Mexicali Rose

Inicio de temporada

El cuerpo descansaba entre las sombras

Boca arriba con los ojos fijos en una mirada de sorpresa

Una mancha de sangre se extendía por la alfombra roja.

Una luz se encendió. Un reflector se concentró en el cuerpo caído.

Se escucharon pasos. Un hombre hizo su aparición.

El hombre contempló el cadáver largo rato y luego se quitó los guantes de plástico manchados de sangre y los tiró al aire, sin importar donde caían.

Con estudiada lentitud se colocó unos guantes nuevos, blancos, de tela fina, que había sacado del bolsillo de su traje de etiqueta.

—Gracias por asistir —dijo como un maestro de ceremonias al inicio de un espectáculo—. Este concierto inaugura la primera temporada y está dedicado a la memoria de los grandes músicos del pasado que supieron sublimar el alma humana y transportarla a las etéreas regiones del gozo estético.

El hombre hizo una reverencia al auditorio invisible.

—Para dar comienzo a mi interpretación de esta noche quiero explicar lo que es la música para mí y el precio altísimo que he tenido que pagar, en una ciudad de gente inculta, con oídos de bárbaros, con gustos salvajes, para sobrevivir. Soy, para decirlo en pocas palabras, un creyente de la buena música en tierra de infieles.

El hombre de los guantes blancos detuvo su discurso y miró a su alrededor.

Un gato flaco, pellejudo, pasó corriendo.

—Para gozar la música se necesita un oído fino, no uno de artillero. Pero hoy vivimos una edad oscura para los buenos modales, para las buenas costumbres. Ahora le llaman música a palabras insultantes, a explosiones tremendas, a ruidos sin sentido. El bel canto tiene que luchar contra los berridos de las cantantes de moda y la música culta debe lidiar con grupos cuyos integrantes no saben siquiera si sus instrumentos están desafinados.

El hombre de los guantes levantó su mano derecha.

— ¡Lo sé, lo sé! Me estoy saliendo del tema. Mil disculpas a todos ustedes, personas educadas en el arte como oficio, como dolor por una buena causa, como disciplina rigurosa. La música, decía mi maestra de piano, sólo con sangre entra, a reglazos si es necesario. Yo creo lo mismo. Nosotros, los músicos, somos ángeles que Dios ha mandado para ofrecer a los seres humanos un atisbo del paraíso, su sonido inmortal, su melodiosa armonía cósmica. ¡Pero los seres humanos son criaturas rastreras, bestias que en vez de evolucionar hacia la luz retroceden a las sombras, seguidores del demonio que los seduce con bailes excitantes, con melodías repetitivas, con cuerpos sudorosos que usan el don divino de la música para fines abyectos, para el pecado de la lujuria!

El hombre de los guantes contempló a su público invisible con una mirada de extrema desaprobación.

Su lenguaje corporal, sin embargo, no era el de un perdedor indignado sino el de un caballero listo a encarar cualquier desafío con la espada de la rectitud, con el escudo de la virtud.

Mirando sin parpadear, con la vista perdida en las alturas, el hombre prosiguió su discurso.

—Todos sabemos el estado deplorable en que este mundo se encuentra. Todos escuchamos, con terrible agonía, la música que se extiende por casas y escuelas, por calles y computadoras, como un cáncer maligno. Es tiempo, creo yo, de que la buena música vuelva por sus fueros. Es tiempo, lo exijo y lo reclamo, que los ángeles celestes de la hermosa melodía dejen de comportarse como pudibundos caballeros y saquen sus armas a relucir. Es tiempo, tal es mi compromiso solemne, que mostremos, aquí y ahora, nuestro descontento ante un mundo en decadencia, ante una humanidad que no merece la misericordia de Dios, el perdón de sus pecados.

El hombre de los guantes caminó fuera del haz de luz.

Se escucharon, entre las sombras, sonidos metálicos.

El hombre regresó con un serrucho y un cuchillo de carnicero.

—No quiero hacerlos esperar, amable auditorio.

El hombre tomó de un pie al cadáver y lo arrastró fuera de la luz.

Se empezaron a escuchar los sonidos de alguien que cortaba carne fresca.

De alguien que serruchaba con vigor.

La voz del hombre salió de alguna parte en la oscuridad.

—Bienvenidos al primer concierto de la temporada. Con ustedes, mi rapsodia para cuchillo y orquesta. Espero la disfruten. Y lo digo en serio: si creen que esto va a quedar como un acto anónimo, como un hecho más en la alharaca de las noticias diarias, están equivocados. Esto es apenas el concierto de apertura, la primera pieza de una obra mayor.