Era un invierno aletargado, una de esas tardes con humo de carbón en lugar de luz, pero yo me encontraba razonablemente alegre. Flotaba por encima de todo, a una distancia placentera, aunque las calles eran tan tardas como de costumbre aquel día, y en los bares reinaba un parloteo de súplicas y rabia y amor declarado, en especial, amor enviado a Ucrania y Chad. Estábamos a mediados de la semana, y las mujeres se abalanzaban gravemente sobre las paradas de verduras y el tráfico gemía, se enfurruñaba, convulso, y el desasosiego fruncía el rostro del pueblo. Yo tenía una canción en el gaznate, un centelleo en el ojo, una flor en el ojal. Si hubiera tenido un bastón, lo estaría revoleando, sin lugar a dudas.
Bajé por Dorset Street. Miré hacia la lavandería. Siempre procuraba echar un vistazo a las lavanderías. Me gusta su domesticidad vaporosa. Me gusta ver los brazos desnudos doblando y apilando, llenando y vaciando, el ajetreo, como una película soviética sobre el esfuerzo de los trabajadores. Me parece cómico, y también desgarrador. ¿Acaso no tienen lavadoras en sus casas esos desafortunados?, me pregunto. Vivirán en pequeños apartamentos, supongo, con aspiradoras compartidas guardadas bajo las escaleras, y olor a cebolla frita en el pasillo, y cosas horribles que uno preferiría no oír por las noches…, sube la tele, ¿quieres?, por Dios, ¿qué ha sido eso, un grito o el chirrido de una puerta?
Y ahí estaba él, junto a la ventana de la lavandería. Fumando un cigarro, si no te importa. Aunque yo estaba en la acera opuesta, no me confundía, no era difícil distinguirlo, precisamente. Cable de acero por cabello, una pequeña nube tensa, con forma de seta, y estaba más marchito de lo que sus años justificaban, con cara de búho, los huesos del rostro dispuestos con una simetría apresurada que no terminaba de funcionar, y un torso demasiado corto para unas piernas tan largas, piernas de garza, y con pecho de paloma, poético, de expresión triste.
Seguí andando, y sentí el frío del pétreo centro del pueblo alzarse en mi interior. Aceleré el paso. Tenía demasiado miedo como para mirar atrás. Sabía que él también me había visto, y sabía que huiría, que no le quedaría más opción que huir. Era uno de mis más antiguos amigos, uno de los amigos con quien más había discutido, y llevaba muerto seis años.
No me detuve hasta que alcancé el río. Los bancos estaban poblados por los peores y más olvidados del pueblo, dados a la heroína y al éxtasis, pegados a sus perros pulgosos como si les fuera la vida en ello, comiendo rollitos de salchicha del Centra, ataviados con finas prendas de nailon que los escudaban del aire apestado de maldad. La luz del río era vivaz y verdosa azulada, se suavizaba y embellecía como podía. Me senté en un banco y respiré unas cuantas veces larga y profundamente. Si hubiera sido capaz de hablar, mis palabras habrían sido diabólicas, escupidas con un siseo sibilante, todo consonantes y odio. Oficinistas grises con trajes de Dunnes daban mordiscos a sus baguetes. La gente se escurría con la cabeza baja. La gente murmuraba; la gente gemía. Traté de imponer un orden lógico a mis pensamientos, pero se agitaban y se liberaban. Oía los graves metálicos y los bucles de una música circense, mis pensamientos se columpiaban en el aire como diminutos acróbatas, se lanzaban a las fauces de lona de la carpa, no alcanzaban a agarrarse y caían a la red.
Estaba en un estado pésimo, pero poco a poco el agua empezó a hacer efecto, me calmó, me permitió cercar a los acróbatas y darles nombre. Un accidente de coche, en medio de la noche, lo había matado, y de algo así no hay retorno posible, o eso pensarías. La carretera llevaba a Oranmore.
Puse mis pies a prueba, uno se movió con reservas delante del otro, y me llevaron en dirección a la estación Bus Áras. Decidí que no podía hacer más que tomar un bus a las colinas y esconderme ahí por un tiempo, con la gente amable. Anduve, trastornado, con mi traje de raya diplomática y mi bombín insolente, y aquí la cosa se puso interesante. Habían colocado una barrera con un cartel pegado a través de la pasarela del río. Decía:
PROHIBIDO EL ACCESO A PEATONES
Muy bien, de acuerdo, pues cruzo la carretera, pero entonces me encontré con que el paso también estaba cortado en Eden Quay, con el mismo cartel, y pensé, alcantarillado, conductos de gas, cables y hombres con chaquetas reflectantes, daré la vuelta por otro lado, pero no había acceso por Abbey Street, ni por Store Street, en todas partes se había erigido el mismo cartel: Bus Áras era zona prohibida. Vi a un hombre con uniforme estatal, y tenía ojos compasivos, así que me acerqué y le pregunté.
—Lo siento, señor —dijo—, hoy no hay servicio de buses aquí. Ni entran ni salen buses.
Me quedé delante de él, horrorizado, y no por la situación de los autobuses, que no es que fuera precisamente fantástica, sino porque este hombre uniformado era innegablemente Harry Carolan, más conocido como Harry Pasteles, el panadero de mi infancia. Su furgoneta pasaba cada día a las tres y media, si sincronizabas tu reloj con su llegada ibas siempre a la hora, con hogazas blancas e integrales, recién horneadas, y rosquillas, y donuts rellenos de mermelada, y también pastelillos pegajosos de miel. Los amables pliegues arrugados de su cara, la curva alegre de su boca, unos ojos que en tiempos más inocentes hubiéramos descrito como «bailarines». ¡Pepitos! ¡Brazos de gitano rellenos de nata! Todo el pan de soda que pudieras comer, hasta 1983, cuando Harry Pasteles cayó muerto con los zapatos aún puestos.
Atravesé la ciudad como un borrón de nieve sucia. Ésta es buena, me dije, oh sí, ésta es de premio. Ahora las caras de las calles no parecían distintas. La misma democracia nebulosa de antes. Algunos de nosotros locos, algunos enamorados, algunos muy cansados, y todos nosotros, parecía, resignados a nuestros quehaceres rutinarios. La gente recolocaba las bolsas de la compra para equilibrar el peso. Los motoristas contenían su furia apagada tan bien como podían. Un trompetista callejero tocaba Spanish Harlem. Tuve una idea repentina. Pensé: ¿podría un plato de sopa, a un nivel no fundamental, ayudarme?
Había un café cerca, en Denmark Street. No lo llamaría un establecimiento elegante. Era un espacio estrecho y abarrotado, con mesas menudas desparramadas, botellas grasientas de kétchup, hules de plástico a cuadros, Larry Gogan presentando su concurso de un minuto en una radio crepitante, y tomé asiento, me recompuse, y contemplé el menú. Estaba escrito en un lenguaje que desconocía. Las grafías inclinadas eran para mí un misterio, los numerales me resultaban ajenos, ni siquiera sabía si lo estaba sosteniendo en la dirección correcta. No importa, pensé, sólo quiero un plato de sopa, y chasqueé los dedos para llamar al camarero.
Cualquiera diría que le había pedido que se sacara los ojos y me los trajera en un plato. Con la cara que puso, y sus movimientos de babosa al acercarse, un matón de campo.
—¿Qué sopa tiene, jefe? —pregunté.
—Zanahoria y cilantro —dijo sin entonar, como si tuviera las cuerdas vocales sujetas con tenazas. Cada palabra que me decía parecía cargada de rencor, pero me habló con su acento del medio oeste y, como siempre, eso me atrajo.
Lo examiné. Cara plana, calentada por la energía del enfado, boca fina y cruel, agravio en sus ojos grises, y una belicosa posición de la mandíbula que anticipaba un conflicto en el que yo no tenía intención alguna de tomar parte. Lo miré, en silencio —entenderás que, llegado este punto, me encontraba un poco a la deriva en lo que se refiere a emociones— y el café se congeló a nuestro alrededor, y él se impacientó.
—¿Quiere la sopa o no? —dijo, casi un bufido, y fue en este momento cuando todo se esclareció para mí y distinguí la cara infantil detrás de la adulta.
—Eres Thomas, ¿verdad? ¿Thomas Cremins?
Un resplandor de luz marina iluminó sus ojos grises, se encendió al reconocerme, apareció una ligerísima pizca de felicidad en su rostro, eso ya fue suficiente para devolverle algo de inocencia, también, y con ella, juventud. Aún se volvió más claro: volvían los detalles. Había sido uno de esos niños demacrados, flaco como un cordón de zapato y más desdichado que la media, con un rastro de mocos secos en la manga del jersey del uniforme del colegio. Lo recordaba en el bus de vuelta a casa cada día, esperando a que alguien más valiente que él hiciera la primera gamberrada. Una oveja, un seguidor, sin duda lento de entendimiento, pero de algún modo recordaba en él cierta bondad, también. Dijo:
—¿Fitz?
Hablamos, incómodos pero amigables, y con cada frase mi acento se volvía más del medio oeste, y sus circunstancias me venían a la mente. Recordé la pequeña casa adosada de piedra gris, cerca de las barracas. A veces, después de clase, me invitaba a galletas y videojuegos, y recordé también a su hermana, mayor y desaliñada, material ocasional para fantasías desoladas, y, por supuesto, también estaba su hermano pequeño, más joven que yo, pero…ah.
Alan Cremins murió, ¿no? Claro, lo recordé todo. Fue una de esas muertes de infancia que marcan una época y con la que algunos de nosotros llegamos a experimentar la emoción que suponen. Lo pilló una tormenta de abril, pescando en Plassey, y se refugió en una torre y le cayó un rayo. Recuerdo el resplandor del miedo en todos nosotros, durante semanas. ¿No habíamos pescado todos, en algún momento u otro, en Plassey, y no habíamos sido todos testigos del mal tiempo de aquel día? Nos podría haber pasado a cualquiera de nosotros. Fue también en aquel tiempo cuando empecé a fijarme en las chicas. Me gustaban las chicas grandes y sanas, chicas con las caras limpias. De ésas había muchas en el medio oeste.
¿Debía mencionarlo?
—Recuerdo… —dije—. Oh, Dios, Thomas, recuerdo aquel año, lo de Alan. Cuando, ya sabes…
—¿Al? —sonrió—. ¿Te acuerdas de Al?
—Claro —dije, aunque a decir verdad mi recuerdo era vago. Recordaba un niño menudo y escurridizo, una cara pálida, ¿no?, muchas venas azules, uno de esos chavales que parecen tener siempre frío.
—Pues está ahí dentro —dijo Thomas con una amplia sonrisa, y llamó— ¡Al! ¡Ven aquí, te necesito!
Alan Cremins, con pantalones de chef y una camiseta sudada, con un cucharón sopero en la mano, apareció de entre las puertas abatibles de la cocina y me dedicó una sonrisa algo sucia.
—¿Fitz? —dijo.
¡Grotesco! ¡Horrible! ¡Una cabeza de niño en un cuerpo de adulto! Salí corriendo. ¿Qué más podía hacer? Corrí por las calles invernales, esas calles malignas, y despotriqué un poco contra el cielo encapotado: no puedes tenérmelo en cuenta.
Poco a poco la ira reemplazó a la desesperación. Francamente, ya había tenido suficiente caos por un día. Alcé el cuello de mi chaqueta y enterré las manos en los bolsillos de los pantalones. Encorvé los hombros contra el viento afilado. En el cielo pesaba la nieve, que finalmente empezó a caer, y cada copo se manchaba de la ciudad antes de dar con el asfalto. Los castañeros se acurrucaban en sus viejos abrigos. Los vagabundos eliminaban la humedad de sus palos para mantener las hogueras ardiendo en los barriles. Los bares cantaban con voces disonantes. Los neumáticos chirriaban con furia en la nieve medio derretida. Perros negros deambulaban en manada. Sentíamos todos los mordiscos del frío, los latigazos del viento, asolados por este cruel invierno, pero seguíamos andando a pesar de todo, como uno de esos maravillosamente trágicos ejércitos rusos que uno encuentra en los libros.
Por supuesto, sí. La explicación más obvia se presentó, y resbalando por las calles, dirigiéndome a la salida norte de la ciudad, la consideré. Si los muertos me rodeaban, ¿era acaso inconcebible que yo mismo me hubiera unido a sus legiones? ¿La North Circular Road era el cielo o el infierno? Una idea disparatada, claramente; sentía demasiado dolor como para no estar vivo. Seguí con mi marcha de soldado. Empecé a desviar mi camino lentamente hacia el oeste y los comercios abandonaron las calles y fueron reemplazados por pequeños adosados, y viejos desdentados se apiñaban en bares de mala muerte, y de algún lugar salía un rasgado triste de violín. Un hombre con bigote de morsa se acercó resuelto y me tendió un folleto. Anunciaba una reunión el siguiente sábado: Larkin era el orador prometido, y su tema predeciblemente sombrío.
Llegué al parque, que estaba desolado, nadie a la vista, y me calmé paseando por ahí. Me crucé con algunos de los ciervos amansados del parque. Se amontonaban detrás de una barrera cortavientos de árboles, y me detuve a mirarlos. Los machos adultos de piel dura parecían relativamente cómodos en el clima extremo, pero las ciervas y cervatillos trabajaban duro para aguantar; sus flancos se ondulaban con temblores de esfuerzo al combatir el aire frío, y tal despliegue era un síntoma de gloriosa vida, y mi corazón se ensanchó.
¡Cervatillos! Claramente me encontraba en un estado altamente emocional, y pensé que quizás sería mejor volver a casa. Por el amor de Dios, Fitzy, dije, recupera la cordura antes de que vengan a buscarte con las redes.
Fui hacia los suburbios del noroeste de la ciudad, la zona de la que había hecho un hogar, y no me permití perderme en pensamientos. A base de pura fuerza de voluntad dejé atrás los eventos de la tarde. Llegué por fin a mi tranquila calle residencial en mi tranquilo suburbio residencial. Tenía alquilada la planta baja de unas viejas casas gemelas, que me parecía ideal. Tengo un comedor, un salón, un pulcro dormitorio de soltero, una cocina luminosa con puertas venecianas que dan a un pequeño jardín rectangular al que sólo puedo acceder yo.
Hice girar la llave en la cerradura y entré. Sacudí la nieve sucia de mis hombros y dejé que el día se separase de mi cuerpo con la chaqueta de raya diplomática. Me eché el aliento en las manos para calentarlas. Fui a la cocina y bebí un vaso de agua. Entonces abrí las puertas venecianas y salí al jardín.
Me recibió el glorioso verano. Los árboles frutales estaban en flor, y se respiraba la densa indolencia del calor de julio, inconfundible, y abrí la tumbona a rayas y me eché. El transistor yacía cerca de mis pies y lo encendí para escuchar las cuerdas suaves, los desmayos y arrullos del concierto de tarde. Me quité las botas de agua y los zapatos y los calcetines y estiré diez dedos pálidos sobre el hormigón ardiente del patio. Desdoblé mi pañuelo y me lo até alrededor de la cabeza. Me arremangué las mangas de la camisa y desabroché tres botones perlados para exponer parte de mi escuálido pecho. Escuché: el suave revuelo de las notas, los zumbidos y rasguidos de los insectos a mi alrededor, el rugido eficiente de las sierras de podar, los niños del vecindario jugando. Jugaban picajosos bajo el sol, y sabía por experiencia que los días calurosos podían volverlos siniestros, darles una mirada maligna, más allá de la simple travesura; a veces, en las noches calurosas acechaban por las calles hasta altas horas de la madrugada, y se escondían de mí en las sombras y me gastaban bromas pesadas, haciendo que se me saliera el corazón del pecho cuando volvía de comprar bebida.
La bebida era lo único que necesitaba comprar. Desde que me mudé aquí me di cuenta de que la alacena se abastecía sola a diario. Nada especial, pero suficiente: frutas y verduras frescas, pan integral, raciones pequeñas de carne baja en grasa y pescado enlatado, arroz y pasta, salsas preparadas, té suelto, ocasionalmente algo de chocolate como capricho. Tenía una pequeña hucha de lata en la cocina, y cada vez que la abría contenía exactamente ocho euros con noventa y nueve céntimos, el coste de un Rioja potable en Bargain Booze más cercano. Los servicios de agua y luz tampoco parecían ser un problema, no llegaban facturas. De hecho, no había correo de nadie, nunca.
El teléfono, en cambio, era algo aparte. A veces parecía que el cacharro no podía parar de sonar, y sonó ahora, y suspiré hondo en mi tumbona, y levanté mis extremidades siempre jóvenes. Entré en el piso: ¡como si fuera una orden del teléfono! El muy cabrón tenía ese poder.
—¿Uphi uBen? —dijo la voz—. ¿Le yindawo la wafa khona?
—Lo siento —respondí, cansado—. No tengo ni idea de qué está hablando. No he entendido nada.
—Ngifanele ukukhuluma naye.
—Nop —dije—. Ni una palabra. Gracias.
Colgué, y esperé, pues las llamadas venían siempre de tres en tres, y en efecto inmediatamente el teléfono volvió a sonar.
—¡Chce rozmawiac z Maria! ¡Musze powiedziec jej, ze ja kocham!
—¡Por favor! —dije—. ¿No habla ni un poco de inglés?
—Claro —dijo, y colgó.
Al momento llegó la tercera llamada.
—¿An bhfuil Tadgh ann? ¿An bhfaca tú Tadgh?
—¡No conozco a ningún Tadgh! —grité—. ¡No he visto a ningún Tadgh!
Me había quejado varias veces a la Compañía Telefónica, y no había servido absolutamente de nada, pero por si acaso volví a intentarlo. Marqué los tres dígitos del número y pronto me conectaron con el anónimo operario. La Telefónica era una parte del Estado que parecía tener su propia ley. Di mi nombre y número de identificación.
—Estoy recibiendo las llamadas otra vez —dije—. He tenido una mala semana, han llamado prácticamente cada día, a veces incluso por la noche. No puede imaginarse cómo está afectando a mis nervios. No se ha solucionado nada. ¡Me prometisteis que lo solucionaríais!
—¿Quién se lo prometió, señor?
—Uno de vuestros agentes.
—¿Qué agente, señor?
—¿Cómo voy a saberlo? No me dio una identificación, ¿no?
—No, por supuesto, señor. No se nos permite compartir información personal con los ciudadanos del Estado. Sería inapropiado, señor. Al fin y al cabo, esto es La Telefónica, señor.
—¿Entonces cómo puedo…?
—Un momento por favor.
Spanish Harlem en una versión cursi de trompeta, y yo silbé a su son, tristemente. Había caído en la melancolía; la vieja rutina gris de estos días le puede llegar a uno al alma. Pero estaba decidido a no colgar. Esperan que cuelgues, ¿sabes? Y así pueden seguir con sus cosas, pueden salirse con la suya, con su desconsideración. La música se desvaneció y se me ofreció una serie de nuevas opciones:
—Si desea oír los detalles de las nuevas tarifas nocturnas, pulse uno.
Dirigí la mirada a los cielos.
—Si desea recargar el saldo de su dispositivo con el servicio «Donde estés, cuando quieras», pulse dos.
Me negaba a seguir tratando con estos trastos infernales.
—Si desea recibir información sobre oportunidades de empleo en La Telefónica, y sobre nuestro proceso de selección, así como de los requisitos físicos y psíquicos para operarios, ingenieros de voz y agentes, pulse tres.
Antes trabajaría en las cloacas.
—Si busca una respuesta a la sensación de vaguedad que rodea su existencia como una neblina translúcida, pulse cuatro.
Pulsé cuatro. Una voz feliz estalló en mi oído. Era la voz de la cordialidad. La voz del director de un complejo vacacional en alguna destinación de playa de precio medio. Sonaba australiano.
—¡Qué pasaaa! —dijo—. ¿Andamos mustios, tío? Lo que tienes que hacer es salir al jardín, e ir hasta los árboles frutales, y encontrarás ahí una escalera de mano escondida, ¿vale? ¿Y entonces qué? ¡¡¡PUES TREPAS POR ELLA, TÍO!!!
Se cortó —el vacío—. Fui directo al jardín. Me puse unas deportivas. Me quité el pañuelo de la cabeza. Anduve hasta la densa maraña estival de árboles frutales. Aparté las hiedras colgantes, abrí la cortina de plantas, y al principio no veía nada, pero entonces mis ojos se acostumbraron a la penumbra moteada y pude distinguir un resplandor dorado, apagado, y sí, era una escalera. Me abrí paso entre las zarzas, que rasgaban mis pantalones, y empecé a trepar. Lentamente, dolorosamente, ascendí a través del denso follaje y salí por encima de las copas de los árboles, las vistas de mi suburbio, con sus pulcros setos y tejados de pizarra y musgo, y seguí trepando, y penetré las nubes blancas y aún subí más alto, y la escalera ascendía apoyada en una pared rocosa. Escalaba más allá de la fachada de caliza cegadora del acantilado, y al fin llegué a la cima y pisé la hierba salada y mullida.
Caminé. La brisa marina era agradable, al principio, tras el esfuerzo sudoroso, pero pronto me pareció fría. Era un día de primavera claro pero ventoso, y las primeras flores de la cima del precipicio empezaban a brotar. Las potentillas, las orquídeas tempranas, el pie de gallo. Un mar lechoso lamía las rocas abajo, con cierta agresividad, y yo miré la extensión de la costa y, oh, no sé, podía ser Howth, o Bray, o algún lugar de ésos. No había nadie. Charranes de cabezas negras luchaban contra el viento y lo montaban, dejaban que les diera vueltas y los lanzara: pura diversión. Anduve, y me concentré en vaciar la mente. Quería quedarme en blanco. Quería irme y dejarlo todo atrás otra vez.
Sí, anduve, anduve a través de la brisa, y tras un tiempo llegué a uno de esos telescopios que se ven en la costa. Registré mi bolsillo, encontré media corona, la inserté y el visor quedó desbloqueado y miré por él. Parecía haber un problema con el telescopio: estaba fijado, no podía rotarlo para examinar el agua, la costa, el cielo. Estaba fijado sobre un pequeño círculo de grava gris, justo al borde del risco, y vi que abajo el tiempo era frío y húmedo. Era invierno al nivel del mar, era primavera en la cima de los acantilados.
Seguí mirando, y apareció. Se agachó sobre los talones y miró hacia el agua. Llevaba un gran abrigo, con cinturón, y una bufanda de lana alrededor del cuello. No la veía de cerca, pero aun así pude apreciar en ella los estragos de la edad. Podía ver en su postura la caída del cansancio adulto. La imagen era en blanco y negro, y parpadeante, era metraje antiguo, de película muda, y supe que el momento había pasado también ahí abajo. Que si lograba encontrarla otra vez, sería por pura casualidad, una llamada aleatoria a través de la Telefónica. Y trataría de explicarlo, lo haría. Trataría de decirle por qué había ocurrido de aquel modo, pero mis palabras se hundirían bajo las olas, donde el brillo impactante de los colores sorprende a la oscuridad: las anémonas, las estrellas de mar y el coral, las almejas y los percebes, las ofiuras.
El visor se oscureció y caminé de vuelta por donde había venido. Descendí por la escalera hasta un jardín otoñal. Cobre y dorado y un cielo frío y desteñido: clima de cuellos altos. Mi tiempo favorito, la estación de la pérdida y la devoción.