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–¿Cuánto falta?

Rob no la miró, pero se le escapó una sonrisa.

–Pareces una niña impaciente por llegar a su destino.

Rebeca se mantuvo incólume. Tenía la sensación de que llevaba horas sentada en aquella silla incómoda, escuchando a miles de personas hablando sobre el gran momento que vivía la novela romántica y, sobre todo, sobre lo maravillosas que eran todas las obras escritas por las presentes.

–En serio, ¿cuánto falta? Tengo hambre y me duele el culo.

Rob se llevó una mano al pecho y se giró hacia ella, con la boca abierta por la impresión.

–No llevamos ni un día juntos y ya dices cosas soeces, como tú dirías. Creo que soy una mala influencia para ti. En el momento en que pronuncies la palabra sexo en público, tu reputación se habrá ido al garete.

Rebeca sintió que se le encogía algo en el pecho. Juntos. Sonaba precioso y terrible a la vez. En parte, no debería tener tantas ganas de salir de ese salón, porque no tenía ni la menor idea de lo que podía ocurrir esa noche. Su parte realista le gritaba a todo pulmón que era un error, que lo suyo solo podía salir fatal, que sufriría… pero una nueva parte desconocida parecía hablar, si no más alto, al menos con voz más dulce y tentadora. Y esta le susurraba que merecía la pena intentarlo.

Fingiendo inocencia, se acercó a Rob todo lo que las circunstancias aconsejaban, porque estaban en una de las filas delanteras, muy cerca de Eva, Alba, y otras personas con las antenas largas, y le susurró al oído:

–Sexo…

Él no se movió, aunque no necesitaba hacerlo para que ella pudiera ver el efecto que una simple palabra había generado en él.

Al cabo de unos segundos, Rebeca se sorprendió al sentir su mano tirando de la de ella. Sin decir nada, se la colocó sobre su entrepierna, donde ella pudo sentir la fuerza de su erección.

Ella luchó para liberarse, pero él aprovechó para acercarla todavía más hacia sí, haciendo que varias personas se giraran hacia ellos.

–Todavía te queda mucho por aprender, Reb. No deberías jugar con fuego.

–Aprendo deprisa –respondió ella, apretando la mano contra él, presionando con suavidad.

Rob dio un saltito en la silla mientras emitía un gemido quedo. Toda la gente de la primera fila se giró hacia él, con el ceño fruncido por la interrupción.

–He notado que algo me picaba –explicó, soltando la mano de Reb de golpe.

Los espectadores no parecían demasiado convencidos de sus palabras, pero él sabía manejar a las multitudes furiosas. Les regaló una sonrisa maravillosa, lo que hizo que los otros le respondieran del mismo modo antes de darse la vuelta para continuar escuchando las interminables charlas finales.

–Eres pérfida.

–Y tú un pervertido.

Alguien les siseó, así que permanecieron en silencio, al menos durante un minuto.

–Tengo hambre, por tu culpa apenas he comido –masculló ella entre dientes.

–¡Oh, vaya, eso es nuevo!

Otro siseo.

–No te rías. No puedo comer si no dejas de decir locuras. Alguien tiene que tener un poco de cordura en esta relación… –justo al decirlo, se dio cuenta de que había hablado demasiado– laboral.

Por la mirada que le dedicó Rob, supo que no le había engañado añadiendo esa última palabra. Sonreía satisfecho y, por una vez, no respondió.

 

***

 

Relación.

Sabía que había sido un lapsus, que no lo había dicho adrede, pero las palabras los estaban delatando con facilidad ese fin de semana. Era como si sus bocas tuvieran voluntad propia. O como si ya no pusieran cuidado a la hora de hablar, temiendo que se les escapara algo impropio.

Rob era muy consciente de que lo suyo no había empezado siquiera, pero una sensación cálida lo envolvía, como si estuviera ante una estufa enorme y caliente, cómodo y feliz como un gato enroscado frente a la chimenea.

Y era extraño, porque para él el amor no era así. Siempre lo había reflejado en sus historias como algo incontrolable, salvaje, peligroso, lleno de altibajos. Lo que había entre Reb y él, en cambio, se deslizaba como si fuera inevitable, excitante, sí, pero con una extraña calma. Supuso que se debía a que era justo eso, inevitable.

Al final, tendría que darle la razón a Rebeca, porque lo que él sentía se parecía mucho a lo que ella contaba en sus historias.

Los aplausos que resonaban en la sala lo atrajeron al presente. A su alrededor, todo el mundo se ponía en pie y aplaudía a rabiar, silbando y gritando.

Despistado, se levantó también.

–¡Somos libres!

En la voz de Rebeca había tanto entusiasmo que no pudo menos que reír.

Con disimulo, empezó a empujarla hacia la salida, donde se atropellaban ya algunos de los asistentes, incapaz de disimular el cansancio de ese día. Ya fuera del salón de conferencias, los recibió el aire fresco. Rob se estiró sin disimulo. La tensión estaba haciendo mella en él. Tenía ganas de perder de vista a toda aquella gente, de dejar de sonreír a la fuerza y de simular que todo aquello le interesaba lo más mínimo.

En ese momento, lo único en lo que podía pensar era en Rebeca Sáez de Heredia, desnuda a excepción de sus enormes gafas, paseándose por su habitación.

Se agachó para susurrarle algo romántico y picante, cuando el sonido atronador de un teléfono móvil le hizo fruncir el ceño.

¿«O Fortuna»?

Con una sonrisa de disculpa, Rebeca se escabulló para responder. La siguió, sin pensar que pudiera necesitar intimidad para hablar. No quería perderla de vista, por el miedo a que surgiera algún imprevisto que le fastidiara lo que tenía planeado.

A medida que la escuchaba hablar, supo que sus planes se habían ido al traste irremisiblemente. Sintió como si una nube muy negra empezara a llover en el salón de actos, pero solo sobre su cabeza, señalándole como el hombre más desgraciado en todo Madrid en ese momento.

 

 

–¿Daniel? Espera, que hay un barullo terrible y no te escucho bien.

Rebeca salió del salón, en busca de un rincón desde el que no escuchara el maremágnum de voces que le impedían escuchar bien a Daniel. Temía terminar a grito pelado y que todo el mundo se enterase de su conversación.

–¿Ya ha terminado esa tortura? –preguntó él, con un ruido semejante de fondo.

–Sí, cariño, ha terminado por fin.

Pudo notar que Rob daba un respingo junto a ella. No sabía que la había seguido, pero no pareció muy contento por sus palabras. Abrió la boca para explicarle con quién hablaba, pero Daniel comenzó a hablar.

–Espero que no hayas hecho planes para esta noche, porque al final voy a poder cenar contigo.

Rebeca lanzó un gritito de ilusión. Al final, su visita iba a resultar mejor de lo que había planeado.

–¿Dónde? ¿Cuándo?

Rob carraspeó a su espalda. Tal vez había escuchado la propuesta de Daniel, porque no parecía nada feliz. De pronto recordó lo que se suponía que iban a hacer juntos esa noche, y su entusiasmo por ver a Daniel bajó varios puntos.

–Estoy a punto de salir de aquí, te veré en diez minutos.

Rebeca apenas lo escuchaba ya. En su cabeza buscaba las palabras para decirle a Daniel que al final no podría quedar con él, que había surgido algo más importante, pero llevaban meses planeando aquello. Tenían tanto que contarse…

Y Rob. Si de verdad sentía algo por ella, podría esperar.

–Hasta ahora, princesa. Ponte guapa para mí.

Rebeca escuchó la voz de Daniel a pesar de que el teléfono estaba lejos de su oreja. Por la expresión de Rob, pudo comprobar que él también lo había escuchado.

No parecía enfadado, más bien triste y decepcionado. Y también un poco resignado, como si en el fondo supiera desde el principio que nada iba a ocurrir entre ellos.

–¿Dani? –preguntó, pero él ya había colgado–. Era Dani –explicó, sintiéndose idiota.

Rob fue incapaz de simular una sonrisa. Se había encogido de hombros y había retrocedido un paso. Lo vio rebuscar en los bolsillos de la chaqueta, hasta que lo vio sacar un paquete de tabaco arrugado.

–Creo que te están esperando.

Rebeca negó con la cabeza.

–Puedo anularlo…

Rob emitió una sonrisa sin humor.

–Reconozco que no creía en mi buena suerte, pero al final el destino siempre pone a cada uno en su lugar. Y el mío no está a tu lado, está claro.

Rebeca parpadeó dos veces, incrédula. ¿Qué diablos decía ese troglodita?

–Dani es mi…

Él levantó una mano y la colocó ante su cara. Ella la apartó de un manotazo, enfadada. No podía creer de verdad que él pensara que era capaz de calentarle y hacerle promesas estando con otro hombre.

–No necesito detalles. Pásalo bien… princesa.

Rebeca respiró hondo. Esa última palabra, acompañada de una sonrisa lasciva, había acabado de cabrearla.

–Lo haré, no lo dudes –replicó, dejándole solo en la esquina del salón.

 

 

En su cabeza resonaban todas las palabras que debería haberle dicho en lugar de dejarla irse con otro sin más. Pero no podía negarlo, en el fondo era un cobarde incapaz de luchar por lo que le interesaba. Era más sencillo que acabara así antes de enfrentarse a lo que podía ser la cruda realidad una vez fuera de allí.

Desde la cafetería del hotel, esperó a verla bajar. Necesitaba confirmar que ella iba a salir con ese tal Dani para poder hundirse oficialmente en la miseria autocompasiva que tanto le gustaba. Además, por una vez, podría afirmar sin problemas que la culpable de que no hubiera funcionado era ella. Era Reb la que se había ido con otro, la que no había tenido el coraje de intentarlo al menos. Él no podía obligarla, era evidente. Su madre lo había educado en unos sólidos principios: respetar a las mujeres, aunque estuvieran locas y fueran unas traidoras.

–¿Alcohol?

La voz del camarero lo sobresaltó. Se veía a leguas que era un tipo con experiencia, del tipo de profesional que sabía ofrecer a los clientes justo lo que necesitaban en cada momento.

Al girarse, vio que era el mismo que había servido su mesa durante la comida del primer día, el que había hecho ojitos a Reb. Estuvo tentado de ofrecerle una copa también a él, para que pudieran llorar juntos el hecho de que al final ninguno hubiera tenido lo que había que tener para poder llevársela al huerto.

En ese momento, la puerta del ascensor se abrió y dejó salir a Rebeca Sáez de Heredia, la fría y atractiva mujer que le había robado la calma. Con lo feliz que él era odiándola…

Su mirada lo traspasó al mirar en su dirección. No hizo un solo gesto, pero supo que le había visto porque la vio quitarse las gafas de un tirón. Con paso algo vacilante, porque no parecía ver bien por dónde iba, Rebeca salió del hotel y lo dejó atrás, como el imbécil que era.

A su espalda, el camarero con aspecto de latin lover suspiró como si le doliera el corazón. A él también le había dado fuerte.

–No es para nosotros, amigo.

Tomó la copa que el camarero le ofrecía y estuvo a punto de atragantarse cuando el ardiente líquido cayó por su garganta, arrasándolo todo a su paso. A pesar de ello, volvió a tomar otro trago. Y otro. Además, le apetecía fumar.

Era un hombre débil con el corazón roto. Estaba cumpliendo uno a uno todos los clichés de un protagonista de novela romántica: primero, cambiar por una mujer y luego hundirse cuando lo dejaba tirado, borracho y apestando a tabaco.

Con un cierto placer por reconocerse, decidió que no pasaría por ahí. Era idiota, pero no tanto. Acabó el trago y se levantó de la mesa. Haría la maleta y se marcharía. Y cerraría una puerta que apenas se había abierto de un portazo.