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DE MI PROPIA INVENCIÓN

Después de un rato, el ruido decreció gradualmente hasta que al fin se extinguió en un silencio de muerte. Alicia alzó la cabeza un poco alarmada. No se veía un alma y al principio pensó que el León y el Unicornio y los extraños mensajeros anglosajones habían sido producto de su imaginación. Sin embargo, allí estaba, a sus pies, la gran bandeja sobre la cual había intentado cortar la tarta: «Así que, al fin y al cabo, no he estado soñando —se dijo—, a menos que… que todos fuésemos parte del mismo sueño. Y en ese caso, ¡que al menos sea mi sueño y no el del Rey Rojo! No me gustaría pertenecer al sueño de otra persona —prosiguió en tono algo lastimero—: ¡me dan ganas de despertarlo y ver qué pasa!».

En aquel momento, un «¡Eh! ¡Ah! ¡Jaque!», en fuertes gritos, interrumpió sus reflexiones; y un Caballero, vestido de una armadura púrpura, fue al galope hasta ella, blandiendo una enorme maza. En el preciso instante en que la alcanzó, el caballo se detuvo en seco:

—¡Eres mi prisionera! —exclamó el Caballero mientras se desplomaba del caballo.

Alicia estaba asustada, pero su preocupación era entonces más por él que por sí misma, y lo observó no sin inquietud mientras montaba nuevamente sobre la cabalgadura. Una vez se hubo reinstalado cómodamente en su silla, el Caballero se disponía por segunda vez a decir: «Eres mi…», cuando otra voz lo interrumpió con gritos de «¡Eh! ¡Ah! ¡Jaque!», y Alicia, algo sorprendida, se volvió hacia el nuevo enemigo.

En esta ocasión, se trataba del Caballero Blanco. Se paró al lado de Alicia y se desplomó del caballo exactamente igual que lo había hecho el Caballero Rojo; luego volvió a montar y los dos caballeros, desde lo alto de sus sillas, se observaron mutuamente por un buen rato en silencio. La desconcertada mirada de Alicia iba alternativamente de uno a otro caballero.

—La prisionera es mía, ¡no lo olvidéis! —dijo al fin el Caballero Rojo.

—Sí, pero luego llegué yo, ¡y la rescaté! —replicó el Caballero Blanco.

—Bueno, en ese caso, no cabe otro recurso que batirse —dijo el Caballero Rojo mientras cogía el yelmo (que traía colgado de su silla y cuya forma era algo así como la cabeza de un caballo) y se lo ponía.

—Doy por supuesto que guardaréis las reglas del combate —observó el Caballero Blanco ajustándose asimismo el yelmo.

—Estrictamente, como siempre —dijo el Caballero Rojo y, entonces, empezaron a golpearse con tal furia que Alicia se ocultó detrás de un árbol para estar a salvo de los porrazos.

«¿Cuáles serán, quisiera yo saber, esas reglas del combate? —se preguntó Alicia mientras observaba la lucha, lanzando tímidas miradas desde su escondrijo—. Según parece, una regla es que, si un caballero da al otro, lo derriba del caballo; y si falla, el que cae es él… y otra regla es que sostienen sus mazas con ambas manos como si fuera en un teatro de polichinelas… ¡Qué ruido arman al caer! ¡Igual que si cayeran sobre el guardafuegos todos los hierros de la chimenea! ¡Y qué quietos están los caballos! ¡Se dejan montar y los dejan caer como si fuesen de madera!»

Otra regla del combate, que Alicia aún no había considerado, parecía requerir que siempre cayeran de cabeza; y la lucha concluyó al caer ambos, uno al lado del otro, así. Cuando se incorporaron, se dieron un apretón de manos y, luego, el Caballero Rojo montó de nuevo y se alejó al galope.

—Fue una victoria gloriosa, ¿no es cierto? —dijo el Caballero Blanco a Alicia mientras se le aproximaba jadeando.

—No lo sé —dijo insegura la niña—. No quiero ser prisionera de nadie. Lo que quiero es ser Reina.

—Lo serás cuando hayas cruzado el siguiente arroyo —dijo el Caballero Blanco—. Te dejaré bien a salvo en el linde del bosque… y luego me volveré. Pues, ya sabes, ahí termina mi movimiento.

—Muchísimas gracias —dijo Alicia—. ¿Quiere que le ayude a quitarse el yelmo? —Evidentemente él no podía manejarse solo; y ella al fin, tras vigorosas sacudidas, sí consiguió quitarle el yelmo.

—Ahora puede uno respirar —dijo el Caballero, alisándose el pelo hacia atrás, con ambas manos, y volviendo hacia Alicia su bondadoso rostro y sus grandes ojos llenos de ternura. Alicia pensó que no había visto en toda su vida a un soldado de aspecto tan extraño.

Lo revestía una armadura de hojalata, que le sentaba francamente mal, y llevaba sujeta a la espalda una extraña cajita de madera, puesta al revés y con la tapa abierta, colgando. Alicia la examinó con mucha curiosidad.

—Veo que te causa sorpresa mi cajita —dijo en tono amistoso el Caballero—. Es de mi propia invención… para guardar ropa y bocadillos. Como ves, la llevo boca abajo para que la lluvia no entre dentro.

—Pero saldrán fuera las cosas —observó amablemente Alicia—. ¿No ha notado que lleva la tapa abierta?

—No —dijo el Caballero con el rostro algo ensombrecido por la contrariedad—. ¡Entonces se me habrá caído todo! Y una caja vacía no tiene ninguna utilidad. —Mientras así hablaba, se zafó de ella y ya estaba a punto de arrojarla a unos matorrales cuando, de pronto, una súbita idea le hizo rectificar y la colgó con sumo cuidado de un árbol—. ¿Adivinas por qué lo hago? —le dijo a Alicia.

Alicia negó con la cabeza.

—Con la esperanza de que las abejas hagan nido en ella… Así conseguiría miel.

—Pero si ya tiene una colmena… o algo parecido… sujeta a la silla —dijo Alicia.

—Sí, es una colmena magnífica —dijo en tono descontento el Caballero—, de la mejor calidad. Pero ni una sola abeja se ha acercado a ella. Y la otra cosa, al lado, es una ratonera. Supongo que los ratones alejan a las abejas… o las abejas a los ratones, no sé bien.

—Precisamente no entendía para qué estaba la ratonera —dijo Alicia—. Es poco probable encontrar un ratón sobre el lomo de un caballo.

—Es poco probable —dijo el Caballero—, pero no imposible, y si ocurriera, no me gustaría que anduvieran correteando por todas partes. Mira —añadió tras una pausa—, hay que preverlo todo. Por eso el caballo lleva tantos brazaletes en las patas.

—¿Para qué son? —preguntó con mucha curiosidad Alicia.

—Para protegerlos de las mordeduras de tiburón —explicó el Caballero—. Es de mi propia invención. Y ahora, ayúdame a montar. Iré contigo hasta el límite del bosque… ¿Para qué es esta bandeja?

—Para una tarta —dijo Alicia.

—Será mejor llevárnosla —dijo el Caballero—. Nos será útil si encontramos una tarta. Ayúdame a meterla en el saco.

La operación requirió mucho tiempo porque, aunque Alicia mantenía el saco bien abierto, el Caballero era muy torpe a la hora de introducir la bandeja: en los dos primeros intentos, fue él quien cayó de cabeza dentro.

—Es que está un poco abarrotado —dijo al fin, una vez lo consiguieron—; dentro hay tantos candelabros… —Y lo colgó de la silla, que estaba ya cargada de manojos de zanahorias, hierros de chimenea y muchas cosas más.

—Espero que tu pelo esté bien sujeto —dijo al emprender la marcha.

—Como siempre —dijo sonriendo Alicia.

—No es suficiente —dijo con ansiedad el Caballero—. Sabrás que aquí el viento es muy fuerte y lleva tantas cosas como una sopa espesa.

—¿No ha inventado un sistema para que con el viento no se lleve el pelo? —preguntó Alicia.

—Aún no —dijo el Caballero—. Pero sí uno para que no caiga.

—Me gustaría mucho conocerlo, de veras.

—Primero tomas una estaca bien recta —dijo el Caballero—. Luego haces que el pelo trepe por ella, como un frutal por un rodrigón. Ahora bien, la razón por la que cae el pelo está en que cuelga hacia abajo… Las cosas nunca caen hacia arriba, como sabes muy bien. Es un sistema de mi propia invención. Puedes probarlo si quieres.

«El sistema no parecía muy cómodo», pensó Alicia. Caminó en silencio un rato, dándole vueltas a la misma idea y parándose de vez en cuando para auxiliar al pobre Caballero, que no era precisamente un buen jinete.

Siempre que se detenía el caballo (lo cual ocurría muy a menudo), se caía por delante; y siempre que arrancaba de nuevo (lo cual hacía por lo general de forma más bien brusca), se caía por detrás. Por lo demás, mantenía bastante bien el equilibrio, salvo que tenía la mala costumbre de caerse de tanto en tanto por los lados; y como generalmente esto ocurría por el lado en que caminaba Alicia, ella comprendió que el mejor sistema era no caminar muy pegada al caballo.

—Me temo que no tiene usted mucha práctica de montar a caballo —se atrevió a decir, mientras le ayudaba a montar tras su quinta caída.

Al oír esto, el Caballero se mostró muy extrañado y un poco ofendido.

—¿Y a qué viene esto? —le preguntó mientras se volvía a encaramar sobre la montura y se agarraba con una mano al pelo de Alicia para no desplomarse por el otro lado.

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—Porque la gente, cuando tiene práctica, no se cae tan a menudo del caballo.

—Pues yo tengo práctica suficiente —dijo con mucha prestancia el Caballero—; ¡más que suficiente!

A Alicia no le salió otra respuesta mejor que un incrédulo «¿De veras?», aunque lo dijo tan cordialmente como pudo. Después de esto, prosiguieron por un rato su camino en silencio, el Caballero con los ojos cerrados, murmurando para sus adentros, y Alicia aguardando expectante la próxima caída.

—El gran arte de la equitación —empezó a decir de pronto en voz alta el Caballero, gesticulando con el brazo derecho— consiste en mantener… —La sentencia quedó interrumpida ahí, tan bruscamente como se había iniciado, pues el Caballero cayó de cabeza, con todo su peso, justo en mitad del camino, por donde iba Alicia. Esta vez ella se asustó mucho y le dijo, con voz angustiada, mientras lo levantaba:

—Espero que no se haya roto ningún hueso.

—Ninguno que merezca este nombre —dijo el Caballero, como si el simple quebranto de dos o tres pequeños careciera de importancia—. Como te decía, el gran arte de la equitación consiste en… mantener adecuadamente el equilibrio. Así, fíjate…

Soltó las riendas y extendió ambos brazos para mostrar a Alicia lo que quería decir, y esta vez se cayó de espaldas, justo bajo las patas del caballo.

—¡Tengo práctica más que suficiente! —seguía repitiendo mientras Alicia le ayudaba a enderezarse—. ¡Más que suficiente!

—¡Esto es demasiado ridículo! —exclamó Alicia, perdiendo al fin la paciencia—. Usted lo que necesita es un caballo de madera con ruedas, ¡eso es lo que necesita!

—Ese tipo de caballo, ¿marcha realmente sobre ruedas? —preguntó con tono de gran interés el Caballero y, mientras así hablaba, se agarró al cuello del caballo para evitar una nueva caída.

—Mucho más que un verdadero caballo —dijo Alicia con un estallido de risa que, pese a sus esfuerzos, no pudo contener.

—Pues me conseguiré uno —dijo pensativo, como para sí mismo, el Caballero—. Uno o dos…, varios.

Tras un breve silencio, el Caballero prosiguió:

—Poseo un gran talento y habilidad para inventar cosas. Al levantarme la última vez, habrás notado que estaba yo algo pensativo, ¿no?

—En efecto, estaba más bien grave.

—Es que justamente estaba inventando un nuevo método para pasar una cerca… ¿Te gustaría saber cómo?

—Y tanto que sí —dijo cortésmente Alicia.

—Voy a decirte cómo se me ocurrió la idea —dijo el Caballero—. Verás. Me dije a mí mismo: «La única dificultad estriba en los pies, pues la cabeza de por sí ya está bastante alta». Así pues, primero, pongo la cabeza encima de la cerca…, entonces la cabeza está lo bastante alta… Luego me pongo cabeza abajo, con las piernas al aire…, entonces ¿ves?, los pies ya están a suficiente altura… y entonces paso la cerca, ¿lo ves?

—Sí, supongo que una vez hecho todo esto pasaría la cerca —dijo pensativamente Alicia—; pero ¿no cree usted que resultaría un poco difícil la operación?

—No lo he probado aún —dijo con gravedad el Caballero—, así que no puedo asegurártelo…, pero he de admitir que sería un poco complicado.

El Caballero parecía, ante la dificultad, tan contrariado que Alicia cambió rápidamente de tema.

—¡Qué curioso yelmo lleva usted! —dijo jovialmente—. ¿Es también de su propia invención?

Él posó la mirada con orgullo sobre el yelmo que llevaba colgado de la silla.

—Sí —dijo—, pero he inventado otro todavía mejor… en forma de pan de azúcar. Cuando lo usaba, si me caía del caballo, el yelmo tocaba el suelo enseguida y así yo caía a una distancia muy corta, ¿comprendes…? El único peligro estaba en caer materialmente dentro. Esto me ocurrió una vez… y lo peor de todo fue que, sin darme tiempo para salir de él, vino el otro Caballero Blanco y se lo puso creyendo que era su propio yelmo.

El Caballero adoptaba al contarlo un aire tan solemne que Alicia se contuvo para no reír.

—Me temo que le habrá hecho algún daño —dijo con voz temblorosa— si usted estaba metido encima de su cabeza.

—Tuve que darle patadas, por supuesto —dijo muy serio el Caballero—. Y entonces se quitó el yelmo… y necesitó horas y horas para sacarme. Estaba tan arraigadamente metido ahí dentro que… hasta eché raíces.

—Pero no sería el mismo tipo de raíces que echan los árboles —le objetó Alicia.

El Caballero movió la cabeza.

—Toda clase de raíces, ¡te lo aseguro! —Al decir esto, levantaba las manos y era tal su excitación que al instante rodó de la silla y cayó de cabeza en una profunda zanja.

Alicia acudió corriendo al borde de la zanja para auxiliarlo. La había asustado esta última caída, pues desde hacía un rato se mantenía bastante bien sobre el caballo, y temía que ahora sí se hubiese hecho daño de verdad. Sin embargo, aunque ella no podía ver más que las plantas de sus pies, se sintió muy aliviada al oírle decir con su tono habitual:

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—Toda clase de raíces —repetía—, pero su imperdonable descuido es que se pusiera el yelmo de otra persona…, persona incluida.

—¿Cómo puede seguir hablando tan tranquilo cabeza abajo? —preguntó Alicia mientras lo arrastraba de los pies y lo dejaba como un fardo al borde de la zanja.

El Caballero se mostró muy sorprendido de la pregunta.

—¿Qué puede importar la transitoria posición de mi cuerpo? —dijo—. Mi cabeza sigue funcionando igual. De hecho, cuanto más tiempo estoy cabeza abajo tanto más crece mi capacidad de inventar nuevas cosas. Y la cosa más notable que he hecho en toda mi vida —añadió tras una pausa— fue la invención de un nuevo pudin mientras estábamos en el plato de carne.

—¿A tiempo para que lo sirvieran inmediatamente como siguiente plato? —preguntó Alicia—. ¡Vaya, eso sí que fue un trabajo rápido, realmente!

—Bueno, no tanto —dijo en tono pensativo y parsimonioso el Caballero—, para el plato siguiente desde luego no.

—Pues habrá sido para el día siguiente. Claro, no iba a haber dos pudines en una misma cena.

—Bueno, tampoco fue para el día siguiente —repitió el Caballero—, tampoco para el siguiente día. De hecho —prosiguió, agachando la cabeza y bajando cada vez más la voz—, ¡no creo que ese pudin se preparase nunca! ¡De hecho, no creo que ese pudin se preparara jamás! Y, sin embargo, con ese pudin di prueba de mi gran inventiva.

—¿De qué iba a estar hecho ese pudin? —preguntó Alicia con vistas a animar así un poco al pobre Caballero, que parecía deprimido.

—Para empezar, de papel secante —contestó gimiendo.

—No tendría un sabor muy bueno, me temo…

—Solo no —le interrumpió con cierta impaciencia el Caballero—, pero no puedes imaginarte qué diferencia si lo mezclas con otras cosas… como pólvora y lacre. Pero aquí tengo que dejarte. —Acababan de llegar al linde del bosque.

Alicia, que seguía pensando en el pudin, no salía de su asombro.

—Estás triste —le dijo con voz inquieta el Caballero—, así que para alegrarte voy a cantar una canción.

—¿Es muy larga? —le preguntó Alicia, pues ese día ya había escuchado un montón de poesías.

—Es larga —dijo el Caballero—, pero muy, muy hermosa. A todo aquel que me la oye cantar… o se le asoman las lágrimas o si no…

—O si no, ¿qué? —dijo Alicia, pues el Caballero se había quedado cortado de golpe.

—… pues no se le asoman, ¿comprendes? El nombre que le dan es Ojos de besugo.

—¡Ah! ¿Es ese el nombre de la canción? —dijo Alicia, aparentando interés.

—No, no lo entiendes —dijo el Caballero, algo contrariado—. Ese es el nombre que le dan. Pero su nombre, en realidad, es El hombre viejo viejo.

—Entonces yo debería haber dicho: «Así es como se llama la canción» —se autocorrigió Alicia.

—¡No, eso ya es otra cosa! La canción se llama Vías y medios: pero esto es solo como se llama, no la canción en sí misma, ¿lo ves?

—Bien, ¿cuál es entonces la canción? —dijo Alicia en el colmo de su desconcierto.

—A eso iba —concluyó el Caballero—. La canción es propiamente Sentado en una cerca; y la tonada es de mi propia invención.

Y así diciendo, detuvo el caballo y dejó sueltas las riendas sobre el cuello del animal; luego, marcando con una mano lentamente el ritmo y con una débil sonrisa que iluminaba su cara dulcemente simplona, como si se gozase al escuchar la música de su canción, se puso a cantar.

De todas las cosas extrañas que vio Alicia en el curso de su viaje a través del espejo, esta fue la que siempre recordaba con mayor nitidez. Años más tarde, aún podía revivir toda aquella escena como si hubiera sucedido el día anterior: los suaves ojos azules y la cándida sonrisa del Caballero; los rayos del sol poniente que brillaban por entre su cabello y destellaban sobre su armadura con un fulgor que la deslumbraba; el animal que se mecía tranquilamente, con las riendas sueltas colgadas del cuello, tascando la hierba; detrás, al fondo, la oscura sombra del bosque… Ella retuvo todo esto en su mente, como si fuera un cuadro. Recostada contra un árbol, con una mano protegiendo sus ojos del sol, contemplaba a la extraña pareja a la vez que escuchaba, medio en sueños, la melancólica tonada de la canción.

«Pero esta tonada no es de su propia invención —se dijo Alicia—: es la de Todo te lo di, que más no puedo.» Y se dispuso a escuchar, callada y muy atenta, la canción, pero sin que asomaran a sus ojos las lágrimas.

 

Voy a extenderme todo lo que pueda:

no hay mucho que decir.

Sentado en una cerca, un hombre viejo,

muy viejo, un día vi.

«¿Quién eres tú? —le pregunté—, ¿y qué haces

para sobrevivir?»

Por mi cabeza atravesó su réplica

cual agua por tamiz.

 

Díjome: «Voy cazando mariposas

que duermen en trigales.

Las guiso en empanadas de cordero

que vendo por las calles.

Las vendo —siguió el viejo— a los marinos

que atraviesan los mares,

y así me gano el pan… Una moneda,

por favor, ahora dame».

 

Mas yo rumiaba un plan para teñirme

el bigote de verde

y empleaba un enorme abanico

para ocultarlo siempre.

No hallando, pues, a lo que el viejo dijo

respuesta más idónea,

insistí: «¿De qué vives?». Y le di

con la mano en la boca.

 

Con suave acento reanudó su historia:

«Siguiendo mi vereda,

cuando encuentro un arroyo de montaña

sin más lo echo en la hoguera,

de donde extraen el aceite que llaman

Macassar de Rowland…

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Pero me dan tan solo dos reales

por mi labor… ¡no más!».

 

Mas yo rumiaba el modo de nutrirme

a base de manteca,

con vistas a que así se me pusiera

la panza más repleta.

Fuerte lo sacudí por todas partes:

su cara quedó azul.

«Al fin, ¿vas a decirme de qué vives

y qué es lo que haces tú?»

 

Díjome: «Cazo ojos de besugo

entre los claros brezos:

los convierto en botones de chaleco

por la noche, en silencio.

Ni por todas las monedas del mundo,

de oro y plata, los vendo,

mas por una de cobre daría nueve

sin mayor regateo.

 

»Cavo en busca de pan con mantequilla

o cazo con varetas

cangrejos y rebusco en los montículos

si hay ruedas de calesa.

Tal es mi modo (añadió con un guiño)

de conseguir riqueza…

Y brindaré con gusto a la salud

de Vuestra Gran Alteza».

 

Entonces sí lo oí, pues había ya

madurado el proyecto:

salvar al puente de Menai del óxido,

hervido en vino seco.

Mucho le agradecí que me contara

cómo amasó dinero

y más aún que a Mi Alteza mostrase

sus mejores deseos.

 

Y desde hoy, si por descuido pongo

en la cola los dedos,

si en el zapato izquierdo, yo, alocado,

el pie derecho meto,

o si dejo caer sobre los dedos

de mis pies algún peso,

me echo a llorar porque recuerdo y veo

al hombre viejo, viejo,

 

de voz muy lenta y de mirada suave,

de cabello más blanco que la nieve,

de cara a la de un cuervo parecida,

de ojos brillantes como carbonilla,

que parecía demente

por algún accidente,

balanceando el cuerpo

con terco movimiento,

 

mascullando en voz baja, entre dientes,

como el que tiene llena la boca de pasteles,

echando como el búfalo bufidos,

por la tarde, hace mucho, era en estío,

sentado en una cerca.

Cuando terminó de cantar la balada, el Caballero retomó las riendas y orientó la cabeza del caballo en dirección hacia el bosque de donde habían venido.

—Solo te quedan unos metros más —dijo—, baja la colina y cruza aquel arroyuelo: entonces serás Reina… Pero antes, ¿te esperarás un poco para verme partir? —añadió, mientras Alicia miraba con impaciencia en la dirección que él le indicara—. No te retendré mucho. Espera a que haya llegado a aquella curva y agita entonces el pañuelo, ¿entiendes? Creo que eso me animará.

—Claro que esperaré —dijo Alicia— y muchas gracias por acompañarme hasta aquí… y por la canción… que me ha gustado mucho.

—Ojalá —dijo con aire escéptico el Caballero—, pero lloraste menos de lo que había calculado.

Se dieron la mano y, luego, el Caballero se internó lentamente en el bosque. «Dentro de poco ya no se le verá… sobre su montura —se dijo Alicia, mientras lo seguía con la vista—. ¡Ahí va! ¡Directo de cabeza, como siempre! Esta vez, al menos, se reincorpora con cierta facilidad… Eso le pasa por colgar tantas cosas de la silla.» Y prosiguió así su monólogo mientras contemplaba el paso lento del caballo y, alternativamente, a uno y otro lado del camino, las caídas del Caballero. Tras la cuarta o quinta, este alcanzó la curva y Alicia entonces agitó el pañuelo en espera de que desapareciese.

—Espero que esto le dé ánimos —dijo al tiempo que se volvía, para descender corriendo la colina—. Y ahora, ¡a cruzar el último arroyo y al fin ser Reina! ¡Qué magnífico!

Unos cuantos pasos la llevaron a la ribera del arroyo.[1] En el preciso instante en que iba a cruzarlo, oyó un profundo suspiro que parecía venir del bosque, a sus espaldas.

«Será alguien que se siente muy desdichado», pensó Alicia, volviéndose con ansiedad para ver de qué se trataba. Alguien que parecía un anciano (aunque la cara era más bien de una avispa) estaba en el suelo contra un árbol, todo acurrucado y temblando como si tuviera mucho frío.

«No creo que pueda hacer nada por él —pensó Alicia, dispuesta ya a cruzar el arroyo—. Pero voy a preguntarle qué le pasa —añadió deteniéndose en la misma orilla—. Porque una vez dado el salto, cambiará todo y no podré ayudarlo.»

Y así, más bien a regañadientes, pues tenía unas ganas locas de ser reina, se volvió a donde estaba la Avispa.

—¡Ay, mis pobres huesos, mis pobres huesos! —refunfuñó el anciano al acercársele Alicia.

«Para mí que es reumatismo lo que tiene», murmuró para sí la muchacha; e inclinándose hacia él, le dijo con ternura:

—¿Le duele mucho? Espero que no.

La Avispa se encogió de hombros y volvió hacia otro lado la cabeza, mascullando:

—¡Ay, ay, mísero de mí!

—¿Puedo hacer algo por usted? —continuó Alicia—. ¿No tiene aquí un poco de frío?

—¡Qué insistencia! —dijo la Avispa en tono malhumorado—. ¡Dale que te dale! ¡Dónde se ha visto una niña tan pesada!

Alicia se sintió un poco ofendida por la respuesta y estuvo tentada de dar media vuelta y dejarlo; pero pensó: «Tal vez sea el mismo dolor que lo vuelve tan arisco». E hizo una nueva tentativa.

—¿Puedo ayudarlo a pasar al otro lado? Allí estaría algo más protegido del viento.

La Avispa le dio el brazo y dejó que lo ayudara a dar la vuelta al árbol, pero, una vez reinstalado, repitió lo de antes:

—¡Y dale que te dale! ¿Es que no puedes dejar en paz a una persona?

—¿Le gustaría que le leyera un poco de esto? —prosiguió Alicia mientras cogía un periódico que estaba tirado a los pies de la Avispa.

—Lee si te da la gana —dijo de mal humor la Avispa—. Nadie te lo impide, que yo sepa.

Y así Alicia se sentó a su lado y con el diario abierto en las rodillas empezó a leer:

—«Últimas noticias. El grupo expedicionario realizó otra exploración por la Despensa y encontró cinco nuevos terrones de azúcar blanco, grandes y en perfecto estado. Al regreso…»

—¿Y azúcar moreno? —le interrumpió la Avispa.

Alicia echó una rápida ojeada al resto del artículo y dijo:

—No, nada dice de azúcar moreno.

—¡Nada de azúcar moreno! —refunfuñó la Avispa—. ¡Bonita expedición!

—«Al regreso —siguió leyendo Alicia—, encontraron un lago de melaza. Las riberas del lago eran azules y blancas, como porcelana. Mientras probaban la melaza, se produjo un lamentable accidente: dos miembros de la expedición quedaron inmergidos…»

—¿Quedaron qué? —preguntó muy irritado el anciano.

—In-mer-gi-dos —repitió Alicia, silabeando la palabra.

—¡Esa palabra no existe en la lengua! —dijo la Avispa.

—Sin embargo está en el periódico —le objetó tímidamente Alicia.

—¡No sigamos más! —dijo la Avispa volviendo la cabeza.

Alicia dejó en el suelo el periódico.

—Creo que usted no se encuentra muy bien —dijo dulcemente—. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Todo es por culpa de la peluca —dijo, con voz más apaciguada, la Avispa.

—¿Por culpa de la peluca? —repitió Alicia, muy contenta al ver que por fin se iba calmando.

—También tú estarías enfadada si tuvieras una peluca como la mía —afirmó la Avispa—. Se burlan de uno. Y lo fastidian. Y entonces, claro, me irrito. Y me enfrío. Y me acurruco debajo de un árbol. Y me pongo un pañuelo amarillo. Y me vendo la cara… como ahora.

Alicia lo miró con lástima.

—Vendarse la cara es muy bueno para el dolor de muelas —le dijo.

—Y es muy bueno para el engreimiento —añadió la Avispa.

Alicia no entendió muy bien la última palabra.

—¿Es una especie de dolor de muelas? —preguntó.

La Avispa meditó un instante.

—Exactamente, no —dijo—. Es cuando tienes erguida la cabeza… así… sin doblar el cuello.

—¡Ah, usted quiere decir tortícolis! —dijo Alicia.

—Ese es el nombre que le dan ahora. En mis tiempos se decía engreimiento.

—Pero engreimiento no es ninguna enfermedad —observó la muchacha.

—Claro que lo es —dijo la Avispa—. Espera a tenerlo y verás. Si lo pescas, envuélvete la cara con un pañuelo amarillo. ¡Pruébalo y en un santiamén te curarás!

Mientras hablaba, se desató el pañuelo y Alicia descubrió con gran sorpresa su peluca. Era de un amarillo brillante, al igual que el pañuelo, y estaba toda enmarañada y revuelta como un manojo de algas marinas.

—Si usted tuviera simplemente un peine —dijo—, su peluca quedaría lo que se dice de mieles. Como el pelo de una…

—¿Quién, tú? ¿Tú eres abeja? —Y al decir esto, empezó a observarla con mucha más curiosidad—. ¡Claro, ya lo veo! Y tu pelo es un panal: ¿mucha miel?

—No es eso —se apresuró a explicar Alicia—. Quería decir que si se peinase, su peluca le quedaría mucho mejor… Porque la tiene muy enredada, ¿sabe?

—Te diré por qué tuve que usarla —dijo la Avispa—. Has de saber que, de joven, mis bellos rizos…

Alicia tuvo entonces una curiosa idea. Casi toda la gente que había conocido aquel día le recitaba poemas y así se le ocurrió pensar si no podría hacer la Avispa otro tanto.

—¿No le importaría contármelo en verso? —le preguntó muy cortésmente.

—No es que esté muy habituado —repuso la Avispa—, pero lo intentaré. Aguarda un poco. —Se quedó en silencio unos instantes y comenzó:

De joven, los rizos bellos

que ondeaban por mi nuca

me corté, y a cambio llevo

una amarilla peluca.

 

Quien tan mal me aconsejó,

al ver cuál fue el resultado,

me dijo que era peor

de lo que hubiera pensado.

 

Me dijo que no me iba,

que me da aspecto vulgar.

Ya no tengo alternativa:

¿qué rizos voy a ostentar?

 

Y cuando voló mi pelo,

de mi peluca se burla:

«No sé cómo puedes, viejo,

salir con tanta basura.»

 

Y ahora, siempre que me ve,

me llama «¡Cerdo!» y me silba.

¿Y a que no sabes por qué?

Por mi peluca amarilla.

—¡Cuánto lo siento! —dijo sinceramente Alicia—. Pero creo que si le ajustara algo mejor, no se mofarían de su peluca.

—La tuya te va perfecta —murmuró la Avispa con una mirada de admiración—. Se ve que se amolda bien a tu cabeza. En cambio tus mandíbulas están mal formadas… ¿A que no puedes morder bien?

Alicia iba a soltar la risa pero se contuvo como pudo, tosiendo. Al fin logró decir, muy seria:

—Puedo morder todo lo que se me antoja.

—No con una boquita tan pequeña —insistió la Avispa—. Si tuvieras que pelearte, dime… ¿serías capaz de atrapar por la nuca a la otra persona?

—Me temo que no.

—Bueno, pues es precisamente porque tus mandíbulas son demasiado chicas —prosiguió la Avispa—; pero en cambio es bonita y redonda tu coronilla. —Al decir esto, se sacó la peluca y tendió una pata a Alicia, como deseando repetir con ella la misma historia; pero la muchacha se mantuvo a prudente distancia y no se dio por aludida. La Avispa continuó con sus críticas.

—Y luego los ojos… sin duda están ambos demasiado de frente. Lo mismo da tener dos ojos que uno si han de estar pegados.

Alicia estaba harta de tanta crítica personal y, al ver tan animado y locuaz al anciano, pensó que ahora podía dejarlo sin más problema solo.

—Creo que ya es hora de irme —dijo—. ¡Adiós!

—Adiós y gracias —repuso la Avispa; y Alicia volvió a correr por la colina abajo, satisfecha de haber retrocedido para dedicar unos minutos a aquella pobre y anciana criatura.[2]

Unos cuantos pasos la llevaron al borde del arroyo.

—¡Por fin la octava casilla! —exclamó cruzándolo de un salto y se dejó caer, para descansar sobre un prado suave como musgo, salpicado por pequeños macizos de flores.

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—¡Ah, qué contenta estoy de haber llegado aquí! ¿Y qué es esto que tengo en la cabeza? —se preguntó consternada, llevándose las manos a algo muy pesado que le ceñía estrechamente la frente—. Pero ¿cómo es posible que me hayan puesto esto sin que yo me enterara? —se dijo mientras se lo sacaba y lo ponía sobre sus rodillas para averiguar de qué se trataba.

Era una corona de oro.

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