Llegué a mi casa de noche, ya tarde, demasiado tarde, mucho más tarde de lo que había calculado, arrastrando la maleta trabajosamente escaleras arriba, hasta el segundo piso, mientras peleaba con mi bolso, que se deslizaba hombro abajo, estorbando. El sonido de las llaves en mi mano debió despertar al perro del departamento de enfrente, que se puso a ladrar en ese timbre agudo y ese tempo prestissimo que ha llegado a inspirarme fantasías suicidas algún domingo por la mañana, cuando despierto destrozada por la resaca, frustrado mi intento de dormir hasta el mediodía.
Ante la puerta de mi departamento, al maniobrar con el bolso y el equipaje, dejé caer las llaves con la torpeza que siempre me ha caracterizado: no estoy hecha para ladrona. Los ladridos del perro, a mi espalda, arreciaron un momento y luego entraron en un silencio que sólo presagiaba una nueva y más fervorosa acometida al cabo de poco. Cuando me agaché para recoger las llaves, dispuesta a entrar, finalmente, a mi casa —después de una ausencia de tres meses—, me alarmó el polvo que alcancé a ver por debajo de la puerta —que está construida defectuosamente, no cuadra del todo—: esa suciedad sólo añadiría complicación a mi complicada llegada.
No recogí las llaves de inmediato: me quedé mirando, así agachada, como si rezara de cara a La Meca. Nunca había espiado mi departamento. Nunca había pensado que podía asomarme a mi propia vida por una rendija y encontrar los residuos de mi cotidianidad o, como en este caso, de mi ausencia. Entreví un cúmulo de pelusas de aspecto nocivo, del tamaño de una corcholata. Y coronando esa desagradable escultura, me pude dar cuenta, se alzaba una uña, claramente visible, a unos pocos centímetros de distancia de la rendija inferior por donde espiaba. Sobre el montoncillo de polvo, la uña, parecía colocada a conciencia.
Recogí las llaves y abrí con cuidado, preparada para encontrar el departamento completo en estado similar a esa porción oteada por la rendija. Lo imaginé todo lleno de polvo: las repisas, los muebles, el tapete horrendo que me regaló mi madre cuando me mudé sola. Todo terregoso y lleno de la consuetudinaria mierda con que la ciudad bautiza todos los objetos.
Todavía a oscuras, reconociendo con la luz pastosa que entraba por la ventana las orillas brillantes de algunos muebles, me tentó la idea de llamar a Berta, la mujer que limpia una vez por semana, para reclamarle su negligencia —pero era demasiado tarde, pasadas las doce: no llegó a tanto mi despotismo—. Para mi sorpresa, cuando encendí la luz pude comprobar que la monstruosa mota de polvo de propiedades escultóricas, con la uña encima, era el único rastro de suciedad perceptible. Esta constatación me tranquilizó —no sería necesario ponerme a aspirar o a barrer recién desempacada—, pero también, al mismo tiempo, me sembró una duda que terminaría por ser más inquietante que la suciedad extendida —y dentro de todo explicable— que había imaginado al otro lado de la puerta, antes de entrar al departamento: ¿cómo había llegado hasta ahí ese cúmulo de polvo, totalmente huérfano, el mismo día que Berta había hecho la limpieza previa a mi llegada, tal como la había instruido? ¿A quién pertenecía la uña que remataba el cúmulo de polvo como un tocado asqueroso? ¿A Berta, quizás? Dejé para otro momento la solución de esas incógnitas y, con la ayuda de un recogedor y un cepillo, removí la uña y el polvo, tirando el heterogéneo compuesto en el bote de la basura de la cocina, donde quedaría hasta el siguiente martes, cuando Berta se ocupara de bajar los deshechos al contenedor colectivo del edificio.
Aunque mi llegada había quedado marcada por el hallazgo del polvo y la uña, logré muy rápido dejar atrás el ingrato —si bien doméstico, en el fondo trivial— episodio y me instalé en la sala, descalza por fin, tras el incómodo viaje, con una cerveza fría en la mano —le había pedido a Berta que me comprara un six pack en la tienda de enfrente, anticipándome a las necesidades más apremiantes de mi regreso—. Abrí frente a mí la descomunal e incomodísima maleta, a la que insulté en voz baja por enésima vez aquel día. Saqué mi neceser, enterrado entre la ropa, y me dispuse a desmaquillarme, una vez que hube encendido la tele para que el runrún de las noticias nacionales, tan desatendidas en los últimos meses, me devolviera a la grisácea realidad de México. (Conforme me desmaquillaba, pude ver en el espejito, mis ojeras innatas aparecían de nuevo y las facciones de cansancio resultantes del vuelo se adueñaban de mi rostro, como una fotografía que va apareciendo en el líquido revelador.)
Tres meses habían bastado, si no para hacerme olvidar, al menos para reconciliarme, o eso creía, con los acontecimientos que desencadenaran mi partida, mi intempestivo retiro a casa de la tía en Madrid, una ciudad que creí que me gustaba pero que terminé aborreciendo al poco de instalarme —constatando así que mi intolerancia viaja conmigo a donde sea—. Después de sólo quince días dejé de salir casi totalmente del departamento, oscuro y encerrado, de la calle del Pez, Malasaña, y decliné con imbatible disciplina cada invitación extendida por la tía, y desde luego por los pretendientes que ésta me conseguía entre las filas de hijos de sus amigas, todos desempleados. La zafiedad de los madrileños fue, más que un prejuicio, una conclusión que saqué rápidamente y que no quise desmentir mediante pesquisas que podrían echar por tierra mi lenta recuperación emocional, único asunto que me importaba.
Mi madre había muerto y, para mayor trauma, su herencia —no cuantiosa, pero sí potencialmente útil para mi modo de vida— había sido entregada, según lo estipulado, a un albergue de animales, gatos sobre todo, en un municipio infame del estado de México. (Toleré los desplantes, las genuinas alucinaciones de mi madre durante treinta y tres años —tantos como Cristo soportó la vida antes de inmolarse a lo bruto— para que al final vivan dichosamente, aunque en hacinamiento, unos trescientos gatos. Muchas gracias. Le debo la bromita a Facebook, ese sistema de hipnosis en el que Remedios, mamá, pasó los últimos años de su vida ocupada en comentar con exigua sintaxis cientos, quizá miles, de fotos de gatos con expresión lastimera.)
A la muerte de mi madre, como casi toda la gente, pude haber sobrevivido sin una modificación sustancial de mis costumbres y convicciones, pero la simultaneidad de la cabronada, principio rector de esta zona del trópico, se ensañó recetándome, por idénticas fechas, una ruptura amorosa, y eso dio al traste con mi ya de por sí maltrecha estabilidad anímica. En mi ingenuidad —abonada por películas blandas en las que la protagonista descubre el sentido de la vida paseando por la Toscana— creí que un viaje feliz por Europa, o una estancia de tres meses en ese Madrid idealizado, me salvaría de caer en conductas autodestructivas como cortarme el interior de los muslos antes de salir al trabajo, así que cedí a mi impulso romántico y pedí una licencia en la oficina que el jefe me concedió cuando expuse mi caso —con las exageraciones al uso—.
Como ya dije, los trinos de bucólicas aves que rodeaban mis planes de retiro europeo no empezaron a sonar nunca, acaso asfixiados por el sonido de una irritante canción veraniega que en Madrid se escuchaba en todas las terrazas. Recluida en la habitación más fresca de casa de la tía, me dediqué a ordenar y desordenar un álbum de fotos de mi primera infancia, encontrado por azar entre unos libros de cocina. Una serie de fotos mostraba un viaje por el sur de México con mi madre y mi tía. Remedios manejaba un Datsun destartalado que parecía propulsado sólo por su sonrisa. La tía, más seria, fumaba en todas las fotos y yo, muy pequeña, miraba pasmada hacia ninguna parte como intentando reconocer un territorio ajeno.
Organicé las fotografías para que contaran, según la edición, muchas historias distintas. La historia de una familia homoparental que termina disolviéndose en las aguas calmas del mar Caribe. La historia de unas fugitivas californianas que secuestran a una cría y escapan a México. La historia, finalmente, que parecía ser más cierta: una mujer y su hermana llevando a la niña a sus primeras vacaciones, en un mundo perfecto del que los hombres parecían haber sido expulsados, convertidos en pálida arena.
Pero ahora estaba de vuelta y sin maquillaje en el sillón de la sala, mientras una conductora televisiva de labios imposibles repetía sin criterio un informe de gobierno sobre alguna masacre —la undécima desde mi partida, al parecer—. La primera cerveza menguaba dramáticamente e hice un esfuerzo por levitar de cansancio hasta la cocina, dispuesta a abrir la segunda, cuando me acordé de la uña y el montoncillo de polvo en el fondo del bote de basura inorgánica —donde los arrojé por un error achacable al asco que me inspiraba el gris revoltijo: mi cerebro no quiso aceptar que, según la parábola bíblica, ese bulto de polvo estaba hecho, a fin de cuentas, de la misma materia falible que mi propia carne cansada—. No me considero una mujer remilgosa, pero reconozco que el polvo, o más bien esas construcciones de pelo, ácaros, pelusa y detrito, siempre me han generado un rechazo mayúsculo. Pese a todo, y aun a sabiendas de que me exponía a un ataque de asco, evité el refrigerador (mi objetivo primero) y me asomé al bote con un morbo idiota. Ahí estaba el grumo, y la uña, tan solos en el fondo de la bolsa de plástico como antes lo estuvieran en el piso de losa, frente a la puerta de entrada.
De las acciones que siguen no puedo encontrar una causa que no suponga un padecimiento pasajero de mis facultades mentales… Espulgué de entre el polvo el fragmento de uña, con determinación casi autista, y lo sustraje del bote sostenido entre el pulgar y el índice, acercándolo luego a la luz de la cocina para ulterior análisis. Era una uña chiquita, como de niño o de mujer con las manos pequeñas (en mi familia tenemos todas manos de pianista, aunque sólo mi madre haya perseguido, con relativo éxito, esa profesión tan vistosa). Tenía algo de mugre adherida, la uña, lo que me trajo al recuerdo muchas tardes de infancia empeñadas en el modelaje de la plastilina, mientras los ejercicios torpes de los alumnos de Remedios, al piano, inundaban la sala y aun la casa entera, para mi fastidio.
Más que segada de tajo por un instrumento cortante, la uña parecía arrancada a mordiscos nerviosos, y eso me hizo pensar que podía ser de Berta, a quien siempre aflige un conflicto relativo a la salud de sus hijos —que repercute en la suya, pues para ellos vive—. Pero no había elementos suficientes para suponer que Berta, de ordinario meticulosa —advertida de mi neurosis—, hubiera dejado pasar, y justo frente a la puerta, un residuo tan ominoso como aquel amasijo. Guardé la uña en el bolsillo derecho de mi falda de mezclilla —bolsillo casi de ornato porque no cabe en él el celular ni las llaves— y volví a la sala. En la tele se anunciaba una marcha masiva en rechazo al gobierno.
Pensé en los trescientos gatos infelices que, pese a la última voluntad de Remedios, vivirían en un lugar espantoso hasta su muerte por asfixia (no sé por qué pensé que morirían de eso, de asfixia, y los trescientos a un tiempo, para mayor desconsuelo). El piano de mi madre, que ocupaba y ocupa demasiado espacio en la minúscula estancia, parecía sonriente, como burlándose del hecho de ser la única herencia que me había tocado —más como un reproche postrero por no haber aprendido a tocarlo nunca que como un recordatorio dulce de mi fallecida madre—.
Hacia las dos de la mañana apagué la tele —el noticiero anunciaba, ahora, un disturbio en el Zócalo: retuve durante algunos segundos la palabra tolete— y me quedé en silencio, sentada frente al aparato, deseando que fuera martes por la mañana, para escuchar los problemas que Berta desgrana, sin pudor y sin prisa, mientras lava los trastes.
Volví a sacar la uña del bolsillo de la falda y la miré sobre mi palma extendida. El cansancio me acalambraba la nuca, pero no quería irme a dormir todavía, no quería volver a la cama en la que había pasado tantas noches de insomnio apretando los dientes. Me pareció más cercana, la uña, casi mía, como un talismán que hubiera olvidado de una era remota. En un arrebato de insensatez como jamás tuve antes me la llevé a la boca y la mordí un poco, por ver si era auténtica —y según pude probar, sí lo era—; luego me arrepentí, con un conato de arcada, de haberla mordido. Me entristeció que Gonzalo no viviera conmigo para bromear al respecto; podía imaginarme sus chanzas oscuras: que si era la uña de un niño que pernoctaba en el clóset, por ejemplo, o la uña de algún vecino que jugaba en las noches con su propia mierda (con Gonzalo todas las conversaciones derivaban en bromas escatológicas: era un tipo muy básico).
Ya digo que no puedo explicar todo lo que hice esa noche, aunque por afán de excusarme ahora lo achaque al cansancio. El caso es que caminé hasta el piano de mi madre e introduje la uña al final de una octava, entre la tecla de si y la de do. Pulsé después esa última nota, principio de todo lo que empieza con intención y firmeza. Pulsé el do varias veces.
Al bajar la tecla, detrás del sólido do, se alcanzaba a escuchar un leve rasguño.