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EL DISCURSO DEL CAPITÁN

Todos al Capitán por las nubes ponían:

¡qué bellos sus andares! ¡Qué donaire y qué gracia!

¡Qué solemne también! ¡Bien saltaba a la vista

la sabia, inteligente expresión de su cara!

 

El bravo Capitán del mar había adquirido

un gran mapa sin nombre ni vestigio de tierra;

y la tripulación, viendo el mapa vacío,

en blanco, inteligible, se mostró satisfecha.

 

«Trópicos, Meridianos, Polo Norte, Ecuador

y Zonas de Mercator, ¿qué son, vamos, decidme?»

Y la tripulación, unánime, admitió:

«¡Signos convencionales que para nada sirven!

 

»¡Tanto mapa ilegible, con sus islas y cabos!

A nuestro Capitán invicto agradezcamos

(así exclamaban todos), por habernos comprado

el mejor, el perfecto, ¡el mapa inmaculado!».

 

Sin duda era perfecto, mas pronto descubrieron

que el hombre en quien ponían tan ciega confianza,

si llegara el momento de cruzar el océano,

no sabría otra cosa que tocar la campana.

 

Era sesudo y grave… ¡mas cuánta confusión

a todos producía cuando daba una orden!

Si gritaba: «¡A estribor, mas la proa a babor!»,

¿qué diablos haría el timonel entonces?

 

El bauprés y el timón solían confundirse.

Nada extraña es la cosa (nuestro hombre opinaba):

en climas tropicales es bastante posible

si, por así decirlo, la nave está «esnarkada».

 

No poca confusión le causaba la vela:

«¿Por qué, yo me pregunto, si sopla viento Este,

nuestra nave decide enfilar el Oeste?».

Tal era su desdicha y su mayor problema.

 

Mas, pasado el peligro, habían desembarcado

con cajas y maletas y demás equipajes:

nadie, a primera vista, saboreó el paisaje.

¡Para qué!: solo había precipicios, peñascos…

 

Cuando vio el Capitán tan baja la moral,

se puso a repetir con melodiosa voz

los chistes que se cuentan en días de dolor.

Mas la tripulación gemía más y más.

 

Con gesto liberal a todos sirvió ponche

y los hizo sentar a la orilla del mar.

¡Qué excelso parecía y qué sublime su porte,

al soltar su discurso, de pie, el gran Capitán!

 

«¡Prestadme oídos todos, amigos e vasallos!»

(el público, a las citas, es siempre aficionado:

así, dieron tres hurras, a su salud brindaron.

Y un poco más de ponche vertió en todos los vasos).

 

«Llevamos navegando más semanas que meses

(un mes, cuatro semanas: esto, os ruego, anotad),

¡pero nunca hasta ahora (os hablo francamente)

hemos visto siquiera la sombra de un Snark!

 

»Llevamos navegando más días que semanas

(cada semana, os juro, contiene siete días),

¡mas ni rastro de Snark, alivio de mi alma,

ha llegado a nosotros, ni la menor noticia!

 

»Atended, camaradas, dejadme que os repita

los signos infalibles (suman cinco en total):

dondequiera que estéis, ellos serán la firma,

el aval que acredite a un auténtico Snark.

 

»Pongámoslos en orden. Su sabor, lo primero,

que si bien es crujiente, es sepulcral y escaso,

como chaqueta al talle ajustada en exceso,

con no sé qué inefable aroma a fuego fatuo.

 

»Segundo, su costumbre de levantarse tarde

que exagera hasta el punto (os lo juro) que a veces

toma el desayuno hacia el té de la tarde

y no empieza a cenar hasta el día siguiente.

 

»Tercero, es incapaz de entender cualquier chiste.

Si lo pruebas, verás: un juego de palabras

enseguida lo pone profundamente triste

y suspira y te mira con patética cara.

 

»Cuarto, su incontenible pasión por las cabinas

de baño: siempre carga con una a todas partes.

A su juicio acrecienta la virtud del paisaje;

opinión discutible y poco fidedigna.

 

»Y quinto, la ambición. Mas será conveniente

distinguir dos familias o, si queréis, dos ramas:

aquella, por un lado, con plumas y que muerde,

de aquella, por el otro, con bigote, que araña.

 

»Porque debo admitir, tal es mi obligación,

que si el Snark no es por lo común dañino,

algunos son Bujums…» Y alarmado, calló,

al ver que el Panadero caía desvanecido.