7. La lista de Beatriz

 

 

 

 

 

Supo que se llamaba Beatriz al ver su nombre en la nota que le pasó por debajo de la puerta.

Hans había decidido no volver a salir de su dormitorio una vez que el adolescente con ínfulas literarias lo dejó allí tras amenazarlo con la trilladora por segunda vez. No lo había hecho con acritud, sino con una sonrisa casi amigable y una palmadita en la espalda, pero la amenaza había estado ahí.

—Me caes bien, tío. Tu muerte sería una lástima para la literatura mundial.

Hubiera querido decirle que las amenazas no eran necesarias. Hacía un año que no sentía nada por ninguna mujer, y su madre, sobre todo su madre (¡una madre, por Dios!), no iba a ser una excepción.

De hecho, había consultado con un médico porque estaba convencido de que el dichoso toro le había dañado algo en sus partes. Porque él siempre había sido un macho y ahora era… nada. Sin embargo, el doctor le había asegurado que su falta de libido era debida al estrés y tal vez a una ligera depresión. Todos los males se le pasarían el día en que volviera a ser él mismo.

Con una sonrisa, le había recomendado aire fresco, largos paseos, leer mucho, escuchar música, comer bien y, sobre todo, que no se agobiase. ¡Qué fácil era hablar así cuando uno no era Hans Gandía!

Cansado y sin ninguna gana de volver a enfrentarse a esa mujer y a sus burlas, se había encerrado en el dormitorio y se había plantado ante la ventana.

Con algo de miedo, casi había esperado ver allí al toro Arturo, observándole y esperando su caída definitiva en la miseria más absoluta. En cambio, vio unos árboles, tal vez anodinos pero bonitos, un campo verde salpicado de montículos de arbustos y malas hierbas y a lo lejos unas montañas azuladas que probablemente tenían un nombre nada exótico. Los pájaros cantaban y a lo lejos se escuchaba el ruido de las máquinas agrícolas. Nada de bocinas de coches, nada de atascos, nada de olor a contaminación. Vio unas motas blancas y, al asomarse un poco más, vio que eran gallinas que corrían libres, lo que al menos aseguraba que las tortillas de claras estarían buenas.

Era tranquilo y extraño a sus ojos. Notó una ligera opresión en el pecho, pero la ignoró. Lo último que quería en ese momento era ceder a la ansiedad y al pánico.

Se suponía que todo aquello era para bien, así que tendría que ser fuerte.

—¿Vas a cenar con nosotros? Aquí cenamos temprano.

La voz de la pelirroja, nada amable, para variar, le llegó desde fuera. No lo invitaba, de hecho, parecía que le ofrecía un plato por obligación. Sin embargo, iba a pagar por él.

—No, gracias. Voy a acostarme.

No era que no tuviera hambre, porque había salido temprano de casa con Bermúdez para no coger el atasco de primera hora en la ciudad y apenas había picoteado por los nervios. Tampoco había comido nada de camino porque no le gustaba comer en los bares de carretera, siempre llenos de gente vulgar, donde servían comida grasienta y lo miraban raro si pedía té ayurvédico o algo que proviniera de granjas orgánicas. Algunos camareros incluso pensaban que se reía de ellos. Por supuesto, alguna vez caía en la tentación de comer un bocadillo de buen jamón o queso, pero luego se fustigaba por su debilidad y se obligaba a realizar una tabla extra de ejercicios. Si había algo que odiaba de verdad de no ser el de antes era el haber perdido su hermoso cuerpo atlético. Cierto que le costaba lo suyo mantenerlo, pero lo tenía. Ahora, por desgracia, se sentía débil como un niño.

Los médicos le habían dicho que recuperar su aspecto anterior era solo cuestión de paciencia, pero se notaba que ellos no sabían lo que era ser Hans Gandía. Si lo supieran, no le pedirían paciencia después de un año de dolor y agonía.

¿Comprendería esa granjera sus necesidades alimenticias?

En un lugar campestre como ese debería ser sencillo encontrar algo cultivado sin pesticidas y al modo tradicional, como él consideraba que debían tratarse las verduras y los alimentos, pero ya se había llevado un buen chasco en su anterior visita al pueblo, cuando en el hostal le habían servido día tras día comida como mínimo transgénica y lechuga de bolsa. ¿Había algo más triste que comer comida artificial cuando había miles de huertos naturales a tu alrededor? ¡Si hasta se había tenido que meter él mismo en la cocina para poder comer algo decente!

Lo cierto era que no tenía paciencia ni ganas de más varapalos ese día. Encontrarse una ensalada de brotes salidos de un paquete de supermercado lo mataría. Había metido unas barritas de cereales en la maleta y se pasaría con ellas por esa noche.

De pronto escuchó un crujido de papel y vio cómo se deslizaba algo por debajo de la puerta.

—He escrito unas normas que nos harán la vida mucho más fácil a todos. Si necesitas cualquier cosa, estaremos por aquí un rato. Luego, no te aconsejo salir, no vaya a ser que te pierdas y tengamos que lamentar males mayores.

No se despidió. Eso habría supuesto ser educada. También sus últimas palabras habían sonado a amenaza, aunque probablemente no había sido esa su intención. O tal vez sí. A lo mejor solo había intentado que no le creara más problemas.

Se agachó con dificultad para coger el papel y gimió de dolor. La tensión de ese día le había pasado factura, por no hablar de la caída de espaldas, lo cual le recordó que se suponía que se quería dar una ducha.

Miró a su alrededor en busca del baño que debería haber allí, pero no había señales de un baño privado. Dio una vuelta más sobre sí mismo, como si se hubiera perdido algo. Una cama diminuta, una mesita de noche, un armario pequeño y viejo, aunque con pinta de antigüedad valiosa, una mesa y una silla que tendrían que valerle como escritorio, aunque eran la décima parte de la que tenía en su casa… pero nada más.

Era una celda de monje. Y, para demostrarlo, había un cristo que lo miraba desde un crucifijo horrendo y que lo juzgaba por estar allí sin la debida resignación monástica.

Levantó un brazo y se olisqueó el sobaco. No olía a gloria, pero no se había desmayado, así que supuso que podría sobrevivir por esa noche.

—Pues pasaremos sin cena y sin ducha.

Haciendo acopio de una paciencia que lo sorprendió incluso a él mismo, se sentó a la silla, que crujió de un modo terrible bajo su peso, y abrió la nota.

Las normas parecían dignas de un colegio militar, de un internado católico o de una prisión, pero se resumían en que él no debía tocar nada, no debía hacer nada ni debía decir nada sin consentimiento previo de la dueña de la casa o, en su defecto, de su hijo. Eso sí, debía pagar con puntualidad o perdería el derecho a recibir los beneficios que le otorgaba el pago de su estancia: comida, un techo, oxígeno para respirar y poco más.

Y todo ello para que pudieran convivir en paz, por supuesto. Jamás en su vida se había sentido tan humillado y tan ridículo. Él, Hans Gandía, que había pernoctado en la Gran Pirámide de Egipto, no iba a acatar esas normas estúpidas.

Su vista se paseó hasta el final de la nota hasta ver la firma de quien había redactado aquello con un estilo tan seco como dictatorial. Al menos no podía reprocharle ni una falta de ortografía.

Beatriz Martínez.

Bien, se iba a enterar esa tal Beatriz. Si quería que se quedara en su casa, tendría que aceptar algún cambio en esa lista o lo perdería como inquilino para siempre.

 

 

—¿Qué pasa?

Beatriz intentaba comer, pero la mirada fija de su hijo se lo ponía difícil. Llevaba por lo menos cinco minutos mirándola como si fuera a salirle una cabeza extra sobre los hombros.

—¿Vas a explicarme de qué va este asunto, madre?

Beatriz entrecerró los ojos y dejó el tenedor a un lado del plato.

Si había algo que odiaba era que su niño se pusiera repipi con ella. Sabía que era un genio de las letras y que era listo, mucho, pero en esa casa su superioridad intelectual usada como arma estaba fuera de lugar.

Pensó en contarle su última charla con su madre, pero prefería que los roces entre ella y su madre quedaran entre las dos y que no tocaran a su retoño, de modo que prefirió contar una verdad a medias.

—Supongo que se lo debemos, después de lo del año pasado.

Por un instante pensó que se lo había tragado. El adolescente cortó con el tenedor un trozo de tortilla y se lo llevó a la boca para masticarlo con una tranquilidad pasmosa. Entonces, cuando Bea creyó que podría acabar de cenar en paz y olvidarse del escritor por esa noche, el niñato volvió a las andadas. Cuando se ponía así le recordaba a su padre. No cabía duda de que lo de ser tan inoportuno y bocazas lo había sacado de él.

—¿Te ha denunciado por lo que le pasó? Porque, si no es así, no entiendo que le hayas metido en casa. Si no has sentido remordimientos hasta hoy, ¿por qué ahora?

Había tanto desdén en la voz de su hijo que Bea se preguntó si de verdad aparentaba ser tan desabrida. Además, ¿quién le decía a ese crío que no se había preocupado por el escritor en todo ese tiempo? Había preguntado por él de vez en cuando. Que no fuera proclamándolo por ahí era otra cuestión.

—Es solo un favor —respondió encogiéndose de hombros—. Por lo visto está escribiendo algo y necesita documentarse.

Pudo ver cómo los ojos de Johnny se abrían de par en par al escuchar sus palabras y supo que acababa de abrir la caja de Pandora. Durante meses había logrado que dejara de hablar de la escritura y sus sueños de convertirse en un autor rico y famoso, o por lo menos que se centrase algo más en sus estudios, pero ahora había metido en su casa a la mismísima tentación en forma de escritor de éxito. Se imaginaba que volverían las charlas sobre su próxima publicación y los planes sobre las presentaciones masivas, que él imaginaba como fiestas llenas de famosos, sus autores favoritos peleándose por darle la mano y ánimos, y también alguna chica guapa haciéndole ojitos. Desde que la bibliotecaria estaba emparejada y feliz, andaba de alas caídas, aunque se suponía que ella no sabía nada de ese asunto.

Ese maldito Hans personificaba todo lo que su hijo quería ser algún día. Además, lo hacía parecer sencillo, como si cualquiera, sin apenas esfuerzo, pudiera conseguirlo todo: un coche enorme y precioso con chófer, viajes caros con el único objetivo de documentar unas pocas páginas, ropa cara y elegante, un pelo bonito y una actitud de estrella de cine. ¡Si hasta sonreía y posaba como un actor famoso! La primera vez que había ido al pueblo se había dedicado a firmar autógrafos por ahí a todos los que se cruzaba.

—¿Puedo ayudarle? Dime que puedo… ¿Quién mejor que yo para explicarle todo lo que quiera?

Johnny había levantado el cuerpo de la silla y juraría que flotaba unos centímetros por encima de ella. Si se descuidaba, saltaría por encima de la mesa y la agitaría hasta que aceptara.

Beatriz trató de sonreír y pensó en la lista de normas que había escrito y había pasado por debajo de la puerta de su dormitorio. De haber pensado en que esto ocurriría, y sin duda debió hacerlo, habría añadido que no se acercase a su hijo. Lo habría escrito con mayúsculas, negrita y lo habría subrayado.

—Le preguntaremos mañana. —Fue lo único que pudo decir.

Mientras tragaba la tortilla de patatas, que de pronto sabía a esparto, y escuchaba a su hijo parlotear acerca de todo lo que aprendería de Hans, al que hacía unas pocas horas consideraba un idiota prepotente, pensó que la idea de alojar allí a ese escritor empeoraba por momentos.

Con suerte, se cansaría en un día o dos y se largaría tan de repente como había aparecido.