Era más tarde de las once de la mañana cuando salieron de casa. Ariadna no conseguía sentirse culpable por ser infiel al que era su pareja oficial en ese momento, tal vez porque Ignacio la tenía bien sujeta de la mano durante todo el camino hacia El Menú de la Abuela y ni siquiera se acordaba de Agustín. Según él, su oficina caía algo más lejos y, tras dejarla en el trabajo, Ignacio podría llegar corriendo al final de la reunión.
–Te veo luego –había dicho su vecino tras un beso rápido, justo ante la puerta.
–Claro –había respondido ella, tímida a su pesar. Con todo lo que habían compartido, no sabía cómo hablar de algo tan simple como una despedida.
El Lúgubre había sonreído y había salido pitando, girando la cabeza en el último instante para guiñarle un ojo.
Ariadna sintió en ese momento que era muy probable que estuviera enamorada. Sonrió, aunque él ya se había ido y no vería su sonrisa.
Cuando atravesó la puerta de su negocio, se encontró a su hermana vestida con uno de sus uniformes, rodeada de pucheros en ebullición, inmersa en la preparación de un sencillo menú, sabroso y nutritivo. Aunque Diana no era una profesional de la cocina, también se había criado, como ella, ayudando a su abuela Gregoria, y conocía casi tantas recetas como ella, aunque no las practicara.
–Si me preguntan, podré decir, sin faltar a la verdad, que no he visto nada extraño. Y no me digas que te has quedado dormida por las copas de ayer, porque no me lo creeré.
Ariadna se quitó el jersey y se puso la chaquetilla de trabajo, ojeando por encima lo que su hermana estaba preparando. Pasta a la boloñesa de primero, guiso de ternera con patatas y guisantes de segundo, fruta de postre. Asintió, aprobando su elección. Eran cosas que siempre tenían éxito entre sus clientes, que gustaban de la comida casera, como si estuviera preparada por sus madres. No habría tantas opciones para escoger como otras veces, pero por una vez no pasaba nada.
Ni siquiera se molestó en negar la verdad. A esas alturas no iba a negar nada, y menos a su hermana. Tampoco es que fuera a contarle con pelos y señales todo lo que había hecho la noche anterior, pero no iba a ocultar a esas alturas que «algo» había sucedido entre Ignacio y ella.
–¿Y quién iba a preguntar?
–Agustín, por ejemplo.
–¡Oh, mierda!
Didi levantó la vista de la olla de cincuenta litros, donde hervía una enorme cantidad de agua, sal y aceite, esperando a que echara los macarrones.
–¡Oh, sí, mucha mierda! –exclamó su hermana, levantando el enorme paquete de pasta y vertiéndolo en el agua hirviendo. Ariadna no pudo evitar pensar que parecía una bruja ante su caldero, removiendo una poción venenosa–. Agustín no es santo de mi devoción, pero tampoco creo que merezca que le pongas los cuernos. Y que conste que el Lúgubre me cae mucho mejor, pero hay que hacer las cosas bien, es una cuestión de educación.
–Por tu tono, no parece verdad que te caiga bien. Más bien pareces cabreada. ¡Y eso que tú me animaste a lanzarme a ello!
Diana, sudorosa por el calor de la cocina, con un mechón húmedo cayéndole sobre la frente y las mejillas enrojecidas, la miró con los ojos entrecerrados.
–No estoy cabreada, pero sí estoy sorprendida de verte con esa sonrisa de oreja a oreja –le espetó, apuntándola con un dedo húmedo por el vapor–. Al menos podrías intentar parecer culpable por lo que has hecho, en lugar de parecer… radiante. Sé de sobra lo bueno que puede ser el sexo pecaminoso y delicioso, pero deja de restregármelo por la cara. ¡Arregla las cosas con tu todavía novio antes de seguir tirándote a tu vecino! Vete, te doy el día libre.
Ariadna negó con la cabeza.
–No voy a irme dejándote con todo este trabajo.
Didi suspiró.
–Por experiencia sé que hoy no vas a serme de ninguna utilidad, así que aprovecha el tiempo, arregla tu vida, haz algo útil. No quiero que sufras después por no hacer las cosas como debías. ¡Y lárgate ya, que me desconcentras con esa sonrisa de felicidad!
Ariadna abrazó a su hermana por detrás y decidió no protestar más. Tenía razón. Aunque sabía que era muy capaz de trabajar, tenía que solucionar las cosas con Agustín, o no podría vivir con su conciencia. Hacía mucho tiempo que las cosas no funcionaban entre ellos, pero ahora que sabía que quería a Ignacio, no podía seguir con él.
Ignacio pensó que el destino era un capullo, y de los grandes.
Desde luego, había que tener mala leche para ponerle justo delante en la reunión nada menos que a Agustín ese día, cuando él pensaba que todo era perfecto.
De hecho, en cuanto pudiera, le preguntaría a su socio qué hacía ese idiota ahí. ¿Acaso no iba a ser más que un figurante en el anuncio de Limpiex? ¿Desde cuándo estaban los figurantes en las reuniones de trabajo, por muy atractivos y sexys que fueran?
Porque, desde luego, el tipo era guapo. Y simpático. Mientras lo escuchaba bromear, encantador con Peter y Juan Estébanez, pensó que no se merecía lo que le estaba haciendo. Si hasta le habría caído bien, siempre y cuando no fuera el novio de Ariadna.
El teléfono de Agustín vibró sobre la mesa y él sonrió al ver la pantalla.
–Es mi chica –dijo–. No me deja ni a sol ni a sombra.
Peter y Estébanez sonrieron también, cómplices. Ignacio se preguntó si se notaba mucho que estaba intentando leer lo que ponía Ariadna en el mensaje. Y, sobre todo, cómo se despedía.
Odiaría ver un Te quiero, cari. O, peor todavía, un Te extraño, mi vida. Aunque, a esas alturas, hasta un simple Besos le haría retorcerse de dolor.
Pero no alcanzó a ver nada, porque Agustín lo tapó con su enorme mano y se limitó a ampliar su sonrisa de pura satisfacción masculina, como si ella le hubiera escrito algo misterioso y obsceno.
La reunión se alargó dos horas eternas, mientras daban vueltas y más vueltas a lo mismo. Lo único que estaba claro, y explicaba la presencia de Agustín allí, era que todos querían que él ganase más protagonismo en el anuncio. De hecho, él iba a ser el protagonista ahora, y no Ariadna. Al principio Ignacio se enfureció, aunque, si lo pensaba, tal vez ella lo agradeciera. Al fin y al cabo, odiaba la idea de salir en pantalla. Otra cosa era que Ariadna y Diana creyeran que Agustín representaba la idea que ellas querían vender de su negocio. Todo aquello supondría hacer cambios en el guion y cambiaría también la esencia del anuncio.
En definitiva, como Ignacio siempre había sabido, Peter se la había metido doblada.
–Tengo que largarme. Mi novia me está esperando –dijo Agustín de pronto, levantándose.
Ignacio tuvo que aguantar el impulso de poner los ojos en blanco, de borrarle esa sonrisa satisfecha, esa aura de poder masculino.
Pero no podía, porque, a pesar de todo, él era el novio de la mujer a la que amaba. Esperaba que lo fuera durante poco tiempo, pero, por desgracia, no podía hacer nada al respecto. Era Ariadna la que tenía que poner fin a aquello.
Deseaba con todas sus fuerzas que esa cita que tenían pendiente esos dos fuera justo para eso.
Supuso que estaría feo cruzar los dedos para que así fuera, pero lo hizo de todas formas, con disimulo.
–… y ya no serás tú la cocinera. Yo estaré ahí, revolviendo pucheros, vestido con un delantal ridículo de esos, salpicando cosas de cocina por todas partes. Entrarás tú y probarás lo que yo hago, dirás algo así como que está muy rico y soy genial y limpiarás lo que yo ensucie.
Ariadna parpadeó, volviendo al presente de golpe. ¿De qué hablaba ese hombre? Llevaba al menos diez minutos dándole vueltas a lo que debía decirle para romper, sin escuchar lo que decía, pero las palabras «tú limpiarás lo que yo ensucie» habían sido como magia para hacerla regresar al presente.
–¿Perdona?
Para su sorpresa, Agustín se dio cuenta por una vez de que no estaba contenta. En general, él, o no solía notarlo, o no le daba importancia a sus expresiones de enfado. Siempre le quitaba hierro al asunto, encogiéndose de hombros o haciéndola sentirse culpable por ser una aguafiestas.
–¿No decías que no te apetecía salir tanto en el anuncio?
–Eso no quiere decir que quiera que hagáis una cosa ridícula en la que me convierta en tu criada. Además, ¿qué sabes tú de cocinar, aparte de comer todo lo que te pongan a mano?
Agustín jugó la baza de su sonrisa encantadora. Ariadna se sorprendió de lo falsa que le resultaba. Cuando lo había conocido, un día en la escalera, radiante con su uniforme de la policía municipal, acariciando su porra, ofreciéndose para llevarle las bolsas de la compra y probar cualquier cosa que cocinase, esa misma sonrisa le había parecido deslumbrante y espectacular. Era guapo, estaba macizo y la miraba a ella y a nadie más. Desde entonces, la había usado miles de veces con ella. Cientos de ellas había sido para anular citas, con la excusa del trabajo. Estaba convencida de que no había nadie que tuviera más turnos nocturnos que ese hombre. Pero lo peor era que hacía tiempo que no le molestaba que la llamara para dejarla plantada, que casi lo deseaba, porque así podía quedarse en casa para descansar, darse un baño, leer un poco o ver una película. Y eso debería haberle dado pistas de que lo suyo había acabado mucho antes de que Ignacio la electrificara en la terraza aquella noche, después de probar sus croquetas.
–Criada es una palabra muy fuerte. Recuerda que es un anuncio de limpieza.
–Y de nuestra empresa. De El Menú de la Abuela.
Él la miró durante unos instantes con aire de incredulidad. Parecía como si no se hubiera enterado de ese pequeño detalle.
Ariadna dejó de marear la comida y se levantó, dispuesta a irse sin más, pero recordó que no había dicho lo que había ido a decir y volvió a sentarse.
–Eso da igual. La verdad es que el anuncio es lo que menos me preocupa ahora mismo.
Agustín puso una expresión grave que estuvo a punto de hacerla reír. Unió los labios y los sacó un poco, como un bebé a punto de echarse a llorar. Si esa era su expresión de preocupación y apoyo, todavía le quedaba mucho que aprender.
–Cuéntamelo, nena.
–¿Que te lo cuente? –Ariadna se derrumbó en su silla, agotada. Sacudió la cabeza y sintió el peso de los dos años que llevaban juntos cayendo sobre ella como el plomo fundido–. ¿Recuerdas algo de lo que te he contado estas últimas semanas? ¿Me escuchas alguna vez?
De algún modo, él consiguió parecer contrito, pero ella no se dejó engañar. Estaba cansada y toda la culpa de que la relación no funcionase no era suya.
–Nena…
–Ni nena, ni leches. Tengo nombre, Agustín. ¿Sabes cómo me llamo siquiera? –Levantó una mano para evitar su respuesta. No quería que él terminara de asustarla diciendo mal su nombre–. Déjalo, mejor habla con tu tía, seguro que ella puede explicártelo mejor que yo.
Agustín no respondió. Tomó su tenedor y empezó a comer otra vez, a pesar de que su comida debía de estar más que fría. Ariadna no había esperado mucho, pero aquello era decepcionante.
Tomó el bolso y abrió la cartera para pagar su comida. Estaba claro que no había nada más de qué hablar.
–Mi tía dice que eres una buena chica –dijo él de pronto, sorprendiéndola. Hablaba con la boca llena, como era su costumbre. No la miraba tampoco, más preocupado en preparar su siguiente bocado de carne con patatas–. Me lo dijo el día que llegaste al edificio, que haríamos buena pareja.
Ariadna volvió a dejar sus cosas en su sitio. ¿Qué estaba diciendo? ¿Qué diablos estaba diciendo ese tío?
–Cuando te conocí, me pareciste guapa, pero sosa. A mí me gustan las chicas con chispa, que les vaya la fiesta, salir por ahí, pero pensé que no estaba mal que te gustara cocinar. Me gusta comer –añadió con una sonrisa bobalicona, haciendo que Ariadna se cabrease de verdad. No podía creer lo que estaba escuchando–. Y luego está ese pequeño detalle de que no eres nada cariñosa. Que cada uno es como es, pero reconócelo, como novia eres algo fría. Y luego está tu manía de pelearte con mi tía, que es una señora mayor. Te admito que tiene muy mala leche, pero no es mala persona.
Agustín hablaba y hablaba, y no tenía nada bueno que decir sobre ella. Por lo visto, su única virtud era que sabía cocinar.
No era cariñosa, era sosa y hacía sufrir a doña Adelaida.
–¿Por qué me soportas, si soy tan horrible? –preguntó, con más curiosidad que lástima de haber perdido dos años de su vida junto a un tipo que no la comprendía ni conocía en absoluto.
Él se encogió de hombros y la miró al fin, con esos maravillosos ojos azules que seguro habían roto varios corazones a lo largo de su vida.
–No podía dejar que te quedaras solita.
–¿Solita? ¿Estás diciendo que estás conmigo por lástima?
Agustín hizo otro mohín. Dejó el plato a un lado. Debía de ser la primera vez en su vida que se había quedado sin apetito, o tal vez había comprendido que la conversación había empezado a ponerse seria de verdad.
–Yo no diría tanto, me caes bien…
Ariadna no pudo evitarlo, se le escapó la risa floja.
Durante días, semanas, se había sentido culpable por sentirse atraída por otro hombre, cuando su novio estaba con ella por pena, por tener un lugar al que volver para comer caliente entre turno y turno. Estaba segura de que, de no ser ella una buena cocinera, él la habría dejado hacía mucho tiempo. Mientras tanto, había soportado inconstancias, desprecios, que la desplazara de la grabación del anuncio y a saber cuántas cosas más. Lo más triste era que se lo había consentido.
–Ya sé que suena a frase hecha, pero no es por ti, es por mí –dijo, o eso creyó decir, porque le costaba hablar por culpa de las risas entrecortadas.
Agustín la miraba, primero con estupor y luego con enfado.
–¿Estás cortando conmigo?
–Sí, Agustín, estoy cortando contigo.
Él frunció el ceño, incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo.
–¿Es por lo del anuncio?
Ariadna, que ya había superado el ataque de risa, volvió a reír, con más fuerza todavía.
–No, Agustín, es porque eres egoísta, no te has molestado en intentar conocerme en dos años, y porque no te quiero. Y ni siquiera estoy convencida de que me gustes.
–¿No me quieres?
Parecía sorprendido de verdad ante sus palabras. Era como si jamás se hubiera planteado que eso fuera posible.
–No, no te quiero. Y puedes decirle a tu tía de mi parte que puede dejar de hacerme la vida imposible, porque, en cuanto encuentre donde quedarme, me voy de Paraíso.
Su tiro había sido a ciegas, pero la expresión de culpabilidad de Agustín le confirmó que había acertado de pleno. No sabía hasta qué punto estaba él implicado en el asunto, pero ahora estaba convencida de que doña Adelaida estaba detrás de todo lo que estaba ocurriendo en el edificio. Ahora comprendía por qué él no había querido investigar las pintadas y el vandalismo en el edificio. Quién sabe si no había sido él mismo el que había pintado aquel pentáculo ante su puerta después de dejarla en casa.
Cuando se levantó en esta ocasión, fue para siempre, tranquila de dejar atrás uno de los mayores errores de su vida.
En sus labios todavía bailaba una sonrisa divertida, pero sobre todo satisfecha.
Le tomó la palabra a su hermana y se cogió el resto del día libre. La llamó para decirle que iría a tomar un café y contarle lo que había ocurrido con calma y preguntarle de paso qué tal había pasado el día en el trabajo.
–Olvídate de mí. Tú disfruta tu libertad mientras te dure –había dicho Didi.
Ariadna protestó, pero Diana la cortó antes de que pudiera seguir hablando. La conocía de sobra y sabía que no tenía sentido insistir, así que, por primera vez en mucho tiempo, se dedicaría a sí misma.
Se daría un baño largo, lleno de espuma y con perfume, a la antigua usanza, ahora que volvían a gozar del lujo de tener agua caliente en el edificio, mientras se tomaba una copa de vino blanco y leía un libro que había dejado durante demasiado tiempo. Y también haría una tanda de croquetas, de esas que había llevado a la terraza hacía unas semanas y habían hecho que estuviera a punto de atragantarse.
Había meditado los pros y los contras durante largo rato, y había pensado que, mucho más tarde, cuando ya estuviera lista y relajada, sería hora de tener una charla con su vecino del tercero.