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LA CAZA

Con ceño foscolérico lo miró el Capitán:

«¡Este no es el momento ni la oportunidad!

¡Haberlo dicho antes y no cuando el Snark

está, como quien dice, en un tris de llegar!

 

»Mucho lamentaríamos, ya puedes figurarte,

que te desvanecieras para siempre jamás.

Pero, amigo, ¿por qué, al iniciar el viaje,

no mencionaste entonces tal eventualidad?

 

»Es bien inoportuno que ahora lo menciones

—tal como, me parece, he sugerido ya.»

Y el hombre, «¡Hep!» llamado, con suspiros responde:

«Le informé cuando estaba a punto de embarcar.

 

»De insensatez o crimen bien podéis acusarme

(quien no incurre en flaquezas es ajeno a lo humano).

¡Pero que nadie diga que entre mis muchos males

cuentan precisamente falsedades y engaños!

 

»En hebreo lo dije, lo dije en alemán,

también lo dije en griego, incluso en holandés.

¡Se me olvidó del todo, y cuánta rabia me da,

que usted tan solo habla una lengua, el inglés!».

 

Mientras el tipo hablaba, el Capitán ponía

una cara larguísima. «Es muy triste tu historia

—comentó—, pero ahora, que es archiconocida,

prolongarla sería una labor ociosa.

 

»El fin de mi discurso —dijo a sus tripulantes—

lo podréis escuchar cuando tenga más tiempo:

¡el Snark, os repito, está casi al alcance!

¡Lo primero y urgente ahora es detenerlo!

 

»¡Con cuidado y dedales se busca; se persigue

con no poca esperanza y más de un tenedor;

se amaga con acciones de los ferrocarriles;

se le hechiza al final con sonrisa y jabón!

 

»Un ser es el Snark que no puede ni admite

ser visto y capturado de una forma normal.

Agotad lo posible, intentad lo imposible:

¡que no se desperdicie ni una oportunidad!

 

»Porque Inglaterra aguarda… omito las palabras

pues bien sabéis la frase, tremenda aunque trivial:

sacad de los paquetes las cosas necesarias

y pertrechaos de armas para mejor luchar.»

 

Entonces el Banquero endosó un cheque en blanco

(que barró) y convirtió la moneda en billetes.

Sacudió el Panadero el polvo de los siete

abrigos y, por último, se peinó su mostacho.

 

Tasador, Limpiabotas, como buenos hermanos,

por turnos afilaban en la rueda la azada;

el Castor, por su parte, interés no mostraba

salvo en seguir tejiendo el encaje iniciado.

 

Por más que el Abogado, apelando al orgullo

del Castor procediera a citarle unos casos

en que se había juzgado como delito público

cualquier labor de encaje, fue totalmente en vano.

 

El Sombrerero, presa de un acceso de rabia,

tramaba nuevas formas de colocar sus lazos,

en tanto el del Billar, con temblorosa mano,

se pintaba con tiza la punta de la napia.

 

Nervioso, el Carnicero se engalanó muy bien:

guantes de cabritilla, amarillos, gorguera…

Dijo que se sentía como quien va a una cena,

a lo que el Capitán comentó: «¡Qué memez!».

 

«¿Me lo presentará si con él algún día

nos encontrara juntos?», le imploró el Carnicero.

Contestó el Capitán con sagaz ironía:

«Tal vez sí, tal vez no; dependerá del tiempo».

 

Galofante se puso el Castor de contento

al ver al Carnicero tan débil y nervioso,

e incluso el Panadero, aunque macizo y necio,

hizo un esfuerzo ímprobo para guiñar un ojo.

 

«¡Compórtate!», exclamó con furia el Capitán,

al ver que el Carnicero estallaba en sollozos.

«Si Jubjub, ave horrible, acierta a aterrizar,

¡debemos ser muy hombres, todo vigor es poco!»