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No llegó a ser un grito. No del todo.

Ignacio tropezó con el banquito y un dolor agudo subió desde el dedo pequeño de su pie izquierdo, calzado solo con un calcetín de lana. Sin embargo, no le hizo caso. Corrió por la terraza en penumbra, cojeando y gimiendo de dolor.

Ante él, de espaldas, Ariadna temblaba ante la trampilla abierta que daba a las escaleras. El pelo se le había soltado de la coleta, y se dio cuenta de que era una de las pocas veces que la veía con el cabello suelto.

–¿Qué ocurre?

Ella se sobresaltó al escuchar su voz, aunque pareció tranquila al comprobar que se trataba de él.

–Había alguien ahí escondido –dijo, señalando hacía la entrada a la terraza–. Se ha marchado cuando me ha visto.

Ignacio forzó la mirada, pero no logró ver nada.

–¿Estás segura?

Ariadna se giró hacia él. El miedo había desaparecido y ahora estaba furiosa otra vez, podía sentirlo en su forma de cruzar los brazos, rechazando todo posible contacto.

–¿Por qué todos los hombres preguntan eso, en vez de preguntar si estamos bien? ¿Os dais cuenta de la nula confianza que demostráis en nosotras, y de que nos hacéis parecer unas locas? ¡Claro que estoy segura!

Ignacio levantó la linterna, que había cogido en un impulso, y alumbró la escalera, como si esperase encontrar alguna pista.

–Con esta oscuridad, cualquiera podría confundir una sombra con…

Ella bufó y le arrebató la linterna de un manotazo.

–Pues para ser una sombra, sus pasos se oían con claridad por las escaleras –dijo con ironía.

Ignacio se sintió como el abogado del diablo al tener que poner una nota de cordura en aquella situación, pero se sintió en la obligación de hacerle notar que aquella terraza no les pertenecía en exclusiva, y que cualquier vecino insomne podía haber sentido necesidad de tomar aire fresco.

Ariadna le enfocó directamente a los ojos con la linterna, que, por suerte, tenía las pilas medio agotadas.

–Eres tan ingenuo que voy a cambiarte el nombre de Lúgubre por el de Oso Amoroso.

–Y tú eres una paranoica, pero me gustas igual –contraatacó él, tomándole la mano que sujetaba la linterna, de modo que ella no podía soltarse–. No te enfades conmigo.

La vio luchar consigo misma a la tenue luz de la linterna, que vaciló durante unos segundos para apagarse al fin. Tal vez fue porque la oscuridad debilitó sus defensas, o porque estaba harta de pelearse contra sus sentimientos, pero se derrumbó contra él de pronto. Ignacio, sorprendido, la acogió, sintiendo el leve temblor de su cuerpo, el frío de su piel a través de la ropa.

–Es solo que estoy tan cansada. De no dormir, de no poder darme una ducha caliente… Echo de menos mi jardín. Y ahora ni siquiera puedo pensar en ser infiel sin que me espíen. ¿De veras crees que no tengo derecho a enfadarme y ser una paranoica?

Él permaneció quieto durante unos segundos, incapaz apenas de respirar.

–¿Estás pensando en ser infiel?

La sintió reír contra sí, con voz grave y agotada.

–Estupendo, Lúgubre. Tú quédate con lo importante. Buenas noches.

Ariadna se escurrió de entre sus brazos sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Debía reconocer que no había estado hábil. Achacó su torpeza al golpe en la frente sin ningún pudor. Pero había dado un paso adelante. Ella se rendiría un día y admitiría sus sentimientos. Y ese día él la recibiría entre sus brazos abiertos, magnánimo y generoso.

 

 

Doña Adelaida, viuda de Ortiz, había recibido una educación que, en su momento, fue de lo mejor. Había acudido al mejor colegio que sus padres habían podido pagar, que no era poco, y había destacado entre las demás alumnas por su férrea disciplina. Era un secreto a voces que las monjas la adoraban porque delataba las faltas de sus compañeras y que era recompensada con raciones extra de natillas por ello, y que hasta podía usar cintas de terciopelo en las coletas cuando a las demás les estaban terminantemente prohibidas.

Tal vez por eso era capaz de disimular con una sonrisa al escuchar a su sobrino sorbiendo la sopa, o verle comiendo a dos carrillos cualquier cosa que se le pusiera delante, o que se limpiara la boca con la mano, en lugar de con la servilleta que ella misma había bordado para su ajuar de boda hacía cincuenta años o más.

Una y otra vez llenaba el plato de Agustín y fingía escuchar con atención sus anécdotas laborales, como si poner multas a ciclistas o a personas que no recogían el popó de sus perros fuera una labor apasionante.

Tenía la ligera sospecha de que Agustín, al que apenas recordaba haber visto sin uniforme desde que había entrado a formar parte del cuerpo de la guardia municipal, se tomaba muy en serio su trabajo, o quizás era que sabía que el uniforme le sentaba bien a su cuerpo macizo trabajado en el gimnasio. Sabía que las mujeres se derretían a su paso, que el azul marino hacía juego con su pelo rubio y sus ojos claros, y que destacaba el moreno de su piel. En definitiva, Agustín iba siempre vestido para matar, estuviera de servicio o no.

Mientras él comía, pensó en todo lo que tenía pendiente y no parecía avanzar.

Había pensado que todo sería rápido y limpio, pero ni una cosa ni otra.

A su disciplina casi germana le hacía daño el olor a basura en su adorado edificio, pero más daño le hacía el no poder beneficiarse de lo que tanto creía merecer. Y todo porque sus malditos inquilinos no se daban por vencidos.

¿Qué persona en su sano juicio prefería vivir en un sitio sin agua caliente y sucio cuando podía largarse a un sitio mejor?

Reconocía que lo del jardín de la cocinerita había sido pasarse, pero ella jamás sospecharía de ella que, con la excusa de su reuma, siempre decía que no pisaba la terraza.

Pero comenzaba a pensar que algo ocurría. La había visto mirando de reojo por las esquinas, buscando pistas.

Y tratando de convencer a su inquilino favorito, lo cual ya era más grave.

Estaba claro que había que cortar aquella relación, o lo que fuera, de raíz.

–Esa chica con la que sales…

Doña Adelaida sostenía la taza de café con el dedo meñique estirado con delicadeza, mientras miraba a su sobrino por encima de la montura de las gafas. Él seguía comiendo como si no hubiera mañana. No comprendía cómo un humano podía comer tanto y, a pesar de todo, seguía manteniendo ese cuerpo atlético.

–¿Cuál de ellas?

La taza tembló en la mano de la casera. Agustín siempre había sido un don Juan, pero al menos debería molestarse en disimular un poco delante de su anciana tía, pensó.

–La cocinera –dijo, con tono seco.

Él asintió tras pensarlo unos segundos. Ella misma los había presentado, creyendo que así podría tenerla controlada. Las monjas le habían enseñado que el trabajo de un hombre era someter a las mujeres belicosas. Su difunto marido no lo había conseguido con ella, pero había tenido la esperanza de que Agustín, con ese físico de macho, pudiera tener más suerte. Al menos, entretenida en la cama, Ariadna no se pondría tan pesada exigiendo sus derechos, plasmados en el contrato de alquiler.

–Aburrida, le falta sal –replicó él al fin, como si pensar ese chiste le hubiera costado todo ese tiempo.

Doña Adelaida fingió una sonrisa, que le estiró los labios y arrugó las mejillas.

–Ignacio no parece pensar lo mismo, querido…

Su tono melifluo tardó en hacer mella en Agustín. Tanto, que ella pensó que había sido una mala idea esperar hasta después de comer. Era un hecho que, si él ya era lento de por sí, haciendo la digestión se volvía tonto de remate.

–¿Ignacio, Nachete, el del 3ºA? –preguntó al fin con incredulidad.

La casera sintió un instante de debilidad hacia su inquilina. Si comparaba a Ignacio con su sobrino, ella también optaría por el que no tenía nada que ver con su familia, aunque primero le raparía y desparasitaría.

–He notado que pasan mucho tiempo juntos estos días.

Para su sorpresa, Agustín se encogió de hombros, como si sus palabras no lo tomaran por sorpresa.

–Es algo de trabajo, por lo que me dijeron.

Doña Adelaida anotó en su agenda mental que debía amonestar a su espía particular por no haber sido capaz de enterarse de un dato semejante. ¿Dos de sus inquilinos trabajando juntos y ella no se había enterado? Iba a tener que pagarle a Pepe alguno de sus sueldos atrasados, porque se estaba perdiendo información importante por su tacañería.

En todo caso, dudaba que lo que ella había visto la noche anterior en la terraza tuviera algo que ver con trabajo. Y sabía además que no era la primera vez que sucedía. No había nada, o casi nada, debería puntualizar, teniendo en cuenta que se había tenido que enterar de aquel asunto laboral por su sobrino, que ocurriera en su edificio que ella no supiera. Ella era el dios de su paraíso particular.

Se levantó y se acercó para servirle un café a su sobrino en una taza que le pareció ridículamente pequeña y delicada en sus manazas.

–¿Y el trabajo les exige subir a la terraza a hacer manitas de madrugada?

Esta vez él reaccionó con rapidez.

–Estás de broma. Si era de madrugada, no era ella. A Adriana le encanta sobar.

Doña Adelaida carraspeó.

–Querrás decir Ariadna.

Él puso los ojos en blanco y sacudió su tacita, salpicando el mantel de su boda con café, haciéndola fruncir el ceño.

–Adriana, Ariadna, qué más da.

Otra inesperada chispa de simpatía por la joven hizo que se sintiera preocupada, pero la ahogó con dureza. Esa mujer era un estorbo y la necesitaba fuera de su camino para poder conseguir su retiro cálido y maravilloso. Estaba al alcance de su mano, y ella era uno de sus mayores estorbos. Si tan solo ese mequetrefe no se pusiera tan difícil.

–Se dice, se comenta, que andan dándose el lote en los descansillos –comentó con toda la inocencia que pudo fingir.

El orgullo masculino herido jamás fallaba, se dijo. Pudo ver cómo Agustín se erguía, estirando la tela del uniforme al tensar los hombros. Juraría que su comedor olía a testosterona de pronto.

–¿Quién lo dice? ¿Lo has visto tú misma?

Ella se encogió de hombros, ni afirmando ni negando. De hecho, no lo había visto, y ni siquiera sabía si había ocurrido, pero no podía culpar a Ariadna de besar a Ignacio. A ella le costaría contenerse si él quisiera hacerlo.

–Hijo mío, yo no la culparía, teniendo en cuenta que no sabes ni su nombre –dijo, en cambio, en tono de censura.

Agustín la miró con aire ofendido.

–¡Al menos podría esperar a que yo corte con ella!

Lo vio levantarse, dispuesto a pedir explicaciones. Al final, como con todas las criaturas simples, había sido sencillo llevarlo a su terreno.

–Quizás ella solo se sienta sola y tengas que reconquistarla.

Él la miró con una ceja enarcada, como si necesitara más detalles.

–Claro –respondió, aunque era evidente que quería que siguiera hablando.

Doña Adelaida palmoteó la silla, pidiéndole que volviera a sentarse.

–Yo te ayudaré con tu chica, pero tú me prometerás que seguirás ayudándome con lo mío.

Agustín asintió, distraído, mascando dos pastas a la vez y sorbiendo café mientras la escuchaba con atención.

Doña Adelaida se dijo que, en el fondo, debería dar las gracias por el sobrino que le había caído en gracia. Jamás cuestionaba lo que le pedía y era un muchacho obediente. Ni siquiera le había preguntado sus motivos cuando le había dicho que, si los vecinos le comentaban algo sobre desperfectos en el edificio, les diera largas. No había pensado que así no cumplía su labor como agente ejemplar.

Sí. Tenía mucha suerte. No le costaba nada echarle una mano con sus problemillas del corazón.