BERTA

 

 

 

 

Ahora sé.

Ahora conozco todos los datos de esta historia.

 

 

Después de varios días llevando a cabo las entrevistas para este documental, creo que me he puesto enferma. Me siento exhausta. No sé qué me pasa. Llevo dos noches vomitando y me ha salido una erupción en la piel.

 

 

Niego.

Tapo.

Somatizo.

 

 

A duras penas he podido terminar el último encuentro con la terapeuta de Mario Ruiz.

Tras escuchar toda la información —no solo la que reproduzco en las entrevistas de las páginas anteriores, sino todas las imágenes que irán en el documental— me siento sobrepasada por este reportaje que no creo que pueda ni acabar pronto, ni hacer bien. No sé desde dónde contarlo, no logro decidir dónde posicionarme. Hay demasiado dolor, demasiada mentira.

Estoy acostumbrada a hacer las cosas lo mejor que puedo, sin remilgos.

Aunque se trate de temas que no me interesan lo más mínimo, realizo mis reportajes de forma sumamente profesional.

Resultado intachable.

Sin grietas.

Dándole siempre a cada detalle mil vueltas, una y otra vez, antes de darlo por zanjado. Siempre me ocupo de que todas las historias que me encargan, o yo misma propongo contar, hayan adquirido la forma adecuada y comprendan un contenido óptimo. Al menos a mis ojos. Así, si a alguien le parece un trabajo incompleto, o tibio o demasiado —o excesivamente poco— personal o comercial o, en definitiva, equivocado en el planteamiento por una u otra razón, siempre puedo decirme a mí misma: «Lo has hecho lo mejor que has podido, sin darte tregua en ningún momento».

Ahora, no. No es el caso. Voy a darme el permiso, por primera vez en mi vida, de no hacer algo lo mejor que pueda. Sé que esforzándome más, dando más de mí, montando las entrevistas en otro orden o ajustando el enfoque, podría conseguir un reportaje mejor, pero paso. Me la suda. Me suda el coño, sí. Solo quiero acabar con esto.

Ese chico, Mario Ruiz, ya no solo me genera rechazo. No estoy segura de que me lo siga generando. Ahora me despierta curiosidad, lástima, admiración... Y sí, aún algo de rechazo.

No puedo concebir cómo una cabeza llega a ese estado. ¡Qué mezcla de todo lo peor!

Ahora puedo imaginar a Louis. Claro, ahora sí puedo... Ahora puedo entender.

Entiendo, pero solo quiero acabar.

Acabar.

Esta no es mi historia.

 

 

No es mi historia.

 

 

¿A quién va a conseguir atrapar este cuento, si yo soy la primera que no me esfuerzo lo suficiente en conseguir que sea defendible?

Me da igual. No me importa. Solo quiero entregarlo y cobrar el cheque.

A fin de cuentas, ¿cuántas mierdas mediocres e inmundas consume la gente a lo largo del año? Libros, discos, películas, reportajes, comida, todo.

Mi trabajo, una más. Una mierda más. No importa.

Tal vez es el material, demasiado críptico. O demasiado lacrimógeno y sensiblero, no lo sé.

Tal vez soy yo.

No lo sé.

Por primera vez, no me importa.

No quiero ocuparme de hacerlo mejor.

Quiero acabar.

Clin, clin. Caja registradora. Mi dinero, gracias.

 

 

Pienso todo esto sentada en una pequeña butaca de hospital. Otro hospital. Ese hombre acostado frente a mí, en estado casi vegetal, es mi padre. No sé si hablarle o no. ¿Me escucha? No me he decidido aún sobre eso. No sé si tocarle, no sé si puedo. Por suerte, en este momento se abre la puerta de la habitación y entra mi sobrina Lucía, la hija de mi hermano Juan, que (desgraciadamente no dirijo yo el mundo y no puede ser todo como me gustaría) entra tras ella.

Mi sobrina sonríe al verme y me llama «tía».

«¡Tía!», grita ilusionada. Y a mí se me cae la baba. Esta niña y yo nos llevamos bien. No es una niña como las demás, y no es porque sea mi sobrina. Es una niña fuerte, sólida, lista como una ardilla. Es, al igual que Mario Ruiz, una superviviente.

No, no quiero que Mario Ruiz me toque, ni me salpique. Ni compararme con él. Yo no tengo nada que ver con él, ni mi familia tampoco.

Yo aprendí a vivir con lo mío. Él, no.

Ahí está la diferencia.

 

 

Mi sobrina y yo nos besamos y abrazamos. Mi hermano nos interrumpe preguntándome qué hago allí:

—¿Qué coño haces aquí?

—Hola, Juan.

—¿Que qué haces aquí?

—Quería verle.

—¿Ahora?... Lucía, ¡ven aquí!

Toda esta historia, todo este rollo de Mario Ruiz y su cabeza, y su madre y su terapeuta y su hermana y su no padre... y Louis, me ha empujado a ir a ver a mi propio no padre.

Y ya. Nada que ver.

Ahí empiezan y acaban todas las similitudes entre Mario Ruiz y yo. Sí, sí, sí... No hay más. Yo no soy esa cabeza. No lo soy.

Pude serlo, pero no.

¡Gané! Yo gané, sí.

Un padre ausente, o no padre, y sus consecuencias. Fin. Diferentes consecuencias, gracias a Dios... O a lo que sea.

Hace ocho meses que mi no padre yace ausente de sí en una cama de hospital y, hasta ahora, yo he venido a verle únicamente en dos ocasiones. No puedo. No consigo atravesar todo lo que nos separa y acercarme a verle. No puedo. No he podido hasta hoy que, al menos, lo he vuelto a intentar. No venir, que he venido; sino atravesar este enorme erial que nos ubica, a mi no padre y a mí, en puntos diametralmente opuestos del pequeño planeta emocional de nuestra no familia.

 

 

—¡Lucía, ven aquí, te he dicho!

—Juan...

—Qué niña tan estúpida...

—No le hables así a la cría.

—¿Cómo?

—Que no le hables así.

—¿Tú quién te has creído que eres?

 

 

Mi hermano se acerca a mí y me agarra fuerte por los brazos. Es más grande que yo y me aprieta. Me hace daño y mi cabeza se llena entera en menos de un segundo con un par de imágenes poco agradables en las que me quedo trabada, como un vinilo rayado. No consigo soltarme de esas imágenes ni de la presa de mi hermano.

Sigo tranquila.

 

 

—Suéltame, anda... No hagas el ridículo.

—No me toques los cojones...

—Conmigo no, Juan. Conmigo no. Yo no soy mamá.

—Lárgate de aquí. Estamos de puta madre sin ti.

 

 

Mi hermano me suelta y yo me agacho para despedirme de su hija. Ver la cara de la niña presenciando semejante circo me rompe el corazón y me llena de amargura. Mi sobrina me pregunta si no me quedo a cenar con ellos.

—Hoy no, cariño... Pero otro día vengo y cenamos juntas, ¿te parece?

—A mi hija no le comas la cabeza con tus rollos... No vaya a salirnos tan «especialita» como tú.

—Te quiero mucho, enana.

—Y yo a ti, tía.

Salgo de la habitación mientras escucho a mi hermano gritarme:

—Cuando se muera el viejo, te llamamos y vienes a llorar un rato... ¡Que eso se te da de lujo!

 

 

Camino por el pasillo de linóleo.

Oigo el sonido de mis propias pisadas.

 

 

Una tras otra, una tras otra, una tras otra.

¿Por qué ha llegado hasta mí este reportaje? ¿Por qué la vida me trae esta mierda y me obliga a meter las narices en la desgracia de Mario Ruiz, y su madre, y su (no) padre, y su necesidad bulímica de afecto?

No quiero utilizar este material para vengarme de mi historia familiar. Me falta distancia para contar este cuento. No voy a ser capaz de hacer de esto algo interesante a nivel narrativo.

Tirar la toalla, sí.

Yo no soy la persona adecuada para ocuparme de esto.

Voy a llamar a Javier y a pedirle que encarguen a otra persona este reportaje.

Afortunadamente, tengo algo de dinero ahorrado. Me lo puedo permitir; puedo esperar unas semanas, sí. Hasta que llegue el siguiente encargo.

Qué alivio.

 

 

Cojo un taxi y me dirijo a las naves del Matadero. He quedado allí con Pablo, mi editor, para ver un montaje de Antígona. Madre mía, no se me ocurre un plan peor. Tiene invitaciones y me ha pedido que vaya con él.

Mi editor.

Tengo que escribir.

Tengo que ponerme a contar los asuntos que de verdad me interesan. No conformarme.

No asumirme como sujeto pasivo que recibe proyectos por encargo y los ejecuta pulcra y eficazmente.

Mira el cabrón de Mario Ruiz, qué arrojo, qué seguridad en sí mismo. Una novela.

Imprudente.

 

 

Antígona, no jodas.

Me muero de pereza, pero hace más de seis meses que Pablo y yo no nos vemos. Planeamos este encuentro hace semanas. No puedo darle plantón a última hora. Lo hago tan a menudo que he acabado por granjearme entre mis amistades la desagradable reputación de cancelar mis citas en el último momento. No, he de ir. Durante el trayecto, marco el número de Javier. «Apagado o fuera de cobertura». En cuanto salga del teatro vuelvo a llamarle, y que le encasqueten el muerto a otro. Llego a la sala, Pablo me espera tomando una cerveza en el bar del teatro. A decir verdad, me encanta este espacio tan amplio. Pido un ribera y me siento junto a Pablo, que me acusa de llegar tarde y de tener un aspecto horrible. Le doy un beso en la mejilla y me recuesto en su hombro. Me reconforta.

Cierro los ojos.

Charlamos durante media hora de asuntos banales que nada tienen que ver conmigo o con Mario Ruiz. Criticamos un rato, me cuenta sus últimas conquistas amorosas, hablamos del último libro que hemos leído.

Me sienta bien.

 

 

Mientras entramos a la sala, una chica, vestida de varón, canta Youkali, de Kurt Weill, al piano. Los actores esperan concentrados a que les toque intervenir. Cuando estamos todos sentados, la chica vestida de chico nos habla en francés. Podemos leer lo que dice en una pantalla que se encuentra sobre su cabeza. La chica/narrador nos presenta a los personajes de esta tragedia.

La historia de la pequeña Antígona, que lucha sola contra el mundo.

Un coñazo. Con suerte, conseguiré dormir un rato con los ojos abiertos.

 

 

Para mi sorpresa, setenta y cinco minutos después, salgo muy movilizada del espectáculo. Ha sido breve y muy intenso. La versión situaba la acción en la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial y aligeraba bastante el lenguaje de Sófocles.

«Lo hago porque debo hacerlo», dice Antígona cuando Creón le asegura que la matarán si entierra a su hermano Polinice.

«Lo hago porque es lo que debo hacer. Nada más».

Me ha resultado curiosa y acertada la disposición espacial, emulando un ring de boxeo; el cuadrilátero en el que dos hombres enguantados salen a ver quién deja KO al otro antes y consigue así la victoria.

Terca, esta Antígona que elige morir. Mario Ruiz no dudaría en recomendarle ir a terapia. ¡Criatura!

Los personajes, la gente en general, no son conscientes de sí. No estamos tan «terapeutizados» como Mario Ruiz. No nos pasamos el día pendientes de quiénes somos, no nos ocupamos de descubrirlo. Vivimos. Y bastante tenemos con eso.

Hacemos lo que debemos hacer.

Así son las cosas.

 

 

Me despido de Pablo y me dirijo a mi apartamento con un nudo en el estómago. Vuelvo a pensar en Mario Ruiz. Busco mi teléfono móvil en el interior del bolso y pulso el número cuatro. Todavía no he borrado a Javier de mi listado de favoritos. No creo que lo haga nunca.

Cuando escucho su voz al otro lado de la línea, oigo de fondo cantos y palmas.

 

 

—¿Qué coño haces? ¿Estás en misa?

—¿Qué?

—Que dónde estás.

—En Cuatro Vientos.

—¿Y qué cojones haces tú en...? Noooo... ¡No me lo puedo creer! ¿Estás en el aeródromo?... Eso es demasiado, incluso para ti.

—Quiero ver al Santo Padre.

—Me estás vacilando.

—No.

—Vale, bueno, nada... Te dejo entonces que... reces... O lo que sea que hagáis allí.

—No seas tonta. Dime..., ahora no me dejes así.

 

 

Entonces me dan ganas de preguntarle si todo esto que estamos haciendo es justo. Estamos... ¿qué? ¿Juzgando a ese chico? Ese Mario Ruiz. Vamos a contar su vida. Su secreto. Y luego, ¿qué? ¿Van a hacer una película? No, no da para una película, quizá un telefilme para después de comer. No quiero. No quiero seguir adelante con el reportaje. No quiero utilizar a ese desgraciado, ni a su madre, ni a su no padre. Yo no soy la persona adecuada para contar esto.

Pero me importa mi trabajo y me gusta hacer las cosas bien. Tal vez no «lo mejor que pueda»; no esta vez, pero, aun así, debo acabar.

Es lo que debo hacer. Pero no sé si puedo. No sé si debo.

Voy a vomitar, trago saliva y solo acierto a decir:

—¿Y si está diciendo la verdad?

—¿Quién?

—Mario Ruiz.

—¿Cómo va a estar diciendo la verdad?

—Entonces, ¿tú crees que ese chico..., el francés..., ese Louis...?

—Está claro, Berta... Por eso estamos contando esta historia.

—No sé... ¿Tú has visto qué cuadro de casa?... ¿Has visto qué familia?

—Todos tenemos problemas.

—Parece mentira que tú digas eso, Javier.

—Perdona.

—Nadie le cree.

 

 

Javier se calla. Ya sé lo que va a pasar. Ocurría continuamente cuando estábamos juntos. Se calla y, o bien le ha dejado de interesar la discusión, o no tiene nada más que decir, o no sabe cómo hacerlo. Pero la cuestión es que se calla y su silencio puede durar minutos, horas, días, meses, años, siglos. Ya no vuelve a hablar hasta que hable yo. Así que tomo aire y opto por decirle que no se preocupe, que seguro que vamos a poder montar un reportaje interesante y que me voy a dormir. Me pregunta si quiero que le diga algo al Santo Padre de mi parte y yo prefiero pensar que está bromeando, me despido entre risas y cuelgo el teléfono.

Me detengo junto a un árbol y vomito vino tinto, agua y bilis.

 

 

Me encuentro mejor. Camino hacia mi apartamento. Siento la necesidad de tomarme un respiro. Alejarme durante unas horas de este material, tal vez eso me ayude a acercarme a él; o a tomar la decisión de si puedo o no debo ser yo quien cuente este cuento.

Entrar en contacto con esta historia me ha hecho perderme, alejarme de mí misma.

Fantaseo con una breve escapada, un par de noches. Carretera, hotel, paseos, silencio.

Sí, me hará bien.

 

 

Al día siguiente, después de comer, preparo la maleta, escribo un whatsapp a Javier haciéndole saber que alargo el fin de semana y que no estaré disponible de nuevo hasta dentro de unos días, y me marcho a la estación de autobuses. Una vez allí, compruebo que la empresa de transporte me ofrece varias opciones. Me decanto por Lisboa. Sí, genial. Justo lo que necesito. Montaré en tranvía, iré a Caparica y tomaré vino en el mirador de Santa Lucía. Me relamo solo de pensarlo.

Llevo todo el kit de viajera solitaria: el iPod, auriculares, una novela (me vi tentada de comprar la novela de Mario Ruiz, pero fui sensata y decidí no hacerlo. Me tomo estos días para no pensar en nada que tenga que ver con ese fango), regalices, cuaderno de notas. Todo en orden.

Subo al autobús que, para mi sorpresa, va lleno. ¡Cuánta gente decide viajar un lunes de agosto a Lisboa en autocar!

Disfruto de mis regalices, escucho a The Smiths en el iPod (And if a ten tons truck kills the both of us... To die by your side...) y me voy quedando dormida con la cabeza apoyada en la ventanilla. ¡Qué suerte que me ha tocado ventana! A pesar de tener que molestar a mi compañera de asiento cuando quiera levantarme para ir al lavabo, prefiero ventana. Prefiero molestar a ser molestada. Sin duda.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, estamos llegando a Lisboa. ¿He dormido todo el viaje? ¿De un tirón? No me reconozco. Me despiertan una música typical Spanish y las carcajadas de mis compañeros de viaje. En las televisiones del autobús, para entretenimiento de todo el pasaje, se proyecta un montaje de vídeos con los más escandalosos y descacharrantes accidentes ocurridos en encierros taurinos. Cuando abro los ojos y enfoco la imagen, me cuesta creerme lo que veo. Un toro embiste a un crío, un chico de no más de veinte años, y lo arrastra calle abajo hasta empotrarlo contra una farola repetidas veces. No le encuentro sentido, ni gracia. Imagino que se trata de algo breve, o tal vez una pesadilla. Bostezo, me froto los párpados; pero la cosa se alarga y me doy cuenta de que no es una broma de mi cerebro ni nada similar. No. Es el divertimento de a bordo.

Mi obesa compañera de asiento ríe a mandíbula batiente al ver a esos chavales abrirse el cráneo. Al observar cómo un toro tras otro eleva por los aires los cuerpos de esos jóvenes, que parecen de paja. Cuando empieza a brotar la sangre, cortan y pasan al siguiente embiste.

¿Cómo acaban esas imágenes?

La gorda de mi lado desayuna un tomate, mordiéndolo como si se tratara de un melocotón, y ríe mientras el jugo del fruto se desliza por su barbilla.

Me pongo los cascos, enciendo el iPod y miro por la ventanilla.

But I’m just a soul whose intentions are good... Oh, Lord, please don’t let me be misunderstood...

The Animals.

 

 

Quiero pensar que el resto del viaje va a ser distinto. Mejor.

Necesito desconectar, verdaderamente lo necesito. Cuando vuelva a Madrid, tendré que enfrentarme al «caso excepcional».

Sí, voy a terminar de contar la historia de Mario Ruiz.

 

 

Espero que Lisboa me trate bien.