La pajarera

—¿Le doy?

—No todavía.

Están ahí, sentados, en una larga mesa, en el centro del hangar, iluminados nítidamente por los reflectores, mientras la jaula, oxidada por entero, cuelga de una de las vigas, estática, alojando algo, a alguien, quieto, en silencio, recostado, desnudo, sobre el piso de concreto.

—¿Hago que cante?

—…

La superficie de la mesa, angosta, mas larga, recibe, en todo momento, una pila de legajos, rara vez consultados, que, no obstante, son mirados, atentamente, por los dos individuos que charlan y, al mismo tiempo, mastican alimentos, con tranquilidad, haciendo largas pausas, produciendo algunos sonidos, internos, gruesos, que retumban en las paredes del lugar.

—Me dijeron que canta. Quiero que cante.

—Canta, pero lo hará después.

Hay, en una esquina de la mesa, o escritorio, conviene precisar, un botón, negro, aislado, alcanzable desde la posición que, rígido, ocupa uno de los sujetos, mientras el otro, ensimismado, masca, bebe y, a veces, eructa, lo que genera reverberación en el perímetro del hangar, cuya cubierta, en ocasiones, silva, levemente, a causa del viento, que sopla en el exterior.

—Me dijeron que canta cuando se aprieta el botón.

—Con el botón aúlla, no canta.

—Quisiera oírlo cantar.

—Lo oirás, por ahora calla.

En la jaula, el habitante se mueve, un poco, tal vez a causa del calor, que, en esta nave industrial, se vuelve inclemente, como lo demuestran, sudando, los dos individuos, que mastican, que a veces se secan, con un pañuelo, la frente, mientras observan, con interés, la oscilación que, discretamente, ha comenzado a producirse en la pajarera, como ellos la llaman.

—¡Quiero que cante!

—Calla, o usaré la macana, contigo.

El ser de la jaula, sin ropas, lo hemos dicho, parece incorporarse, lentamente, pero, con sopor, apenas si levanta la cabeza, busca algo, lo encuentra, un lápiz y un papel, se los acerca, con parsimonia, mira, con el ceño fruncido, lo que tiene entre las manos, para luego, sin más, colocarlos frente a sí e, incomprensiblemente, volver a recostar su cabeza, en el piso de concreto, aunque ya no cierra los ojos.

—Dame más comida.

—Toma mi plato, come lo que queda.

—¿Le doy?

—No todavía.

El sujeto, entonces, toma las sobras, las engulle, rápidamente, desesperado, como si, durante días, no hubiese probado bocado, mientras su superior, silencioso, incólume, se limpia, con un papel, los labios, y eructa, esta vez con discreción, para, finalmente, posar su mirada en los legajos, perfectamente alineados, sin notar que, en su distracción, el enjaulado, que está por cantar, se ha puesto de pie, en su celda suspendida: ¡ay, de los que conquistan con ejércitos y cuyo solo derecho es la fuerza!

Los guardias, sorprendidos, voltean hacia la, por ellos llamada, pajarera, donde se observa, de pie, lo hemos dicho, al cantor, cuyos miembro y testículos, vistosamente, cuelgan, y sus manos, firmes, sostienen el papel, en el que acaso ha leído lo dicho.

—¡Canta!

—¡Oprime el botón! Es lo que está indicado en el manual.

Obedece el cadete y, entonces, una descarga eléctrica, aplicada en el dedo gordo de uno de los pies, donde está amarrado un cable, produce, con gran estruendo, la caída del cantor, que, una vez abatido, cimbra el hangar, con un alarido ensordecedor, con un alarido que, al propagarse por la nave, hace temblar al guardia, quien, asustado, se aleja del dispositivo, coloca su mano en el pecho, acaso arrepentido.

—No te acobardes, el reglamento es muy claro: si canta, recibe descarga.

Doblegado, sudoroso, el prisionero recupera el papel, que se le escapó de las manos, lo pone ante sí, lee, por algunos segundos, hasta que da con la frase buscada, o eso parece, pues su mirada está fija, ahí, en el texto, aunque luego se dirige hacia los vigilantes, y, cuando parece que dirá algo, se sume en un silencio aterrador, cubre sus piernas con la sábana que lo acompaña.

—¡Más te vale, o subiré a darte con la macana!

—¿Le doy?

—No, acércale el tazón.

El subalterno, en un torpe movimiento, se levanta de su asiento para, caminando en dirección a la jaula, detenerse en un bote industrial, mirar en su interior y tomar un objeto, llamado por ellos tazón, con el que recoge, como si de una pala se tratase, una serie de bolas de alimento, que huele curioso para, luego de hacer un gesto, como si en realidad deseara probarlas, acercarse al recinto metálico suspendido y, sin más, depositar lo que trae en la mano en la esquina contraria a la que ocupa el cantor, que mira, ausente, hacia un lugar indeterminado.

—No come.

—Ya comerá.

Hablemos, aunque sea brevemente, de la jaula: sus dimensiones, no demasiado amplias, permiten al cantor, cuando éste así lo decide, pararse, con la cabeza un poco inclinada, sus pies descalzos posados en él, lo hemos dicho, piso de concreto, o algunas veces en la sábana, su cabeza rozando el techo de acero, el material del que también están fabricadas las barras que, rígidas, aunque herrumbrosas, también lo hemos dicho, limitan el espacio, siempre iluminado por un foco, pequeño, de bajo voltaje.

—¿Puedo probar lo que hay en el bote?

—Saca una de las bolas, no más.

—Mmm…

El sujeto, que ha permanecido de pie, junto a la pajarera, como ellos la llaman, lo hemos dicho, introduce su mano en el recipiente, extrae una bola de alimento, la engulle de un solo bocado, masca, vocifera algo incomprensible, traga, luego regresa a su asiento, mira, agradecido, al sargento, se sienta y, en un momento de entusiasmo, desaloja un sonoro pedo.

—No está mal.

—No, supongo.

Pasan las horas y, casi sin que los guardias se hayan percatado, la luz del día comienza a ceder, produciendo un espectáculo: en medio del oscuro hangar, la jaula, cuyo foco está siempre encendido, se convierte en una lámpara, radiante, que deja ver, en su interior, una forma de colores claros, cuyos rasgos son poco precisos, como si fuera producida por pinceladas gordas que, sin embargo, dejan ver un cuerpo desnudo, ahora de pie.

—¿Irá a cantar?

—Ya veremos.

Una vaga tonada emerge, al parecer, de la boca del cantor, mientras los dos hombres, desconcertados, se miran y, sin saber qué hacer, se pierden en elucubraciones, evidentemente indescifrables, hasta que un ruido, bestial, los trae de vuelta de sus pensamientos, los hace voltear hacia la jaula donde observan, aterrados, una boca abierta, demarcada por la blancura de los dientes, una boca cuyo interior, profundamente oscuro, parece absorber la luz que la rodea, mientras emite un sonido de tal magnitud que, luego de unos instantes, produce vibraciones en las paredes del hangar.

—¡Aprieta el botón!

—Pero no cantó…

—¡Apriétalo, imbécil!

Sin más, el cadete obedece, estira el brazo y, casi como si la dejara caer, pone su mano sobre el botón negro, que de inmediato produce la descarga, haciendo caer al cantor, que ahora aúlla, mientras su habitáculo se balancea, debido al impacto del cuerpo sobre el piso, y nuevos ruidos se producen cuando el tazón, como ellos lo llaman, lo hemos dicho, cae, un poco antes de que lo haga, regando sus contenidos, la pieza de latón donde, con grandes dificultades, el prisionero deposita sus excrementos.

—Tendrás que limpiar. Ponle un nuevo latón.

—¿Por qué yo?

—Porque así lo dice el manual.

—¿El manual me menciona?

—Obedece, o usaré la macana, contigo.

Con expresión de disgusto, aunque sin dilatarse, el subalterno camina, lentamente, murmurando algo incomprensible, hacia una de las paredes del hangar, donde, debajo de una llave de agua, difícil de apreciar a la distancia, se ubica, cual pieza de museo, una cubeta que, en su interior, alberga un cepillo, una bolsa con jabón, unos guantes y, en el fondo, un pequeño recipiente de plástico, translúcido, delgado, que llama la atención de su futuro usuario, quien, refunfuñando, lo retira junto al resto del contenido para, sin meditarlo demasiado, llenar con agua, hasta la mitad, el balde, con el cual realizará, lo sabe, la actividad más desagradable del día.

—¡¿Seguro que lo indica el manual?!

—¡Apúrate o limpiarás con la lengua, inepto!

El guardia, que lamenta su condición de subalterno, vuelve con la cubeta y los instrumentos, los cuales, con la excepción de la bolsa de jabón, flotan en el agua, camina en dirección a su asiento y, poco antes de llegar, luego de hacerle ver a su superior, a través de una mueca, el disgusto que le causa esta designación, cambia de rumbo, enfila a la celda flotante, avanza con pasos regulares y se detiene cuando llega, con decisión, hasta el punto en que, a causa de los sucesos que ya hemos reseñado, yace la pieza de latón y su contenido, desparramado, lo que lo obliga a arremangarse, ponerse los guantes, colocar jabón en el recipiente pequeño, llenarlo con agua y…

—¡Buenas noches, hemos llegado a relevarlos!

El sargento mira, sorprendido, hacia la puerta de acceso, al fondo del lugar, donde dos colegas, pulcramente uniformados, cierran la puerta, caminan en dirección al escritorio, comentan algo entre ellos, alcanzan su posición, se detienen, a unos metros de su asiento, lo observan fijamente, como esperando un comentario de su parte, luego sonríen, acaso hipócritamente.

—Como verá por la hora, es momento de que vuelvan al cuartel.

—Nosotros nos encargaremos del cantor.

—Imaginamos que estaban esperándonos.

—Aunque no parece que estén listos para marcharse.

A un lado de la jaula, o la pajarera, como ellos la llaman, lo hemos dicho, el cadete mira, en una mano el recipiente de plástico, lleno de agua y jabón, en otra el cepillo, de cerdas metálicas, la escena que tiene lugar en el puesto de control, observa la nuca inmóvil de su superior, que, al parecer, dice algo a los recién llegados, quienes, frescos, gallardos, permanecen de pie, a la espera de que ellos, él y su jefe, abandonen el hangar.

—Nadie me informó de este relevo.

—Qué extraño. Igual da: llame al sujeto a su cargo, ocuparemos sus puestos.

—¿Le pido que abandone la actividad en curso?

—Así es, su turno ha terminado.

El guardia mira, con cierta incomodidad, hacia el soldado, que, con la camisa arremangada se mantiene estático, esperando una indicación, una palabra que, por fin, le diga si debe, o no, continuar, mientras piensa que, sin duda, es un hombre con suerte, confía en que, por una extraordinaria casualidad, la mierda quedará en el piso, a la espera de otro, menos afortunado, el encargado de recoger las, así las llama en su cabeza, heces del cantor.

—¿Dejo la orden sin efecto?

—Afirmativo.

Sonriente, el cadete retira de sus manos, con cierta dificultad, los guantes de plástico y, sin mayores complicaciones, los arroja a un lado de la cubeta, llena de agua burbujeante que, en un momento de silencio, al menos para su frustrado usuario, produce un sonido efervescente, un sonido que, un momento después, es anulado por las voces que, a unos metros, se emiten, volviéndose más intensas conforme el soldado, con lentitud, se acerca al escritorio.

—Pues bien, sargento, le informo que su subalterno tendrá que proseguir con la actividad que hay en curso.

—¿En qué consiste, sargento?

—En la limpieza del excremento del cantor, pues accidentalmente cayó el latón de la pajarera, sargento.

—¿Debe colocarse en ella uno nuevo, sargento?

—Así es, se encuentran en el lugar indicado por el manual, sar- gento.

El cadete reemplazante mantiene con dificultad, el rostro impasible, mientras piensa, no sin asco, en su próxima actividad, una actividad que, antes de salir del cuartel, no estaba contemplada, ni siquiera en sus previsiones más oscuras, pero que ahora, irremediablemente, tendrá que ejercer, simulando que es, sin más, otra de las asignaciones del día.

—Cadete, prosiga con la tarea.

—Sí, sargento.

Mientras se desplaza hacia la posición correspondiente, el subalterno mira hacia la, así la llaman, lo hemos dicho en varias ocasiones, ignoramos cuántas a estas alturas, pajarera, cuyo interior parece albergar, a juzgar por el movimiento, cierta actividad, nada menos que la del cantor que, de estar encorvado, pasa a la posición vertical y, cuando su cabeza se acerca al techo, levanta un papel, lo mira y, con una voz firme, sostenida, tal vez brutal, lee:

Si la blanca helada aprieta vuestra tienda
Daréis gracias cuando la noche ha terminado.

Los cuatro guardias, desconcertados, unos cruzándose cerca de la, sí, ya lo dijimos, así llamada pajarera, otros de frente, a un lado del escritorio, se miran, con los ojos bien abiertos esperando que, en el rostro del otro, aparezca alguna señal, comprensible, ejecutable, que permita a alguno de ellos emprender la tarea que, inmisericorde, con palabras transparentes, figura en el manual, un manual que, día con día, noche con noche, pasa de pareja en pareja, para que, así, sin dudas, sin titubeos, la vigilancia del cantor en la, sí, ya lo dijimos, lo diremos de nuevo, así llamada pajarera, tenga lugar en las condiciones debidas, como piensa el sargento relevado mientras advierte a su par:

—¡Debe oprimirse el botón!

—Pero ¡¿quién debe hacerlo?!

—¡Su subalterno, evidentemente!

—¡Cadete, oprima el botón, sobre la mesa!

El joven soldado, sorprendido, digiere la orden y, una vez comprendida, corre, con rostro de preocupación, en dirección al escritorio, tratando de ubicar, a la distancia, la posición del botón, que, unos metros más adelante, aparece frente a sus ojos, como una gema negra, sobre la superficie, reluciente, como pidiendo ser tocada, oprimida, deseo rápidamente cumplido por el cadete, que, al oír la descarga que se produce, con violencia, a sus espaldas, gira y observa, en su fase final, la caída del cantor, que expele un rugido animal, un sonido inquietante que parece, como si fuera un gas tóxico, extenderse en el aire, haciendo vibrar las láminas que cubren la estructura del hangar.

—Muy bien, señores, han actuado conforme a procedimiento. Es momento de retirarnos.

—Le agradezco su ayuda, sargento.

El oficial, el del turno ya extinto, conviene aclararlo, indica al subalterno, con un gesto, que es momento de partir, señal que el cadete, al principio distraído, recibe con satisfacción, como lo demuestran, no exentos de torpeza, sus pasos acelerados, que, sin contratiempos, le permiten alcanzar a su superior, ya cerca de la puerta del hangar, donde se percibe, sin asomo de duda, una notable baja de temperatura, antes calurosa, ahora fresca, más tarde, tal vez, helada.

—Cadete, siga con la limpieza.

—A la orden, sargento.

Cuando el cuerpo gira, en dirección a la celda suspendida, conocida entre los soldados, acaso lo hemos mencionado, como la pajarera, puede apreciarse, sin mayor esfuerzo, un gesto de resignada molestia, en el rostro del cadete, que camina, con pasos firmes, hasta el punto en que, inmóvil, descansa el latón, flanqueado por dos piezas de excremento que, sin titubeos, recoge, una vez puestos los guantes, y coloca, hábilmente, en la cubeta que, unos minutos más tarde, vacía en la boca de una maloliente cañería, en el perímetro del recinto.

—¡Recoja la comida, cadete!

—¡Sí, sargento!

Sin esfuerzo, el soldado se retira los guantes, los coloca sobre una tarja, regresa a la zona de la jaula, detecta con la mirada el tazón, devuelve a su interior las bolas de comida, mira la orilla de la base de la celda, fabricada con concreto, es probable que antes lo hayamos mencionado, se estira y coloca con firmeza en una esquina el recipiente, para luego retirar la mano, sonreír satisfecho, caminar en dirección al escritorio, observar cómo, mientras hojea el manual, se apoltrona en la silla su superior, que lee algo, incomprensible, en voz alta.

—¿Le doy?

—No todavía.