Una crueldad

Escala los veintitrés peldaños del puente a las 9:25 a. m., ni un segundo antes. Estación de Boyle, día de verano gris y ventoso. Cuenta cada escalón mientras asciende, las viejas vigas del puente sólidamente sujetas con enormes pernos, y la curva de sus pasos un revoltijo de zapatillas de tenis al cruzar —la marcha es decidida, los brazos se balancean— y cuenta los veintitrés escalones que vuelven a descender en el lado opuesto del andén. El tañido herrumbroso del último escalón metálico es sustituido por las suaves pisadas sobre la añeja piedra lisa del andén, y el rumor del tren Dublín-Sligo se oye en la distancia, cada vez más cerca, y ahora es un creciente rugido a lo largo de las vías —la satisfacción de haber calculado el momento exacto— y la brisa caliente del tren le desordena el pelo. El tren afloja hasta detenerse, y su cabello vuelve a su sitio; las puertas pitan tres veces y se abren con un ligero siseo; un resuello expectante. Ocupa su asiento habitual en el vagón A. Aunque no cabe duda de que habría que pedirle el billete, el inspector apenas asoma la cabeza en el vagón para dar los buenos días.

—Día bonito, ¿eh? —dice Donie.

Es su broma habitual, lo dice haga el tiempo que haga. Lo dijo durante la gran helada de Navidad y Año Nuevo, lo dijo durante las inundaciones de noviembre del 2009. Ahora también llega un rugido del norte, y el Sligo-Dublín se detiene al lado, y su ruido se deshincha, los pasajeros miran aburridos por las ventanas. Es en la estación de Boyle donde ambos trenes siempre coinciden durante unos pocos minutos y para Donie eso es todo un orgullo. Boyle es un pueblo destinado a la alegría, cree, un lugar donde tienden a ocurrir cosas interesantes.

Los pitidos y los siseos, y los vagones quedan sellados, y el tren a Dublín parte hacia la estación de Connolly, pero el tren de Donie no se mueve aún. Según los horarios, su tren debe salir hacia Sligo a las 9:33 a. m., y ahora siente angustia al observar el paso de los segundos en su reloj Casio.

9:33:35

9:33:36

9:33:37

Y cuando los segundos alcanzan los 50, su respiración se convierte en ansiosas puñaladas de pánico, y habla.

—Tendríamos que ir saliendo ya, chicos —dice.

Pasan ya veintiocho dolorosos segundos de las 9:34 a. m. cuando el tren se arma de su fuerza interna, las puertas se vuelven a cerrar y por fin arranca.

¿Por qué, quiere saber Donie, no puede salir el tren a la hora precisa designada en su horario, cuando ha estado esperando ocho minutos en el andén?

—No tiene sentido —dice.

Y no es que su reloj no vaya a la hora, que nadie se asuste, pues lo comprueba cada mañana llamando al servicio de información horaria, que es público; no puede equivocarse. Si lo hiciera, todo el sistema se iría al garete.

El tren sube por el terreno alto en las afueras de Boyle. Asciende por la ladera de las montañas Curlew y silba al pasar junto al cementerio. Las sacudidas y embestidas del motor muestran su excitación habitual y él intenta olvidar la ansiedad de la estación de Boyle, que recula, pero con la lentitud de la marea. Ahora las rocas derrumbadas de las paredes de piedra de los antiguos campos elevados. Ahora las vacas tristes, mojadas aún de rocío y llovizna nocturna. Ahora el tono verdoso del tejado galvanizado de la cabaña abandonada. El chisporroteo de la lluvia ligera contra la ventana, las montañas Bricklieve, que se alzan imponentes a lo lejos, al noroeste, una meseta esculpida en caliza.

Le permitieron hacer el primer viaje la mañana de su decimosexto cumpleaños. Éste es su vigésimo año haciendo trayecto Boyle-Sligo, todos los días de la semana, todas las semanas del año. Donie cree que si no se sube al tren de las 9:33, el tren de las 9:33 no saldrá, ¿y quién puede decir lo contrario?

Y en la distancia, ahora, la iridiscencia de los lagos, un resplandor vaporoso que se eleva más allá de las colinas, y el padre muere debido a las rodillas. El padre era un gran paseante y hacía un paseo diario de ocho kilómetros alrededor del parque forestal Lough Key, entre los helechos y los robles vetustos, cruzando el puente de las hadas, y de regreso. Entonces sus rodillas cedieron —las dos al mismo tiempo— y ya no pudo andar más.

—Ay, qué contratiempo —solía decir desde el sillón, mientras contemplaba Boyle en las tardes interminables.

El padre aumentó de peso rápidamente. Se convirtió en una masa de mantequilla en el sillón. Sufrió un ataque al corazón aquel mismo año.

—Mi padre —cuenta Donie—, murió de un contratiempo en las rodillas.

Las tierras altas del sur del país. Cada vez más cerca de Ballymote. Pone a los prados el nombre del acebo, del iris amarillo —el jarro de oro—, del escaramujo. Queda atrás la colina de Keash —punto de referencia— y son exactamente las 9:45 a. m., se han recuperado los segundos perdidos; el aliento recorre tranquilo el cuerpo de Donie otra vez. Por encima de las copas de los árboles aparece la torre del castillo de Ballymote, acosada esta mañana por los grajos, a los que las brisas frescas de verano llevan de aquí para allá; los grajos están entretenidos, ahí. Dos ancianas esperan en el andén de Ballymote y Donie sabe que van al hospital de Sligo; puede ver la enfermedad en ellas; están enjutas y encogidas por la propagación artera de ésta.

Desciende hacia Collooney. Su fuerza de voluntad hace correr el tren a lo largo de las vías. Collooney es la última parada antes de Sligo y es siempre un estorbo; se siente angustiado otra vez; quiere que esta parada termine ya; el tren debe llegar a Sligo en el momento preciso. Si no es exacto, él sabrá que no es exacto, y eso será un agravio. Collooney trae tres pasajeros y no puede evitar murmurar mientras recorren el pasillo.

—Tardaríais lo mismo en bus, muchachos —dice.

Trazas de mar en el aire, y el rumor de la autopista, y ahora son las gaviotas quienes son transportadas por la brisa, y los jardines traseros de las casas adosadas son un borrón periférico —vallas sin pintar, el verde enrollado de mangueras, bovedillas— y sus ojos se humedecen por la concentración extrema en los segundos del reloj Casio…

10:08:53

10:08:54

10:08:55

… y sabe que todo va bien ahora, mientras el tren entra, relajadamente, en la estación, su rugido aminora, y muere.

10:09:15, la llegada se ha efectuado dentro del minuto que figura en el horario, y hay cierta ligereza en el andar de Donie al cruzar la estación; sus pasos son alegres, sus brazos vuelven a balancearse.

Es hora de ir al río Garavogue y ver cómo están los patos.

En la brecha del río, antes del puente, la corriente es rápida y perversa. A menudo, aquí, en verano, el flujo separa a un pollito de azulón de su nidada, y más de una vez Donie ha bajado los escalones de piedra —primero un pie y luego el otro, para evaluar lo resbaladizos que son— y ha cruzado por las rocas hasta donde la corriente se bifurca para devolver con su familia a un pollito remojado, sujetándolo con cuidado en sus manos. Una mañana, dos años atrás, un grupo de escolares aplaudieron al ver a Donie hacer su trabajo. El delicado repiqueteo de la vida latiendo en las palmas ahuecadas de sus manos.

Parece que esta mañana está todo en orden, pero, de todos modos, se queda vigilando a los patos durante la media hora entera.

Ahora, la mochila.

Donie ha aprendido a ignorar la presencia de la mochila sobre su espalda hasta exactamente las once menos cuarto. Si no, ni los bocadillos ni las galletas sobrevivirían al viaje en tren. Se sienta en un banco que está en un tramo más bajo del río que su banco habitual, pero esto no supone una gran molestia. A menudo el banco habitual está ocupado, especialmente en las mañanas de verano, y ya se ha resignado a ello. Simplemente significa que no será un buen día al cien por cien, uno de esos días en que todo está exactamente en su sitio. Es triste, pero sólo un poco.

De la mochila saca la primera tanda de paquetes de papel de aluminio y los deshace cuidadosamente por las esquinas y libera el olor cálido del pan. Dos sándwiches de pan blanco, jamón, margarina y nada más, cortados por la mitad. En lo que se refiere a sándwiches, Donie se anda con fruslerías.

¡Llevaos bien lejos vuestra ensalada de col!, piensa, y, jovial, se lleva el primer mordisco insípido a la boca.

Una botella de zumo de naranja le ayuda a bajar los sándwiches. Al zumo lo siguen cuatro galletas, envueltas también en papel de aluminio. Durante un tiempo, iba alternando los tipos de galleta —hazlo, aunque sólo sea por variar un poco, razonaba su madre— pero el cambio desorientaba a Donie. No saber si le tocarían galletas de higo o de avena empezó a desasosegarlo. Podía adivinarlo con bastante precisión por la forma, pero entonces llegaba la mañana de las galletas redondas, ¿y quién era capaz de distinguir las galletas de chocolate Jacob’s GoldGrain de las Polo? Era una batalla perdida, y ya sabe que hoy desenvolverá unas Goldgrain.

Cuando se termina la última galleta, alguien se sienta junto a él. A Donie no le hace falta alzar la vista para saber que alguien lo observa; —el calor de una mirada escuece como ortigas sobre cada centímetro de su piel.

—¿Cómo estamos? —pregunta el hombre.

Donie mira hacia arriba ahora y se encuentra con un hombre de ojos pálidos y piel cetrina, que luce una barba rala a medio crecer.

—¿Cómo te llamas? —dice el hombre.

—Donie.

—Ah, ya. Diminutivo de Domhnaill, ¿no?

—Sí.

—¿Ortografía irlandesa?

—Exacto. De, o, eme, hache…

—Ajá…

—Ene, a, i, ele, ele.

Muy bien. Una galleta pa’l nene.

—Ya me comí mi última galleta.

—Es una expresión, lerdo. Gilipollas.

Donie sabe que tiene que levantarse e irse, pero el hombre estira un brazo y coloca una fría mano de acero sobre la suya. Una abrazadera que lo sujeta al banco.

—Para —dice Donie.

El hombre suelta una risita.

—Me da que la mejor parte de Donie goteó por la pierna del padre, ¿eh?

Los huesos delgados y duros de la mano, el amarillo de la piel… Hay algo en este hombre que le recuerda algo, pero Donie no sabe qué exactamente. Lo único que logra reconocer es una sensación animal.

—Tengo que irme —dice Donie.

—Si te levantas te daré una patada en los tobillos y caerás.

—¡No lo hagas!

La voz de Donie tiembla y las palabras suenan minúsculas y casi se pierden bajo el rugido del río.

—¡Está llorando!

Donie mira la mano del hombre que retiene la suya, y las manchas amarillas del dorso, y de repente le viene a la cabeza, la palabra se le ocurre por el color: hiena.

—Eres como una hiena —dice.

El hombre expele un silbido por la nariz a modo de risa. Y luego otro, rápidamente. Tiembla de irrisión. Continúa inmovilizando la mano de Donie contra el banco, pero ahora recorre el dorso sensualmente con el pulgar.

—No hagas eso.

—¿Por qué?

—Me haces cosquillas.

—¿Y qué te haría una hiena?

—¿Me dejas que me vaya?

—¿Qué te haría una hiena?

—Tengo que volver a casa con mi madre. Debo coger el tren de las doce en punto.

—¿Dirías que se comería tu cadáver?

—Cojo el tren a Boyle de las doce en punto. Llega a las 12:33 del mediodía.

—Daría mordisquitos, ¿verdad?

El hombre aprieta los dientes y muerde el aire con rapidez; hace rechinar los dientes, apunta a Donie con su sonrisa afilada.

—Entonces… ¿damos un paseo?

Con todas las fuerzas que es capaz de reunir, Donie se libra de la garra y se levanta del banco para irse. El hombre se alza igual de rápido y, mientras camina junto a él, deja caer su mano suavemente en la rabadilla de Donie, y ahora le susurra deprisa las terribles palabras.

—¿Sabes lo que te haré cuando vuelva a verte por aquí? —Así empieza, pero el resto queda enterrado bajo el grito atronador de Donie. Sostiene el grito como un escudo contra las palabras. Pero el hombre se limita a sisear un «sh» delicado.

—Tranquilo, cariñín —dice.

El hombre se detiene de pronto, y Donie siente que la mano se separa de su espalda, y tiene miedo de la pausa, y ahora siente el fulgurante impulso de la mano abierta en la rabadilla, y el hombre estira una pierna para hacerle la zancadilla a Donie, que cae hacia delante y queda tendido en el camino junto al río, y hay gente alrededor pero nadie se acerca a ayudar. Donie sabe que creen que son sólo un par de locos que se pelean.

Él está en el suelo y el hombre permanece un instante por encima de él, tapando el cielo, y se inclina.

—Hiena —dice, y se va.

Para Donie, que ahora recorre las calles estrechas de Sligo, todo se ha ido al garete. Hoy no se detiene a mirar el escaparate de la tienda de equipamiento de alpinismo, que suele ser un sueño de quince minutos para Donie, un sueño de crampones y barbas escarchadas e impresionantes picos níveos. No saluda hoy al tallista. No cuenta las losas que pavimentan el atajo de la arcada.

Entre temblores, pierde una hora en el andén. Y está sentado en el tren de las doce en punto, pero se pierde la salida por completo, pues los ojos de la hiena lo queman. Se pierde Collooney y el ascenso a Ballymote. No tiene broma alguna que ofrecer al inspector. Las tierras altas del sur del país; hiena.

—¿Qué te pasa, Donie?

Un hombre amable se percata de su angustia y dice esas palabras en Elphin Road en el pueblo de Boyle, pero Donie no se detiene a hablar con él. No va al Supervalu a por una bolsa de seis dónuts. Va directo al adosado.

Ha salido el sol. Un chillido de blanco puro. Se apresura a lo largo de la hilera de casas, tan familiares como la sensación de los dientes en su boca, y debe atravesar el sol con los ojos entornados, debe penetrar la luz, y no quebrará el sentimiento, no será aplacado —hiena—, hasta que la puerta de casa se abra para él, y lo hace, y sale ella, el instante sincronizado con su llegada, su silueta contra el resplandor del sol, la forma de madre.