9

 

 

 

 

 

–¿Ya te vas?

Diana estaba haciendo la caja y la miró por encima de la pantalla del portátil. Con las gafas y el pelo recogido, casi parecía una persona seria. Y hasta se parecían. Ambas tenían el pelo rubio oscuro y los ojos azules, y estaban lejos de ser esqueléticas, pero Diana procuraba vestir con cierta elegancia, al menos hasta donde se lo permitía su bolsillo. Aunque también era cierto que se sentía igual de a gusto con unos vaqueros que con un traje. Era ese tipo de personas que se sentía feliz con su piel, porque se gustaba tal cual era. Y era por eso que tenía un éxito arrollador con los hombres, cuando se lo permitía.

–Quiero comprar un par de cosas para mañana y darme un baño. Llevo unas noches durmiendo fatal.

Diana se colocó las gafas en la punta de la nariz.

–Tienes que dejar de comer chocolate por la noche, que te hace ver cosas raras.

Ariadna puso los ojos en blanco.

–No vi el pentáculo yo sola. El Lúgubre estaba allí, puedes preguntarle.

–Ahí quería llegar. Al Lúgubre. Estás tan cansada que ni siquiera te has dado cuenta de que llevas dos noches encontrándotelo «por casualidad».

Ariadna bufó y se puso la cazadora vaquera. No tenía ni tiempo ni ganas de hablar de Ignacio en ese momento. Había acabado las tareas con prisa para poder salir un poco antes y no quería entretenerse hablando justo de él. Básicamente porque era un tema peligroso.

–No me lo encuentro «por casualidad». Bueno, la otra noche sí, pero ya te he dicho que anoche él bajó cuando me oyó gritar.

–Y no bajó nadie más…

–Si lo pienso, fue un detalle por su parte.

Didi entrecerró los ojos e hizo un mohín con los labios.

–¿No habrá hecho él esa pintada para asustarte y aparecer como tu salvador?

–No digas bobadas. Si hubieras visto su cara, te habrías dado cuenta de que no pudo ser él. Además, Agustín dijo que habían sido los niños Trapp, y seguro que…

Diana chasqueó la lengua y cerró el portátil de un golpe seco, asustando a Ariadna.

–Agustín es un idiota y un irresponsable. ¿Aparece eso delante de tu puerta y no corre para consolarte? Es más… –La apuntó con un bolígrafo, haciendo que su hermana retrocediera–. Siendo policía, o lo que sea, ¿no debería haber ido a investigar, con un equipo para buscar las huellas del delito?

Ariadna rio, aunque se sintió inquieta. Ignacio había insinuado lo mismo la noche anterior, y ella también lo pensaba. Empezaba a pensar que Agustín no había sido demasiado diligente en ese asunto.

–Es que no era más que una chiquillada. Y tú ves demasiadas series de polis.

–Una chiquillada que hizo que casi te mees del susto.

–No exageres, no fue para tanto. –Ariadna fingió indiferencia, pero recordó el momento en que vio la pintada y su grito espeluznante. Y la cara de Ignacio al verla. Tal vez aquello no era tan inocente como se lo parecía ahora–. Seguro que no…

Calló al ver la expresión de Didi, que puso los ojos en blanco antes de volver a abrir el portátil e ignorarla por completo. Conocía a su hermana y sabía que, cuando hacía algo así, era que la daba por perdida.

Abrió la boca, pero la cerró y decidió largarse. Tenía mucho por hacer y todavía tenía unas horas de tarde por delante. Si lo pensaba, aquello era casi como tener el día libre, y no iba a perderlo en teorías absurdas. Agustín no había pasado de ella, ni mucho menos. Estaba trabajando y seguro que tenía asuntos mucho más importantes: multas, alcoholemias, arrestos, el autodefinido del periódico…

Se encogió de hombros y enfiló su calle. El barrio de las Letras Universales se veía algo abandonado y había grúas de construcción, agujeros, escombros y montones de materiales por todas partes, pero era su casa y esperaba que lo fuera por mucho tiempo.

Contenta, sonrió y pensó en lo que haría con las horas que tenía por delante.

 

 

Todavía quedaba algo de luz cuando llegó a la terraza. En los últimos días había tenido algo descuidadas a sus plantas, y las echaba de menos. Cierto que tenía instalado un sistema de riego automático que controlaba desde casa y que no había habido ninguna tormenta ni vientos fuertes que pudieran haber causado daños en el débil invernadero que había construido, pero nunca se sabía.

En la penumbra, se sorprendió de ver a alguien junto a su endeble estructura, pero no se preocupó. Sabía que solo los vecinos tenían acceso a la terraza.

–¡Hola! –saludó Ariadna.

Fuera quien fuera, no respondió. Siguió dándole la espalda y no se inmutó ante su presencia.

Sorprendida, y algo asustada, avanzó, aferrando la paleta para tierra, aunque le parecía un arma ridícula, si es que se trataba de alguien peligroso.

A medida que se acercaba, reconoció los pantalones raídos y el monstruo sonriente y con la boca llena de dientes afilados en la espalda de la cazadora. El pelo, entrecano, estaba atado en una coleta y se movía de un lado a otro como si siguiera un ritmo que ella no alcanzaba a escuchar.

De pronto, Bruce emitió un grito espeluznante que la dejó paralizada.

–«Six, six, six, the number of the beast!!».

Grito, grito, gañido.

Ariadna comenzó a retroceder poco a poco, mientras su vecino de arriba arremetía un solo con su guitarra invisible. Si hubiera sido otro, se habría reído, pero Bruce daba de todo menos risa.

Debió de hacer algún ruido, porque él se quedó quieto de repente y se giró. No pareció avergonzado de que le hubiera pillado imitando al que parecía ser su grupo predilecto, Iron Maiden. En todo caso, ella no osaba reírse en su cara.

Bruce se arrancó uno de los auriculares de la oreja y la miró de arriba abajo con interés.

–Yo de ti le añadiría un poco más de compost a tu jardín de aromáticas, la tierra está algo pobre –dijo como de pasada con su voz grave, antes de saludarla con la cabeza y emprender el camino hacia abajo.

Ariadna no respondió. Estaba claro que la terraza había dejado de ser su paraíso particular.

 

 

–Dime dónde está el gato encerrado.

Diana no conocía a Pedro López, pero desde luego sabía que no era su persona favorita en el mundo.

Tras pasarse dos semanas dándole largas, diciéndole que su prestigiosa empresa de publicidad no podía hacerse cargo de un cliente tan… ¿cómo lo había llamado? «menor», como El Menú de la Abuela, de pronto parecía encantado de poder trabajar con ellas. Eso sí, como había insistido, como un favor personal y como parte de un proyecto muy especial. Habían firmado un contrato hacía un mes y por ahora no habían hecho nada concreto. Pero ahora que parecía que por fin iban a hacer algo, tampoco acababa de ver claro el asunto.

Todo aquello sonaba a chanchullo que tiraba para atrás.

Durante sus años de carrera había conocido a tipos como él: estirados, aprovechados y sin escrúpulos. Lo malo era que casi siempre se salían con la suya.

–No lo hay, querida. –La voz de Pedro sonaba dulce como un pastelillo chorreante de miel. Si seguía hablando en ese tono, iba a resbalar de la silla–. Es un trato beneficioso para todos. Pero no es algo que se pueda hablar por teléfono, claro.

La cabeza de Diana empezó a funcionar a toda marcha. Tenía que aprovechar que todavía estaba de buenas para sacar todo lo que pudiera.

–¿Mañana podría ser? –preguntó, procurando parecer simpática, aunque no desesperada. Dudaba que en menos de veinticuatro horas cambiara de humor, aunque nunca se sabía con ese tipo de gente.

Una risa desagradable le punzó el oído. Ese tipo no iba a caerle bien jamás, por mucho que lo intentara. Por suerte, no tenía ninguna obligación de que así fuera.

–Déjame mirar mi agenda, preciosa. –Diana suspiró, aguantando con paciencia lo que fuera que estuviera haciendo él, aunque dudaba que se tratara de comprobar la agenda–. Tengo un hueco justo a las diez. ¿Te parece bien?

Diana pensó durante unos instantes si debía comentarle algo a Riri, por si quería estar presente, aunque luego pensó que su hermana siempre había delegado en ella todo lo referente a los negocios, así que desechó la idea. Además, dudaba que quisiera cerrar la tienda para acudir a una reunión.

–Me parece perfecto. Nos vemos mañana, entonces.

–Hasta mañana, un besito.

¿Un besito? ¿Qué tipo de hombre de negocios serio se despedía así de un posible cliente?

–Hasta mañana –respondió, lo más educadamente posible, antes de colgar.

Pensó que acudiría a la cita vestida como una monja de clausura, no fuera ese cretino a pensar que quería algún tipo de trato más allá de lo comercial. Si era tan repelente en persona como al teléfono, cuanto más lejos, mejor.

 

 

–A ver, Nachete. Vente mañana a las diez al despacho. He quedado con las del catering ese de nombre ridículo. Están desesperadas y aceptarán cualquier cosa. Un besito, genio.

Ignacio puso los ojos en blanco al escuchar el mensaje de Peter en el contestador automático.

Si actuara como le dictaba su conciencia, acudiría a esa reunión y les diría a esas mujeres que escaparan por la puerta más cercana, pero no podía hacerlo. En el fondo, muy en el fondo, tenía que reconocer que la idea de Peter no era mala. Tal vez lo eran sus motivos, pero, conociendo a su socio, sabía que debería de estar contento de que, por una vez, se fuera a respetar casi de modo íntegro su idea original. O eso le había asegurado su socio. Por no hablar de que ya habían firmado un contrato y, si lo incumplían, les costaría un dineral.

No quería fiarse. De hecho, conociendo a Peter, no debería fiarse, pero suponía que ya no quedaba otro remedio, porque ya estaba todo en marcha. En la reunión del día siguiente, los clientes solo serían capaces de dar un apabullado sí ante un arrebatador Pedro López, que sabía enganchar bien a la gente cuando quería. No en vano era un vendedor nato.

Con un suspiro, pensó si esa noche estaría lo bastante despejado para subir a ver un rato el firmamento. La noche anterior, con eso del pentáculo chapucero, no había podido hacerlo. Aunque tampoco se había acordado siquiera de ello. Después de dejar a Ariadna, había limpiado los restos de cristales y cerveza de la escalera y se había ido directo a la cama, con el coro sempiterno de gemidos de fondo. Curiosamente, no le molestaron tanto como otras veces, sino que le provocaron una sonrisa tierna.

Tras comprobar el pronóstico del tiempo en Internet, supo que no sería la noche ideal para sus objetivos, pero pensó que tampoco tenía otros planes, así que subiría igual. Además, las vistas le ayudaban a pensar.

Hasta hacía poco tiempo no era consciente de que había mucho de lo que pensar en su vida. Solo trabajaba, bailaba unos pasos de claqué de vez en cuando, veía películas clásicas, subía a la terraza, contemplaba a su vecina del primero con cierta curiosidad, no exenta de interés… pero poco más. Vivía una vida tranquila y diría que feliz.

Pero entonces había probado aquellas croquetas. Y la había tocado.

Desde aquel momento no había podido dejar de pensar en Ariadna, en sus ropas con frutas de miradas incitantes y en lo que le provocaba el solo hecho de rozarla.

Trataba de convencerse de que se debía a la abstinencia o a la curiosidad. Porque él siempre había sido un tipo curioso, se decía. Al fin y al cabo, había acabado en ese barrio, muy lejos del lugar donde se suponía que pertenecía.

Esa… electricidad… no podía ser normal. Tenía que saber si provenía de ella, si se la provocaba a alguien más. La sola idea de Ariadna tocando a Agustín, y de ese tipo sintiendo lo mismo que él había sentido, le hacía sentirse extraño. No celoso, claro. Solo extraño.

Agustín no le caía bien. Lo consideraba egoísta y engreído, y no era para nada la persona que le convenía a Ariadna, alguien agradable y seguro, dulce y ordenado. Alguien de confiar, alguien que apoyaría la cabeza en su hombro cada noche y aspiraría hondo, exhalando con cuidado por la boca, con los ojos cerrados, satisfecha de solo estar ahí, junto a él.

Nonononono.

Punta. Flap. Punta. Tacón.

Fue marcando los pasos por el salón, imaginando el sonido de las chapas metálicas de los zapatos contra el suelo.

¿De dónde provenían esos pensamientos?

Step. Hop. Tacón. Punta.

Una cosa era sentir curiosidad por tocarla o besarla, pero imaginarla durmiendo con la cabeza apoyada en él era algo muy distinto. Porque ella ni siquiera parecía soportarle.

Giró sobre sí mismo al llegar al extremo del salón y repitió la secuencia de pasos en el otro sentido.

Estaba claro que tendría que comprobar si lo suyo era una atracción real o solo se estaba autosugestionando. Después, ya pensaría qué hacer.