22

 

 

 

 

 

Cuando al fin vino el señor Trapp a buscar a sus hijos, Ariadna casi había empezado a plantearse cómo iba a hacer para que pasaran la noche con ella, porque en toda la casa solo había una cama, y ellos eran cinco niños. Ni de milagro entraban todos en ella. Y eso sin contar que ella también tenía que dormir. Ni por un instante se planteó trasladarse a casa de los Trapero sin su permiso o dejar a los niños solos sin vigilancia allí. Y estaba segura de que el apartamento de Ignacio estaba tan desangelado como el suyo.

–Han sido dos niños –dijo con evidente cansancio, aunque también visible felicidad, o eso creyó Ariadna.

El pobre hombre, en medio de un traslado, padre de cinco… no, siete hijos, casi le dio pena. Parecía agotado, y estaba solo en lo que le quedaba por delante.

Tanto Ignacio como ella se ofrecieron para ayudarle, pero él se negó con la cabeza.

–Estamos acostumbrados. Dos más no supondrá diferencia.

Cualquiera diría que lo creía de verdad, pensó Ariadna, aunque la verdad era que lo compadecía. En el fondo, los echaría de menos.

Cuando se marcharon, todos en fila de mayor a menor, Ariadna sintió una especie de vacío. O tal vez era miedo por quedarse a solas con Ignacio, que seguía allí, evitando mirarla con toda la intención. Quería que fuera ella la que empezara a hablar.

Sin embargo, ella no tenía ninguna prisa para comenzar a hacerlo.

No era que se sintiera a disgusto con él allí, más bien al contrario. No recordaba haberse sentido así con nadie antes, feliz solo por estar juntos, a solas.

Él había comenzado a recoger los vasos y todo lo que habían utilizado los niños durante la merienda, que antes había fregado y había puesto a secar en el escurridor, canturreando para sí, como si estuviera en su propia casa.

A pesar de que a Ariadna no le gustaba que nadie tocara sus cosas, no se sintió invadida ni molesta por verlo moverse por su cocina. Era agradable escucharle, verle soplar un mechón rebelde que le caía por la frente al bajar la cabeza, mirar a su alrededor buscar algo con que secarse las manos al acabar.

Ariadna se acercó a él con un trapo de algodón y le tomó una mano húmeda. Comenzó a secarle los dedos uno a uno. Al acabar, hizo lo mismo con la otra mano, mientras Ignacio, apoyado contra la encimera, la contemplaba en silencio, como si lo que hacían fuera la cosa más normal del mundo.

–Quiero estar contigo, pero no hoy –dijo ella al fin, incapaz de mirarle a la cara mientras trabajaba–. Me gustas, pero necesito algo más de tiempo para… para pensar.

–¿Pensar? –La voz de Ignacio era grave, sensual, pero no se movió. Le había dicho que no la presionaría, y no lo iba a hacer, aunque le costara la vida hacerlo.

Ella dejó el trapo a un lado y lo miró al fin, aunque se arrepintió de hacerlo al ver su expresión. ¿Por qué tenía que ser tan… él?

–Hasta hoy estaba con Agustín. Sería raro estar contigo sin más.

–¿Lo sería?

–¿Solo puedes hablar haciendo preguntas? No me estás ayudando en nada, no sé si lo sabes.

El Lúgubre pareció menos lúgubre que nunca cuando esbozó una sonrisa divertida. ¿Cómo había podido pensar alguna vez que era espeluznante y que daba miedo?

–Mi papel ahora mismo es el de parecer el tipo más apetecible del mundo. –Ignacio se acercó a ella hasta que estuvo cerca, tanto que habría sido muy sencillo reducir los escasos milímetros que los separaban y besarla, pero no la besó–. Te dije que no te presionaría. Eres tú la que debes tomar la decisión, pero supongo que puedo dejarte algo en lo que pensar antes de irme.

En efecto, aquello no podía considerarse presión.

Un beso como aquel, dulce, delicioso, excitante, no podía calificarse como presión.

No podía privarse de aquello, de su tacto, de la sensación de sus manos en su piel, de sus labios rozándola, de su aroma en su nariz.

Sintió uno de sus dedos recorriendo su columna por debajo de la ropa. El conocido escalofrío eléctrico la hizo estremecerse y sus piernas cedieron bajo ella.

Ignacio la alzó y la subió en la encimera. Ella abrió las piernas y lo acunó entre ellas, notando contra sí su excitación.

–Esto no cuenta –murmuró contra su oído, mientras él recorría su mandíbula con besos diminutos–, todavía no he tomado una decisión.

Él rio, sabedor de que mentía, pero no dijo nada, sino que la ayudó a deshacerse del jersey con fresas, que tiró por encima del hombro con un gruñido de satisfacción.

–Respetaré lo que digas, pero no te creeré si me dices que no debes estar conmigo –gimió él antes de volver a besarla, haciéndola sentir toda la fuerza de su deseo.

Cuando la llevó al dormitorio, Ariadna supo que no habría vuelta atrás. Aunque no acabaran juntos, su vida ya no volvería a ser la misma jamás. Por primera vez en su vida, hacía cosas porque le apetecía, seguía sus impulsos, sin sentir remordimientos, centrándose en su bienestar. Y ahora sabía que ya no podría renunciar a ello.

 

 

–¿Comemos luego juntos?

Le gustaba remolonear en la cama por las mañanas, lo reconocía. Era una de las cosas que había descubierto en los últimos días. Tal vez porque remolonear en la cama significaba besos, caricias, aroma a café recién hecho y palabras cariñosas susurradas con voz ronca.

Ariadna no respondió. Con los ojos todavía cerrados, parecía hacer un repaso mental de todo lo que tenía que hacer ese día.

–No puedo, creo que tengo cosas que hacer, pero te lo confirmo más tarde.

–Un café me bastará.

Ella abrió un ojo soñoliento y lo clavó en él. Despeinada y sonrojada por el sexo matutino, estaba adorable, o eso le parecía a Ignacio.

–Para ser un tipo que no presiona, se te da de maravilla insistir.

Ignacio iba a protestar que solo defendía su posición de la mejor manera que podía cuando sonó su teléfono.

–Nachete, sal de la cama y mueve el culo a la oficina –dijo la voz insolente de su socio–. Hay cambios de los que tenemos que hablar.

–¿Qué cambios? –preguntó.

–Por teléfono no –lo cortó Pedro con sequedad antes de colgar.

–¿Qué ocurre?

–Tengo que irme. Lo del café tendrá que ser otro día, cariño –murmuró, depositando un beso rápido en sus labios, aunque pareció arrepentirse en el último momento, porque volvió junto a ella para besarla más y mejor–. ¿Me prometes que no me olvidarás?

Ariadna sonrió. Pasó una mano por su frente, apartando el cabello de la zona donde todavía quedaba un ligero resto del golpe que se había dado contra su puerta.

–Lo intentaré –respondió, sin poder evitar un bostezo de agotamiento.

Él enarcó una ceja y la miró, sentado en el borde de la cama.

–Si lo dices con tal convencimiento, no me va a quedar otro remedio que creerte…

–Créeme, Lúgubre, mi memoria es eterna.

Ignacio lamentó tener que marcharse en ese momento. Era evidente que Ariadna y él todavía tenían muchas cosas en las que pensar.

Se inclinó con suavidad y depositó en su boca un último beso suave, lleno de promesas.

 

 

–Esto no te va a gustar.

Diana acababa de llegar y no parecía contenta, más bien al contrario. Ariadna reconocía ese estado de ánimo en su hermana. Desde niña, había luchado por conseguir varias cosas en su vida: una carrera, un trabajo estable relacionado con ella, una vida feliz… y no había conseguido ninguna de ellas. Muy de vez en cuando, se rebelaba contra su mala suerte y mostraba su frustración. Y ese parecía ser uno de esos días.

Reconocía que llevaba unos días sumergida en su propia burbuja feliz. Aunque oficialmente todavía no había tomado una decisión con respecto a comenzar una relación con su vecino, oficiosamente pasaban tanto tiempo juntos que eran casi una pareja. De hecho, ni siquiera en sus primeros días con Agustín había pasado tantas horas con un hombre, besándose, amándose o solo hablando. Renunciaba a ponerle un nombre a aquello, pero se sentía tan bien así que temía hacerlo y fastidiarlo.

De pronto recordó la llamada que Ignacio había recibido esa misma mañana y su prisa por marcharse.

–Ese maldito hijo de perra nos ha robado el anuncio.

Ariadna tardó en comprender a qué se refería. Pero de pronto lo hizo. Recordó los últimos ensayos del anuncio de Limpiex, la actitud distante de Agustín, que la trataba como a una mera conocida. Desde el principio, la única que no había pintado nada allí era ella. Agustín era el protagonista, al que todos adoraban en el set.

–¿Qué ha pasado? –preguntó, dejando el fuego al mínimo, para que no se quemara lo que estaba cocinando, aunque podía imaginarlo por sí misma.

Didi se sentó y cogió un trozo de zanahoria, que empezó a mordisquear con inquina.

–¿Recuerdas que esta mañana había una reunión para acordar la grabación definitiva y fechas de emisión, y todas esas cosas importantes? Pues olvídalo, porque ya no cuentan con nosotras. De hecho, cuando yo he llegado, la reunión casi había terminado, a mí solo me han informado de que estamos despedidas.

–¿Cómo que estamos despedidas? ¡Si somos nosotras las que los contratamos a ellos! –exclamó Ariadna, indignada. ¿Sabía Ignacio todo eso y no le había dicho nada?

Diana tiró lo que le quedaba de la zanahoria y gruñó.

–Al menos nos ahorraremos el dinero, aunque me han dicho que nos van a compensar de alguna manera. No les queda otro remedio, tenemos un contrato, así que están obligados, pero desde luego no será nada parecido a una campaña a nivel nacional. Seguro que es otra idea genial –lo dijo fingiendo un entusiasmo que era evidente que no sentía. Diana había contado con ese anuncio para dar un salto con la empresa, había perdido un tiempo precioso con ese proyecto, y se sentía traicionada. Y todo por su culpa… si no hubiera dejado a Agustín, todo aquello no habría ocurrido–. Ya pensaré en otra cosa, no te preocupes.

Ariadna sintió que la cabeza le daba mil vueltas. Nunca había creído que Agustín sería ese tipo de persona, vil y vengativa. Tal vez si hablara con él…

Volvió a los fogones, fingiendo naturalidad.

–Voy a preparar el guiso de la abuela. Hace tiempo que no lo hago.

–Genial, hoy necesito algo que me caliente por dentro. Si pillo a ese cretino, te juro que lo destripo con una cuchara de postre.

Ariadna rio, pero sintió que la mente le hervía. Por ese tipo de cosas sabía que nunca había que precipitarse a la hora de tomar decisiones.

–¿Y nadie ha defendido nuestra postura? –No quiso nombrar a Ignacio. Su hermana no sabía que estaban juntos, más o menos, pero lo sospechaba, así que evitó mirarla en todo momento para que no viera su ceño fruncido.

–Cuando llegué todo parecía decidido, no me dieron la oportunidad de opinar ni de defender nada. Como te he dicho, era una reunión meramente informativa, como suele decirse en estos casos.

La confusión en la mente de Ariadna le impedía pensar con claridad. Ignacio estaba en aquella reunión. Y no había hecho nada para ayudarlas. ¿Acaso se había limitado a contemplar cómo las echaban de una patada en el trasero?

El recuerdo de sus besos hacía unas horas y lo que le hacía sentir estuvo a punto de hacerla vacilar, pero su hermana y su empresa eran más importantes en ese momento. Agustín podía ser un cerdo traidor, pero estaba claro que Ignacio tampoco había sabido estar a la altura de las circunstancias.

Tal y como estaban las cosas, no había mucho más que pensar entre ellos, por mucho que le doliera.

 

 

–¿Te das cuenta de lo que has hecho?

Peter, que llevaba alrededor de media hora leyendo chistes en Internet y enseñándoselos a su socio, que trataba a su vez de tener una charla seria con él, dejó a un lado su teléfono móvil y cruzó los brazos.

–Y tú, ¿te has dado cuenta de que te has convertido en una vieja gruñona?

Ignacio se adelantó en su silla y dio un golpe en la mesa, furioso.

–Has roto un contrato y ni siquiera te importa.

Pedro puso los ojos en blanco y alzó las palmas hacia el techo.

–No me vengas con esas ahora. Que yo sepa, no te he escuchado protestar en la reunión. Ya le he dicho a esa guapita de cara que la compensaría. Esa campaña era demasiado para ellas y lo sabes. Al final saldrán ganando. Y no he roto un contrato, como tú dices, solo he cambiado los términos –puntualizó, señalándole con un dedo impertinente.

Ignacio apretó la mandíbula. Cuando había llegado al despacho, se había encontrado allí a Juan Estébanez y a Agustín, celebrando un nuevo trato con su socio. Poco después se había enterado de los detalles con la llegada de Diana. El Menú de la Abuela quedaba fuera del anuncio. Por supuesto, el trato, al quedar anulado, no conllevaría ningún coste para la empresa y sí una compensación en forma de campaña local gratuita.

Peter tenía razón al decir que no había protestado, pero tampoco había tenido oportunidad de hablar. Cuando había llegado, todo estaba ya acordado. Para él, todo aquello había sido tan sorprendente como para Diana.

–De todas formas –había dicho Peter durante la reunión, con su mejor tono de encantador de serpientes–, comprenderás, princesa, que tu empresita no necesita un anuncio a nivel nacional. Lo entiendes, ¿verdad?

Diana se había erguido en su silla y los había mirado a todos, uno a uno, con una mirada azul tan firme que había conseguido que se sintieran culpables.

Incluso Pedro había comenzado a murmurar excusas, y había ofrecido aquella ridícula compensación, algo que nunca en su vida habría ofrecido de no saber que hacía algo malo, pero no se había retractado. Había tomado una decisión y no había nada que hacer.

–Espero que les aproveche a todos su maravillosa campaña, señores. Les deseo que vendan mucho jabón, pero tengan cuidado, porque a veces resulta muy resbaladizo. Espero que no se caigan de culo al pisar el suelo recién fregado –dijo Diana, levantándose, comprendiendo que allí estaba todo dicho. Educada siempre, les había dedicado una sonrisa radiante y los había dejado allí tirados, en lo que debería ser un momento de celebración.

–Lo dejo.

Ignacio no fue consciente de lo que decía hasta que vio la reacción de su socio, que había vuelto a coger el teléfono, pensando que había dicho todo lo que tenía que decir. El alivio fue tal que se sintió varios kilos y años más ligero. Habría dado varios pasos de baile por el despacho, de no pensar que el momento necesitaba una cierta seriedad y hasta un algo de solemnidad.

–No hablas en serio.

Pedro se había levantado y lo miraba boquiabierto.

–Hablo muy en serio. Me largo.

Su socio enrojeció, boqueó y lo señaló con un dedo.

–No puedo creer que seas tan ridículo como para hacer esto por una cocinera que ni siquiera está buena.

Ignacio sintió deseos de romperle la cara, pero no merecía la pena.

–Piensa lo que quieras. Yo solo sé que no te aguanto más, ni a ti ni tus métodos. Estás hundiendo nuestro negocio y no quiero que lo hagas en mi nombre.

Peter enarcó una ceja y echó la cabeza hacia atrás para reír.

–¿Eres una niña llorona? Esto son negocios y no se puede andar con miramientos si se quiere triunfar. Antes no eras así…

Ignacio lo cortó. Levantó una mano y la sacudió.

–Para. Tú y yo nunca hemos sido iguales, y la verdad es que lo agradezco. Acabaré este trabajo de Limpiex, porque me he comprometido a ello, pero después habremos acabado.

Pedro lo despidió con un gesto obsceno y le dio la espalda.

Ignacio hubiera deseado terminar su relación de otra forma, pero lo que había hecho con Diana y Ariadna había sido imperdonable. Había soportado sus tejemanejes durante demasiado tiempo, pero aquello había sido la gota que había colmado el vaso.

Horas después había hablado con Diana y le había explicado lo sucedido, que no había sabido lo que su socio se traía entre manos en ningún momento, y que no había podido hacer nada para ayudarla. Que tal vez era mejor para ellas no tener nada que ver con la empresa. Ella le había comentado que comprendía que los negocios eran los negocios.

–Con respeto, querido, te diré que no estás hecho para estas cosas. Te sobra corazón.

Ignacio había sonreído. Había perdido su trabajo y no sabía lo que iba a hacer en adelante, pero al menos quería dejar limpia su conciencia.