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LA LECCIÓN DEL CASTOR

Con cuidado y dedales lo buscan; lo persiguen

con no poca esperanza y más de un tenedor;

lo amagan con acciones de los ferrocarriles;

lo hechizan finalmente con sonrisa y jabón.

 

Ideó el Carnicero un ingenioso plan

a fin de efectuar una incursión él solo,

y decidió elegir un desierto lugar,

el valle más perdido, lúgubre y angustioso.

 

Mas idéntico plan se le ocurrió al Castor

y eligió por su cuenta idéntico lugar.

Ninguno, con palabras ni gestos, reveló

el íntimo disgusto que expresara su faz.

 

Pensaba cada cual que el otro no pensaba

sino en el Snark y en la hazaña del día;

cada cual intentaba fingir que no acechaba

la presencia del otro por esa misma vía.

 

Pero el valle se hacía cada vez más estrecho,

y oscureció, y el aire, más gélido y más lóbrego,

hasta que (por los nervios, no por común acuerdo)

se pusieron a andar los dos, hombro con hombro.

 

Un estridente grito hizo vibrar el cielo:

palideció el Castor de la cabeza al rabo

e incluso el Carnicero se sintió un poco raro,

pues ambos comprendieron que el peligro era cierto.

 

Evocó el Carnicero su niñez muy lejana,

un estado distinto, inocente y feliz:

el sonido tan nítido le hacía revivir

aquel rechinamiento de tiza en la pizarra.

 

«¡Es la voz del Jubjub!», de repente exclamó

aquel que de «Zopenco» solían motejar,

y añadió con orgullo: «Ya expresé mi opinión

una vez, que diría, muy bien, el Capitán.

 

»¡El canto del Jubjub! Id contando, os lo ruego:

con esta observaréis que os lo he dicho dos veces.

¡La canción del Jubjub! La prueba es concluyente,

pues tres veces lo he dicho, ni una más ni una menos».

 

El Castor fue contando con extremo cuidado,

atento y sin perderse ni siquiera una sílaba;

mas gruchisfló, rendido y descorazonado,

al oír por tres veces la frase susodicha.

 

Comprendió que a pesar de sus muchos esfuerzos

no había conseguido sino perder la cuenta

y que no cabía más que exprimirse los sesos

y volver a hacer cálculos por vía mnemotécnica.

 

«Si a dos añado uno… ¡si es que acierto a contar

al menos con la ayuda del pulgar y los dedos!»,

sollozó al recordar que en sus años primeros

había descuidado la tabla de sumar.

 

«Eso bien puede hacerse —exclamó el Carnicero—.

Ha de hacerse, repito, de eso estoy muy seguro.

¡Va a hacerse! Tráeme ahora papel, pluma, tintero

del mejor, y saldremos, al fin, de tanto apuro.»

 

El Castor, apremiado, trajo papel y tinta,

más plumas y carpetas (una gran provisión).

Extrañas criaturas dejaron sus guaridas:

testigos asombrados de aquella operación.

 

Absorto el Carnicero, que escribía con una

pluma en cada mano, ni les prestó atención;

y usaba al expresarse una prosa tan burda

que hasta el necio Castor, sin querer, la entendió.

 

«Si partimos de tres para nuestro argumento

(cifra muy conveniente y fácil de recordar),

tras añadirle siete y diez multipliquemos

luego por un millar menos ocho el total.

 

»Si ese producto, atiende, dividimos por nueve

centenares más dos, y de tal cantidad

restamos diecisiete, el resultado debe

exactamente ser el número cabal.

 

»Explicarte podría, con gran placer, el método,

ahora que tan presente está dentro de mí,

pero no tengo tiempo, ni tú tienes cerebro,

y además aún nos queda mucho por discutir.

 

»En un segundo he visto lo que por mucho tiempo

estuvo sumergido en misterio total;

ahora voy a soltarte, sin alterar el precio,

una lección ex cathedra de Historia Natural.»

 

Y el Carnicero, así, inició su lección

(con olvido de toda Norma de Urbanidad,

pues instruir a otro, sin previa introducción,

resulta inconcebible en la Alta Sociedad):

 

«El Jubjub es un ave de furioso carácter,

que vive en un estado de permanente cólera;

absurdos son sus gustos en materia de trajes,

pues va muy por delante de la última moda.

 

»A todo conocido lo reconocerá

y no acepta jamás que nadie lo soborne;

se apresta a recaudar, en tés de sociedad,

de pie junto a la puerta, aunque nada él aporte.

 

»El sabor de su carne es mucho más sutil

que el sabor del cordero, los huevos o las ostras

(algunos la conservan en jarro de marfil,

hay otros que la guardan en barril de caoba).

 

»Se sazona con cola, se cuece con serrín;

con un esparadrapo y con langosta se espesa,

sin olvidar jamás que su auténtico fin

es el de preservar su apariencia simétrica.»

 

Aunque de buena gana, hasta el siguiente día,

el Carnicero habría seguido su lección,

la concluyó diciendo, con llanto de alegría,

que ya consideraba un amigo al Castor.

 

Y el Castor confesó, con ojos emotivos,

mucho más elocuentes que el mismísimo llanto,

que en cosa de minutos más había aprendido

que libros le enseñaran en muchísimos años.

 

Volvieron de la mano, y el Capitán, transido,

de forma pasajera, por la noble emoción,

declaró: «¡Esto compensa los días aburridos

que hemos pasado juntos en la navegación!».

 

Castor y Carnicero se hicieron tan amigos

que un hecho parecido (si cabe) es bien ignoto;

era siempre lo mismo, en invierno o estío:

jamás se les veía a uno sin el otro.

 

Y si algunas disputas surgían (pues no siempre

por más que uno se empeñe, se pueden evitar),

el canto del Jubjub volvía, mentalmente,

a cimentar aún más esa eterna amistad.