Vivía en una caravana a unos kilómetros de Gort. Un apaño sobre bloques de cemento en el jardín de una vieja granja. Fuera había perros grandes y nerviosos encadenados. Su aliento quedaba atrapado en el frío invernal y el modo en que el viento sacudía sus costados era un triste espectáculo. Yacía ahí en la noche, mientras los perros aullaban sus miserias a la oscuridad, y adoraba una foto de mi hija, May-Anne, tal y como había sido en verano. No la había visto en ocho meses, y la echaba tanto de menos… Me mantenía bien oculto. Las cosas se habían torcido en Cork, y luego se torcieron aún más. Me había visto involucrado en la entrada del crac marrón que se decía que había provocado algunos infartos, y se decía también que había causado la muerte de un joven chapero en la calle Douglas. Todo el mundo me buscaba. No me quedó otra opción que montarme en un bus, y entonces todo fueron cielos negros y pueblos de mierda y Gort, finalmente, y Ev el Cabeza me esperaba allí, en la lluvia eterna, y lucía su sonrisa torcida.
—Y uno más pa’ la lista de apuros de los que te he conseguido sacar —dijo—. Y yo sin un puto duro, ¿eh?
Sacudió un pulgar en dirección al Fiesta costroso sin matrícula y nos montamos y nos largamos a través de la lluvia, en enero, y pasamos campos mojados y paredes de roca y no me hizo pregunta alguna. Dijo que era normal que un tipo se encontrara de vez en cuando sin un lugar donde quedarse, y que estaba encantado de ayudarme. Dijo que, después de todo, yo era su amigo y esa palabra sonó tierna en su boca —amigo—, de un modo que me resultó inquietante. Esa ternura señalaba el precio de la palabra. Dijo que fácilmente podría darse que la situación fuera al revés y que un día él necesitara que yo estuviera ahí para ayudarlo. Giramos por una carretera rural que discurría entre campos cedidos al junco, y no había nadie por ninguna parte. Llegamos a la granja, y la sonrisa del Cabeza se retorció aún más.
—No prometí un jardín de rosales —dijo.
Nunca me hubiera imaginado que ahí pudiera vivir alguien si no hubiera sido por los gritos amarillos de críos que escapaban a través de las andrajosas cortinas y las ventanas mugrientas. Evan dijo que por los hijos recibía una prestación para el alquiler. Suze le había dado seis, y otro par eran de la hermana de ella, Elsie. Estaba tratando con gente de mentalidad abierta. Por lo menos en lo que se refiere a esas cosas. Entramos y salieron niños de todas partes, tenían cabezas rapadas a modo de escudo contra piojos y chillaban como maníacos, rechinando los dientes y golpeando las paredes, y aparecieron las mujeres —aniñadas, Elsie y Suze, delgadas como chiquillas— y me dedicaron unas sonrisas petulantes muy particulares tras el humo de sus cigarrillos: no es culpa mía que se me considere un hombre atractivo.
—Café y bollos, ¿sí? —dijo Evan el Cabeza, y las chicas rieron.
La casa estaba en un completo estado de desesperación. Gigantescas manchas de humedad mohosas calaban el viejo papel de las paredes, y en la gran chimenea de la sala principal ardían sillas hechas pedazos y listones de madera. El Cabeza no mintió al decir que estaría igual de bien fuera en la caravana. Me llevó ahí y me sentí aliviado al salir al jardín, por los niños, más que nada, que irradiaban perversidad.
Obviamente, la caravana tampoco era un palacio. La cerradura estaba reventada y la puerta se mantenía cerrada con un trozo de cadena que había sobrado de las correas de los perros, fijado con un candado. Los perros eran grandes y de razas duras, pero estaban nerviosos, asustadizos, y se escondieron en un rincón cuando pasamos. Evan desenlazó la cadena y abrió la puerta y con un ademán floreado me indicó que entrase.
—¿Hueles el sexo? —dijo, entrando detrás de mí.
—Vete a la mierda.
—Se la compré a una fulana que solía hacerse las ferias gitanas —dijo—. Si las paredes pudiesen hablar, ¿eh?
Tenía un algo gitanesco, desde luego. Era un trasto de aluminio de cinco metros cuadrados con moqueta floral hecha polvo y cojines antaño mullidos, y apestaba a campo e invierno. Había una estufilla de gas con leña falsa. Evan se agachó y la puso en marcha con su encendedor.
—Ponte cómodo —dijo—. ¿Tienes dinero, chavalín?
—Pues unos tres euros, Ev.
—Capitán de la industria —dijo.
El fuego de gas prendió y se levantó tal humareda que se me anegaron los ojos. Pregunté si era segura y me dijo que en principio sí, que sería agradable, que sería como estar de vacaciones, y que si me aburría siempre podía ir a la casa y preguntarle a Elsie si le apetecía un revolcón.
—Le va bien para el estómago —dijo.
No miento si digo que hubo un tiempo en que Evan el Cabeza era considerado un seductor. Venía de Swansea y, a veces, cuando bebía, hablaba del lugar como si se tratara de una especie de paraíso y su acento se volvía más perceptible. Lo conocía desde hacía cinco años y debo decir que era un personaje misterioso. Lo conocí en un pub de Barrack Street, en Cork, llamado Three Ones. No era un pub con una reputación impecable, que digamos. Allí bebía gente hostil y se desarrollaba una cantidad importante de tráfico y una cantidad importante de contiendas a causa del tráfico. Había algún tiroteo de vez en cuando. Me sentía nervioso allí, pero Evan estaba tranquilo y sonriente junto a la barra y una noche fui con él al piso que tenía en Togher y le compré tres papelinas de LSD a buen precio —Relámpagos Blancos, la imagen era implacable— y me enseñó pasaportes suyos con tres nombres distintos. Era suficientemente joven para dejarme impresionar por eso, pero desde entonces he visto cosas peores, créeme. Evan solía hablar de orgías todo el tiempo. No dejaba de hablar de organizar una orgía como dios manda —¿sí?— y me habló una vez de una que él y una novia que tuvo montaron en un cementerio de Swansea, y fue por aquellas fechas que le dio por tragarse libros de ocultismo de Aleister Crowley y decirme que sospechaba que yo podía ser un brujo blanco.
La magia de verdad, decía Evan, se llama «Magick» y se escribe siempre con k.
Vacié mi bolsa en la caravana; contenía sólo algunos bóxers y camisetas y pantalones de chándal. Tenía pocos enseres desde que la zorra de Fiona Condon me había echado de casa. No había quedado con ella para ir a buscar mis cosas. No iba a darle esa satisfacción. Ella y su orden de alejamiento… Así que vestía la ropa barata del Primark. No dejaba que me acercase a mi hija; no había visto a May-Anne desde aquel día a principios de verano en que la llevé a la playa de Garrettstown. Evan me observó mientras deshacía la maleta y en su silencio percibí lástima por mí. Por lo menos esperé que fuera eso.
—¿Tienes algo de comida, Ev?
—¿No has comido?
Le dije que había hecho el viaje desde Cork con el sustento de un plátano y una barrita Snickers.
—Pobre fantasmilla hambriento —dijo.
Dijo que podía ir a la granja luego. Que habría una olla de curri vegetal esperando. Y así es como empezó nuestra rutina. Llegaba por las noches, me alimentaban, miraba la tele un rato y los ayudaba con el fuego y me restregaba con Elsie en el colchón de un cuarto trasero que olía a meado de crío y sangre seca.
Elsie me dijo la tercera noche que me quería.
Hoy por hoy, no creo que Elsie fuera mala desde el principio. Sólo que era fácil de manipular, y su hermana sí era mala hasta la médula, y Evan… bueno.
Dije, yo, la tercera noche:
—Pero Elsie, te estás zumbando a Ev y tal, ¿no?
—¿Qué es zumbar? —dijo.
—Follar —dije—. Se dice en Cork.
—¿Y desde cuándo es eso asunto tuyo? —dijo.
Elsie y Suze eran de Leeds —leed-irlandesas— y tenían familia en el sur de Galway. Su padre estaba en la cárcel por haber dejado inconsciente a su madre de un martillazo, y las chicas aparecieron en la puerta de unos primos de Galway, que las echaron sin miramientos. Sus ojos eran demasiado oscuros y sus bocas demasiado bonitas. Eran la clase de chicas —mujeres— que al verlas asumes que son dramáticas y peligrosas. Se encontraron, entonces, perdidas por Galway, follándose a australianos en hostales juveniles y robándoles, y conocieron a Evan el Cabeza en el Harbour Bar, cuentan, cuando aún había un Harbour Bar, antes de que el puerto de Galway se llenara de capullos en camisas rosas bebiendo vino. Evan estaba forrado en aquellos tiempos, pues había comprado una barca de pesca llena de hachís de mala calidad de Marruecos —llegó a Doolin con ella, cargado de valor, colocado hasta las cejas, con chubasquero amarillo— y de eso hacía ya diez años, y desde entonces si una de las hermanas no estaba preñada de él, lo estaba la otra.
—Evan y yo ya no estamos juntos —dijo Elsie—, pero eso no significa que no sea un buen padre.
En ese momento se oyó el fuerte sonido de madera partiéndose —¡crrrac!—, lo que significaba que Evan el Cabeza había puesto otro listón de madera al final de la escalera y había saltado sobre él desde la barandilla. Era un hombre ágil y disfrutaba rompiendo así la madera.
Imagínatelo de pie encima de la barandilla, con una sonrisa extraña, observando el punto exacto por donde quería que se partiera la madera, y luego un saltito.
En Cork ya había visto a Suze, enterrada bajo los niños y el humo de porro en el sofá del piso de Togher, pero nunca había visto a Elsie, sólo la había oído una vez llorando en alguna habitación lejana.
—¿Crees que Suze aún le quiere?
—No —dijo Elsie—, pero la tiene embrujada, ¿no? Yo puedo resistir el embrujo.
Y así fue —así de fácil— como nos convertimos en una especie de familia aquel enero en la vieja granja a las afueras de Gort. Pero, evidentemente, no puedo decir que en algún momento me sintiera realmente cómodo con la situación. Seguía yendo a mi caravana por las noches, para estar solo durante esas horas frías, para tener mi propio espacio y pensar en May-Anne, para mirar su foto, y escuchar a los perros y ese consuelo extraño que me traían. Elsie opinaba que eso era esnob por mi parte. Quería que me quedara con ella en el colchón. Y Evan el Cabeza dijo que opinaba lo mismo, y Suze estaba de acuerdo, y ahí empezaron los problemas.
Pero me estoy adelantando. Quiero hablarte de Elsie y lo que le pasaba cuando se corría. No me dejaba metérsela porque hubo complicaciones con el último crío que tuvo con Evan y no quería más niños. Dije que vale. Nunca me he sentido cómodo como padre. Quiero a May-Anne —mi cachorrito, la llamo siempre— pero me asusta pensar en ella yendo por el mundo con la gente que hay. Como los pirados que se ven farfullando a las paredes cerca de la parada de bus de Parnell Place, Cork. ¿Querrías tú que tu hija respirara el mismo aire que esos animales?
—¡Meteos ahí! —gritó Evan en el pasillo, indicando el cuarto trasero donde Elsie y yo yacíamos sobre el colchón—. ¡Adentro!
Cuando se corría, a Elsie le daba un tic debajo del ojo izquierdo, algo se agitaba sobre su mejilla, como si hubiera un pajarillo atrapado bajo su piel. Tanto restregarnos me hacía sentir como si volviera a ser un adolescente, pero no en el buen sentido. Estábamos ahí tumbados —una noche en concreto—, Elsie con su tic, yo la mar de guapo e inútil, y Evan saltaba sobre los listones dese la barandilla y los ocho críos saltaban en el piso de arriba y se mordían los unos a los otros y chillaban, y el viento aullaba fuera, y los malditos perros gemían y respondían al viento con más aullidos, y entonces apareció Suze en la puerta y dijo:
—¿Por qué no lo hacemos más interesante?
Sí, así empezaron —los problemas—, empezaron como una especie de persuasión sutil. Comentarios ladinos de Suze y comentarios ladinos de Evan el Cabeza. Y me preocupé cuando el invierno se estiró, las semanas se nos echaban, largas como eran, encima, aquellas semanas de aguanieve y viento, y llegó febrero —un mes duro— y llegaron también los comentarios ladinos de Elsie. Era suficientemente manipulable y estaba suficientemente aburrida como para sucumbir fácilmente a la maldad. Empecé a sentirme algo atrapado en este lugar y pensé en largarme pero no tenía donde ir ni dinero para el viaje. Tal y como habían ido las cosas en Cork, era indudable que si volvía por ahí, o me arrestaban o me disparaban. Echaba muchísimo de menos a May-Anne, pero pensé que lo mejor que podía hacer por ella era mantenerme a salvo hasta que todo quedara olvidado.
Entonces, una noche, tarde, Evan el Cabeza salió al jardín —lo oí chistar a los perros— y sin siquiera llamar a la puerta entró en la caravana y se sentó al pie de mi cama plegable. Encendió una vela y lo vi en la luz tenue. Lucía su sonrisa torcida. Lo primero que me dijo:
—Suze es la que mejor se corre.
—Cállate.
—¿Sabes lo que es un géiser?
—Sí, sé lo que es un géiser.
—Pues así es Suze cuando está en forma. ¿T’has fija’o en que tiene un ojo castaño y el otro es verde muy, muy oscuro?
—Sí, puede…
—Puede que te hayas fija’o, ¿eh? ¿Eh, chaval?
—Sí.
—Pues eso es una buena señal —dijo— de que es una corredora.
No respondí porque no me gustó el modo en que se estaba fumando el cigarro. A sorbitos cortos y fuertes, y con los ojos hundidos.
—‘Tá dentro.
No dije nada.
—Que te digo que te está esperando, chaval. ¿Vas a dejarla colgá?
—Ev, por favor.
—Yo que tú intentaría no cabrear a la señora. ¿A Suze? No, no es una buena idea, chavalín. Te digo que es mejor no cabrear a la puta señora.
—Evan, mira, es que tengo algo con su hermana, ¿no?
Entonces se levantó —me observó desde lo alto con la luz de la vela— y le salieron las palabras medio escupidas, medio susurradas:
—Vas a entrar en la puta casa y te vas a follar a mi mujer y te vas a follar a su hermana o te juro que te mato, ¿me oyes, chaval?
—¡Evan, por favor, sal de la caravana!
Se montó en la cama de un salto y se puso a bailar y a reír a carcajadas. Y me dio como toquecitos en la cabeza con los pies, como jugueteando, como fingiendo que me iba a patear la cara, pero no lo hizo y bajó de la cama y se fue sin decir nada más. Entonces lo oí candar la puerta desde fuera.
Me mantuvieron encerrado durante días y noches de los que no tardé en perder la cuenta. El óxido mantenía las ventanas cerradas y era imposible deslizarlas y yo estaba débil porque no me traían ni comida ni agua. Decaí enseguida. Creo que los perros sentían que me debilitaba, que me moría, y me llamaban. Durante el día venían las chicas y me susurraban cosas al otro lado de la puerta —durante horas susurraban guarrerías horribles que no pienso repetir— y supe que Elsie finalmente había sucumbido al embrujo. Evan venía por la noche y reptaba por el techo de la caravana y daba golpecitos. Rugí y grité hasta quedarme afónico pero no había nadie que pudiera oírme en aquel lugar, y tras unos pocos días empecé a entrar y salir de un sueño desesperado y extraño —plagado de pesadillas amargas, como las que da el whisky— y sentí que el frío de los campos penetraba en mis huesos y, una vez, en el crepúsculo, me desperté de un sueño febril y vi a Evan el Cabeza al otro lado de la ventana de la caravana, y con cada brazo aupaba a un niño para que pudiera verme, y me di cuenta de que era la primera vez que veía a esos niños tranquilos. Nunca he tenido religión o sentimientos espirituales, pero, tumbado ahí, en la caravana en el terreno de la granja en las afueras de Gort, supe con certeza que no había un Dios, pero que seguro que existía el diablo.
Si apretaba los dientes ante el miedo y mantenía los ojos firmemente cerrados, los sudores parecían atenuarse por un rato y podía ver con claridad mi día en la playa con May-Anne, en Garrettstown, en verano. Había sido un día ventoso, turbulento, pero el mar y la arena nos pusieron eufóricos, nos sentimos volar, y corrimos por aquí y por allí como locos en la playa. Después, antes de coger el bus de vuelta al centro, le compré un helado en una tienda de la costa. La tienda estaba llena de trastos de playa y May-Anne me preguntó por un panamá en el que ponía « Kiss-me-quick».
—¿Qué es «Kiss-me-quick»?
—Cosas de la costa —dije—. Una expresión antigua. De Inglaterra, creo.
—Kiss-me-quick, kiss-me-quick, kiss-me-quick —lo dijo con la voz del pato de unos dibujos animados, y le di un besito en la mejilla, muy rápido, y otro, y otro, y otro, y en la nuca, y soltó un gritito.
No sé cuántos días estuve encerrado en la caravana cuando me arrastré por el suelo una mañana y encontré bajo el fregadero dos latas de crema de sopa de tomate Campbell’s de, probablemente, hacía muchos años, de los días de la fulana, supongo. Las abrí y me las bebí frías, y si bien no resucité exactamente, por lo menos mis pensamientos se volvieron más claros, más realistas, al cabo de un rato. Entonces fui al lavabo a vomitar.
Detestaba usar el retrete químico por la peste, pero no tuve más opción; mis tripas se retorcieron y se vaciaron. Me quedé en posición fetal en el diminuto aseo de plástico, con lágrimas surcándome las mejillas. Entonces me di cuenta de que años de filtraciones habían podrido la madera del suelo alrededor del retrete hasta el punto de que algunas piezas de la tarima habían tenido que ser reemplazadas con trozos de chapa.
Esperé hasta la noche. Elsie y Suze habían venido a susurrarme porquerías sólo una vez aquella tarde, y Evan había estado un rato en el techo dando sus golpecitos, y pensé que estaba obrando algún tipo de hechizo —algo que habría sacado de los libros de Aleister Crowley, tal vez; Magick— y cuando se fue, esperé, esperé hasta que de la granja sólo quedó oscuridad y silencio, y sólo sentía a los perros fuera.
Desanclé el inodoro y lo levanté, y la chapa de debajo se soltó con tal facilidad que me pareció irreal, como cartón mojado en mis manos. El agujero que hice no medía más de sesenta centímetros de ancho, pero fue suficiente para colarme, y me deslicé junto al eje de las ruedas y me arrastré por la tierra mojada del jardín, debajo de la caravana. Todos los perros estaban apiñados en el suelo y me miraban, y sus ojos —tan amarillos— estaban lívidos, pero no hicieron ruido alguno, estaban tan callados como frío era el aire.
Me escurrí de debajo de la caravana y me senté con la espalda apoyada en ella para calmar los latidos de mi corazón. No había luces en la granja y los perros, aún en absoluto silencio, me observaron mientras conseguí reunir fuerzas, andar hacia el coche y subirme a éste. Levanté el panel para soltar los cables, sabía perfectamente con cuáles tenía que hacer el puente.
No había atravesado más de la mitad de la carretera rural cuando se encendieron luces en la granja y se oyeron rugidos y gritos y porrazos y pasos, y con los ojos clavados al frente seguí hasta que llegué a la carretera secundaria; me salí y las rocas del arcén reventaron el neumático, pero seguí adelante en la noche. El sonido seco del caucho desgarrado sobre la carretera tenía cierto ritmo —tres pulsaciones, una y otra y otra vez— y lo oía como « kiss-me-quick, kiss-me-quick, kiss-me-quick», y seguí el ritmo hasta que los gritos —oh, May-Anne— y el resto quedaron atrás y se desvanecieron —cariño, cachorrito— hasta quedarse en nada, y me encontré de repente en terreno elevado, y más abajo, en la llanura, estaban las luces de Gort.