Un regalo inesperado
Mónica Román-Cienfuegos era una mujer de cuarenta años, veinte de los cuales había trabajado como cronista de sociales para los principales diarios de Mexicali.
Mónica se quería mucho a sí misma y era la principal impulsora de métodos de autoayuda y manuales de superación personal. En sus pininos como periodista, recién egresada de la preparatoria, Román-Cienfuegos se distinguió por ser vendedora de cremas rejuvenecedoras y demás productos de belleza. Casa por casa, pero sólo en las colonias elegantes de Mexicali, es decir, en apenas tres colonias de la ciudad, Mónica se impuso a las malas caras y los gestos de fastidio con su mejor sonrisa y sus modales de muchacha de sociedad que sólo quería una oportunidad en la vida.
La oportunidad le llegó cuando en una casa enorme, estilo colonial americano, en vez de una típica ama de casa deseosa de cambiar su aspecto, se topó con Humberto Salgado, un muchacho recién llegado de Los Ángeles, California, donde había estudiado Negocios Internacionales.
Fue amor a primera vista. Eso afirmó la propia Mónica cuando, años más tarde, la entrevistaron.
La versión no oficial dice otra cosa.
Ella le presentó su selección de productos especializados de belleza a Humberto, el único heredero de una familia de empresarios maquiladores, cuyos miembros se enriquecieron como socios minoritarios de las grandes industrias estadounidenses de circuitos integrados para armas inteligentes.
Humberto la dejó hablar y luego la violó pensando que era como muchas de sus empleadas: carne fresca para saciar sus apetitos de junior repleto de hormonas.
Pero Mónica fue más lista.
Al día siguiente, mandó una carta a los padres de Humberto exigiendo una suma millonaria o daba a conocer la escandalosa conducta de su hijo.
La familia Salgado la ignoró, pensando que una vendedora muerta de hambre no iba a ponerse a las patadas contra un clan tan poderoso.
Pero Román-Cienfuegos no era un apellido que podía despreciarse así como si nada.
Román-Cienfuegos era un apellido de otra clase de empresarios.
Mónica era hija de Juan Román-Cienfuegos, señor de los deshuesaderos de autos de todo Mexicali.
Y lo más importante: Mónica era nieta de Terencio Román- Cienfuegos, el primer jefe de la policía secreta del gobierno del estado de 1953 a 1971.
Y buena parte de sus descendientes trabajaban en las distintas corporaciones policíacas.
A Humberto Salgado eso no le importó.
Mónica era un culo más que había gozado y a otra cosa.
Pero una semana más tarde, golpeado, maniatado y sangrando de la boca y la nariz, el joven egresado en Negocios Internacionales amaneció en un motel de tercera con su flamante esposa sonriéndole.
Entonces comprendió que Mónica Román-Cienfuegos era una muchacha fuera de lo normal.
Mientras ella le acariciaba el rostro tumefacto, le enseñó a su flamante marido su certificado de recién casados en una capilla de Las Vegas, Nevada.
Un documento que los unía en la salud y en la enfermedad, en las buenas y en las malas.
— ¡Mi amor, mi amor! ¡Eres lo máximo! —le decía feliz y emocionada.
Y Humberto, quien apenas se podía sentar, entendió que el juego estaba perdido, que ahora, al menos para efectos prácticos, aquella mujer era su esposa para toda la vida.
Mónica no pidió mucho: una casa propia, suficiente recursos financieros para no tener que andar viendo a su marido más de lo necesario y, lo más importante, acceso irrestricto a todas las fiestas de la alta sociedad de Mexicali.
Esta alta sociedad, conformada por unas cuantas familias poderosas en la industria, el comercio y la política, la llevaron a dejar de vender cremas para la cara y convertirse en la más solicitada cronista de sociales de la entidad.
Años después, le preguntarían cómo fue que supo que el periodismo era lo suyo.
—Lo supe porque sin chismes no hay vida —respondió— y mi trabajo como vendedora ambulante me permitió enterarme de la vida y milagros de todos los residentes de la Colonia Nueva, Los Pinos y Villafontana.
Su éxito fue inmediato.
Primero en La voz de la frontera y El Mexicano, en sus primeros pasos en el ambiente periodístico, pero sobre todo en su columna “Todo lo que sé lo escribo” del diario La Crónica de Mexicali, Mónica Román-Cienfuegos acabó siendo la voz más chismosa de la vida social fronteriza, los ojos y oídos en ese país maravilloso llamado Ricos y famosos.
Ahora, a tantos años de distancia, con un matrimonio que sólo era una fachada para ambos, Mónica podía sentirse satisfecha porque, a efectos prácticos, hacía vida de soltera como su marido. Todo parecía irle de maravilla.
Esa mañana, mientras Mónica veía los comentarios de sus amigas en Facebook y tecleaba su columna en la redacción de La Crónica de Mexicali, en el tercer piso de un moderno edificio recién inaugurado, José Peña, el conserje del periódico, se le acercó y le entregó una caja envuelta con papel rojo brillante y con un moño azul agua.
— ¿Es para mí?
—Es para usted, Mónica. Lo dejó el muchacho del correo hace un momento.
—Pues hoy no es mi cumpleaños —adujo mientras recibía aquel paquete inesperado.
Con una sonrisa pícara, Mónica procedió a abrir la caja, pensando que algún admirador secreto, ya que ella y su marido rico vivían cada quien por su lado, le había mandado para cortejarla.
En su interior estaba un hermoso arreglo floral hecho con rosas blancas.
—Qué adorable —exclamó.
Y dejándolo a un lado buscó la tarjeta de su admirador.
No la encontró.
Volvió a examinar el interior de la caja y, hasta entonces, se percató que en el centro del arreglo, dentro de la corola misma de la mayor de todas las rosas, un ojo sanguinolento la observaba.
Entonces, ante el asombro de José Peña, el conserje, Mónica Román-Cienfuegos se desmayó.