Oscura yace la isla

Estaba sentada en el charco gris y azul que la pantalla proyectaba. Al otro lado de las altas ventanas el cielo se oscurecía, el desvanecimiento veloz de un día de octubre. No se había cortado en nueve días, pero tal vez esta noche… Colgó una canción en la nube, Sufjan, y bajó otra, le dio a la X de una ventana y abrió otra. No había internet en la casa de vacaciones salvo por línea conmutada, como puesta en marcha por un hámster corriendo en su rueda, y de tan lenta que era le daba ganas de vomitar. Iba cada día a los cines del extremo del pueblo. Ahí había terminales a monedas en un anexo del piso de arriba. Clicaba y arrastraba; se arremolinaba una náusea profunda. El olor a palomitas rancias y cuerpos se elevaba desde el vestíbulo principal, abajo. Efectos de sonido en las pantallas, amortiguados, y diálogos tenues, bla, bla, bla. El picor de su sangre al acelerarse. Disparos. Derrapes. Gritos. Abrió el foro 4-Real y tecleó:

Quizás esta noche…

Gretchen de Flagstaff tenía una lucecita verde junto a su nombre en la pantalla —Gretchen estaba conectada— y Gretchen escribió:

Es a tu corazón al que tienes que hacer caso depende de ti estamos aquí para lo que necesites, S.

Alison de Teignmouth tenía una lucecita verde junto a su nombre en la pantalla —Alison estaba conectada— y Alison escribió:

Has sido muy fuerte estos siete meses xq ahora Sara. Esto es lo q debo preguntar ahora. Te ha cambiado/bajado la medicación el doc?

Kandy The Lez de Bremen tenía una lucecita verde junto a su nombre —Kandy The Lez estaba conectada— y Kandy The Lez escribió:

Si t cortas esta noche foto y m la pasas tia buena t quiero Sara OK besos

La burbuja del contador apareció en la pantalla —le quedaban sesenta segundos— y pensó en ello pero no introdujo otra moneda. Dejó que pasaran los segundos,

5, 4, 3, 2, 1

y cada latido la hundió más en sí misma. Estaba arriba, en el anexo del vestíbulo. Las sombras respiraban. Cogió sus cosas y bajó los escalones de tres en tres y salió del vestíbulo a paso de tormenta. Cruzó el aparcamiento hasta el Apache Pizza y engulló una cuatro quesos grande por sus deliciosas, rezumantes, grasas saturadas. Con lo que comía se podía alimentar a un equipo de rugby, pero estaba como un palillo. Su cerebro se movía tan deprisa que perdía peso. Salió del Apache Pizza y se metió en el coche y salió disparada hacia la casa de vacaciones donde se hospedaba, sola, durante su «año sabático».

—Por el amor de Dios, Sara, ¿qué vas a hacer ahí? —había preguntado su padre—. Ya se acerca el invierno, niña.

—Cosas artísticas —había dicho ella.

No te cortes, decían los ojos de su padre.

—Tú simplemente dame las llaves y el código de la alarma —dijo—. ¿Por favor?

Había terminado el instituto en junio. Los resultados llegaron la segunda semana de agosto. Tenía suficiente nota para Medicina. Tenía suficiente nota para Veterinaria. Tenía suficiente nota para construir un cohete y volar a la Luna. No había dormido bien en meses. Su piel estaba inmaculada salvo por las cicatrices en el interior de sus muñecas, salvo por las cicatrices en el interior de sus muslos, salvo por los restos cicatrizados de la carita sonriente que se había cortado en el tobillo izquierdo.

—Todas somos de tez delicada —había dicho su madre.

¡Todas! Como si fueran un clan, o una tribu, o una familia. Mientras conducía a toda velocidad, en el aire de la ciudad se sentía el cambio rápido de estaciones, la muerte del verano, el invierno que vendría. Si hundía el pedal, llegaría a tiempo para una peli de pijos británicos de los años 40, de las que ponían en el canal Recuerdos del Reino Unido por las tardes. Historias sobre viudas de guerra y valor y los últimos rescoldos de esperanza. Mujeres a quienes la devastación de la guerra había hecho más elegantes y serenas, mujeres que se habían quedado «mmuy, pero que mmmuy solas».

Lo dijo en voz alta mientras conducía:

—Mmuy, pero que mmmuy solas.

Como si tuviera canicas en la boca:

—Mmmoy, pewo que mmmmoy sowas.

Su cerebro se movía tan deprisa que ya estaba al otro lado del pueblo, y mirando hacia atrás. Se veía a sí misma conduciendo. Se sentía como si la estuvieran grabando cada minuto del día. El coche era un Saab de suelo bajo, de los de antes, color vino tinto oscuro. Su padre era un arquitecto radical que había vuelto a poner en cuestión el concepto de las paredes. Llegó a la casa que él había diseñado para los veranos en familia. Toda cristal y ángulos y nichos raros distribuidos para ofrecer las vistas más fantasmales y más austeras posibles del sombrío paisaje apantanado.

—Malherido —solía llamar su padre al pantano, con los ojos húmedos al mirar por las ventanas, conmovido, y movía la mano como dándole vueltas a una gigantesca copa de vino.

Un arroyo del pantano cruzaba la casa; se oía el murmullo constante de sus aguas turbias, como alquitrán. Sara se tumbó en el panel de cristal de quince centímetros de grosor bajo el cual fluía el arroyo a lo largo de la planta abierta. A veces se veían anguilas diminutas nadando, como espermatozoides. Su padre la acompañó el primer fin de semana, y había colocado conspicuamente todos los objetos afilados en su sitio. La llamaba todas las noches desde Granada, fingiendo gran alegría. Los cuchillos de cocina Sabatier estaban bien puestos en su bloque. Se levantó y paseó por la habitación, encendiendo todas las luces.

Corrió las puertas de cristal, salió y miró hacia el espacio iluminado: una foto de revista. Pero sin gente. Se dio la vuelta y miró más allá de la extensión del pantano, donde el terreno se hundía de pronto y había arrecifes chatos de dunas, y luego un descenso superlativo, y la costa vacía. Cada año el Atlántico devoraba un metro más, y el agua se acercaba a la casa. Esto era Clew Bay, en el condado de Mayo, y cientos de islillas yacían esparcidas ahí. Eran oscuras salpicaduras de mal humor en el gris del agua. Éste era un mundo de silencio iluminado tenuemente por la luz de las primeras estrellas y el cuarto de luna. La casa, a su espalda, era silenciosa como un pulmón.

Volvió dentro y se arrastró sobre el sofá gris y bajo, que emitió un gruñido de animal. Se sentía como si estuviera absorbiendo todos los venenos que el mundo ofrecía. Habían analizado la casa en busca de radón, y se hallaron trazas, dijeron, y ella respiró profundamente, con una mano ahuecada en la entrepierna, y trató de inspirarlo todo, pero las muertes por radón eran lentas. Una pulsación enfermiza en su entrepierna, como un latido de corazón de jerbo. Encontró el mando a distancia y puso Recuerdos del Reino Unido y, como esperaba, estaban echando una película de pijos de los 40:

—¡Alégrate, mi pajarillo, esto acabará pronto!

Mmuy, pero que mmmuy sola. Cerró los ojos con el desmayo de violines de matiné. Sentía la pesadez de la tristeza que flotaba por encima: la veía como una especie de nave. El queso de la pizza se transformaba y coagulaba en sus tripas. Esperó a que las caras aparecieran otra vez en el cristal de los ventanales.

Bajó por completo el volumen de Recuerdos del Reino Unido. Paseó por la habitación apagando todas las luces. Volvió a sentarse otra vez junto al vago borboteo del arroyo. Dejó que la oscuridad total cubriera los cristales, para que eliminase lo que había fuera. Pero la noche enviaba siempre a sus visitantes. Podían verse fauces abiertas, o el tajo repentino, veloz, que sólo podía ser el ángulo de una nariz, narices crueles y duras de hombres franceses; la noche ponía sus rostros en el cristal. El murmullo del arroyo se convertía en las voces de aquéllos que se reunían fuera.

Lo creía y a la vez no lo creía.

—¿Por favor? —susurró.

Esas palabras fueron suficientes para romper el hechizo. Se levantó y recorrió la habitación encendiendo las luces de las lámparas desparejadas: las lámparas kitsch de los ochenta, las lámparas vintage de los cincuenta, y el tesoro de su padre: una superba, delgada y angulosa lámpara clásica belga de los setenta que parecía una araña tratando de alcanzar algo y había costado aproximadamente lo mismo que el Saab retro. Sólo se habían hecho tres de ésas. En algún loft apático de Amberes. Abrió las puertas correderas de cristal y valientemente dio un paso hacia fuera, hacia el fresco de la joven oscuridad.

—Nada ni nadie —dijo.

—Mmuy, pero que mmmuy sola —dijo.

Se convenció a sí misma de que así era. Fuera hacía frío. Pero era un frío dulce. Las estrellas tendían una melodía en el cielo oscuro. En la extensión del pantano se iluminaba una abstracción confusa de formas; los afloramientos rocosos y los arrecifes en los bancos y el árbol solitario —un espino blanco retorcido por el viento— que eran visibles desde la casa.

—Está de vacaciones —dijo una vez su padre—. Quería perder de vista a los otros árboles.

El aliento negro del mar se oía a lo lejos; el mar era una bestia palpable, y parecía estar a la espera. Olisqueó con fuerza su nota sexual: salmuera, ozono, sal.

Volvió dentro y cerró la puerta y todas las superficies de la habitación resplandecían, amenazantes, bajo la luz de las lámparas. El espacio había sido planificado como una revuelta de ángulos afilados. El bloque de los Sabatier chispeaba sobre el granito pulido de la encimera. Agitó rápido la cabeza de lado a lado, como un perro tras la lluvia. Sonó el teléfono.

El timbre era demente, tan alto y rápido, estruendoso, y se dio cuenta de que debían de ser ya las siete pasadas —o las ocho, para él en Granada—. Se habría tomado un par de copas con un poco de jamón y queso manchego. Se sentiría lánguido y profundo y pensativo, vale, llamaré para ver cómo está, como si nada.

Ella había desactivado el contestador. Así que, ¿cuánto tiempo iba a dejarlo sufrir? ¿Veinte toques? ¿O cuarenta?

Contestó en algún punto intermedio.

—Hola.

—Hola.

El barullo de un bar español, su aire relajado y de cháchara, la ligereza del tono, alegremente analítico, las consonantes escupidas y los siseos sibilantes; Andalucía.

—¿Qué has hecho hoy, Sar?

—Cosas artísticas.

—¿Masturbación y maría?

Una sonrisita amenazó las comisuras de sus labios, pero —¡vete a la mierda!— se mantuvo firme ante ella.

—Eso suena a demasiado trabajo para mí.

Un resuello en su respiración desmintió el desenfado.

—¿Has hablado con tu madre?

—No.

—¿Piensas hacerlo?

—Por favor…

—No es como es adrede, Sara.

—¿La estás defendiendo?

—Ya sabes que yo sería el último en hacerlo. Pero por Dios, Sara, habla con ella.

Una noche española, a sus espaldas, y él quería volver a ella; quería irse.

—Vuelve —dijo ella.

—¿Cómo?

—Vuelve a lo que sea que estabas haciendo ahí.

—¿Sara?

—Tengo un pastel en el horno —dijo—, una especie de merengue. Tengo que correr.

—Sara, ¿cuánto va a durar esto? Quiero decir, sé por lo que estás pasando, y sé que ha sido duro, muy duro.

—No lo sabes.

—¡Sí lo sé, joder! Y cuando se trata de mi familia, de mi propia sangre, no puedo simplemente rendirme y no intentar…

—¿Y a mí «mi sangre» qué me ha dado, exactamente?

Colgó. Desconectó el teléfono. Recorrió la sala y fue apagando todas las luces. Buscó la calma en la oscuridad. Abrió la puerta de cristal y salió otra vez al frío nocturno.

Una garra: un par de manos la agarraron por el cuello. La mantenían sujeta donde estaba; un anclaje de grilletes. Sentía una gran dificultad para respirar. Trató de gritar, pero de su boca no salió sonido alguno. Era como una pesadilla, pero no estaba durmiendo, no, no estaba durmiendo. Manos por todas partes, manos por todo el cuerpo. Entonces, de pronto, holgura, y fue liberada, y corrió hacia dentro. Cerró la puerta. Cayó al suelo. Miró hacia la ventana y las caras la llenaban por todos los ángulos. Los oscuros túneles de sus bocas abiertas. Y de pronto desaparecieron todas.

Encendió el teléfono.

Un nuevo mensaje de texto de Granada.

Exprésalo.

Déjame en paz. Lo vio dando sorbitos a un Fino junto a los barriles, escribiendo mensajes, pensando, es que soy tan distinto a los otros padres…

El bloque de los Sabatier era una palpitación baja y constante en la oscuridad del espacio abierto. Sara se cortaba por el brillo rojo, por el sentimiento. He aquí el ejército real rojo marchando en filas desiguales por la pálida ladera.

Recorrió la sala y encendió todas las lámparas. Buscó su portátil. La conexión era tan lenta que tuvo que mantener el ordenador fuera de su vista para no estallar en llamas de furia.

Su padre había dicho:

—Tú no estás loca, Sara. Tú lo que tienes es adicción al internet de los cojones.

Lo que no explicaba las garras alrededor de su garganta ni el resplandor amenazante de las manijas de acero de las puertas ni las caras en la ventana ni la medicación; no explicaba toda la medicación.

Su madre se había puesto tetas nuevas en Navidad.

Arrastró el sofá por el suelo y sacó el portátil de debajo y lo llevó hasta la clavija que había junto a la mesilla retro del teléfono y enchufó el cable —¡un puto cable!— y le dio a «conectar»:

Voces de gremlin gorjeaban en las profundidades medievales de la línea conmutada.

Cada centímetro de su piel quemaba de picor. Fue a buscar algo de música. Había olvidado traer los altavoces de su iPod a la casa y ahí sólo había la «cadena de música», como él lo llamaba, lo que la hacía sonreír, y sólo había CD.

¡Discos!

Los hojeó:

Syncronicity, de The Police.

Jesús.

Astral Weeks, de Van Morrison.

Que tenía el aspecto de un Umpa Lumpa sudoroso.

Revolver, de los Beatles.

Escuchó For No One ocho veces seguidas. No la escuchó otra vez más por la significación oscura que le atribuía al número nueve. Sabía que debería preferir las canciones de John, pero… Sabía que John había comprado una isla en Clew Bay, en los sesenta, pero había trescientas sesenta y cinco islas ahí y no sabría decir cuál de ellas. Dorinish Island: su padre aseguraba conocerla, de vista, dijo que podías verla desde lo alto del acantilado que había junto a la casa. John había llevado una caravana psicodélica en balsa al otro lado de la bahía, pero nunca llegó a vivir en Dorinish, con Yoko, como habían planeado.

Volvió al ordenador.

El foro tardó once minutos en cargarse.

Dio un cabezazo al sofá.

—Dorinish —la palabra se descolgó de su lengua, y la repitió; sonaba como un queso artesanal o un local de terapia con algas.

Había sólo una lucecita verde en el foro 4-Real —Gretchen de Flagstaff—.

Sara tecleó:

Creo que lo haré esta noche?

Y la lucecita verde que indicaba que Gretchen estaba en línea se apagó al instante.

Arrancó el cable del ordenador. Abrió las puertas correderas de cristal y lanzó el portátil a la oscuridad. Debió de aterrizar en algún sitio, pero lo hizo sin emitir sonido alguno. ¿Como si alguien lo hubiera cogido al vuelo?

Fue al lavabo y abrió las cápsulas de su medicación y tiró los polvillos por el desagüe, rosas y verdes, el brillo como de mica de los polvos, y los coágulos mates que se formaban en el agua del grifo, y se arremolinaban un momento, y desaparecían. Abrió la boca y miró su interior y vio el rosa sano de sus encías y el arco de su mandíbula.

El sonido de un mensaje la trajo de nuevo al espacio y el arroyo murmuraba, ominoso; el mensaje era de su madre:

Tiempo fantástico, ¿qué tal ahí? ¿Cotilleos? ¿El arte bien?

Su madre estaba en el valle del Tarn, en Francia. Se había casado con un excorredor de bolsa de Dublín que tenía allí un viñedo de capa caída. Ya no soportaba oír la voz de su madre un trino agudo, del valle de los chirridos. Su interacción se limitaba ahora a los mensajes de texto; se sobreentendía. Su madre tenía buenos pómulos, tetas nuevas, una sonrisa indulgente.

Sara respondió

Aquí tiempo glorioso! Muy ocupada. Te quiero! Besos, S

Era mejor firmar el contrato de la vacuidad que intentar eliminar a base de razón la locura de aquella sonrisa, o intentar ver más allá de los pómulos, los dientes perfectos, las tetas rampantes de conejita adolescente.

Eso sin mencionar los vestiditos rosas.

Lo siguiente fue un ataque de metralla contra el entorno de cristal; un asalto de lluvia repentina de la bahía. Recorrió la sala y apagó todas las lámparas. Su mente se movía tan deprisa que sintió la lluvia en la cara antes de abrir la puerta y salir.

Una masa de nubes viajaba a poca altura por encima de la bahía, y oscureció el cuarto de luna, y la lluvia caía con fuerza, sesgada, y se alzó el viento para aportar misterio y ella sonreía extática mientras la lluvia avanzaba. Era capaz y generosa y la dejó empapada en segundos.

Volvió a entrar y se quitó la ropa y tembló y pensó que tal vez esta noche se cortaría en el interior del muslo, arriba a la izquierda, justo ahí. El bloque de Sabatier se hallaba melancólico en la sombra de la noche, como si esperase a un obispo. Se acercó conmovida.

Porque esto no va a mejorar, Sara. Esto lo llevas en la sangre y es malévolo. Esto es para siempre.

Así susurraba el Ángel Oscuro; así reptaban sus palabras suaves.

Cruzando la sala, tropezó con el mando a distancia y le dio al botón del volumen: sonó de nuevo una explosión de Recuerdos del Reino Unido. Anunciaban una nueva compilación remasterizada de los Beatles. Sonaba For No One. La novena vez. Se quedó congelada hasta que la canción terminó; un Mensaje, sin lugar a dudas. Pero cogió el mando y apagó el televisor.

Y entonces la lluvia tocó a pinceladas un ritmo más pausado contra el cristal. Recorrió la habitación y encendió todas las lámparas. Se dirigió al bloque de Sabatier. Extrajo con cuidado los nueve cuchillos del set. Cogió dos con una mano, tres con la otra, y dos bajo cada brazo. Se dirigió hacia la oscuridad. Se dobló y descorrió la puerta de cristal con la boca.

Fuera.

Dejó caer los cuchillos alrededor de sus pies. La noche respiraba a su alrededor, sin redes, sin luz. Cogió el primer cuchillo, uno serrado, para el pan, y practicó ondeándolo en el aire, arqueando el brazo, y luego lo lanzó con fuerza hacia la noche. El modo en que la articulación de su hombro se movía con tanta eficiencia, la satisfacción que eso supuso. Lanzó el resto de los cuchillos, uno a uno, y cada uno fue tomado por la oscuridad y ella no podía ver, pero sí sentir, como cada uno de ellos se clavaba en el terreno pantanoso.

Volvió dentro y se envolvió con lo primero que encontró; su trenca hípster de un tono mostaza retro, del perchero; un soplo de almizcle.

Y salió de nuevo, para sumirse en ello, y caminó descalza hasta la cima del acantilado. Contempló la oscuridad de Clew Bay y las islitas que yacían en ella. La masa de nubes se movió un ápice, como guiada por un coreógrafo sonriente, y cayó la luz del cuarto de luna y destacó una única isla —una figura baja, oblonga—, que fue iluminada durante el lento desvelo de un instante. Dio un paso, un paso hacia afuera, y otro, como si saliera de una crisálida o una trampa. Las sábanas de agua en movimiento bajo sus pies eran fiables, inmutables, hipnóticas. Las formas de las colinas resaltaban contra la noche; las islas, el Atlántico más allá. Se sentó en el suelo mojado. Cerró los ojos y se rodeó las rodillas con los brazos. Se acurrucó, se sumergió en su interior. Cerró los ojos y dejó que el mundo exterior se desvaneciera, por lo menos durante un tiempo, y durante medio minuto, y un minuto entero, y luego más, entró en algo parecido al sueño.