El cantante de muertos

PRIMERA ESTROFA

Mi padre cantaba a los muertos.

Imaginarlo cerca de los cadáveres hizo de mi infancia una pesadilla. Lo veía ante un público compuesto por hombres y mujeres tristes y dolidos que en lugar de aplaudir lloraban. Pero no eran los dolientes quienes me hacían pensar en fantasmas, sino los cadáveres junto a ellos: muertos tan reales, tan raros, tan sucios. Las letras afiebradas, los versos de aquellos corridos me engullían en la oscuridad apenas cerraba los ojos e intentaba dormir. Con la música también oía el balbuceo de niños finados antes del año de vida; el suspiro de los viejos en espera de la muerte; el último grito de una mujer a punto de ser asesinada. Las canciones de mi padre invocaban un enjambre de quejas, de cadáveres apiñados que tocaban a la puerta de mi cuarto para que yo también los despidiera cantando, pero yo a la muerte no podía cantarle «olvida tus rencores y quiéreme un poquito, al fin ya no habrá nada que pueda en esta vida nuestro amor separar».

Las plañideras de los muertos se volvían a un tiempo amargas y violentas. Yo me tapaba los oídos, me escondía bajo las sábanas, encendía mi radio de pilas, buscaba canciones de música grupera o programas de opinión; trataba de sintonizar cualquier emisora para que aquel sonido tan vivo me sirviera de amparo, me envolviera con sus acordes y lograra ahuyentar a las voces que imaginaba, a esos muertos llenos de ira y confusión. Con frecuencia, antes de dormir, lo último que escuchaba era la estática que se produce después del cierre de transmisión.

A veces mi padre quería enseñarme su oficio. Cuando pasaba frente a mí silbaba una canción de muertos para darme a entender que ya había llegado el tiempo de que lo acompañara. Yo me escondía en mi cuarto. Qué vergüenza sólo de imaginarme ahí, ridículo, con una guitarrita y queriendo hacer llorar a la mamá o a los hijos del muerto.

A papá le daba orgullo su profesión. Decía que era un trabajo singular que ya nadie ejercía. Hablaba con satisfacción de los Rodas como los cantantes de muertos. Me esculcaba la palma de la mano y decía que cuando creciera mis dedos serían firmes y alargados, ágiles para las cuerdas de una guitarra. Yo nada más me ponía rojo de la vergüenza.

A veces, con un poco de curiosidad, me preguntaba sobre las canciones, ¿cuál le gustaba más, cuál era la más triste, cuál la más popular? ¿Cómo había aprendido a tocarlas? ¿Por qué lo hacía? Pero nunca le preguntaba nada. Cuando no había velorios papá charlaba con mamá sobre la marcha del negocio de ropa deportiva que tenía en la calle de Arteaga, en el centro de la ciudad; se quejaba del precio de la tela sóccer brillante y la Umbro, contaba los metros de elástico simple o con careta, le compartía la última ocurrencia de Marce, el impresor de números y logotipos en las playeras de fútbol, o simplemente se ponía a despotricar contra su equipo de fútbol favorito porque había perdido contra el peor de la liga. Una vida normal, pensaba yo. Si me preguntan, habría sido feliz con una vida normal. La gente valora demasiado a las personas con vidas extremas. No saben lo que dicen.

Fue la insistencia de mi padre para que aprendiera canciones y lo acompañara lo que terminó por hacerme despreciar todo aquello a un nivel que ni ahora logro entender. Estábamos en la sala viendo un programa de televisión cuando salió un tipo con un acordeón. Papá silbó y dijo: «Un día, cuando vayas a cantar conmigo, y lo harás, te voy a comprar un acordeón para que lo uses, no sabes lo que es traer una máquina como ésa». Fue lo que dijo. Él ya tenía decidido que yo sería cantante, que lo acompañaría, mi vida estaba en sus manos, así, sin más. Me puse en pie y me le quedé viendo con coraje, pero sin decir palabra. ¿Qué se creía, que yo sería un mariachi de muertos, como le decían afuera, en la calle, los vecinos y mis amigos de la cuadra? ¿Me veía como él? Fue en ese momento cuando rompí con el niño miedoso que era para convertirme en el que odiaba «todo eso».

Me fui a mi cuarto y me dije que no tendría nada qué ver con funerales y santos óleos ni bodas negras ni oscuridades más que sombrías ni cirios fúnebres de incierta llama y adopté una resolución: huir de la muerte, abrazar la vida aunque ni supiera qué era eso. A esa edad en donde todo son buenas intenciones me prometí que me iría bien en la vida, excelente, si pudiera evitar ese detalle nocturno, ese canto de mal agüero, los toques a la puerta en la oscuridad, el rompimiento de la rutina que llenaría de vergüenza a mi familia y a mí: el hijo de Salvador Rodas, el cantante de muertos.


A veces me iba hasta la tienda de papá en el centro de la ciudad. En el camino me gustaba ver a la gente haciendo las cosas que hacen los vivos, oía motores y cláxones de coches y camiones, los gritos del vendedor de yukis, la música que salía de las tiendas de discos bañadas por el sol de la tarde sobre sus fachadas y que inútilmente deseaban contener con pálidos toldos opacos por la luz mordiente del atardecer.

Sin embargo, era imposible huir de mis miedos. Aunque no lo quisiera, poco a poco los veía muertos a todos: a la chica del mostrador de la tienda, al boletero en el camión, al niño que sacaba el brazo por la ventanilla de un auto. Me preguntaba cómo sería la muerte del voceador de periódicos, de la niña que acababa de cruzar la avenida y de las costureras que trabajaban con papá, pero cuando pensaba en la muerte de mis padres se me resecaba la boca. También me preguntaba cómo sería mi propia muerte, si me daría cuenta de ella, si al menos tendría tiempo para despedirme de mi abuela Sol, o de alguien, y luego me preguntaba si me recordarían al año de muerto.

Entonces más me aferraba a vivir. Corría, saltaba hasta cansarme, comía mucho, me bebía la Coca-Cola de un trago hasta sentir cómo el gas me picaba en la garganta y me sacaba un eructo. Subía en mi bicicleta, me iba por la colonia, jugaba fútbol, gritaba los goles que anotaba. No quería saber nada de la muerte; para eso me bastaba ir a mi propia casa, subir al cuarto de mi padre y encontrar la guitarra con la que le cantaba a los muertos.

Era una guitarra guinda, con la calcomanía de un gallo en un costado: aquélla habría sido una guitarra cualquiera, útil para animar bodas, para servir de consuelo en momentos de tedio y despabilar el hastío con jaranas, polcas, redovas o huapangos. Alguna vez, en una reunión familiar con mis tíos maternos y mis primos —mi papá era hijo único— intenté que papá tocara algo divertido, pero no se dejó presionar. «Esta guitarra sólo es para los muertos, nada más», me respondió.

Y los muertos iban por él. Cada cierto tiempo aparecía en la casa gente de la sierra, hombres viejos o mujeres cenizas que buscaban a mi padre para que animara un velorio. Tocaban a la puerta, yo les abría, al notar en su semblante el apuro se me hacía una bola amarga en la boca que tragaba a la fuerza. No por ellos, qué va, sino porque, apenas preguntaran «¿está don Salvador?», papá saldría del fondo de la sala, del rincón oscuro de la cocina o de la comodidad de su recámara para irse con ellos.

Lo dejaba todo. El café a medias y la tortilla doblada sobre el borde del plato. Los dolientes esperaban junto al níspero mientras papá subía a cambiarse de atuendo. Al bajar era otro: vestía camisa y pantalón blanco, una corbata norteña. Sus zapatos negros y la guitarra guinda contrastaban con tanta blancura. Tomaba el tahalí. Luego de pasarlo por el hombro calibraba el sonido de las cuerdas y daba un rasgueo tímido que prometía estimular el llanto, inundar los ojos de lágrimas, condenar el mundo con lamentos, berridos acompañados de mocos e hipidos.

Su partida se había vuelto un ritual que no sorprendía a nadie. Los vecinos lo miraban con curiosidad. No importaba que mi papá fuera el patrocinador de los equipos de fútbol que los vecinos armaban cada tres meses para competir en los llanos, nadie lo conocía como el señor de los uniformes, sino como el cantante de muertos. Algunos cuchicheaban, luego me veían y sentía que se referían a mí como «el hijito del mariachi, del cantante de muertos». Yo sé que se referían a papá como «ese viejo chiflado». Alguna vez oí a los otros niños hablar del mariachi de muertos para después soltar una carcajada. Algunos se acercaban a mí y me preguntaban «¿oye, cómo está eso de que tu papá le canta a los cadáveres?», pero apenas satisfacían su curiosidad se iban parcos, aburridos, y empezaban a mirarme feo, como si yo apestara. Otros me veían y de inmediato empezaban las burlas.

Al principio yo era bravo. No soportaba burlas ni nada. Me iba con todo contra el que preguntara. Qué días aquellos: pleitos, sangre, gritos, heridas para que al final sólo quedara una pregunta sencilla, una pregunta al fondo de la guitarra, en la parte más húmeda del ataúd: ¿por qué mi padre le cantaba a los muertos? ¿No podía hacer otra cosa? Las canciones me daban miedo, me espantaban el sueño, y cada vez que intentaba defenderlo de las burlas de otros niños me iba peor. Pero él lo tenía claro. Cada canción era como celebrar bodas con la muerte, atar cintas en los huesos desnudos, los cráneos yertos coronados de flores, la horrible boca de la muerte cubierta con besos, como decía la canción. Mi padre era el loco que le cantaba a la muerte y celebraba sus amores.


Nunca lo había oído cantar. Fue Camarena, uno de los chicos de la cuadra, quien me espoleó la curiosidad una tarde que caminábamos sin rumbo por la colonia con sus lotes baldíos y bodegas arrasadas por las pintas de los pandilleros. Andábamos por las calles sin más emoción que ver a los hojalateros destripar un coche, a los choferes de tráileres jugar al dominó bajo la sombra de algún techo de lámina.

—¿No estaría chido oír las canciones de tu jefe?

El interés de Camarena parecía verdadero. Le vi la playera que tenía al frente la desteñida caricatura de don Gato.

No le contesté, pero recordé esas noches cuando imaginaba los funerales como grandes cantinas: la gente lanzaba monedas al suelo, papá cantaba mientras se repartían tazas de café con piquetes de mezcal y las mujeres lloraban como si sonrieran.

—No lo creo —le dije al fin.

Me acordé en ese momento de una vez, en la escuela, cuando nos dejaron de tarea que describiéramos un día en la vida de nuestros padres. Al día siguiente nos pidieron que leyéramos nuestro trabajo. Camarena nos contó del negocio de su papá afuera de la escuela: vendía jícamas, tostadas con salsa y crema, estampas de álbumes. Ernesto nos aburrió con la vida de su papá, contador en una fábrica de pinturas, e incluso nos llevó muestras del gris mármol, del beige arena, del rojo ladrillo, el amarillo canario y el blanco ostión ante la cara de burla de todos. «Ernesto Ostión» le dijimos de ahí en adelante.

Yo esperaba mi turno con ansiedad. Cuando la maestra dijo mi nombre, me levanté, miré fijamente el pizarrón donde ella anotaba los trabajos de nuestros papás, aspiré fuerte y dije sin titubear:

—Mi padre hace uniformes de fútbol, la tienda está en Arteaga y…

Aún no terminaba la frase cuando al fondo del salón un niño gritó:

—No es cierto, Pablo es el hijo de don Salvador, el cantante de muertos…

El salón se quedó en silencio. La maestra calló al niño, que era el vecino con el que me había peleado hacía semanas, y me miró con lástima, como si tuviera la culpa de algo. Sentí que los otros compañeros ponían cara de asco, de sorpresa, de curiosidad mientras se replegaban, lejos de mí, como si apestara por ser el hijo del cantante, como si apestara igual que uno de esos gatos muertos que se pudren bajo el sol.

La maestra apaciguó los murmullos al fondo del salón pero yo sentía que brotaba de mí un aire amarillento, sucio. La siguiente en pasar fue Julia. La peste a mi alrededor no cedió. Julia explicó la profesión de su padre de manera apurada, luego me miró bien raro y volvió a sentarse. Las miradas de todos los niños del salón reptaban por mis hombros. A la hora del recreo algunos se me acercaron para preguntarme cómo era eso de cantarle a los muertos. ¿Eso se podía hacer? ¿Qué les cantaban? No supe responder. Titubeé cuando me pidieron que les dijera alguna letra, un verso.

—Yo no sé de esas cosas —les respondí sintiéndome el hijo de un mariachi de muertos, no de Salvador Rodas.

Los niños terminaron por alejarse y yo por enojarme aún más con mi papá. El suyo se era un trabajo de rancho y nosotros ya éramos de la ciudad.


Así que nunca lo había oído cantar. Hubo una época, cuando trataba de aceptar con optimismo el trabajo de mi papá, en que pensé que él tenía una banda de cantantes de muertos: un trompetista, un violinista, un acordeón funerario y la guitarra. Hasta podrían tener un autobús, como ciertos grupos norteños que se iban de gira en sus camiones adaptados con televisiones, camas y regaderas.

Los Fantasmales de Salvador Rodas tocarían los éxitos de su último disco, Serenidad y paciencia, en cuanta funeraria les saliera al paso; cantarían como norteños famosos en cualquier sitio donde hubiera un asesinato o suicidio o muerte natural o al filo de navaja o por cornada de toro.

Sin embargo, la realidad no era así.

Cuando Camarena me preguntó cómo sería aquello finalmente me di cuenta de que necesitaba verlo con mis propios ojos, saber qué era eso: ya era hora de terminar con las suposiciones.

—¿Me ayudarías a seguirlo? —se lo pregunté con tal firmeza que hasta yo me sorprendí.

Camarena no vaciló.

—Habrá que juntar dinero por si tenemos que seguirlo en un taxi o en un camión.

—Eso no importa —le dije-, si se necesita le robo a mi papá o tú se lo quitas al tuyo de la venta del carretón.

Esas semanas que espié a mi padre fueron las mejores de mi infancia. Me había decidido a enfrentar la realidad y era estupendo. Entre Camarena y yo juntamos dinero vendiendo piñas y estampas en el carretón de su papá, yo ahorré mi domingo, hasta le hice un par de mandados a mi abuela Sol. Me sentía ágil, astuto, veloz como algunos de los pandilleros de la colonia que a veces corrían al huir de la policía u otros enemigos. Sin embargo no contaba con algo: los muertos. Los muertos habían desaparecido. Ningún doliente llegó a la casa por semanas. Papá trabajaba en la tienda; mamá se encargaba de la casa; yo, aburrido, molesto, soportaba al Camarena que todas las tardes me preguntaba si había algún muerto en el horizonte. Todo se habría ido al carajo si no es porque una tarde aparecieron un par de viejos en la casa.

—¿Vienen por el cantante, verdad?

Los viejos se miraron, uno dijo:

—Buscamos al señor cantante, venimos de…

Ni tiempo me di para escuchar el nombre de aquel pueblucho, salí corriendo para avisarle a mamá que saliera a atenderlos, a tomar los datos del funeral, el nombre del difunto y dónde sería velado. Mamá le llamó a papá al trabajo y supe por la cara que hizo que éste no tardaría en llegar para vestirse e ir al pueblo. Camarena y yo salimos a esperarlo, provistos con el dinero y la curiosidad. Cuando apareció con la guitarra al hombro nos pusimos en marcha.

Lo seguimos a una cuadra de distancia ocultándonos entre los carros, agazapados, con la adrenalina al tope. Una cuadra antes de llegar a la avenida principal cortamos camino y corrimos para llegar antes que él. Me punzaba la frente por el esfuerzo, me faltaba el aire. Papá tomó un taxi y nosotros el siguiente.

Tartamudeé cuando le pedí al chofer que siguiera al otro coche. El tipo, gordo, con la piel quemada por el sol, nos exigió que le mostráramos el dinero antes de arrancar. Nos miró de reojo como si pensara que ni modo de bajarnos y arrancó.

Dejamos atrás la colonia, mirábamos hacia el frente por entre los respaldos de los asientos delanteros. El sudor hacía que los asientos del Tsuru se volvieran chiclosos. La avenida se nos hizo pequeña. Pasamos por cruceros donde algunos viejos o señoras con niños en brazos vendían mangos, lentes para el sol y botellas de agua. Pasamos por fábricas con chimeneas secas, dejamos atrás unas vías del tren, supermercados, un par de centros comerciales, siempre atrás del taxi donde iba mi padre, siempre atrás hasta que el chofer se orilló, desconfiado:

—A ver la morralla, quién sabe si traen para pagarme toda la carrera.

Nos quedamos helados. Ya nos faltaba dinero. El hombre nos bajó a regañadientes y aceleró rechinando las llantas. Nos encontramos, ahora sí, muy lejos de casa. Emprendimos el camino lamentándonos de no haber juntado tanto como creíamos. De regreso Camarena venía burlándose porque me iban a regañar.

—Todo es por tu culpa —le dije cuando llegamos a las vías del tren—, pinche vendedor de tostadas.

Camarena se puso serio y dijo con toda la muina:

—Pinche hijo del mariachi.

Apenas lo dijo sentí ese coraje que me daba cuando papá salía a cantar. Nos agarramos a golpes. Pasaban los carros sonando sus cláxones. Una señora intentó zafarnos pero no pudo. Al final el chofer de un ruta 82 bajó a separarnos ante la mirada burlona de los pasajeros. Camarena no dejó de mentármela hasta que el chofer lo trepó al camión. Yo me quedé ahí.

Golpeado, caminé hasta la casa. Nunca había estado tan lejos y tan solo, rodeado por personajes extraños en calles que no conocía. En un descampado al lado de la avenida me llegó un olor insoportable: era un gato muerto. La gente le había echado cal encima pero ésta se había vuelto amarillenta y el olor se había desparramado a pesar de todo. El cráneo del animal estaba abierto en dos. Aquel olor y aquella tarde no los he olvidado. Se hizo de noche pero aún estaba lejos de casa. Los pandilleros fumaban en los baldíos, los carros zumbaban.

Llegué primero a casa de Sol para argumentar que había estado con ella, pero ahí se encontraba mi madre. Tuve que confesarlo todo. Mamá me regañó como nunca. Sin embargo al día siguiente me di cuenta de algo peor: papá ahora sabía de mi interés. Ahora pensaría que su trabajo me interesaba. Por eso no me sorprendió cuando una mañana, mientras me preparaban el lonche para la escuela, se acercó y me dijo:

—Al siguiente muerto me acompañas.