LOUIS

 

 

 

 

No es fácil saber qué pasa por la cabeza de Louis, y es que a veces, aunque nadie pueda o quiera creerlo, no pasa nada. Está vacía esa cabeza.

No existe.

 

 

¿Qué piensas?

—Nada.

—Eso es imposible.

—No, no lo es.

 

 

Su rostro ofrece una permanente mueca opaca. Louis es moreno, casi verde. Lo que conocemos como cetrino. Su pelo es una maraña de rizos y sus ojos, siempre acuosos, son tan negros que parecen dos enormes tazas de café bien cargado.

Su nariz es típicamente francesa. Nada más que decir de su nariz.

Louis es de París, pero ahora vive en Madrid.

Y nada más os hace falta saber.

Mejor que no lo sepáis por el momento.

 

 

Louis es un tipo sano, un chico sencillo. Poco ruido: «Vive y deja vivir».

Trabaja en un agradable bar del centro de Madrid. Esta tarde, como todas al comenzar la jornada laboral, suena en el aparato de música un CD recopilatorio que él mismo grabó.

Nina Simone canta The desperate ones.

 

 

Louis se lleva bien con sus compañeros de trabajo y, a pesar de su todavía torpe manejo del castellano, es capaz de seguir e incluso promover conversaciones y discusiones acerca de todo lo que le interesa. Habitualmente, él coincide en sus turnos de trabajo con Tanya, una rotunda mujer alemana de cincuenta y muchos años que trabaja en la cocina y organiza las veladas de folclore que se llevan a cabo en el bar. Ella, además, baila. Tiene un pequeño cuadro flamenco con un par de guitarristas y Keiko, una amiga suya japonesa que canta especialmente bien bulerías y soleás.

 

 

Pero Louis no deja entrar a nadie en su vida, a casi nadie.

Louis es opaco, hermético, infranqueable, inaccesible, «misterioso».

Así le ven los demás, «misterioso». Él se ríe y se siente John Wayne.

El hombre tranquilo.

 

 

Louis no existe para los demás.

Casi no existe.

Existe para Mario.

Mario el Escritor, así le llama Louis.

 

 

Louis prepara mojitos para un grupo de turistas portugueses cuando un repartidor de flores entra en el bar.

—¿Luis?

—¿Cómo?

—¿Hay aquí un tal Luis?

—¡Louis!... Oui!... ¡Sí, sí!... C’est moi!

El repartidor atraviesa el saloncito hasta llegar a la barra y pone frente a Louis un ramo de flores.

—¿Usted es Luis? Pues esto es para usted. Firme aquí, por favor.

Louis se ruboriza, se sorprende. No comprende. Se pregunta: «¿Pero quién?».

Sonríe.

 

 

Louis firma y el repartidor gira sobre sus talones y sale.

En cuanto Tanya vea las flores le interrogará y él no quiere contestar. No quiere contar. Piensa en poner las flores en algún jarrón del bar y ahorrarse así las explicaciones, pero opta por no hacerlo. Prefiere, no sabe bien por qué, llevárselas consigo.

«¿Pero quién?».

Louis está sorprendido.

«¿Se habrán confundido? Sí, se habrán confundido».

Esa noche, incluso creyéndose objeto de un error o una broma, el sueño de Louis es mejor y más rico. Louis nunca sueña con fantasmas ni puertas de armario entreabiertas que, solo a medias, exhiben una oscuridad que oculta al que, agazapado, espera para atacarnos en mitad de la noche.

Louis incluso ronca de profundo que es su sueño.

Esta noche más y mejor.

 

 

A la mañana siguiente luce el sol y Louis no ha de ir a trabajar. Día libre. Entero para él.

Cuando amanece, tarde, se estira en la cama y luego se estira en el suelo. Louis padece de la espalda desde que, de pequeño, su profesor de gimnasia le hiciera saltar el potro y él se partiera una de las vértebras superiores (la C7). Le dijeron que no volvería a andar y su madre lloró. Pero hoy Louis anda.

Anda y corre.

Louis pasea por su casa desentumeciendo los huesos de su cuerpo, despegándolos uno a uno del sueño y decidiendo qué desayunar.

Suena el timbre.

Raro.

Nunca suena el timbre.

Louis no existe. O casi.

Casi no existe.

 

 

—¿Quién?

 

 

Louis se dirige a la puerta de su minúscula buhardilla y, a través de la mirilla, espía.

Se le para el corazón —en realidad, ¡Louis no tiene corazón!... Pero esto lo contaré más tarde... Más tarde— al ver al mismo repartidor de la misma floristería sujetando en sus manos otro ramo de flores.

«No puede ser. Es una broma. Un error».

Louis nunca ha recibido flores. Nadie ha mandado nunca a Louis un ramo de flores amarillas, blancas, moradas ni de cualquier otro color.

«Dos ramos en dos días. Un poco mucho».

Louis abre la puerta y el repartidor le mira sorprendido.

El mismo repartidor. Él también se asombra.

—Usted...

Oui, oui...

—Vaya... Alguien le quiere llenar la casa de flores.

 

 

Louis sonríe. Firma el recibo y cierra la puerta.

¿Quién sabe dónde vive Louis? Nadie, o casi nadie. ¿Entonces?

No puede ser.

Louis se dirige a la ventana y trata de atisbar la calle. Apenas lo consigue desde esos ventanucos. ¿Habrá alguien abajo?

¿Hay alguien en la calle, ahí abajo, que quiere entrar?

 

 

Louis no está acostumbrado a las ebulliciones, a los alardes de afecto. Le incomodan los alardes de cualquier tipo. ¿Camarero? Sí, ¿por qué no? Un buen trabajo, deja mucho tiempo libre y no exige mucho esfuerzo. Y como eso, todo. Que no le molesten, que no le invadan, que no le mareen.

 

 

Tranquilo. Fácil. Tiene que ser fácil o no ser.

 

 

Louis no tiene jarrones. ¿Para qué? Así que busca algún recipiente que llenar de agua en el que poder poner el nuevo ramo, junto al otro. No hay mucho espacio en su casa así que, forzosamente, tendrá que estar junto al otro.

 

 

Louis pasa esa tarde en casa leyendo Historia de amor sin título, una novela de Mario Ruiz. El libro es, como su título indica, una historia de amor. Algo cursi pero entretenida, con intención de ser intensa y apasionada. Excesiva. Una historia escrita por un chico joven; más o menos de la misma edad que Louis.

El Escritor —así lo llama Louis cuando habla de él con Tanya— acude puntualmente desde hace tres o cuatro tardes a tomarse unas copas de vino al bar en el que Louis trabaja. Le reconoció desde el primer momento, pensó en comentarle que estaba leyendo su libro, pero el chico parece tan tímido, y tan oscuro y seco, que se le quitaron las ganas.

 

 

¿Qué estará haciendo esta tarde el Escritor?, se pregunta Louis sin darse cuenta.

 

 

A media tarde del día siguiente, Louis espera a que pase el autobús que le lleva a trabajar. Son solo seis paradas, podría recorrerlas andando, pero prefiere tomar el autobús. Escucha en su iPod un disco recopilatorio de Barbara —está sonando Ce matin-là— y acompaña rítmicamente con sus pies los acordes.

Como cada tarde, el autobús llega a la parada de Louis, se detiene, Louis sube de un salto, saluda a la conductora y busca asiento al final del vehículo. Pero hoy, después de haber recorrido la mitad del camino, llegando ya a su cuarta parada, situada en mitad de la calle Bailén, el autobús se detiene y sube al mismo el conocido repartidor de flores. Louis se descompone.

 

 

«Esto ya es demasiado».

 

 

El repartidor se acerca a Louis. No le dice nada. No se dicen nada. Se miran. Louis agarra el ramo de flores y el repartidor desciende del autobús, que sigue su camino.

Louis baja la mirada al suelo, avergonzado, no entiende, suda.

Al llegar a la quinta parada del trayecto que separa la buhardilla del bar, Louis se apea del autobús y camina veloz en dirección contraria, de vuelta a su casa.

Camina, camina, camina. Se sienta en un banco.

«¿Esto qué es? ¿De quién? ¿Por qué? ¿Qué pretende? ¿Qué intenta? ¿Esto es un cortejo? Alguien pretende... ¿qué? ¿Seducirme? ¿Flirteo? ¿Amor? ¿AMOR? Pues no lo quiero. No lo quiero. Yo no busco amor».

 

 

Un par de días después, Louis está trabajando en el bar. Ese tal Mario Ruiz, el Escritor, bebe una copa de vino blanco con hielo sentado a una de las pequeñas mesas del fondo de la sala. A Louis le parece un crimen que eche hielo al vino blanco, y más de una vez ha estado a punto de hacérselo saber con palabras. Louis se acerca al tablón de corcho que hay colgado en la entrada del café y, sujetándolo con un par de chinchetas, clava un pequeño cartel que dice: «Se alquila habitación en buhardilla luminosa. Razón aquí».

Llueve fuera. A Louis le encantaría ir a pasar la tarde al cine, pero da media vuelta y vuelve a su lugar.

 

 

—¡Hola!

 

 

Louis se sobresalta y gira sobre sus talones. Se estaba preparando una infusión cuando el Escritor se ha acercado hasta la barra. Es la primera vez que oye su voz con claridad, pues, cuando se acerca a pedirle el vino blanco con hielo, emite un hilito apenas audible.

 

 

—Me has asustado.

—Perdona... ¿Me pones otra copa de vino, por favor?

—¿Con hielo?

—Sí.

Oh, la la... Quel plouc!

¿Cómo dices?

—Nada, nada...

 

 

El Escritor sonríe a Louis y se retira a su mesa con su copa. En ese mismo instante entra en el bar el repartidor de flores. Louis le mira casi enfadado.

 

 

—¡No las quiero!

—¿Cómo?

—Que no las quiero. Se las puede llevar.

—Son suyas.

 

 

El repartidor floral deja su mercancía sobre la barra del bar y se marcha sin esperar a que Louis firme el recibo. Louis, sintiéndose invadido, se acerca al ramo y arranca la tarjeta.

Novedad.

Es la primera vez que vienen acompañadas de una firma, un sello, un mínimo indicio de reconocimiento.

Louis lee la tarjeta, sonríe... Le resulta familiar... «Si algún día te hace falta mi vida, ven y llévatela».

 

 

«Esa frase... ¿Dónde he leído yo esa frase?».

En tan solo unos segundos, muy pocos, la cabeza de Louis ata todos los cabos. Chéjov. La gaviota. Historia de amor sin título. Los ojos de Louis miran al Escritor, que a su vez mira fijamente, tenso, hacia la calle lluviosa a través de la ventana. La memoria de Louis identifica la frase de la tarjeta: el Escritor cita esa frase de Chéjov en Historia de amor sin título.

 

 

Ya está.

Es él.

Las flores me las manda el Escritor.

¿Cómo se atreve?

¿Por qué?

 

 

—Oye...

—Sí...

—Te quería preguntar...

—Dime...

—La habitación...

—¿Qué habitación?

—La habitación que alquilas...

 

 

A Louis esto le parece demasiado. Demasiado atrevido. Demasiado impune. Demasiado invasivo. El Escritor pretende alquilarle la habitación, el Escritor está dispuesto a pagar por tenerle cerca. Louis se conmueve. Louis siente rechazo hacia un animal tan vulnerable. Louis le quiere amar. Louis quiere destruirle.

 

 

—¡Ah!... No, no... No es en mi casa. Es la casa de...

 

 

Louis hace un gesto con la cabeza señalando a Tanya, la cocinera alemana con sobrepeso. El Escritor se descompone en ese instante. Cada molécula de su ser se derrite o pasa a estado líquido y se cae al suelo, incapaz de dominar la situación. Incapaz de avanzar o de encontrar una salida a ese callejón en el que él mismo se ha metido.

Mario, el Escritor, sigue en pie; pero es un cuerpo hueco en ese instante.

Tras unos segundos de sadismo, Louis decide confesar entre carcajadas.

 

 

—Sí, es en mi casa... ¿Por qué? ¿No tienes casa? ¿Estás interesado?... Salgo en media hora. Si me esperas, te la enseño.

 

 

Louis no sabe que, en ese instante, Mario, el Escritor, resucita.

 

 

Cincuenta y siete minutos más tarde, Mario y Louis se encuentran en el portal de este último.

 

 

—Es un sexto sin ascensor.

—No importa...

 

 

Louis nunca sabrá que Mario pensó: «Subiría estas escaleras todos los días de mi vida aunque fuera cojo».

Los chicos entran en la pequeña buhardilla, Louis acciona el interruptor de la luz y, tras un breve instante en el que ambos se miran, toda la casa se sume en la más profunda oscuridad. Louis grita sobresaltado y luego ríe: «Merde!... ¡Qué susto!». Los cuatro ojos tardan unos segundos en acostumbrarse a la penumbra. Solo la luz de la calle bajo un diluvio se cuela por los ventanucos del techo abuhardillado. El francés explica a su invitado que la instalación es antigua, al igual que todo el edificio.

Silencio.

Respiran.

El Escritor tiene miedo de que su ansiedad le juegue una mala pasada.

—Casi no te veo —le susurra.

—Estoy aquí... Yo sí te veo —le responde Louis.

Mario siente vergüenza al ver a su alrededor todos los ramos de flores que ha comprado y enviado a este Louis que tanto se parece a Louis Garrel.

—Tienes las pupilas dilatadas.

—Puede ser...

—Gracias.

—¿Gracias por qué?

—Por las flores.

—Estoy solo.

—En verano hace mucho calor y en invierno mucho frío... Y tal vez haga falta una mano de pintura... Pero yo creo que aquí podemos ser felices.

 

 

Mario está a punto de caerse literalmente al suelo, cuando Louis se acerca a él y le sujeta. Se miran. Se miran con tantas ganas que no necesitan más.

 

 

—Te voy a dar todos los besos que no te han dado.

 

 

 

 

 

Ahora sí puedo llorar.

—¿Cómo dices? Habla más alto, Mario.

—No conseguía recordar la sonrisa de Louis aquella noche. La recuerdo y me aflojo.

—¿Estás tomando la medicación?

—¿Cuál? ¿Cuál de todas?