Dos señoras sesentonas avanzaban hacia el norte del Condado de Sligo en un bonito coche japonés. El cielo que abovedaba Lough Gill era de un azul profundo y el mundo estaba henchido de sangre estival. Se respetaba el límite de velocidad escrupulosamente, y se frenaba en cada curva. En el aire, el carnaval de un bonito sábado de junio. Una exposición de coches vintage había traído a Kilmore una multitud de canotieres y americanas años veinte; los viejos Ford y Triumph daban bocinazos alegres bajo el sol, y sonrieron y saludaron con las manos cuando pasaban las señoras. Había una larga cola para el ferri a la isla lacustre de Inishfree; había castillos que visitar, y caminos marcados que recorrer acaloradamente. Todas las mesas a la sombra de los pubs del pueblo estaban repletas y tintineaban con vasos y risas, y los niños jugaban sin supervisión en el frescor del bosque.
—Cuando le llega una pizquita de buen tiempo —dijo Ernestine— este país es poderoso.
—Incomparable —suspiró Kit, y el verdor del verano susurraba contra las ventanas del Toyota al girar una curva cerrada pasado Tully.
Ernestine era corpulenta, con el tono subido de los carnívoros, y sus muslos forcejeaban con el lino color crema de sus pantalones, confinados en el espacio del asiento del conductor. Sostenía rectos y tensos sus carnosos brazos pecosos sobre el volante; había aprendido a conducir de mayor. Kit, algo más joven, tenía el cuello largo, una permanente imperturbable y era delgada como un cable. Tenía por mirada dardos que examinaban el territorio que atravesaban, y por costumbre señalaba a su compañera las personas y lugares de interés.
—¿Serán extensiones? —se preguntó al pasar junto a una chica rubia que empujaba un cochecito por la vereda.
—Puedes apostar —dijo Ernestine—. Con esas mechas plateadas que parecen…
—Parecen baratas —dijo Kit.
—Sí.
—¡Qué horterada!
—Una madre joven.
—Emperifollada como una fulana barata —dijo Kit.
—Pero si la falda apenas le tapa el asunto, ¿lo estás viendo?
—Lo veo. ¡Y esa horrible, horrible tela tejana desgastada!
—¿Adónde puede ir esa fulana, Kit?
Kit consultó el mapa de carreteras.
—Leckaun es el próximo pueblo —dijo—. Está a un momento siguiendo la carretera desde aquí. Su majestad se dirige al pub, sin duda.
—A beber sidra con tipos con pendientes y tatuajes —dijo Ernestine—. Junto al billar. En un cuartucho trasero húmedo y frío. ¡Húmedo y frío!
—Te lo puedes imaginar —dijo Kit, y se santiguó—. Una gramola y barriles de cerveza y cocaína en los baños. Y ese bebé desgraciado apañándoselas solito.
—¿Deberíamos parar un rato en Leckaun, Kit?
Kit reflexionó un momento.
—No —decidió—, sigamos hasta el castillo. Ahí habrá un buen grupito de gente, seguro.
Avanzaban por el condado en el Toyota a medio gas, y las ventanas bajaron con un zumbido para que entrara algo de brisa: traía el aroma medieval de bosques añejos. Llevaban en la carretera desde la mañana, pero aún no había rastro de cansancio en ellas; la excitación por la excursión lo contrarrestaba.
—Un Cornetto me sentaría de maravilla ahora —dijo Ernestine.
—Hace tiempo de helado, desde luego —respondió Kit.
Se sonrieron la una a la otra. El aparcamiento estaba prácticamente lleno. Ernestine hizo maniobras —tras un par de intentos torpes que perlaron su frente de sudor— para meterse en el último hueco vacío. Cuando se paró el motor, el coche se llenó del sonido de pájaros ansiosos y del parloteo de los visitantes del castillo. Durante un momento, las señoras escucharon con placidez: adoraban el gentío de las tardes de verano. Las aguas del lago que el castillo vigilaba yacían pesadas como el cielo azul; cada uno suspendido en el otro.
—¿O quizás podríamos comernos un bollito, Kit?
—Pues eso no nos mataría, Ernestine.
En la cafetería, ubicada en una respetuosa extensión de cristal del castillo, había un ajetreo delicioso. Padres aburridos y madres cansadas se apoltronaban ahí con sus gazpachos y bocadillos caros; había cola orgánica y dulces horneados para los pequeños. Ernestine y Kit se sentaron en medio del barullo. A menudo, en los silenciosos meses de invierno, en el bungaló que tenían en el interior, hablaban de cómo las percibía el mundo. ¿Por quiénes las tomaban, se preguntaban, ahí, en las luminosas concurrencias veraniegas? Tías solteronas, suponían, un par de monjas que habían abandonado —tras una imperfecta tortura del alma— su orden, o quizás lesbianas discretas un poco demasiado mayores para mostrarse abiertamente. Lo que era indudable era que, con sus sonrisas de tía, las tomarían por almas dulces y amables.
Daban mordisquitos de ratón hambriento a sus bollitos de fruta. El té debía reposar hasta alcanzar la amargura de la cerveza. Lo sirvieron con satisfacción. Observaban detenidamente la multitud de la cafetería. Hablaban con frialdad de los chiquillos que se bamboleaban por todas partes, entre las patas de las mesas, y se topaban con los bolsos depositados despreocupadamente en el suelo; a la gente no se le ocurría pensar con qué podían tropezarse los niños. Ya casi no quedaban bollitos cuando Kit, mientras un bocado nervioso se deslizaba hacia abajo por su esbelto cuello, alcanzó con una mano la de Ernestine.
—¡Mira!
Kit señaló con la cabeza. Un gesto de la mano dirigido a una niña pequeña tan pálida que parecía albina. Llevaba unos shorts azul celeste de tejido polar fino, sandalias con hebillas de plata y estampado de margaritas y una camiseta de rallas sin mangas.
—¡Oh, un ángel, Kit!
—¡Shhh!
—Oh, es perfecta.
La niña formaba parte de una familia de cuatro. La madre era igual de pálida y rubia, con una belleza entristecida que había persistido más de tres décadas. Había un hermano, tal vez doblaba en edad a la niña, inclinado sobre una consola portátil; los bips y zaps las alcanzaban a diez metros. El padre tenía la piel cetrina y el cabello oscuro.
—El padre parece un seboso cualquiera —dijo Ernestine.
—¿Será extranjero?
—¿Tú crees que la niña será suya?
—Si lo es, la sangre de él es débil.
—Tiene algo… ¿portugués, quizás?
—Y se le ve tan rancio como seboso.
Un ultraje silencioso las quemaba por dentro. Oh, esos bastardos que no merecían ser bendecidos con la presencia de ángeles…
—La madre es una mentirosa —dijo Kit.
—¿La leerías así, Kit?
—Sí. Tiene barbilla de mentirosa.
Esperaron desde lejos a que la familia terminara. Rezaron por haberlos encontrado en el momento ideal, para que fuera el principio de su visita, no el final. Recibieron su premio cuando la familia se alzó de la mesa y se dirigió no al aparcamiento, sino al interior del castillo. El instinto las llevó a seguirlos. La familia avanzaba obedientemente por los fríos pasillos, y Ernestine y Kit la seguían; con discreción se mezclaron entre los visitantes, junto a la cota de malla y los blasones y las oscuras paredes de piedra.
Los padres no eran cuidadosos con la niña. Ésta deambulaba a cuatro o cinco metros de ellos. Y eso podía ser suficiente, en el laberinto del castillo.
Ernestine sintió un sofoco que se arrastraba por sus hombros y le ascendía por el cuello.
Kit tenía un trino flojito, emocionado, en el pozo seco de su garganta, como un pájaro enjaulado.
La estela albina de los cabellos de la niña era un rastro perfecto entre la multitud.
—¿Has visto detrás de sus rodillas? —susurró Ernestine.
—¿El qué?
—Digo los plieguecitos de carne que tiene, ¿los ves? Aún tiene rollitos de bebé.
—Ah, cierto. ¡Qué dulzura!
Moviéndose con los visitantes de la tarde, la familia empezó a discutir. El padre gritaba al niño, que mostraba un gran interés por su videojuego pero ninguno en absoluto por la historia de Irlanda. Kit mantenía su atención en el borrón vago del movimiento de la gente por la cobertura que les podría proporcionar; Ernestine clavaba los ojos en la niña. La madre reñía al padre por gritar, blandiendo un dedo índice ante su cara. El padre, echando humo, soltó algún comentario. El niño no salía de su videojuego. La niña quedó olvidada un momento.
—Muévete —dijo Kit.
Ernestine sacó de su bolso un paquete de gominolas y, mientras se movía, su deseo de tener el calor de la niña —aunque brevemente— en su vida templó su sonrisa.
—Creo que sé tu nombre, tesoro.
La niña, en aquel momento cuidadosamente elegido, a seis metros ya de sus padres —podría haber sido un quilómetro—, respondió a la vaga sonrisa de Ernestine con otra sonrisa, de dientes separados.
—¿Mi nombre?
La madre y el padre aún discutían dándoles la espalda, y el niño seguía perdido en su mundo portátil.
—Oh, ¡estoy segura de que sé cómo te llamas! ¿Me permites que adivine?
La niña soltó una risita.
—Yo diría que tu nombre cabría escrito en uno de éstos…
Le enseñó los dulces y sacó uno.
—Sí, sí. —Ahora estaba junto a la niña, y se inclinó sobre ella para hacerle una confidencia y, con los ojos entrecerrados observó la gominola que tenía en la mano, como si hubiera un hombre inscrito en ella—. Aquí pone que te llamas… ¿Bob?
La niña rio, y agitó la cabeza y enseñó sus dientes de leche torcidos, y el flujo blanco, lechoso, de la infancia aún cubría sus encías, y, coqueta, echó hacia atrás su cabello —desde luego no se llamaba Bob— e, invisible, Kit se acercó por detrás describiendo un círculo, se detuvo para un chequeo, y se acercó más.
Ya podría uno viajar de punta a punta de Irlanda durante semanas, durante el largo bostezo de los días de verano, y nunca se cruzaría con el momento ideal. Pero a veces se tiene suerte.
—¡No puede ser! ¡Oh, no puedes ser un Bob! Quizás eres una persona completamente distinta. Quizás debería mirarte más de cerca, angelito, y tal vez aún podamos descubrir cómo te llamas.
Los dedos de Ernestine trazaron una filigrana por los brazos desnudos de la niña. El más ligero contacto era eléctrico y suficiente para distraerla —sus ojos se inyectaron de sangre— y Ernestine se apartó con cuidado. Liberó otra gominola del envoltorio y la examinó atentamente.
—Aquí pone que te llamas… ¿Kathy? ¿Aofie? ¿Te llamas Megan? ¿Te llamas…?
—Allie —dijo la niña.
—Oh, Allicita —dijo Ernestine, y una lágrima apareció y se deslizó lentamente por su mejilla.
Le dio a la niña una gominola. Allie la masticó. Y Ernestine se movió y le hizo cosquillas bajo el brazo, y en susurros cantaba:
—Allie, bonita; Allie, dulzura; Allie, la niña que va por la rúa…
Alzó entonces la cabeza y pestañeó rápidamente a su compañera.
—¡Cógela, Kit!
En ese preciso instante, Kit tomó a la niña en un cálido abrazo que era también una llave, tapándole la boca con su delgado brazo. En el momento en que levantaba a Allie y se la pegaba al cuerpo; en el momento en que Ernestine se levantó y empujó a Kit por la rabadilla y susurró, «¡Vamos, vamos!», fue en ese momento exacto cuando el hermano de Allie la implicó en la discusión. Gesticuló en su dirección —por instinto podía localizar a su hermana— y gritó a sus padres que a Allie la dejaban hacer lo que quería, que a ella nunca la obligaban a…
Mientras él hablaba, la familia se giró y la vieron en la distancia, en los brazos de la mujer de la permanente.
—¡Allie!
El grito desesperado de la madre fue indicación suficiente para que Kit pellizcara con saña la grasita de bebé que se acumulaba detrás de las rodillas de Allie, con lo que ésta empezó a chillar y llorar. El pellizco era el procedimiento de Kit en tales emergencias: un niño alterado justificaría la intrusión de las señoras.
—¡Ya, ya, pequeña! Oh, mira, mira… ¿es ésa tu madre? ¿Es tu mami?
La madre se dejó caer como borracha sobre su hija, y Ernestine tomó al padre por el brazo.
—Oh, ¡gracias a Dios! —dijo—. ¡Estaba tan triste! ¡Íbamos a llevarla a seguridad! La pobre creía que os había perdido para siempre.
—Muchísimas gracias —dijo el padre.
—¡Oh, Allie, cariño, ya está! —gimió la madre.
—¿Así te llamas? ¿Te llamas Allie? ¡Pero qué guapa eres!
—¡Allie, si estábamos justo ahí! ¿Qué pasa cariño?
—Ah, no os veía, la pobre, y se ha puesto a llorar.
—Pobrecita Allie.
En un coro de carantoñas el asunto se calmó, y Ernestine y Kit recibieron mil gracias por haber ido al rescate de una pobre niña en apuros. La familia quedó restaurada, intacta, con Alice aún lloriqueando, y las mujeres siguieron por su camino con saludos y sonrisas tiernas. Sin dilación se dirigieron al aparcamiento. Llegaron justo a tiempo. Cuando el Toyota empezó a moverse, apareció en el retrovisor el padre corriendo —el ángel había hablado—, pero ya era tarde, y no importaba si había visto la matrícula. Era falsa, habían puesto la placa aquella mañana, en el garaje del bungaló.
Condujeron a veinte, treinta y cuarenta kilómetros por encima del límite a través de Sligo y hasta Leitrim, y luego Cavan. Era un buen plan, ahora, conducir hasta Irlanda del Norte, una jurisdicción aparte —las señoras planeaban el fracaso tanto como el éxito, pues el fracaso era frecuente— y no fue hasta que hubieron cruzado el puente que señala la frontera, donde Blacklion deja paso a Belcoo, que se permitieron hablar de nuevo.
—Así te lo digo —dijo Ernestine—, no me gustaría que me tomaran la presión ahora mismo.
—Sería una locura —la regañó Kit.
Siguieron conduciendo, y al final aceptaron el hecho de que ahí terminaba el día.
—Ya que estamos en la carretera —dijo Kit— podríamos parar en el Asda de Enniskillen y comprar algo de vino.
Los vinos más baratos del norte de la frontera supondrían un pobre consuelo para su solitario regreso a las paredes floreadas del bungaló. Éste yacía, inocente, tras un barrera cortavientos de pinos; los árboles envolvían la casa en una magnífica aura de silencio. Los pájaros nunca anidaban en aquellos árboles.
El Toyota alcanzó rápidamente las afueras de Enniskillen y el tráfico aumentó. Otro festival, esta vez junto al Erne, atraía multitudes a sus festejos, y el aire se espesaba con el humo de barbacoa que viajaba por las aguas. La tarde alcanzó su cénit; el calor era terrible. Vislumbraron a un hombre rapado sin camiseta y a su compañera de pelo largo y moreno, que caminaban hacia el festival con un niño pequeño entre ellos.
—¿Lo estás viendo? —dijo Ernestine—. ¿La cosa esa con la cabeza…?
—Parece un soldado —dijo Kit—. Un recluta.
El Toyota se detuvo ante el semáforo y la familia cruzó justo por delante. Las señoras se miraron, sombrías.
—Un entorno ideal para un niño —dijo Ernestine—. Crecer en una casa en la que el padre lleva un pendiente en el pezón.
—Y la pinta que tiene de bebedor…
—¡Oh, Kit, suda alcohol por cada uno de sus poros!
En realidad, ellas no eran precisamente tímidas con el Cabernet Sauvignon de Nueva Zelanda, a cuatro libras la botella con tapón de rosca. Lo consumían de caja en caja, con la radio sintonizada en Lyric FM, la emisora de música clásica, que sonaba hasta tarde siempre, en las noches del bungaló, mientras Ernestine hojeaba catálogos de herramientas y Kit tenía la mirada ausente de las madrugadas y emitía algún trino ocasional.
Deambularon hurañas por los pasillos del Asda. Llenaron de vino un carro. Compraron carne picada congelada en bandejas de cinco quilos. Compraron los rollos más gruesos de papel de cocina; siempre se les acababan en un tris. Las alcanzó el cansancio, que llevaba consigo el sabor de la edad. Aguantar la migraña que emitían las luces de los pasillos era en sí una hazaña, como lo era aguantar el zumbido y el frío de la refrigeración, y el piar aflautado de la música. El día estaba marcado y cargado con la pesadumbre del fracaso, y parecía que su suerte no cambiaría nunca, pero cuando el destino las llevó cerca del mostrador de atención al cliente, lo hizo. Se oyó un anuncio por megafonía: habían encontrado una bebé, y sus padres debían acudir de inmediato —la niña estaba aterrada.
Aprovecharon valerosamente la oportunidad.
—¡Oh, mi querida Allie!
Ernestine alcanzó como un rayo el mostrador, se lanzó sobre la niña, y Kit, a su espalda, vigilaba; sabía que no tenían más de un minuto, no importaba lo grande que fuera el Asda.
—¡Oh, muchísimas gracias! —gimió Kit—. Muchas gracias.
—Está asustada, se ha llevado un sustillo, un sustillo, eso es todo… —trataba Ernestine de calmar al bebé, que seguía gritando.
La señora de atención al cliente estaba encantada de haber reunido a aquella peculiar familia. «¿Se llama Allie? Qué bonito». Encantada de librarse de la cría escandalosa, las echó saludando con la mano.
La niña que se llevaron al aparcamiento —su carrito había quedado abandonado en el frío pasillo—, sujeta firmemente en los cables de acero que eran los brazos de Kit, resultó ser monstruosamente ruidosa. Se largaron a toda velocidad, el Toyota de Ernestine iba disparado por el bullicioso pueblo.
Belcoo.
Blacklion.
Dromahair.
E iniciaron el descenso por la planicie interior, y la bebé, tumbada en el asiento trasero, de tanto gritar terminó derrumbándose en un agotamiento morado.
Tras un rato Kit le echó un vistazo gélido.
—Esto de ángel tiene poco —dijo.
Ernestine consultó el retrovisor y frunció los labios como muestra de acuerdo.
—¿Y no está un poco… bizca, Kit?
—Sí. Y está algo amarillenta, me parece. Bajo el morado.
En un tramo recto de carretera, Ernestine se dio la vuelta para hacer una valoración más precisa.
—No creo que vayamos a privar al mundo de otro Einstein —dijo.
—Es evidente.
—Mala sangre, Kit.
—¿Y los padres? ¿Te los imaginas, Ernie? ¿Qué clase de padres pierden un bebé en el Asda?
—Borrachos, drogadictos y prostitutas —dijo Ernestine.
—Con traseros tatuados —dijo Kit.
—Apesta, Kit.
—Oh, una peste que tumba, Ernestine.
—Y fíjate en el mono que lleva.
—Lo reventará.
—Está gordita. Alimentada a base de pan blanco con leche y azúcar de caña.
—Y es del Asda, el mono.
—Cuánta clase.
—Quizás…
—¿Qué, Kit?
—¿Podría ser que tuviéramos un nómada en nuestras manos?
—¡Santo cielo, un crío gitano!
—Ernestine, debo decir que…
—Lo sé, querida.
—¿Sí?
—Tienes razón, querida.
—¡Por supuesto! Los de la calaña de esta… cosa no valen ni el esfuerzo ni el riesgo.
La decisión había sido tomada. El Toyota paró en un área de descanso. Kit levantó a la bebé del asiento trasero. La llevó al otro lado de la cuneta y la dejó entre unos espinos; fue toda una muestra de bondad, refugiarla del sol que aún calentaba. Con gran alivio partió el Toyota del área de descanso y se dirigió hacia casa, el bungaló, la barrera cortavientos de pinos plantados en una ladera, tan eficiente como escondite…
Cerca del área de descanso, la noche envejecía y la niña permanecía sentada bajo el espino; estaba desconcertada. Parpadeó para guarecerse de los mosquitos que subían del lago para darse un banquete con ella, pero no le quedaban fuerzas para llorar. Curiosas, un par de cornejas grises la observaban con aires de importancia —como pájaros fascistas, con botas de la Gestapo—, esperando que finalmente desfalleciera, que sus ojitos irritados se cerraran, soñolientos.