Silvija se volvió hacia mí en el sofá del estudio y dijo:
—Patrick, voy a enseñarte todo lo que necesitas saber de los genitales femeninos.
Yo tenía en este momento veintiún años y estaba empezando a comprender el hecho indiscutible de que era un genio.
—Pero tengo una terrible sensación temblorosa en las manos —dije—. No estoy seguro de que sea el momento ideal para genitales.
—Patrick —dijo—, no vas a usar las manos.
Estaba sentada en el sofá, en ropa interior, con un MacBook desvencijado sobre sus fuertes muslos, delgados, de cascanueces. Fumaba como sólo una eslava puede fumar; devoraba el humo. Tenía un flequillo movido y pómulos de superestrella. Técnicamente era lesbiana, pero parecía haber cierta flexibilidad en el asunto.
—Patrick —dijo—, quítate la ropa y sal de la cama.
A pesar de que eran principios de verano, el estudio estaba frío como la estepa y me ponía capas extra de ropa para dormir. Silvija había nacido entre mordiscos de viento en la estepa de verdad y no sentía frío. Dejó su portátil a un lado, se levantó y me ojeó burlonamente mientras me acercaba. Con pulgar e índice se masajeaba un pezón. Tenía las tetas pequeñas, pero los pezones enormes.
—Si lo haces bien te daré un beso —dijo—. Pero sólo uno.
Resultó ser sincera en este caso, y el beso no fue el último de sus regalos.
Según su propia opinión, Silvija era en este momento la más brillante fotógrafa de moda de todo Berlín. Esto no significa que le pagasen. Las revistas para las que trabajaba tendían a quebrar tras una o dos publicaciones. Y Vogue no parecía tener intención de llamarla. Si le pedías que hiciera unas fotografías de, por ejemplo, unos botines vampirescos con tacón de aguja, Silvija se comprometería únicamente a plasmar el cuero de la suela, y emborronado, mientras una modelo enmagrecida por las drogas, con bragas de látex puestas y una sonrisa desdeñosa, colocaba de una coz la lente de la cámara en algún callejón malévolo con cristales rotos —diamantes de Berlín— enjoyándolo todo de centellas.
—Pero Silvija, los botines no se ven.
—¡Yo no fotografío putos botines, Patrick, yo fotografío la puta vida!
Andábamos siempre justos de dinero, y completábamos lo de las revistas con robos, allanamientos y estafas a jóvenes diseñadores que preparaban sus portafolios. Los diseñadores eran rutinariamente problemáticos; recuerdo al croata esquizofrénico con su pionera técnica de corte, al francés polígamo que pesaba lo que una bolsa de plumas y estaba reinventando la levita, y al tasmano supuestamente en busca y captura en Australia por haberle prendido fuego a una modelo durante la Fashion Week de Melbourne.
Descendimos la escalera espectral del estudio. Salimos a la Arkonaplatz por la mañana. La quemazón de nicotina de su beso permanecía en mis labios. El sol había surgido con fuerza; ya estaban llenas las mesas en las terrazas de los cafés. Pedimos en el Nicko’s un par de dedales humeantes de café negro como alquitrán, y sentí que brotaba algo de prosa. Silvija negó con la cabeza, divertida por mi mal de amores.
—No habrá luna de miel, Patrick —dijo—. Has estado bien. Y haremos más negocios. Habrá formación. ¿Pero sabes lo que todo eso significa para mí?
Chasqueó los dedos para indicar la pura y absoluta irrelevancia de lo que había ocurrido esa mañana, y asentí sombrío en señal de comprensión.
—¿Lo pillas?
—Sí.
Silvija chasqueaba mucho los dedos así. No concedía peso a cosa alguna. Toda la vida, insinuaba, no tenía significado ni trascendencia; con esa idea, creo, me enseñaba cómo debía operar —y pensar— si verdaderamente pretendía ser un artista. Abandonamos los restos fangosos de los cafés, apagamos los Marlboro Light, y nos encaminamos al edificio del distrito de Wedding, a hacer fotos para el perturbado quemamodelos tasmano de una turca neurótica con articulaciones dobles haciendo cabriolas con una ristra de bolas anales.
Y el rottweiler.
Los diseñadores de Berlín, hasta ahora, habían vivido y trabajado en su mayoría en Prenzlauer Berg. Pero a partir de 2005 la burguesía bohemia de los cinco continentes llegaba por los lofts rebajados del barrio y los estupendos servicios de guardería, y la gentrificación se esparció velozmente por bloques de pisos y las plazas.
—Putos criadores de mierda —llamaba Silvija a los recién llegados.
La gente de la moda se sentía en general consternada por la intrusión, y había empezado a aventurarse hacia el norte, de P’berg a los más arriesgados barrios de Wedding. Es aquí donde tuvieron lugar la mayoría de los tiroteos serios ese verano. Nos detuvimos en una tienda de barrio para comprar algunas botellas de Pils. Abrí la mía con el abridor que colgaba encadenado del mostrador, Silvija la suya con los dientes. Bebíamos Pils casi siempre y no comíamos casi nunca. Cruzamos Bremenstrasse, esquivando a los ciclistas irónicamente barbudos, con sus bicicletas retro, e inspirando las vistas de gasolina. Yo cargaba con el equipo; Silvija daba zancadas. Siempre dados a llegar artísticamente tarde, estuvimos un tiempo en la cima áspera de la colina del Mauerpark. Nos colocamos cada uno un auricular y escuchamos religiosamente la versión de Nina Simone de Lilac Wine. Observamos la ciudad.
—Le doy seis meses —dijo Silvija, y escupió dramáticamente.
Sólo hacía unos meses que había bajado del avión de Cork, pero Silvija tenía diez años de experiencia berlinesa en el cinto, y me permitía compartir con ella la altivez de veterano que los años conferían; había aprendido a afectar la misma aflicción lánguida de todos los veteranos.
Una constante de las ciudades que se ponen de moda es que la mayoría de las conversaciones se centran en el hecho de que la ciudad ya no es lo que era. En el Mauerpark aquella mañana, Silvija habló con seriedad, por primera vez, de irse de Berlín, y yo sentí una punzada de náusea.
—No te preocupes —dijo—. Todavía no.
Tiramos las botellas y seguimos con nuestro camino a la sesión. Soltó otro de sus horribles, espesos, verdes y flemosos escupitajos y yo intenté no notarlo. Era tan esbelta, con una boca despiadada y pestañas pornográficas… La encontré gracias a un pequeño anuncio: se busca compañero para compartir un estudio. Los recuerdos sensoriales de los eventos de la mañana seguían conmigo. Primero la boca, y tras un largo rato, mis manos dejaron de temblar lo suficiente para dejarlas entrar en escena. Me indicó cómo proceder. Era un asunto delicado. Mis manos me parecían tan pesadas, pero entonces ella las guio con las suyas y alivió el peso, todo parecía de pronto más ligero.
Wedding era una cruda expansión de edificios altos, salones de tatuaje, kebabs. Canallas con chándales morados adornaban cada esquina. Nos rodeaba un aire de respeto al pasar. Así era como Berlín debía ser. Bajamos por un callejón trasero para evitar la calle principal, pues los pinchos de kebab le revolvían a Silvija el estómago, que era delicado. Las fachadas traseras de los edificios se alzaban a cada lado de un áspero camino de tierra, flores secas de amento bajo nuestras sandalias, y las sílabas glamurosas de la palabra «proletariado» rodaron por mi lengua. Silvija podía ser felina en lo perezosos que eran sus pasos, pero lo era igualmente en la picardía y seguridad de su avance. Llevaba puestos unos pantalones militares negros cortados a la altura de las rodillas y una camiseta de tirantes negra un par de tallas más pequeña de lo que le correspondía, para que se frunciera mejor a lo alto de su cintura. Justo cuando nos acercábamos a los pisos donde haríamos la sesión de fotos, Silvija recibió una llamada que le anunciaba que el tasmano estaba «técnicamente muerto» desde aquella mañana, pero el show continuaría.
Siempre había complicaciones por el estilo. La asistente del tasmano, una serena vietnamita, estaba al cargo en su lugar cuando llegaron al viejo apartamento donde harían las fotos. Educadamente, preguntaron por el diseñador.
—A seis de mañana —sonrió la vietnamita—. ¡Muerte clínica! ¿Ahora? ¡Mucho mejorado!
La habitación estaba poblada por esbirros hípsters, y la modelo turca estaba en posición. Lucía un par de puñaladas recientes en el costado y por su aspecto podría haber salido de uno de esos pósteres de derechos humanos sobre la tortura. Silvija se puso a prepararlo todo; rechazaba lo digital y usaba siempre una Leicas de la era comunista. Traté de calmar a la modelo, que declaraba venganza mortal a una novia infiel. Las bolas anales y el rottweiler fueron presentados. Silvija manifestó que el perro no poseía un semblante suficientemente perverso y apuntó a la pared con la lente de la cámara. Trató de provocar al perro para despertar en él algo de perversidad, pero no hubo forma, y la sesión, como solía ocurrir, se descompuso en un período de tenso análisis. Las Pils suavizaron el debate. No fue bien, de todos modos, pues Silvija se puso a cuestionar el talento del tasmano ausente.
—Dice que es diseñador, el hijoputa —dijo—. ¿Y cuál es su puto accesorio de otoño? ¡Unas putas bolas anales! ¡Otra vez con las putas bolas anales!
Inocente como era, yo no conocía el propósito exacto de las bolas anales, y se lo comenté a la modelo turca.
—Es un juguete sexual —dijo—. Muchas, muchas bolitas brillantes en cadena. Las bolitas se van haciendo más grandes. Y lo que haces con ellas es…
Me puse una mano en el estómago vacío y le supliqué que no siguiera.
Silvija abrió su desvencijado portátil y le envió un email al tasmano —al parecer hasta en cuidados intensivos estaba conectado— y soltó unos buenos sarcasmos sobre los susodichos accesorios de otoño. La vietnamita cloqueó contenta y se fue a la zona de la cocina y salteó cebolleta y mollejas de pollo. Los esbirros holgazaneaban sumidos en su dicha hípster, y luego pulularon un rato buscando bragas o ligas, y holgazanearon otro poco. La modelo turca me acariciaba el interior del brazo, y dijo que no era exclusivamente homosexual y que siempre le habían gustado los pelirrojos. Estaba de racha con las señoritas a las que les gustan otras señoritas. Finalmente se tomaron algunas fotos. El rottweiler se cagó en medio del piso. Silvija dijo:
—¡Perfecto! ¡Podemos usar la mierda!
Así era la escena de la moda berlinesa durante el verano de 2005, en el distrito de Wedding. Mucha heroína y mucha mierda de perro. Todos estaban delgados y guapísimos.
Y, Jesús, lo que fumábamos…
Estaba descubriendo con cuánta despreocupación se podía vivir la vida. La gente que conocía a través de Silvija eran todo adicciones y locura estilizada. Hora sí, hora no, había una crisis nerviosa, o un arresto, o un aborto, o alguien saltaba por una ventana o se tiraba a una heredera austríaca, y recibíamos con los brazos abiertos todo acontecimiento demente y nos echábamos un bailecito con él. Estaban todos en sintonía con el salvaje momento presente, mientras que yo aún era nervioso, precavido, rehén del pasado. Me parecía que habían crecido todos sin dioses ni represiones fétidas. No habían crecido en barrios residenciales de color beige, sentados en conjuntos de sofá y dos butacas a juego, todo con estampado floral. No habían alcanzado la edad adulta en habitaciones con moquetas de rombos compradas en los mercadillos de nómadas de las grises ciudades irlandesas. ¿Cómo puedo explicarlo? ¿Es suficiente con decir que en casa de mis padres el aceite de oliva se guardaba en el baño? ¿Que lo compraban en la farmacia y mi padre lo usaba contra las dolencias de su cuero cabelludo? Los nuestros nunca hemos tenido buen cabello, generalmente, tal vez por el viento que azota sin remordimiento alguno las laderas de las montañas al oeste de Limerick. No exagero al decir que los hombres de mi clan —mi padre y sus hermanos— llevan la cicatriz del viento. Tienen todos una expresión de sorpresa permanente que proviene del trabajo entre ventoleras, y yo hasta cierto punto había heredado ese aspecto; aunque nunca me enfrenté a vendavales de fuerza seis para ayudar a una vaca atascada en el fondo cenagoso de una zanja; aunque sí pasé mi tiempo escribiendo relatos escabrosos y —al volverme más perceptivo y sutil— ensayos sobre la emergencia del neorrealismo italiano en los cuarenta, el legado trastornado de la nouvelle vague.
Silvija, por supuesto, era fanáticamente leída. Lo leía todo y en seis idiomas. Fue ella quien me informó, en voz baja, de que era un genio. Dijo que yo era la culminación de la literatura irlandesa. (Ella lo pronunciaba «litratura».) Que todo había sido un preámbulo de mí.
Tenía mucha fe.
La sesión terminó en el caos usual. Hubo escarnios y ultimátums. Silvija y yo nos fuimos. Decidimos que era mejor ir a robar a algunos americanos. Había un asentamiento de ellos en nuestro edificio. Estaban en el apartamento justo debajo del estudio. Desde ahí podíamos oír el trino de insecto de sus conversaciones.
—Cuando aparecen los americanos —dijo Silvija—, significa que Berlín está acabado. Que en paz descanse. Amén.
A diario llegaban las hordas calzadas en Converses de desmañados de San Francisco y Brooklyn, con su positividad, sus dentaduras excelentes y diplomas de Bellas Artes. En los clubs los distinguías a un kilómetro; había algo raro en su ropa, sus peinados eran horrorosos y bailaban fatal.
Llamamos al timbre de su apartamento. Escuchamos. Estaba vacío. Debían de haber salido a hacerle fotos a la torre de televisión o a pasear en un Trabant alquilado. Subimos al estudio y desde nuestro balcón bajamos al suyo. Rápidamente registramos el lugar. Encontramos ochocientos dólares en el cajón de un tocador y dos pasaportes —Becky Cobb y Corey Mutz, ambos con gafas de pasta retro—, y también los cogimos. Los ucranianos que bebían en el Diteter pagaban bien por los pasaportes americanos. Salimos como entramos; Silvija trepaba como un gato de la jungla; a mí me costaba. Pero lo logramos, y salimos y pasamos un día de reyes en la ciudad.
En un restaurante enorme de estilo clásico alemán nos atiborramos de platos a base de patata y salchichas enormes. Bebimos exquisitos vinos de Borgoña y whiskys de Bavaria. Y Pils. Nos tocamos bajo el mantel. Lo que Silvija era capaz de hacer con los dedos de los pies era extraordinario. Me enseñó, fonéticamente, los estribillos encantadores de canciones de su infancia en los bosques.
—¿Pero de qué tratan? —pregunté.
—La mayoría de bueyes y muerte —dijo.
Salimos del restaurante y nos dirigimos al Dieter. El bar era un semisótano en Schönhauser Allee, y ahí tomamos más Pils y nos reunimos con los Encapuchados de Kiev, misteriosos y cubiertos de cicatrices. Se encontraban entre los personajes que últimamente poblaban mis historias, pero mi retrato de ellos era burdo. Para una pluma inexperta era imposible reproducir el poder de la intriga que había en el calor negro de los ojos de Viktor, o la languidez sexual del modo en que Xcess —así se hacía llamar— vaciaba su copa, o el… Simplemente era incapaz de plasmarlo. Ganamos otros doscientos euros con los pasaportes. Salimos del bar y anduvimos calle abajo; el plan era comprar zapatos nuevos y poco prácticos. Por encima de nuestras cabezas retumbaban los trenes elevados. Me quejé de la falta de lustre real en mis relatos. Silvija suspiró y se detuvo en la acera y me agarró del codo. Soltó entonces una de sus declaraciones o manifiestos, una de sus grandes oraciones sobre la Naturaleza del Arte.
—Cuando te preocupas es cuando trabajas. Cuando no haces nada es cuando produces. Esto no ocurre en la sección frontal del cerebro, Patrick. Ocurre en la parte trasera. Aquí, en el nivel subconsciente. De aquí salen las historias. Tienes que dejar que ocurra. ¡Libérate! Si tiene que venir, vendrá. Tú mantente disponible y abierto. Si algún día viene algo bueno, pues fantástico. ¡Champán! Pero no tienes control sobre ello. Es cuestión de suerte. Cuando te parece que no está pasando nada, está pasando todo. Y recuerda que cuando te preocupas, estás trabajando.
Sigo en busca de una explicación más sucinta de cómo funciona todo esto, pero sé que no la voy a encontrar.
Fue a base retales y jirones que llegué a conocer la historia de Silvija. Generalmente, a altas horas de la madrugada, escondida detrás de un tazón y grogui tras el hachís, en la tierra en que colindan la vela y el sueño, con los ojos medio cerrados, envuelta en mantas para escudarse del frío nocturno, era entonces cuando me contaba los horrores de nivel vikingo que había presenciado y de los que había formado parte: violaciones, saqueos, merodeos siniestros. Tierras sumidas en guerra que no era capaz de imaginar. Y Silvija, una niña asustada en medio de todo eso: una Silvija asustada era aún más inimaginable. En mi egoísmo había ansiado una historia como la suya —quizás podría robarla, remodelarla, y prestaría a mi obra la seriedad que le faltaba; los escritores son unos parásitos, especialmente los jóvenes—, pero cuando me alimentaba con sus historias con aquellas miguitas nocturnas era totalmente incapaz de procesar los detalles. Me he obligado a olvidar la mayor parte. Sé que de niña había tenido que pagarse la sopa con mamadas. Que una vez se había encontrado atada en una nave y la habían forzado con un mango de escoba. Que escapó, pero sólo para hallarse durante años rotos deambulando por casas de okupas en Barcelona —una vez fue secuestrada por un sudanés en el Born y la obligaron a comer pienso de gato—, y luego vino un período de indigencia en Génova —se desmoronó y se obsesionó con la obra de… Idlabirag—, y llegó a Berlín antes de recuperarse; fue en Berlín donde descubrió sus talentos y el equilibro de sus estados de ánimo y el proceso de construcción de una sólida cáscara.
Algunas noches, en el estudio, iba al baño y escupía sangre. La limpiaba, pero por las mañanas había restos corridos en la porcelana.
El verano se hizo más profundo, y nuestros días se vieron teñidos con tristeza y otras cosas innombrables. Estaba una mañana sentado en la cama, fumando. Hice caer la ceniza en una botella vacía de Pils. Silvija estaba acurrucada en el sofá, en ropa interior, apaleando el portátil; tenía un amplio círculo de conocidos, con el 80% de los cuales estaba peleada. Se derramaba la luz del sol tenue, ascendente, que perfilaba sus músculos desnudos y bronceados. La fortuna de los americanos y los pasaportes se había esfumado tiempo atrás y estábamos de nuevo en los abismos de la pobreza. La escena de Wedding estaba parada debido a la temporada y a las usuales inclemencias de la fortuna que afligían a la gente de la moda: los arrestos, las plagas inesperadas, las experiencias cercanas a la muerte. Esta mañana en concreto había entre nosotros una suerte de timidez. La noche interior, el estricto dictamen de no-penetración de Silvija había sido brevemente suspendido. Supe ya en aquel momento que era un error, a pesar de la suntuosidad de las sensaciones. Podía sentir el miedo en ella. Supe que no volvería a ocurrir. Y supe en mi corazón que yo, sencillamente, no conseguía ejercer como lesbiana. Demasiado torpe, demasiados nudillos.
Y no es que dejara de pasear conmigo por las calles calurosas en los mediodías de verano, o que dejara de enseñarme, ni que ya no me diera nada, aunque fuera sólo una migaja de su intensa aura, suficiente para sostenerme.
Creo que fue ese mismo día cuando, en el Biergarten de Kastanienallee, enfocó la cámara hacia mí, ahí, bajo las copas frondosas de los castaños, y me sentí cohibido e incómodo ante el objetivo, pero ella me dijo lo que tenía que hacer.
—No lo mires —dijo—. Mira a través de él.
Conservo aún la fotografía, y para mí es sagrada. En el banco de madera que nos separa, en el ámbar de una jarra de cerveza, está su reflejo asiendo la cámara. Está ahí, borrosa, y es sólo una sombra, pero es todo lo que me queda de ella.
El final fue abrupto. Me levanté una mañana y vi a Silvija haciendo la maleta. Esa bolsa de gimnasio suya había visto de todo. Traté de sonar casual, pero había miedo de niño en mi tono.
—¿Esto es todo, entonces? —croé.
—Sabías que pasaría —dijo.
El estudio había vivido ya lo suyo, dijo. Se iba a vivir con una novia en Kreuzberg. Ya era hora de que me mantuviese solo en pie.
—Tienes que salir a encontrar tu propia vida, Patrick —dijo.
—¡Sí, y tú necesitas que te vea un jodido médico!
Me cabreaba mucho que me dejara de lado, y estaba perdido en la ciudad sin ella. Me deprimí. Viví con otra gente durante una temporada en Mitte —con artistas, por supuesto—, pero comparados con Silvija parecían actores interpretando un papel, y olvidé sus nombres. Sabía que los días dulces del verano habían terminado y que tocaba volar del nido. Reticente, acudió a la estación la mañana que me iba al aeropuerto. Me abrazó en el andén, pero tan incómoda… Huyó del abrazo al instante. Dijo que hablaríamos por email y que podía llamarla, pero han pasado ya seis años y no ha respondido ningún e-mail, ni me ha cogido jamás el teléfono, y tras unos meses dejó de dar señales.
Eso no significa necesariamente nada, porque Silvija cambiaba de teléfono todo el tiempo. Y, en cualquier caso, debo creer que está por ahí, en alguna de las ciudades europeas de ensueño, tal vez Trieste, o Zagreb, o Belgrado otra vez. Debo creer que sigue ahí, aún hermosa, malhablada e intacta.