8. Uso de zonas comunes

 

 

 

 

 

Cuando Hans despertó, a la mañana siguiente, tenía la sensación de que había pasado un siglo. Se sintió como Rip Van Winkle cuando se había despertado bajo el tronco del árbol, y más o menos igual de ágil que él. Además, como el tipo que había dormido cien años de un tirón, tampoco tenía ni idea de dónde estaba.

Le costó un par de minutos recordar que ese ruido de pájaros y naturaleza no provenía de una aplicación del teléfono que había usado una temporada porque aseguraban que un despertar con ruidos de la naturaleza hacía que el cerebro funcionase mucho mejor, aunque a él le había resultado irritante y la había tenido que desinstalar.

Además, estaba esa luz brillante que entraba por la ventana y ametrallaba sus pupilas. La noche anterior no había recordado cerrar la persiana y ahora el sol inundaba el dormitorio de forma criminal.

Se giró en la cama y recordó de golpe que no era la suya cuando estuvo a punto de caerse por el lateral. No podía creerse que todavía fabricasen camas tan pequeñas. Debería ser delito. El esfuerzo que hizo para no caer le provocó un tirón en la zona lesionada por el simpático Arturo. Su bazo ausente gritó con todas sus fuerzas durante un minuto entero mientras él trataba de respirar hondo para controlar los músculos contraídos. Ya se lo habían dicho, cuanta más tensión, más sufrimiento. Solo que era más fácil decirlo que hacerlo.

Gimió de dolor mientras manoteaba para alcanzar el teléfono.

Las seis y media de la mañana.

Tenía que ser una broma.

Sin embargo, había ruido en la casa. Alguien silbaba con muy poca consideración en algún lugar y una risa masculina le hizo sentirse miserable. Ser feliz a esas horas también debería ser delito. Y también, que amaneciera tan temprano.

Aunque, si lo pensaba bien, hasta hacía no tanto él había madrugado incluso más. Entonces no le importaba aprovechar el silencio, o casi silencio de la ciudad para meditar y trabajar. Su cuerpo entonces era una máquina perfecta y podía exprimirle todo su jugo para sacarle el mayor provecho. Ahora solo era una cáscara seca y amarga y no era persona antes de mediodía, y eso con suerte.

Se levantó con esfuerzo, como anticipándose a un nuevo dolor, aunque no ocurrió. Se estiró con cuidado, como le habían enseñado en su terapia de rehabilitación, y realizó unos cuantos ejercicios de calentamiento con desgana.

Se sentía sucio, hambriento, sediento y cabreado. Y también tenía ganas de orinar.

Le parecía increíble llevar encerrado en esa habitación horrible miles de horas y que nadie se hubiera molestado en comprobar si seguía vivo.

Como si ese pensamiento hubiera alertado a los seres vivos de la casa, oyó que llamaban a la puerta.

—Si estás despierto, el desayuno estará listo en un rato. Tenemos que hablar.

Ni un «buenos días», ni un «¿qué tal estás?». Esa mujer tenía los mismos modales que una morsa.

Le habría gustado insultarla más y con más sentimiento, pero las tripas le sonaban demasiado y juraría que hasta veía doble por culpa de la inanición. Cuando se sintiera más fuerte podría escribir todo lo malo que sentía por ella.

«Beatriz» pegaba con algunos epítetos bastante feos que no le importaría utilizar en un texto. ¡Oh, sí!

Salió del dormitorio con toda la dignidad que pudo acaparar, dadas las circunstancias.

Sabía que no estaba en su mejor momento. En su habitación ni siquiera había un espejo, así que no había podido ver su aspecto, aunque, visto lo visto, era lo mejor.

—Me daré una ducha antes —dijo pasando junto a Beatriz sin apenas mirarla.

Ella asintió y le señaló un pasillo a su izquierda. Por algún motivo, había enrojecido y evitaba mirarlo.

—Es la puerta del fondo. —Su voz sonaba ahogada por la vergüenza.

¿Qué le pasaba a esa mujer? Cualquiera diría que no había visto jamás a un hombre recién levantado en su vida.

—Gracias —respondió, con una sonrisa que hizo que ella enrojeciera más todavía.

Siguió sus indicaciones y se encerró en el baño durante lo que le pareció la hora más gloriosa de su vida. Jamás lo admitiría, pero ese cuarto de baño era lo más parecido a un paraíso en ese lugar, aunque de moderno y cómodo tenía poco. Sin embargo, poseía lo poco que le pedía al mundo en ese momento, y con eso le bastaba. El agua estaba caliente, el jabón tenía espuma y olía bien, la toalla estaba limpia y, en definitiva, todo estaba como debía estar.

De repente, cuando salió de la ducha, Hans fue consciente de que había cometido un error.

Rehízo sus pasos desde que se había levantado hasta llegar a su pequeño oasis. Se había levantado, se había sentido hambriento, había salido de su dormitorio, se había metido en la ducha… pero no se había desvestido para ello, porque no llevaba ropa. Con razón Beatriz no había querido mirarle cuando se la había encontrado.

Miró a su alrededor y solo vio una toalla de mano para secarse. Nada que ver con las enormes toallas que tenía en casa, grandes como mantas. Por supuesto, no se le había ocurrido preguntar si habría toallas para secarse.

Temblando, se secó como pudo y luego miró el cuadrado de tela mojado con apuro. Una cosa era haber desfilado en pelotas delante de ella sin ser consciente de su desnudez, pero hacerlo así era muy distinto. Incluso él tenía sus límites.

Iba a acercarse a la puerta a llamarla para que le llevara algo de ropa o una toalla más grande, cuando de pronto se abrió la puerta de golpe y una señora de unos setenta años, con el pelo cardado y los labios pintados con un color rojo tan profundo como la sangre se plantó ante él con las manos en las caderas y lo miró de arriba abajo.

—¡Por la Santísima Virgen y Todos los Santos! Me lo habían dicho y no me lo creía, pero ya veo que es cierto. ¡Hay un hombre desconocido en mi casa! ¡Un hombre desnudo!

 

 

Beatriz pensó que debería haber imaginado que ese momento llegaría, pero no había creído que sería tan temprano ni que sería… así.

Para empezar, su inquilino no estaría desnudo delante de su madre, con el pelo rubio chorreándole por la cara, tan pasmado que ni siquiera se le había ocurrido taparse. Una cosa era que desfilara sin pudor delante de ella, como probablemente hacían todos los autores bohemios, pero otra distinta era que se luciera delante de su madre, que había clavado su mirada en su entrepierna y la señalaba como si sus palabras no hubieran bastado para demostrar lo evidente.

Sí, Hans estaba desnudo.

Beatriz pensó que tal vez no debería mirarlo, pero las circunstancias lo hacían complicado.

—¡Míralo, Beatriz Inmaculada! ¿Puedes explicarme qué hace este hombre desconocido y desnudo en mi casa?

Su madre señalaba y señalaba, y Bea pensó en la última vez que había visto a un hombre desnudo tan cerca. Hacer cuentas siempre le había costado un esfuerzo, pero en esas circunstancias todavía era más difícil.

El escritor se cubrió con lo primero que encontró a mano, un bote de champú familiar con aroma a rosas, aunque eso no impedía que, desde su ángulo de visión, pudiera apreciar una magnífica vista de su costado izquierdo, parte de un trasero bastante aceptable y de un cuerpo que, en definitiva, era agradable a la vista.

Por supuesto, que fuera atractivo no quería decir nada.

El último hombre al que había visto desnudo también era guapo, más que guapo, pero no quería volver a tenerlo cerca jamás. La belleza era un atributo como otro cualquiera, como los conocimientos de inglés o el tener una buena voz. Y de lejos, en su opinión, era el menos útil de los tres.

—Es mi inquilino, madre.

Digna Guzmán, viuda de Martínez, pareció olvidarse de la presencia del hombre desnudo cuando la escuchó hablar, aunque solo fue durante unos segundos.

—¡Un inquilino! —exclamó escandalizada—. ¿Un inquilino en mi casa, como si fuéramos… pobres?

Beatriz sintió de pronto el peso de la ridiculez de aquella situación. No era solo que su madre no viviera en esa casa desde hacía diez años o más, aunque todavía tuviera el cuajo de presentarse en ella como si fuera una hacendada; era también que se sintiese ofendida de algún modo, como siempre, y que no se fijara en que había un hombre desnudo ante ellas cubriéndose el pene con un bote de champú familiar. El bote de champú que ella usaba, maldito fuera. ¿Cómo iba a poder usarlo sin pensar en ese momento?

—Mamá, somos pobres, por si no te acuerdas, o al menos yo lo soy. Y ahora, cierra la puerta y deja que mi inquilino se asee tranquilamente. Hablemos.

Se sintió orgullosa de su tono de voz serio y grave, adulto. En cualquier otro momento, sobre todo si ese hombre no hubiera estado delante, habría gritado y agitado el dedo delante de su madre, la habría echado de allí con cajas destempladas, pero algo hizo que se sintiera calmada y madura.

Sin embargo, si había algo con lo que siempre se podía contar, era con que su madre no escucharía ni una sola palabra de lo que decía.

—Quiero que se vaya de mi casa. La gente hablará y sabrá que anda desnudo por ahí, y Dios sabe que ya hablan bastante de ti, muchacha tonta.

Muchacha tonta. Ya estaba ahí esa palabra, como si todavía fuera una cría asustada y embarazada que caminaba con la vista baja, temerosa de las habladurías de sus vecinos. Habían pasado diecisiete años y su madre todavía le reprochaba casi en cada charla la vergüenza que le había hecho pasar por poner en entredicho el buen nombre de su casa.

Ahora tenía a un hombre en su casa y eso solo quería decir que había vuelto a traer el pecado y perversión, o que estaba en camino, estaba claro.

Casi podía escuchar los cuchicheos, las tertulias en el bar y los sermones más o menos camuflados sobre mujeres perdidas en la misa, como cuando Johnny había nacido.

Sintió que la mirada se le escurría hacia el escritor bohemio sin poder evitarlo. Un calor que no tenía nada que ver con el deseo invadió su cuerpo. Él pareció notar su mirada, porque enrojeció de golpe.

Se le escapó una sonrisa y pasó junto a su madre para cerrar la puerta del baño. Sabía que así no acabaría la batalla, ni mucho menos, pero podría alejarla de allí para que Hans pudiera regresar al dormitorio para vestirse y no morir el primer día de una neumonía.

Y lo necesitaba vivo para que la ayudara, y no solo con los gastos de la granja.

—Dime que vas a acabar con esta bobada. Sé que necesitas dinero para la granja. Podemos hablar de condiciones…

Beatriz acompañó a su madre y le colocó una mano en el hombro, guiándola hacia la salida con discreción.

Conocía las condiciones de su madre, así que para ella no había mucho por hablar. Matrimonio, por supuesto. Dejar la granja. Empezar a actuar como una mujer y madre. Para ella nada de todo eso era negociable, así que asintió y sonrió, algo que su madre se tomó como una victoria hasta que se encontró junto a su coche sin haber conseguido que Bea dijera que iba a echar a su inquilino.

—Crees que puedes hacerlo todo sola, pero un día verás que no puedes. Con ayuda todo es más sencillo.

Bea sorprendió a su madre dándole un beso en la mejilla. A pesar de la hora, su madre tenía un aspecto maravilloso. Iba tan bien maquillada y peinada como si acabara de salir de la peluquería, y su traje era precioso. Su aspecto no habría desentonado en un salón de té de Madrid. A su lado, ella era un adefesio, como no se cortaba de insistir una y otra vez.

—Solo que tú no quieres ayudar, mamá. Tú quieres que todo sea como tú ordenas.

Digna dio un respingo que hizo que su boca pintada se arrugara un poco.

—Eres tan desagradable como tu padre. Lo único que quiero es que todo esto —añadió señalando a su alrededor con una sonrisa que no le llegó a los ojos oscuros— no se convierta en tu tumba y castigo, como le ocurrió a él. Hay vida más allá.

Beatriz asintió y la dejó marchar. Habían tenido esa charla miles de veces y sabía que jamás estarían de acuerdo. Su madre nunca entendería que no quisiera ser una chica dedicada a una familia y a su casa y prefiriera mantener la explotación familiar, aunque fuera sola.

—Está claro a quien has salido.

La voz de Hans la sorprendió.

Se giró para mirarlo. Se había vestido y miraba el coche de su madre alejarse como quien ve un volcán en erupción a una distancia prudente. Y, por lo que sabía de él, algo sabía de esas cosas.

—¿Lo dices por la apabullante belleza? Siempre dice que era la más guapa del pueblo de joven y que lo sigue siendo.

Hans dejó escapar una risa divertida.

—Lo decía por el carácter de mierda, pero sí, ahora que lo dices, tu madre es guapísima.

Bea pensó que tenía una sonrisa preciosa, de esas que se ensayaban delante del espejo y que quedaban de maravilla en las solapas de los libros. Era posible que tuviera los labios más bonitos que hubiera visto en su vida. El superior tenía una forma de corazón casi perfecta y el inferior era grueso, casi infantil. Una boca así no debería usarse para decir cosas tan feas. Pero al final era como todos, tenía una sonrisa preciosa y falsa como las monedas de chocolate.

—Diga lo que diga, te quedas.

Vio cómo su sonrisa desaparecía tan de golpe como había aparecido. En su lugar, un ceño fruncido que era igual de aparente como su sonrisa de dentista. Sin duda, ese hombre era un catálogo andante de posturas de revista.

—¿Y no tengo nada que opinar al respecto?

Ahora fue ella la que sonrió. A ese juego podían jugar los dos y cuando quería, Beatriz podía ser casi igual de atractiva como su madre, solo que en versión rústica.

—Se supone que fuiste tú quien pidió venir aquí. ¿En qué otro lugar vas a encontrar una granja como esta? Es la única en toda la zona que conserva instalaciones del siglo pasado y métodos tradicionales. Este sitio es magia pura, señor escritor. Aquí las historias salen de debajo de las piedras.

Él la miró, entrecerrando los ojos con burla. Sin duda, debía saber que se reía de él, pero no dijo nada.

—En resumen, que es un antro anticuado y sin futuro donde perfectamente se podrían haber cometido una serie de crímenes —replicó, cruel. Cruzó los brazos y adelantó los labios en un gesto que ella se dijo que debería parecerle ridículo, pero que le resultó extrañamente atractivo—. Por lo que pago por quedarme en este sitio tan fastuoso, al menos el desayuno de lujo debería estar incluido.

Beatriz rio y señaló la puerta de entrada.

—Por supuesto. De todas formas, el espectáculo ya lo hemos tenido hace un rato. Aunque te recomiendo no ir tan ligero de ropa por la casa, mi madre suele hacer este tipo de visitas intempestivas a menudo. Por mí, puedes ir como quieras, estoy curada de espantos.

Él la recompensó con un bonito sonrojo, lo que la hizo pensar que todo aquel desparpajo y aquella actitud mundana no eran más que una fachada. Se sintió malvada por provocarlo, pero no pudo evitar una burbuja de alegría en su interior. Hacía tiempo que no se divertía tanto.

Por supuesto no iba a decirle que había disfrutado del espectáculo, al menos hasta que había llegado su madre. Él ya era lo bastante vanidoso como para regalarle el oído.