Si eres de las personas que leen los agradecimientos —como parece ser el caso—, te habrás percatado de un fenómeno similar al descubrimiento de Laura Carstensen sobre cómo las redes sociales menguan a medida que envejecemos. En su primer libro, los escritores suelen dar las gracias a un círculo absurdamente amplio de contactos. («Mi profesor de gimnasia en tercero me ayudó a superar mi miedo a trepar por la cuerda, tal vez la lección más vital que he aprendido como escritor.»)
Pero a cada nuevo libro, la lista se acorta. Los agradecimientos se reducen al círculo interior. Éste es el mío:
Cameron French fue un investigador tan dedicado y productivo como podría esperar cualquier escritor. Llenó gigabytes de carpetas en Dropbox con artículos de investigación y reseñas literarias, pulió muchas de las herramientas y trucos, y comprobó cada dato y cita. Es más: hizo todas estas cosas con tanta inteligencia, meticulosidad y buen ánimo que estoy tentado de trabajar en el futuro únicamente con personas que hayan crecido en Oregón y hayan ido al Swarthmore College.
Shreyas Raghavan, hoy estudiante de doctorado en la Escuela de Negocios Fuqua de la Universidad de Duke, localizó algunos de los mejores ejemplos del libro, planteó con frecuencia contraargumentos estimulantes y explicó con paciencia técnicas estadísticas y análisis cuantitativos que permitieron salvar mi limitado entendimiento.
Rafe Sagalyn, mi agente literario y amigo desde hace dos décadas, fue tan espectacular como suele. En todas las fases del proceso —desarrollo de la idea, producción del manuscrito, contarle al mundo el resultado— fue indispensable.
En Riverhead Books, el sagaz y perspicaz Jake Morrissey leyó el texto varias veces y le dedicó una pródiga atención a cada página. Su chorro de comentarios y preguntas —«Esto no es un guion televisivo»; «¿Es ésta la palabra correcta?»; «Ahí puedes profundizar más»— era con frecuencia irritante e invariablemente correcto. También tengo la suerte de haber contado con las compañeras estelares de Jake en la editorial: Katie Freeman, Lydia Hirt, Geoff Kloske y Kate Stark.
Tanya Maiboroda creó cerca de dos docenas de gráficos que recogían las ideas clave con claridad y estilo. Elizabeth McCullough, como siempre, detectó errores en el texto que a todos los demás les habían pasado inadvertidos. Rajesh Padmashali fue un genial compañero, facilitador y traductor en Bombay. Jon Auerbach, Marc Tetel y Renée Zuckerbrot, amigos desde mi primer año en la universidad, me ayudaron a identificar a varios entrevistados. También me beneficié de las conversaciones con Adam Grant, Chip Heath y Bob Stutton, que hicieron sugerencias inteligentes y uno de ellos (Adam) me convenció para abandonar mi atroz esquema inicial. También quiero agradecer especialmente a Francesco Cirillo y el difunto Amar Bose por razones que ellos entenderían.
Cuando empecé a escribir libros, uno de nuestros hijos era muy pequeño y dos no habían nacido aún. Hoy, los tres son unos jóvenes asombrosos que están a menudo dispuestos a ayudar a su menos asombroso padre. Sophia Pink leyó varios capítulos e hizo una serie de hábiles correcciones. La considerable agudeza baloncestística de Saul Pink —aparejada con sus habilidades para hacer búsquedas en el móvil— contribuyeron a la gran fábula deportiva del cuarto capítulo. Eliza Pink, que atravesaba su último año de instituto mientras yo terminaba este libro, fue mi modelo a seguir por su coraje y dedicación.
Y en el centro está su madre. Jessica Lerner leyó todas las palabras de este libro. Pero no sólo eso. También leyó todas las palabras de este libro en alto. (Si no sabes lo heroico que es eso, ve a la introducción, empieza a leer en alto, y a ver hasta dónde llegas. Después intenta hacerlo con alguien que te interrumpe constantemente porque no estás leyéndolo con suficiente brío o el énfasis adecuado). Su inteligencia y empatía hicieron que éste fuese un libro mejor, igual que desde hace un cuarto de siglo me hicieron una mejor persona. En cada momento y en cada tiempo verbal, ella fue, es y será el amor de mi vida.