BERTA

 

 

 

 

Escuchar toda esta porquería me ha dado ganas de vomitar.

¡Qué agotador este chico!

«¡Crece!», me dan ganas de gritarle a la cara.

Qué laaargo su relato.

Solo un enfermo puede concebir el amor de una manera tan neurótica, tan dependiente, tan absolutamente edulcorada y mentirosa.

Todavía siento en mi ropa el olor a hospital. Todavía me parece estar viendo la cara de esa criatura, ese guiñapo. ¡Qué puta mierda tener que contar esta historia tan desagradable! No quiero, ni tengo ganas, ni me apetece.

Mientras Javier conduce de vuelta al centro, miro por la ventanilla e intento volver a un planeta de gente N O R M A L.

Hace calor, tal vez podría ir esta tarde a nadar un rato. Me sentaría fenomenal. Valoro la idea durante unos segundos, pero enseguida recuerdo que Madrid está infestado de turistas que han llegado hasta aquí con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Me cuesta sentir empatía por esa gente. Ni por esos, ni por los gays en la semana de su ridículo orgullo, ni por los hippies que sembraban lechugas y hacían capoeira en la Puerta del Sol mientras se manifestaban el 15-M (¡y muchas semanas después del quince de mayo! ¿Cuánto duró esa mierda?). No comprendo ninguna manifestación de ideas llevada hasta ese extremo, ninguna exaltación. No simpatizo con ningún discurso panfletario y tendencioso, ni soporto las acciones de abucheo facilón. ¿Qué más les dará?, me pregunto. ¿De verdad creen que van a conseguir cambiar algo? ¿De verdad creen que pueden hacer algo?

Mi abuela es actriz. Una famosa y muy respetada actriz de este país. Aún recuerdo el día en que, a principios de los ochenta, llegó llorando a casa y nos dijo: «Somos unos peleles». Mi abuela era íntima amiga del señor que presidía España en aquel entonces; y dicho señor había convocado un referéndum pocos días antes para que el pueblo votara un asunto importante. «La última palabra la tendrá el pueblo», se hartó de decirnos aquel tipo, tratando de ganarse nuestra confianza. Yo era muy pequeña, obviamente yo no voté. Pero mi abuela, sí. Mi abuela y todas sus «influyentes» amistades. Las comillas a la palabra influyente empezó a ponérselas ella después de aquello.

El pueblo dijo no, y el señor presidente dijo sí.

Pocos días después, ese señor invitó a cenar en La Moncloa a cuatro intelectuales de este país, íntimos amigos suyos. Mi abuela era uno de ellos. «No creáis que yo puedo decir algo. No creáis que yo puedo decir sí o no. Esto estaba decidido de antemano. España tiene que decir sí. Y ninguno podemos hacer nada».

 

 

Mi abuela perdió la fe y la ilusión esa noche.

Yo las perdí el día en que, seca como una espátula, mientras ordenaba sus pañuelos en el cajón de su cómoda (ese olor, el olor a mi abuela, el que sale de su cómoda... Puedo sentirlo en mi nariz ahora mismo como si yo estuviera allí), ella me contó esa historia a mí.

Después, saboreé personalmente esa sensación cuando me tocó vivir el no a la guerra de Irak; ese no por el que tanto nos manifestamos tantos, y que acabó siendo un sí.

Perpleja me quedé. Entonces, sí. Lo reconozco.

Ahora ni me inmuto padeciendo los dolorosos coletazos del zapateril «no hay ninguna crisis».

Trago.

¿Qué más da lo que digamos nosotros?

Así que ni JMJ, ni 15-M, ni orgullo gay, ni «nosotras parimos, nosotras decidimos».

Me la suda todo. Solo me importa estar bien yo.

Me salvo el culo, vulgarmente hablando.

Creo en el trabajo. Y ahora me toca hacer esta mierda. ¡Qué putada!

Contar la historia de este chico enfermo.

Enfermo que te cagas, el cabrón.

No sé qué ha pasado, no sé cuál es su historia. No acaba de hablar con claridad... Ese discurso inconexo...

Y los demás, los otros implicados... Veremos. Sí, me genera rechazo. Y compadezco a ese pobre francés al que este muchacho engatusó. Los maricas, Dios mío... Son aún más gilipollas que nosotras. Se meten aún en más líos que nosotras. Pobre francés y pobre chico enfermo.

«El ala rota».

Mi coño.

Esto lo resuelvo enseguida. Me quito de encima este tema de mierda y a otra cosa. Grabamos el material, editamos rapidito y listo.

 

 

—Vaya reportajazo, ¿eh...?

 

 

Ya estamos.

 

 

—¿De verdad?

—¿Cómo?

—¿De verdad, ESTO te parece un «reportajazo»?

—Bueno... Es lo que hemos venido a hacer, ¿no?

—Eso no significa que tenga que ser bueno, Javier.

 

 

Javier es de natural quejica. No comprendo que este tema que nos han encasquetado le agrade. ¿«Quejica»? ¿Esa es la palabra que estaba buscando? No. Probablemente no es quejica. El asunto sería que nunca es suficiente para él. Siempre quiere más. El sol sale para iluminarle a él. Considera que lo bueno le corresponde por derecho. Así se lo ha hecho creer su madre desde que nació. No, no hablaré de su madre, ¿para qué? No me quiero enganchar ahí. Bastante pensé en ella, bastante hablé de ella durante toda nuestra relación.

La muy... descarada.

No. La madre no. Fuera.

No comprendo que este tema le resulte atractivo a Javier. No le gusta nada que «manchen». Y este tema, esta cosa, «mancha». Salpica por todos los lados. La primera noche que Javier y yo hicimos el amor yo estaba padeciendo —me suele doler— la menstruación, así que prescindimos del coito. Le hice una felación y después él me lo comió a mí; luego se tumbó a mi lado y se masturbó hasta correrse. Pues bien, cuando estaba a punto de eyacular, usó su mano a modo de paraguas. Colocó su mano como pared entre la parábola que dibujaba su semen y su propio abdomen para no mancharse, atrapando la leche al vuelo como si fuera una mosca. Así de limpio es Javier.

Después, se levantó apresurado a lavarse las manos.

Buena familia. Universidad de Navarra. Madre y hermana con perlas en las orejas las muy... No, no, no. Calma.

Y, ahora, este tema le gusta... Venga, hombre, no me jodas. Incomprensible.

 

 

—Yo no puedo con el chaval...

—¿Con quién?

—Con él. Con el chico. El Mario este...

—¿Lo dices en serio?

—¿Cómo?

—Venga, Berta...

—¿Qué? Habla claro.

—¿No te recuerda a nadie?

—¿Qué quieres decir, Javier?

—Nada, nada...

—No, nada, no. ¿Qué?

—Nada.

—Vete a la mierda.

—Vale.

—Di algo.

—El doctor Vega es un buen médico.

—El «DR. VEGA» es un gilipollas.

—Es amigo de mi familia.

—Pues eso.

—Berta...

—A mí no me gusta.

—Es un gran médico.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—No te entiendo.

—Ya.

—Es un buen proyecto, Berta. Hagamos algo bonito. Hagámoslo bien.

 

 

Tiene razón. Javier siempre tiene razón. Siempre me llevaba al lado sano del camino. Además de quitarme esto de encima, quiero hacerlo bien.

 

 

¿Por qué me incomoda esta historia?

 

 

Nos dirigimos hacia la casa familiar de Mario Ruiz, allí es donde actualmente reside él. Toca el turno de entrevistar a su familia, a su entorno. Hay algo raro en todo esto. «El protocolo». Nos dan la información sesgada. En el orden que quieren. Necesito llevar a cabo esas entrevistas para poder entender. Después de nuestro primer encuentro con Mario, nos han pedido que abandonáramos la consulta para que el «DR. VEGA» y Teresa, la madre de Mario Ruiz, «zanjaran un asunto».

¿Qué asunto?

A pesar de fingir que apagaba la cámara y de desviarla hacia el suelo intencionadamente para que no se sintieran observados, he dejado que la Canon siguiera grabando. Sé que puedo parecer una zorra sin escrúpulos. Tal vez lo soy. Hay algo feo en todo esto y quiero saber qué es. ¿Por qué nos piden que dejemos la habitación cuando el «DR.» va a hablar con la madre? ¿Por qué, si nos buscan —¡nos llaman ellos!— para que contemos esta historia, nos la ofrecen sesgada?

Mientras Javier se queja del atasco, enciendo la videocámara, introduzco los auriculares y me dispongo a escuchar la grabación.

Se oye fatal. Mientras la pantalla de mi cámara digital me ofrece un plano fijo del suelo de esa consulta, oigo cómo el doctor «blanconuclear» le dice a la madre que va a hacer lo que pueda... Que la cosa está difícil.

Bah, ¡el sonido es una mierda! La madre llora, le da las gracias. «Ya sabes que nosotros hemos accedido a esto del reportaje porque...». ¿Qué? ¿Qué dicen? «A saber las barbaridades que ese hijo estará contando de mí... Las mentiras... Necesito que le ingreséis... Le tenéis que ingresar. La cosa en casa está insoportable, y su padre...». «Tranquila... Le vamos a ingresar, no te preocupes. Vamos a ingresar a Mario».