Para Ariadna y Alicia,
y para su padrino Federico
La niña trepa por los estantes, entre los botes de alcohol y de agua oxigenada. Tiene menos de dos años. Un año y ocho meses según la cuenta de su tata que marca en la caja registradora los productos de una señora que parece que ha confundido la farmacia con un supermercado, y trae de todo: champú y una tira de rastrillos desechables, refrescos de dieta, un kilo de arroz precocido, frituras, pastillas para el dolor de cabeza y antiácidos masticables junto con varios tipos de embutidos cuyo nombre —el tata— aprendió justo el día en que empezó con este trabajo, hace varios años.
Así que él va registrando los precios de estos artículos y otros tantos mientras la niña ya va trepando al tercer nivel de la estantería y la señora se queja de que es una monserga venir a hacer sus compras acá porque muchos productos no tienen el precio a la vista.
—Muchas gracias por su retroalimentación. Pasaré su queja al supervisor.
—Siempre me dicen eso.
El tata le sonríe y la sonrisa muestra unas cuantas arrugas, no muchas, bajo el pelo entrecano. La niña acomoda una rodilla frente a los rollos de gasa, a un lado de las bolsas con algodón (son nubes, chamaca —le dijo el tata el otro día— hay hombres que tienen unas escaleras muy altas con las que suben al cielo para bajárnoslas a cachitos). La niña se impulsa para subir pero duda, algo la detiene, la tela verdeagua de su short quedó atorada bajo la rodilla. Entonces baja esa pierna y la cambia por la otra. Tiene menos de dos años. Pero su habilidad motriz le da para subir escaleras, aparadores y todo tipo de estructuras que le queden al alcance de la mano. Tiene el pelo fino y chinito y un pañalero blanco con un elefante rosa.
—…Y me dicen que ahora sí van a ponerles su etiqueta a todo y una vuelve a los dos días y nada, pura nada, y cuatro días después y lo mismo, yo no sé si ustedes se imaginan que una es idiota o qué, porque ni crea que una no se da cuenta, joven, eso de no ponerle precio a las cosas es adrede para que una llegue a la caja y le cobren lo que se les da su regalada gana…
El tata la mira a los ojos. Es un error: a los clientes que se la pasan quejándose no hay ni que voltear a verlos. Pero la señora le dijo «joven» y eso sí que no lo tenía previsto. Tampoco ser abuelo a los cuarenta y dos años y tener que traerse a su nieta a la farmacia, acomodarle unos cartones detrás de la caja registradora para que ella se siente a jugar con su gato de peluche y sus trastecitos. El tata mira a la señora y le sonríe porque sí, efectivamente, le parece que ella es menor que él.
—…Y no me diga que no es cierto porque es verdad, joven, tal vez usted no se da cuenta pero yo vengo seguido y cada vez está más caro todo y a una no le alcanza ¿o usted cree que yo saco el dinero de debajo de las piedras?
El tata cree que este tipo de mujeres compra aquí porque les queda cerca, porque no tienen nada mejor que hacer y porque, en el fondo, el dinero es el menor de sus problemas. Acá todo está al doble o al triple, salvo por los cigarros y otros artículos de precio único. Así que ríe para sus adentros. ¿O será que hay gente tan ajena?, piensa. Y seguiría pensando en lo mismo de no ser por la voz de la niña.
—Nube, tata, nube.
La niña se sostiene con una mano y la puntita de un pie sobre la estantería. Apenas. La pierna suelta baila en el aire, hace circulitos, y con la otra mano jala una bolsa de algodón.
—Nube, tata.
—¡Pero qué horror! ¿Qué hace esa niña ahí arriba!
El tata deja la caja y corre para cargar a la niña. La toma entre las manos. La sube para abrazarla contra la bata blanca y el crucifijo que está debajo la tela. Allá, a medio caer de la repisa, quedó la bolsa de algodón.
—¿No ve que se puede caer, chamaca? No se ande trepando ahí sola.
—Nube, tata, nube.
Regresa a marcar los últimos productos con la niña en brazos. La señora se ha quedado en silencio pero él sabe que eso no durará mucho: le preguntará si es su hija, le asombrará enterarse de que es su nieta pero de todas formas dirá lo que iba a decir, que esa niña no debería estar en la farmacia, que tendría que estar con su madre, que los niños también tienen derecho a jugar y a crecer en un lugar seguro. Así son estas señoras sin quehacer, piensa tata cuando por fin la mujer termina de regañarlo y se va: buscan cualquier pretexto para sentirse santas; pero son santeras. La mujer no dudó en señalar la «carita enojada» en la encuesta sobre el servicio, justo antes de salir.
—Nube, tata, nube.
—Vamos por su nube, chamaca.
El abuelo toma la bolsa de algodón y la niña, antes de conseguirla, ya estira sus bracitos y grita «¡nube, nube, nube!». Ya mueve los dedos como si pudiera impulsarse del aire. Ya abre grandes los ojos. Ya brinca en los brazos de su abuelo y brincan con ella sus chinos libres. No es que tata no sepa cómo hacerle chongos, es que a la niña no le duran y al primer descuido ya se anda arrancando las ligas de las coletas. Pero no por eso su abuelo desiste: hay que acostumbrarla, para que cuando vaya a la escuela sea una niña pulcra, suficiente es con que no tenga padres como para que también sea la brujita desgreñada de la clase, piensa tata e inmediatamente después se retracta, se recrimina, aprieta los párpados de coraje para no ver las posibilidades, las que son atroces. Ésas no. Toca el crucifijo con el pulgar y luego le pasa la bolsa de algodón a la niña.
—Nuuuube —dice ella y se abraza, se acurruca.
Entonces el tata ya puede, también, empuñar su crucifijo.
Camina de regreso a la parte de atrás de su estación de trabajo. Sienta a la niña sobre uno de los cartones, al lado del gato de peluche, y le dice que no puede andar vagando de un lado para el otro, que se tiene que quedar ahí quietecita mientras él trabaja. Porque la señora tenía razón en algo: todo producto debe de tener una etiqueta, ahí, en el canto de la repisa para indicar el precio. Y ésa es su obligación. El problema es que los proveedores acuden sin orden y van y ponen sus cosas ellos mismos en los estantes, a veces, después de cotejar en la caja; o en otras se los dejan en un saco de plástico y le dan una cartulina con la foto de cómo tiene que acomodarlos. Pero si siguieran una agenda, o si hubiera una sola persona encargada de los inventarios y la exhibición todo marcharía a pedir de boca, piensa el tata. Incluso sería más fácil si en vez de teclear e imprimir las etiquetas se contara con esas pantallitas de cristal líquido que tienen otros supermercados, para nomás ir y teclear los números ahí mismo, rápido. Pero así como está es imposible, no le alcanza el tiempo para cobrarle a los clientes y para poner las etiquetas sin que de repente algunas se olviden.
Si eso ya pasaba antes de que tuviera que traerse a la niña, ahora más.
—¿Entonces qué, pinche Tomás, a poco no te chingabas a la ruca? A mí la neta sí se me antoja, sobre todo cuando trae esos pants en los que se le nota la tanguita desesperada, no importa que sea alegona.
Brayan Ezequiel, el farmacéutico, tarda en entender por qué tata Tomás lo mira fijamente y luego voltea a ver a su nieta: ese gesto universal que significa que eso-no-se-dice delante de los niños. Tarda pero capta. Entonces cambia la plática.
—Perdón, pinche Tomás, es que se me van las cabras. ¿Ahora de qué te alegaba la ruca?
—¿Abro nube, tata?
Pinche tata Tomás sonríe resignado. Él quisiera que todo el entorno de su nieta fuera perfecto, seguro. Sí, tal como decía la mujer. Luego se relaja un poco, no mucho, porque no se atreve a tocar el crucifijo delante del muchacho y decir «en Vos confío», para implorar que eso sea cierto. Así que mejor:
—Dice que no está el precio en los productos y tiene razón.
—¡Oh, qué la fregada, yo venía de cotorreo y tú ya me vas a regañar? —dice Brayan Ezequiel y mira hacia la calle por donde pasa una muchacha en traje sastre—. ¡A qué hora vienes por tus inyecciones pal estrés, mi reina?
—Abro nube abro.
Tata Tomás se ríe.
Para Brayan Ezequiel, Tomás no es tata, no puede serlo, sabe que es viejo pero no lo puede ver como a sus propios abuelos. Le falta el bastón y los cabellos totalmente blancos. Le faltan los ojos hundidos y la voz temblorosa. Para él es sólo Tomás, o pinche Tomás, un señor a quien no sabe cómo dirigirse e intenta hacerlo de la misma forma en que lo hacía con sus excompañeros de trabajo en la gasolinera. A veces quisiera hablarle de otras cosas, salirse de los albures y las quejas del trabajo para contarle que ya lleva varias noches soñando con la destrucción completa de la ciudad, con ejércitos que llegan como nubes a cubrirlo todo, pero no se atreve: intuye que lo tiraría a loco como lo han hecho todas las personas con quienes ha intentado hablar de sus sueños. ¿O no? Mira el periódico a un lado de la caja, el que Tomás revisa todos los días. Pero ya sabe que ése es un tema sobre el que mejor no hay que ahondar mucho, no ir más allá de la pregunta de cada mañana: «¿Hay alguna noticia?». Y luego refrendar su apoyo. Así que entonces hablar de mujeres queda descartado, por la niña, aunque justo se da cuenta de que acaba de repetir el error. Baja la mirada. Tampoco es opción quejarse del trabajo porque hoy parece que el pinche Tomás se puso la camiseta de la empresa como si se le fuera la vida en ello. Piensa un chiste, se dice a sí mismo en su cabeza. Pero antes de que se le ocurra alguno, otra parte de él mismo habla. Y dice:
—Oye, pinche Tomás, fíjate que tuve un puto sueño bien culero…
Sólo que la niña suelta un berrido, harta de que nadie le haga caso. Y los dos hombres voltean a verla, el que tenía la cabeza nublada por los ejércitos y el que tecleaba en la caja, de memoria, los precios de los productos que habían llegado durante el día.
—¿Qué pasa, chamaca?
Más llanto.
—¿Tendrá hambre?—pregunta Brayan Ezequiel.
Llora a gritos.
—No, acaba de tomarse su mamila.
—¿Sueño?
Llora y llora y jalonea la bolsa de algodón.
—N’ombre, por la tarde ya no duerme siesta.
Y ahí se acaban las opciones del exdespachador de gasolina y comienzan las del farmacéutico:
—¿Le dolerá algo? Las pinches rucas siempre piden paracetamol, ¿te lo traigo?
—Eso es cuando tienen calentura—responde el tata y se agacha para cargar a la niña, la bolsa de algodón queda en el suelo y la nena llora más recio.
—¿Te traigo el termómetro? ¿El alcohol?
—¡Un ratón!
—¿Qué!
La niña para de golpe el llanto y abre los ojos.
—¿Lo vio, chamaca? Por ahí pasó un ratón corriendo —dice el tata y señala el pasillo con desodorantes.
Brayan Ezequiel también voltea por mero instinto. Luego entiende.
—¿Ratón, tata?
—Sí, por ahí se fue. ¿Lo viste?
—Chale, pinche Tomás, neta que eso de criar escuincles sí es labor de alto cilindraje. ¿No te la han armado de pedo por traer a la niña?
—No.
El resto de la tarde siguieron los clientes habituales. El guardia de banco por su coca y un par de aspirinas. El pizzero por la crema para la urticaria. El gerente hipocondríaco que siempre compra alrededor de diez medicamentos y atosiga a Brayan Ezequiel para que le informe sobre los efectos secundarios de cada uno de éstos y, por supuesto, el exdespachador de gasolina, convertido en farmacéutico por obra y gracia de un cambio en la legislación, le inventa lo primero que se le ocurre, lo que cree que le dará un poco de paz: «Nomás le va a producir tantita comezón en las axilas y para eso se puede llevar la Pomada del Tigre». La enfermera que le hace las diálisis al viejito de a la vuelta. Y los habituales desconocidos que también son los de siempre, porque el sufrimiento es el mismo: madres, padres, hijos, abuelos desesperados buscando algo que restituya el orden en el mundo. De eso también le gustaría hablar al farmacéutico con el cajero: ¿a veces no crees que todo debe de ser por algo, pinche Tomás? Porque claro que hay cosas que parecen tener explicaciones fáciles, como comerte unos tacos con salmonela y que te dé diarrea, piensa, porque eso ya lo aprendió leyendo artículos en su teléfono. Pero otras no tanto, y entre cliente y cliente la tarde de Brayan Ezequiel fue buscar en internet enfermedades nuevas, de dónde salen y por qué salen. Mientras que para Tomás fue atender la caja y tratar de poner los precios a los artículos faltantes. Fue tratar de trabajar y encontrar la forma de que la niña no llorara tanto. Inventarse juegos y distractores. Cargarla. Arrullarla. Cantarle bajito mientras pasaba productos por el lector óptico. Sentarla en el mostrador. Pedirle que le ayudara a atender a los clientes: todas las mañas que se le han ocurrido desde que su hija desapareció, hace dos semanas. Eso es lo único que le dicen en la policía: «Sigue desaparecida». Como si él no lo supiera. Como si no se lo recordara su nieta: «Mamá», «¿cargo, mamá?», «¿mamá trabaja, tata?». Y tata Tomás procura lo primero que le viene a la cabeza para cambiar de tema, le habla de Dios, de las nubes. Y por las noches le dice que hay un angelito que la cuida, que la cuidará siempre. Y espera a que la niña se duerma para después irse a llorar a la mesa. Tomarse un té de tila para conciliar el sueño, luego sus vitaminas porque está agotado y sabe que no puede agotarse. Ayer pensó en robar de la farmacia alguno de los medicamentos que dicen que dan energía. Lo desechó como ocurrencia, porque el remedio podía salir peor que la enfermedad: si lo descubren qué va a pasar con la chamaca, con Gabriela, con Gabi.
—¿Abro nube, tata?
Tata abre la bolsa y la niña desperdiga el algodón a lo largo y ancho de la estación de trabajo tras la caja.
Al salir del turno está la gente en las calles, el viento que apenas se va llevando el sopor de la tarde y aún no es necesario ponerle el suéter a la niña; más tarde sí, cuando por fin oscurezca y tomen el autobús de vuelta a casa. Así ha hecho Tomás los últimos días, esperar a que llegue la noche caminando de un lado al otro, yendo a un parque para que Gabi corra entre los juegos (ya se animó a aventarse sola por la resbaladilla) o al jardín principal con la esperanza de que haya algún evento para que la nena se distraiga, para que ambos lo hagan, y ella deambule y brinque por las bancas y con suerte se quede dormida durante el viaje de regreso. La primera semana no fue así, la primera semana fue ir inmediatamente a la casa para ver si ya había regresado su hija, si había alguna nota, si alguien pedía un rescate o daba alguna señal, lo que fuera: preguntar a los vecinos y en las tienditas del barrio: «¿Oiga, don Genaro, usted hipotecó su casa, verdad? ¿Como cuánto le dieron?». Pero el problema era dormir a la chamaca, necesitaba el olor de su madre, su arrullo. Fue entonces que a tata Tomás se le ocurrió eso de los ángeles y las nubes y ahora la niña va abrazada a su abuelo y a la bolsa donde hubo que volver a guardar el algodón —y pagar— antes de cambiarle los pañales y salir de la farmacia para encontrarse con la calle llena de gente y vendedores ambulantes.
—Mire, chamaca, ese señor vende agua de tuba, ¿quiere probar?
—No.
El tubero se ríe y de todos modos sirve un poco en un vaso de plástico, de regalo.
—Mire, tiene trocitos de manzana, ¿no quiere?
—No —repite la niña y aprieta su bolsa.
—Y es rosa como su elefante.
—No no no.
—¿Me la tomo yo?
—Sí, tata toma.
Tomás le da las gracias al vendedor y sigue caminando con la mochila-pañalera a la espalda y la niña en brazos, mostrándole cada una de las cosas que ven, explicándole los objetos en los aparadores, los arbotantes, las inscripciones en las alcantarillas. Es como ser un padre que le enseña el mundo y le dice de qué está compuesto, lo nombra, como ser el padre que no fue con ninguno de sus tres hijos pero, cuando volvió la primogénita con seis meses de embarazo a la casa vacía, Tomás sintió que el perdón Dios era infinito. Y ahora se aferra a creer lo mismo. O a pensarlo. O por lo menos a repetírselo en silencio cada que toma el crucifijo entre los dedos: «Justificados en la fe tenemos paz». Porque cualquier otro pensamiento, lo sabe, es un camino sin salida. Hace dos semanas su hija se fue a trabajar y nomás no ha vuelto. Tomás tuvo que salir antes de la farmacia, cuando le hablaron de la guardería, e inventar una excusa: «Ya venía en camino, señorita; mi hija me pidió que pasara por la chamaca, usted disculpe». Y luego las excusas fueron insuficientes.
—Le cambiaron el horario en la empacadora, es una cuestión temporal.
Eso fue al tercer día.
—Yo le creo, don Tomás, pero es necesario que sea la madre quien nos dé aviso personalmente y traiga una carta notariada donde especifique quién va a recoger a la niña. Es por su propia seguridad. Ya ve cómo está la cosa.
Pero tata Tomás no ve cómo está la cosa, ve una jirafa de madera en el aparador de una tienda y le dice a la niña:
—Mire, chamaca, ésa es una jirafa.
—¿Afa?
—Sí, es un animal grandote que vive en África.
—Burro.
—Sí, chamaca, las jirafas parecen burros. ¿Le gusta?
Tomás ve la jirafa, los candelabros, ve los querubines que cuelgan de hilos de nailon porque la cosa no tiene forma de ser vista. La semana pasada fue preguntar por el barrio y recibir historias que él no había pedido: a la prima de Esthercita, la hija de Saúl, se la llevaron unos malandros y la encontraron un mes después en el tiradero, toda tasajeada; Al concuño de Jeremías el vidriero lo levantaron cuando fue a Tomatlán hace tres meses y hallaron abandonada su camioneta a mitad de la carretera, después ya no se ha sabido más nada; ¿Se acuerda de Pepe Gómez, el hijo de Urbano, el que vivía ahí por El Trapiche?: pues hace como un mes le pasaron el recado de que querían su casa y ya mejor no se quedó a averiguar, dicen que se fue con su hijo el de en medio a Oxnard; Es que está feo, Tomás, ya ve que a Pancho Ramírez lo encontraron en una zanja con un balazo en la nuca; Y a mí no me consta, pero el Gato Espinoza me contó que sí fue cierto lo de los muertitos de Tamazula, que un tío de él trabaja ahí y les comenzó a oler bien quién sabe cómo cuando le prendieron fuego a la caña para la zafra; No, si sí hay que cuidarse, ¿le platiqué que mis nietos nomás se van a hacer guajes a la primaria porque de la maestra ni su santo casi desde inicio de año?: a mi nuera le dijeron que se fue a las manifestaciones a México, pero quién sabe, ya ve cómo está la cosa.
Pero no la ve. No puede verla. ¿Qué tipo de padre imagina a su hija viva cuando está muerta? ¿Qué tipo de padre cree que su hija ha muerto cuando está viva? Así que mejor llamar y preguntar a la familia.
—¿Quiobo, tía? ¿Cómo le va?
Y luego esperar un rato, a ver si salía solita la cuestión en la charla, para al final preguntar por toda la parentela y así como de refilón por ella, para no alborotar las aguas. A las tías, a todos, a la otra hija.
—No, por nada. Es que la he sentido medio distraída últimamente.
—Ay, papá, si ya ve que la Telle es bien rara, ni para qué se preocupa.
Llamar a todos los números que él tenía e indagar los otros dos, el de su exmujer y el del marido de su hija, aunque sabía que este último no iba a conseguirlo: «Es él quien me llama, papá», «es él quien nos llama, don Tomás, cuando tiene dinero y encuentra una cabina». Y al primero se le quedó viendo un largo rato, ¿quién abandona a su hija para volver con su madre?, pero aun así llamó porque cualquiera de las otras opciones que le venían a la cabeza eran peores. «Justificados en la fe tenemos paz.»
—Canción, tata.
Tata siente que la niña se le escurre entre los brazos, que quiere bajarse. Y escucha la música que viene del jardín principal y deja bajar a la niña para que corra con él entre la gente hasta llegar al pie del quiosco donde la sinfónica de la universidad toca un huapango, el de Moncayo.
—¡Canción!
Entonces la niña detiene su carrera y baila, da vueltas con la bolsa de algodón sujeta a una mano. Aplaude. Aplaude con todo y bolsa y luego se la da a su tata para seguir bailando. La nieta de Tomás es una castañuela. Las personas que se han congregado para escuchar a la orquesta miran a la niña. Le sonríen al abuelo. En derredor quedan los árboles, la parota y las palmeras entre el jolgorio de los pájaros que regresan a dormir; arriba las primeras estrellas aparecen en el cielo, entre las nubes. Y la niña baila. Extiende sus manitas. Da vueltas hacia un lado y hacia otro. Tomás desvía la mirada otra vez hacia la gente, devuelve las sonrisas —por gusto, por instinto— y observa de nuevo los árboles, el revuelo de tórtolas y ticuses, para poner los ojos una vez más en firmamento y ver las pocas nubes que quedan desperdigadas y van tiñéndose de naranja y de violeta. Arriba están las estrellas y el cielo. Abajo, su nieta que deja de girar para dar saltitos levantando los brazos. Al frente, los músicos de la sinfónica que ya se han dado cuenta de la niña y la saludan cuando no es su turno de tocar los instrumentos; la muchacha gordita que toca el clarinete mirándola, con un clavel en el cabello, el primer violín que incluso ha girado sobre su silla para estar de frente a la nena. Y él es su abuelo. Tomás es el abuelo de la niña que es la alegría mientras sube la música y compite con el trino de las aves, se acompasa. «Le salió bailadora, señor», dice alguien. «Qué gusto da ver a una bebé tan contenta», dice otra. Y Tomás piensa por un momento que es cierto, que Gabriela es una niña feliz. E inmediatamente cierra los ojos con fuerza, los aprieta, hasta que siente una mano en el hombro y una voz. «El puro relajazo con la niña, ¿verdad?: le va a hacer pagar todas las que debe», le dice el guardia de banco que todas las tardes va por su coca y dos aspirinas. Tomás tarda en reconocerlo porque va vestido de civil y abrazado a una mujer. «Le presento a mi señora.» Tomás suelta el crucifijo que no sabe en qué momento había empuñado y extiende la mano, en la otra sujeta la bolsa de algodón.
—Mucho gusto, Tomás González Barba.
La charla es un alivio. Sobre todo si no tiene que ver con las aves ni con las nubes, con el jardín al que venía a comprar mangos con chile para sus hijos, con el futuro. Es un alivio efímero. La melodía termina y la niña aplaude, grita «¡bravo, bravo!».
—¡Qué nena tan pachanguera! Seguro lo sacaste de tu mami, ¿verdad, m’ijita?—dice la mujer del guardia
Y Tomás ya está en la sala de la casa bailando tambora con Telle, ni siquiera hay música pero no importa, ella tiene cuatro años y él la carga con un brazo y van de aquí para allá y de allá para acá, tarareando a ratos y en otros nomás soltando la carcajada, brincando entre los dinosaurios de Tomasito quien ya duerme en la cuna que en unos meses será de Pilar su hermana.
—¿Señor?
Tomás trata de volver.
—¿Señor?
Volver y dejar a su hija bailando.
—¿Señor?
Y ve que quien le habla es la gordita del clarinete, la que está de rodillas sobre el piso del quiosco extendiéndole, por entre la reja del barandal, el clavel que traía entre el cabello a Gabriela. Y la niña se para de puntitas y se estira para alcanzarlo pero le falta como medio metro. Entonces Tomás da unos pasos para acercarse y levantar a la niña. Ella toma la flor entre sus manos. Dice: «Canción, otra».
—Sí, ahorita vamos a tocar otra.
—Muchas gracias, nomás que nosotros ya nos vamos.
—No, no, no. No vamos. No, no, no.
La nena se arremolina. Blande el clavel de un lado al otro. Intenta zafarse.
—No vamos, tata, no vamos.
Tata Tomás mira el rostro de la gordita, luego los del guardia y su esposa. Mira a su nieta.
—Está bien, chamaca—dice mientras la vuelve a bajar al piso—, pero una canción más y ya nos vamos a la casa.
Fueron varias. Fue el bailar de la niña una y otra vez hasta que se acabó la música de a de veras y el director dio las gracias y las buenas noches a toda la concurrencia. Y el guardia de banco dijo que sí, que era mejor terminar temprano porque ya ve cómo está la cosa: están agarrando a quien sea. Gabriela lloró de todos modos cuando vio que aventarles besos a los músicos no fue suficiente para que se quedaran. Tomás le puso su suéter, la cargó. Y la nena se quedó dormida aún antes de llegar a la parada del autobús, acurrucada sobre la bolsa de algodón y el clavel despanzurrado.
Por la noche, Tomás bebe un té de tila y llora por dos horas. Reza. «Justificados en la fe tenemos paz.» Luego sueña con ejércitos que llegan como nubes a cubrirlo todo.
Y amanece.
Tomás le cambia los pañales. La viste. La peina con dos coletas. Decidió no bañarla —ni bañarse— porque la nena despertó con un poco de moquito. Le da de desayunar unos tacos de frijoles mientras mira el reloj en su celular a cada rato: «Apúrese a comer, chamaca, que ya nos tenemos que ir». Pero la niña rehusa, pregunta por su madre.
—Mamá está en el trabajo, chamaca.
—¿Mamá trabaja, tata?
—Sí —responde mientras prepara la mochila con pañales, toallitas, mamilas, cambio de ropa y demás enseres que ha ido descubriendo que son indispensables.
—Acábese su tortilla, ándele.
—No no no. Mamá no trabaja, tata. No trabaja.
Tata Tomás la carga, está cansado. Intenta darle un poco más de comer pero no lo consigue. Le limpia el moquito con el dedo y lo embarra bajo la casaca del uniforme. Lo que sí logra es darle el gotero de las vitaminas y él también toma las suyas que había olvidado por la noche. Luego va con la niña en brazos y toma la mochila, se mira en el espejo antes de salir: la barba maltrecha que no ha podido rasurarse más de una vez desde que desapareció su hija, las ojeras. Y salen. Pero antes de media cuadra la niña comienza a llorar pidiendo su nube. Así que vuelven a toda prisa y tata Tomás saca la bolsa de algodón de la cuna.
—¿Ahora sí ya nos vamos, chamaca?
—Sí. Chamaca camina.
—Cuál camina ni que ocho cuartos, si ya vamos tardísimo.
Al llegar a la farmacia saludan a Brayan Ezequiel y, como no hay gente, el tata deja que la niña se vaya a deambular por los pasillos mientras él acomoda los cartones detrás de la caja registradora y saca de una gaveta el gato de peluche y los trastecitos. Los pone junto a la bolsa de algodón.
—Ya estuvo. Véngase a jugar para acá, chamaca.
—¿Tata corre?
Tata mira de un lado al otro como si fuera a aparecer un cliente de la nada. Luego a Brayan Ezequiel.
—Córrale, pinche Tomás. Yo les echo aguas, hijodelachingada.
Y corren. A la risa y risa. La niña por delante. Por el pasillo de primeros auxilios. Por el de los desodorantes y artículos de aseo personal. A un lado de los refrigeradores con refrescos. Junto al exhibidor de las botanas. Corren. Por el pasillo de latería. Por donde están apilados los cuadernos y libretas. A la risa y risa. A un lado del mostrador refrigerado con quesos y jamones. Corren. Junto al estante de periódicos y revistas donde tata decide que ya es momento de alcanzarla, levantarla por los aires como si la fuera a arrojar altísimo y cacharla. Dos. Tres veces, antes de llevarla a la estación de trabajo.
—Te quiero, tata.
—Y yo a usted.
La sienta para que juegue con sus trastecitos y él regresa a leer las portadas de los periódicos, la nota roja. Toma el diario que le parece el más completo y lo lleva a un lado de la caja.
—¿Hay alguna noticia? —pregunta Brayan, asegurándose de no agregar ninguna mala palabra.
—Nada.
(Lo más cercano es una nota que informa que encontraron a dos mujeres jóvenes con un balazo en la nuca, cerca de Tecomán, pero también que ya habían sido identificadas aunque sus nombres estuvieran ausentes.)
Le da las gracias a Brayan por haber recibido el cambio de turno sin él y pasa la mañana con los clientes habituales de la mañana. Con Brayan Ezquiel preguntándose si de verdad todo tiene que ser por algo, si las razones que ha pensado para las enfermedades también tienen vigencia sobre las acciones que se dan entre los hombres. Con Tomás preguntándose cómo podemos seguir el camino de Dios si no lo conocemos, cómo tener la templanza y la certeza. Con la niña que sigue desapetente y su abuelo cada vez encuentra más difícil distraerla. Y mira a la niña enredándose entre el algodón que ha vuelto a sacar de la bolsa y se pregunta sin querer por cuánto tiempo podrá seguir trayéndola al trabajo, qué va a hacer con ella dentro de dos años. Lo pregunta sin querer porque no quiere, porque pensar en eso significa pensar que su hija está viva cuando está muerta, o peor, pensar que su hija está muerta cuando está viva.
Así que a mediodía Tomás decide que mejor van a salir a dar la vuelta para comer, para ver si así Gabi se despeja y prueba bocado.
—Te encargo el changarro.
—A huevo, pinche Tomás, pa eso estamos.
Y salen y dan la vuelta y Tomás intenta con un pedazo de pizza, con tacos tuxpeños, con un mango, pero nada: Gabi sólo llora y se abraza a su bolsa de algodón. Entonces emprenden el camino de regreso, la niña camina a un lado de su abuelo, ella va mirando las inscripciones de las alcantarillas y él piensa que es igualita a su madre, igual de terca, pero no puede recordar si Telle era así desde tan chica, sólo la recuerda dormida o la recuerda peleando con su madre casi desde que pudo articular frase. La recuerda, cuando ahora ve que va llegando a la farmacia el dueño de ésta junto con la ruca alegona del día anterior y otra mujer joven, rica, de esas rubias a las que les gusta vestirse con prendas indígenas.
—Chingado.
No recogió los cartones ni los juguetes de la niña.
—¿Tata chingado?
Ve que Brayan Ezequiel sale a recibir a la comitiva y la ruca alegona hace aspavientos con las manos, que la otra mujer afirma con la cabeza. El dueño se mantiene más o menos en calma, o eso quiere creer Tomás mientras carga a la niña y cruzan la calle para esconderse tras el puesto de periódicos y poder seguir observando.
—Chingado, chingado, chingado —repite la nena, casi contenta.
Es la primera vez que le escucha a su tata decir esa palabra y la repetirá hasta que le hagan caso. Pero Tomás no le presta atención sino que se esconde y observa. Ve que la comitiva entra a la farmacia. Y, como no le hacen caso, la nena comienza a moverse, a decirla más fuerte, a sacudirse para ver si así por lo menos la baja.
—Espérese chamaca.
—Chamaca chingado baja.
Y avienta la bolsa de algodón para ser más convincente.
—Nube, nube, nube, chingado.
Entonces el abuelo tiene que ceder. Quisiera regañarla pero se contiene y mejor lleva a la niña por la bolsa. No es suficiente, Gabriela está a punto de llorar. «Piensa, pinche Tomás, Piensa.» Tal vez sólo fueron por el asunto de los precios. La niña se zangolotea. Tomás mira las publicaciones que cuelgan entre alambres y pinzas para ropa y encuentra un cuaderno con la caricatura de un león.
—Mire, chamaca, un león. ¿Le gusta?
—Chingado sí.
Compra el cuaderno.
—Ahora deje la cargo para que vea los animales—dice al cambiarle el cuaderno por la bolsa de algodón.
Por fin la niña se calma. Tomás asoma la cabeza tras los periódicos y ve que el dueño de la farmacia ya está despidiéndose de la ruca alegona y la rubia con vestido indígena. Muy amables sus ademanes. Brayan Ezequiel no sale a despedirse.
—¿Y ahora qué vamos a hacer, chamaca?
—¡Afa!—exclama la niña señalando una de las páginas del cuaderno.
—¿Afa, verdad? Está chula.
Tomás respira hondo. Toca su crucifijo y luego le acaricia a la nena los chinos libres, revueltos. Ni cuenta se dio de en qué momento se arrancó las coletas. Sonríe. Le da un beso en la coronilla. Las mujeres se han ido y el dueño de la farmacia sigue de pie en la acera con los brazos en jarras.
—Vamos a ver qué nos dice el patrón y luego vamos a pedirle a Dios por tu mami, ¿cómo ves?
—Afa.
Abuelo y nieta cruzan la calle. Los saluda el vendedor de agua de tuba. Tomás suda como cochino. «Al rato venimos a ver si la chamaca se anima», dice. Y termina de decirlo cuando se encuentra al patrón justo frente a él.
—Buenas tardes.
—Buenas. ¿Cómo está la futura farmacéutica?
Tomás no sabe qué responder. Se queda en silencio. Gabriela le sonríe al hombre y luego esconde la carita contra el pecho de su abuelo, chiveada.
—Que se vayan a la chingada.
—¿Perdón?
—Que te estés tranquilo, Tomás, esas pinches viejas se pueden ir mucho a la chingada. Ya me había contado Brayan. Vamos a ver qué hacemos.
—¿Tata chingado?
—No, m’ijita, tu tata no está chingado.
Al salir de la farmacia, por la tarde, Tomás lleva a su nieta directo a la iglesia. La niña sigue sin comer y abrazada a la bolsa pues el cuaderno para colorear perdió pronto su encanto. Caminan por el pasillo izquierdo del templo. La niña mira la escultura del Sagrado Corazón. La señala con su manita.
—¿Escalera tiene?
—Sí —responde el abuelo y mira que el Sagrado Corazón está parado sobre una nube.