yo te voy a ayudar. ¿Me puedo acercar?
Me tenso. Me asusta que me toquen, que se aproximen a mí. No me gusta que me toquen. No, no exactamente; no me gusta que mi madre me toque. De repente siento la necesidad de contarle a Marina esa «sexualidad» que siento en los ojos de mi madre cuando me mira.
—¿Es posible?... ¿Sería posible no recordar?... ¿Haber sido... y no recordarlo? Quiero decir...
—¿Qué? Dilo. ¿Qué es lo que quieres decir?
—No estoy seguro... Ya te digo que no recuerdo con claridad... No tengo un recuerdo nítido.
—Dímelo.
—Me acompaña la sensación... de haber sufrido...
—¿Abusos?
—¿Puede ser?
—¿En tu infancia?
Asiento con la cabeza y me ahoga la culpa. ¿Cómo me he atrevido a decir eso en voz alta? Puede que mis padres no hayan sido los mejores del mundo, pero de ahí a un abuso... No, no puede ser.
—Siento culpa.
—Mario, date el permiso.
—Quiero unos padres.
—Esos son los que tienes.
—No tengo familia.
—Mario...
—Me quiero ir.
—Mario...
—Me voy.
Y me voy.
Perdóname, Berta. Me he desviado, me he vuelto a perder... Me pasa todo el tiempo. Perdonadme. Es el recuerdo. Los recuerdos de antes. He de centrarme en el recuerdo de Louis. Para llegar a Louis tuve que pasar por Diego.
El recuerdo de Diego me dejaba dislocado... Esto me suena, ya lo he dicho, ¿verdad? Iba por ahí, ¿no es cierto?... Sí.
Necesitaba un estímulo, era urgente. Mi vida, al perder a Diego, se había vuelto gris y yo me ahogaba de pena. Sentía que no podía más.
Y lo decidí...
Eso es.
Camino por la calle y, de un portal, unos metros delante de mí, veo salir a un chico moreno, como Louis Garrel; alto, como Louis Garrel; con la cara esculpida a martillazos, como Louis Garrel... Louis.
Entonces se detiene el mundo.
Veo por primera vez a Louis, a mi Louis, y todo cobra sentido. El dolor, la desesperación... Todo había sido para llegar a él. Para conocerle a él.
A «mi» Louis.
Ya nada más importa.
¡¡Bien!!
Louis pisa la calle y echa a correr. Sin pensarlo, yo le sigo.
Oigo el latido de mi corazón golpeando mis costillas, por eso no escucho mis propias pisadas.
No quiero perderle de vista.
Louis dobla una esquina y, cuando yo llego a la misma, ya no le veo. No, me niego. ¡No puede ser! Recorro la calle, un pequeño callejón del barrio de La Latina de Madrid, la calle San Bruno. A la izquierda veo la puerta de un pequeño café. Entro, no hay nadie. No veo a nadie. De fondo suena The desperate ones cantada por Nina Simone. Louis aparece tras la barra del café colocándose un delantal. Me mira.
No puede ser.
No puede ser Louis Garrel. Pero...
No, no puede ser.
Es exacto a él, pero no puede ser... No... No puede ser.
¿O es?
No me importa. Este es para mí.
Era como de mentira, como si no le pudieras tocar, como si se fuera a escapar.
Creo que le seguí el rastro con el olfato, igual que lo haría un perro. Era guapo, pero de esos guapos que tienes que volver a mirar porque cuando cierras los ojos parece que se te va a olvidar su cara. Era tan parecido a Louis Garrel... Pero no.
No podía ser.
No, ¿no?
¿O sí?
Al igual que Garrel, «mi» Louis no era ese tipo de chico que la gente estúpida consideraría guapo. Era otra cosa.
—Hola —me dice.
¡Y encima habla!... «¡Habla otra vez, ángel resplandeciente, que brilla esta noche tanta luz sobre tu cabeza...!».
Soy Romeo.
Cuando estoy intentando salir del shock y poder articular palabra, para así devolverle el saludo, una cocinera alemana con sobrepeso asoma su cabeza por el ventanuco de la cocina y le llama. Él, sonriéndome, se dirige hacia ella y desaparece por la puerta.
Respiré y sentí tanta gratitud que habría podido estallar en pedazos allí mismo. En ese instante supe que yo era para él y que él era para mí... Y cuando imaginaba una vida en sus brazos, no había ansiedad, ni taquicardias, ni ataques de pánico... Ni un resfriado siquiera.
En ese mismo instante, estuve seguro de que nuestros hijos harían un mundo mejor.
Nos reímos en exceso del amor, de los que aman sin límite —esos amantes que se pelean en la calle llevados por la pasión, los que se ponen en evidencia y besan, suplican o montan un escándalo sin tener en cuenta la mirada ajena—, pero todos ansiamos sentirlo. Que llegue y que nos sane. Un amor que nos complete, que nos abrace en la cama por las noches, girados ambos hacia el mismo lado, y que dé sentido a nuestro despertar.
Y cantar por la mañana y que nuestro amado proteste por nuestro excesivo buen humor matutino, y odiarle a las tres de la madrugada porque ha vuelto a olvidar aplicarse el spray antirronquido...
Nos reímos en exceso del amor... Pero a mí no me importa estar entre los desesperados. Lo único que quiero en la vida es sentir, amar, volverme loco de amor.
Louis era para mí.
Yo iba a conseguir a Louis.
Louis era ya el único nombre que conocía.
LOUIS.
LOUIS.
LOUIS.
Ya era mío.
Decidí, por victoriano que pueda parecer, hacerle llegar un ramo de flores cada día. Estuviera donde estuviera él.
Sí, dejadme que os hable de LOUIS.