El relámpago y el trueno

El comandante Fernando Román-Cienfuegos se detuvo en la morgue del Centro Médico forense, en los sótanos de la comandancia.

Uno de los médicos legistas lo llevó a la camilla correspondiente y le enseñó el cadáver eviscerado de Andrés Venegas Acosta, el Mutilador.

—Confirmado que él es —dijo el doctor.

— ¿Podemos dar como cerrado el caso? —preguntó el jefe policiaco.

—Bueno, podemos confirmar su participación en algunos de los asesinatos. Pero hay que tomar muestras de su casa y sus oficinas para que todas las pruebas coincidan.

El comandante sacó un papel con las direcciones de ambos sitios.

—Vayan y consigan todas las pruebas necesarias.

— ¿Puedo ir con ellos?

Era Miguel Ángel Morgado en persona.

—Creí que te ibas a tomar el día libre.

—No pude. Algo sigue sin quedarme claro.

— ¿Qué te molesta? ¿Qué no lo hayas atrapado tú sino una señora del aseo y su numerosa familia. Esa mujer no va a tener, con

la recompensa recibida, que preocuparse por trabajar en un buen tiempo.

Morgado se acercó al cuerpo y vio lo que las ratas habían hecho.

— ¿Sufrió mucho?

— ¿Más que sus víctimas? No sé. Pero debió ser una terrible agonía.

—No alcanzo siquiera a imaginarla.

— ¿Así que quieres entrar a la casa del monstruo. ¿Qué te queda por encontrar? ¿Una carta de despedida? ¿Su colección de música clásica? ¿Sus instrumentos de tortura?

—No sé. Un motivo.

El jefe policiaco tomó al abogado del brazo y lo alejó de la camilla.

— ¿Un motivo? Si él te dio muchos motivos en el Cinema Lux. Tú mismo lo dijiste en tu declaración al Ministerio Público.

—Incluso así algo falta. ¿Por qué hasta ahora se decidió a poner en marcha su campaña de amputaciones y desprecios? ¿Cuál fue el disparador de esa conducta sangrienta?

—Tal vez ya no soportaba la música que escuchaba en la radio. Pero, ¿qué importa ya? Está muerto. Caso cerrado. Pero si quieres acompañar al equipo técnico, ve con ellos. Pero no te robes nada, ¿eh?

Morgado se molestó ante aquel comentario.

— ¿De qué hablas?

—De la grandísima demanda que ya hay de objetos relacionados con el Mutilador.

Y el comandante llevó a Miguel Ángel a la computadora más próxima.

El médico que estaba escribiendo un informe se levantó al ver a su comandante junto a su escritorio.

—Jefe, ¿qué necesita?

—Pon esta chingadera en eBay.

El médico la puso de inmediato.

—Teclea El Mutilador de Mexicali o el Músico asesino.

El facultativo hizo lo que le ordenaba.

En la pantalla aparecieron 429 objetos en subasta relacionados con el asesino en serie.

— ¿Lo ves, licenciado?

—Lo veo.

— ¿Y ves la puja: hay objetos que se venden hasta en mil quinientos dólares. Ve éste, por ejemplo: un cartel de un concierto de los jazztecas en El Velouria con una imagen prominente del Mutilador a sólo 180 dólares. Y hay cientos de cosas a la venta: discos, grabaciones piratas, cajas musicales y... esperen... allí dice que se vende una de las cajas que envió con restos humanos. Esa es evidencia que aquí debe estar... ¡hijos de su pinche madre!... ¿quién de mi personal está haciendo negocios sin avisarme?

Miguel Ángel se sentía anonadado.

Un enfermo criminal era mostrado al mundo como un héroe de su tiempo y ya contaba con fanáticos que lo seguían como una estrella del espectáculo.

—Por eso quiero conocer su casa —dijo—. No creo que era lo que me dijo que era.

El jefe policiaco estaba furioso y sólo le hizo una seña de asentimiento.

—Vete, pues, y luego me cuentas.

Pocos minutos después, Morgado entraba, junto con un equipo de policías y técnicos, a la modesta casa de Andrés Venegas, el pianista.

Pero Andrés ya había previsto que, tarde o temprano, el brazo armado de la ley podría vincularlo con el Mutilador.

Por eso la casa, su casa, estaba casi completamente vacía.

Ni un mueble. Ni un objeto decorativo excepto las bombillas eléctricas y cajetillas usadas de cigarros. Pero, en medio de la sala, había una caja envuelta para regalo.

Después de que los policías de asalto se cercioraron que no contenía explosivos, un técnico abrió la caja con cuidado.

Su interior, para alivio de todos los involucrados, no contenía algún resto humano, alguna parte corporal.

Sólo había un papel de partitura que Miguel Ángel leyó en voz alta.

Entre las líneas de los pentagramas el Mutilador había escrito:

Si están leyendo estas palabras es que estoy muerto.

Pero si creen que por estar muerto han detenido mi cruzada, siento decirles que están completamente equivocados.

No quise ser un asesino pero fue la única actividad que podía hacer para que voltearan a mirarme, para que se percataran de mi presencia.

El mundo actual es un engaño, un desfile de falsas novedades para tener cautivo al rebaño que somos.

Yo quería despertarlos, sacarlos de quicio, hacerles que vieran la miseria con que se conformaban, la mierda en que viven.

Decía Nietzsche que ‘El relámpago y el trueno necesitan tiempo, la luz de las estrellas necesita tiempo, los hechos necesitan tiempo, incluso después de haberse realizado, para ser vistos y oídos”, para ser entendidos en todas sus consecuencias.

Por eso derramé sangre.

Y corté cuerpos.

E hice sufrir a tanta gente.

Lo que hice fue deformar lo que ya estaba deforme.

Lo que hice fue dar de campanazos en la plaza pública.

Quería que nadie dijera que no sabía.

Que nadie fingiera ignorancia.

Hemos perdido el rumbo.

Hemos cambiado el arte por un plato de lentejas, la belleza por una carrera de ratas, la música por gritos de puta.

Esa es mi herencia.

No importa lo que yo hice o dejé de hacer.

Lo que importa son los que vendrán después de mí, los que sigan el camino que yo tracé, la música sangrienta que compuse para el futuro.

Este no es el fin sino el principio.

Otros van a tomar mi estafeta y continuar mi obra.

Esta carta no es mi testamento.

Es la bienvenida al mundo que conmigo comienza.

Un mundo de belleza absoluta.

De carne mutilada y música sin par.

El que crea en mí continuará mi tarea.

El que me siga tendrá vida eterna.

Se los prometo.

Morgado devolvió el papel al interior de la caja.

Por un momento quiso hacer una broma de tales palabras.

Pero entonces recordó las ofertas en eBay, el fetichismo que iba tomando forma alrededor de las pertenencias de aquel monstruo.

Por el rabillo del ojo, Miguel Ángel vio el nacimiento del culto, los primeros pasos de una nueva religión.

Al parecer los agentes policíacos, cada uno por su lado, habían entendido mejor el mensaje del pianista asesino.

Por todos lados buscaban algún objeto para meterlo en sus bolsillos: un pedazo de madera, una bombilla eléctrica, una cajetilla usada.

Todo era valioso. Todo era dinero a cuenta de una leyenda por crecer. Morgado no aguantó más y salió a la calle.

La noche estaba fresca y decenas de curiosos observaban el operativo policiaco desde la acera de enfrente.

El abogado los vio como un rebaño. Como ovejas al matadero, fascinadas por su verdugo.

Un muchacho vestido todo de negro con audífonos en los oídos y su reproductor de música en el bolsillo, movía la cabeza al ritmo de la canción que sólo él escuchaba mientras no perdía de vista la actividad policíaca a su alrededor.

Lo que más llamó la atención de Miguel Ángel no fue su actitud displicente sino la frase que ostentaba su camiseta negra. Una frase escrita en letras rojas: No Fear.

Morgado se dio cuenta que el terror ciudadano se estaba transformando, frente a sus propias narices, en una curiosidad extrema, en un desafío de acción retardada.

“La muerte nos fascina. La muerte de los otros nos hace sentir más vivos que nunca. Nos hace creer que hemos escapado al Mutilador. Que el miedo no nos toca ni con el filo de un cuchillo”.

El abogado pensó en Mónica. En su cuerpo que era también trueno y relámpago. Y sonrió para sí al percatarse que, como ese muchacho darkie, ella era su No Fear, su Future is now.

“No necesito más explicaciones ni cadáveres. Lo que requiero es el amor de Mónica. Las ganas de ver con ella un futuro común, una música que podamos compartir ahora y siempre”.

Morgado se acercó a un patrullero de edad.

—Necesito un favor: que me lleve a las oficinas de La Crónica de Mexicali. ¿Puede hacerlo?

—Desde luego, señor. Aquí no hay mucho que hacer. Suba a la patrulla.

Mientras se dirigían a su destino, el patrullero le preguntó al abogado.

— ¿Entonces ya podemos respirar tranquilos?

—Sí. Sí. Caso terminado. ¿Pero a poco ustedes, los policías veteranos, tenían miedo de este asesino?

—No por nosotros. Por nuestras familias. La vieja no quería salir ni a la esquina.

—Pues ya puede avisarle que todo acabó.

—En el barrio haremos fiesta. Si hay algo que la gente no soporta es estar metida en sus casas día tras día, atrincheradas y con miedo.

Miguel Ángel pensó que aquello sí era un buen signo de recuperación.

—Una fiesta. Eso es bueno. ¿Y en dónde piensan hacerla?

El patrullero lo miró con suspicacia.

— ¿Cómo que dónde? Pues en la calle. ¿En dónde más?

El abogado recordó las quejas del público, las cartas de protesta por el ruido.

— ¿Y no se quejarán sus vecinos?

Pero el patrullero dio por zanjada la cuestión con un gesto perentorio.

— ¿Cómo cree, señor? ¿Quién puede quejarse de estar vivo?