¿Había insinuado esa maldita bruja que era feo?
Hans masticó la tostada y sintió cómo los dientes deshacían las semillas con saña. Estaba delicioso, pero jamás lo admitiría. Ni aunque le torturasen cien maestros chinos de las artes marciales. Sabía que era casero porque ningún pan amasado en una panadería tendría ese aspecto irregular ni estaría todavía calentito, pero no le diría a esa mujer que su pan estaba bueno.
Su estómago traidor, en cambio, rugió para demostrar lo feliz que se sentía con semejante festín. Hacía siglos que no comía tan bien.
De acuerdo, cocinaba bien, pero eso no quitaba que ella y toda su familia fueran unos monstruos maleducados. Su hijo le había amenazado con una trilladora, su madre le había querido echar de casa como le habían traído al mundo y ella había insinuado que era feo.
Molesto, dejó la taza de café a un lado con un chasqueo y volvió a morder la tostada.
Era posible que no estuviera en tan buena forma como en otros tiempos, pero seguía siendo Hans Gandía, el autor más guapo de su generación. Lo decía la revista Jóvenes Escritores y aquello era como si estuviera escrito en las Sagradas Escrituras a todos los efectos.
—Se nos hace tarde. Puedes llevarte la comida si quieres, está claro que hace siglos que no comes nada en condiciones. Las viejas del pueblo dirían que te falta carne en las costillas.
Ahí estaba ese tono desdeñoso y esa mirada de lástima. Ni que ella fuera una reina de la belleza. Si no fuera por ese cabello rojo, ni siquiera llamaría la atención en un grupo de diez mujeres. Solo cuando abría la boca daban ganas de triturarla con la mirada y se quedaba uno de verdad con su cara.
Se levantó y se obligó a dejar el resto de pan que le quedaba, pero su mano decidió por sí misma y se lo llevó a la boca.
—¿Vas a llevar esos zapatos?
Otra vez aquella sonrisita y aquella mirada, como si supiera más que él de todo y anticipase una catástrofe si no la obedecía.
¿Qué tenían de malo aquellos zapatos? Los había comprado en una tienda especializada en ropa deportiva y le habían asegurado que eran lo mejor para ir de excursión por el campo. Por no decir que le habían costado un dineral. Tenían al menos veinte capas de material impermeable y eran cómodos y bonitos, no como las botas de goma que ella llevaba, que sonaban como sapos aplastados a cada paso que daba.
¿Y qué decir de ese buzo que llevaba? ¿Era necesario que fuera de ese tono naranja butano? No cabía duda de que la verían desde cualquier loma a kilómetros de distancia, aunque también podrían verla con solo quitarse la gorra, porque ese pelo era como una llama en medio del pasto seco.
—Llevaré mis zapatos —respondió, masticando todavía los restos de delicioso pan—. Podemos irnos cuando quieras.
Beatriz era consciente de que los trabajadores de la granja la miraban extrañados al pasar, pero ella fingió que no ocurría nada fuera de lo común, como si no fuera acompañada de un tipo recién salido de un documental de la BBC que parecía estar a punto de girarse hacia una cámara en cualquier momento para comentar a sus espectadores lo que tenían el privilegio de ver.
—¿Qué es lo que estás escribiendo, exactamente? Más que nada para que sepa qué debo explicarte.
Hans la miró con desconfianza mientras daba traspiés al seguirle el paso. ¡Oh, sí! Aquel camino estaba hecho un desastre, sin duda, y ni siquiera las vacas deberían transitarlo, pero ella quería que viera su granja en toda su gloria y viviera una experiencia única.
Saludó cuando alguien pitó al pasar con el todoterreno por el camino asfaltado rumbo al establo de las vacas. A esas alturas ya debería estar allí, supervisando el ordeño, pero la verdad era que se estaba divirtiendo una barbaridad enseñándole a ese idiota todos los rincones más putrefactos de la granja.
Ya habían pasado por la antigua fosa séptica y por el montón de estiércol más grande del mundo. También le había enseñado el uso correcto de la pala mientras le decía cómo acarrear un poco de mierda, algo que todo granjero debía saber bien si no quería acabar en la ruina. Y, por supuesto, le había hecho lavarse en el pozo después de hacerle sacar el agua llena de mosquitos muertos del fondo. El líquido estaba verde y apestaba, pero él había obedecido con el ceño fruncido. Su cara de asco al asegurarle que aquella agua era potable era lo más divertido que le había pasado en dos años. De haberle dicho que la probase, estaba convencida de que lo habría hecho. Ese hombre tenía una especie de espíritu aventurero estúpido y orgulloso en su interior que le obligaba a hacerlo y a probarlo todo, como si tuviera que demostrarle al mundo que era capaz de hacerlo.
Porque él era, como no dejaba de repetir, el gran Hans Gandía, y necesitaba pruebas para demostrárselo al mundo. Por eso sacaba fotos y grababa pequeños vídeos de todo lo que hacía y veía.
Mientras lo hacía, ella esperaba con paciencia a un lado, preguntándose si aquello merecía la pena por el dinero que le iba a pagar.
Necesitaba esos ingresos, y también necesitaba demostrarse a sí misma que podía sacar adelante la granja, pero no sabía si soportar aquello sería demasiado. En solo unas horas ya estaba harta de tanta palabrería.
Sí, después de ese día podría contarle a todo el mundo que había paleado excrementos, que había atravesado una granja a pie y que había sacado agua de un pozo contaminado. Y también que había conocido a la granjera más desagradable y peor vestida del mundo, al parecer. Porque estaba convencida de que era lo que pensaba de ella, a juzgar por sus miradas de rencor y por los cuchicheos que no alcanzaba a escuchar y que juraría que trataban sobre ella.
Al regresar a casa esa noche tendría que desinfectarlo antes de entrar. Trató de recordar dónde había dejado la cal viva, aunque a lo mejor eso sería pasarse.
Por supuesto, por su cabezonería, al poco rato de salir de casa sus maravillosos y caros zapatos de diseño estaban arruinados, pero él se mantenía digno, tomando notas y fotografías de todo lo que le enseñaba, como si de verdad creyese que lo que le mostraba tenía algún interés. Si a esas alturas no había comprendido que le había tomado el pelo, o de verdad era muy tonto o tenía un don divino para la actuación.
No le había hablado sobre lo que estaba escribiendo porque parecía ser de esos que pensaban que, de contar algo de su historia, la gafaba. O, quién sabe, a lo mejor creía que le robaría sus valiosas ideas.
También su niño era así. Cuando era una criatura le contaba todo lo que le pasaba por la cabeza, pero ahora solo se encerraba y rumiaba en silencio que estaba trabajando y que no quería que nadie, mucho menos ella, lo molestara. Por supuesto, Johnny creía que ella no lo apoyaba en sus planes de dedicarse a la escritura y, en parte, tenía razón porque estaba convencida de que se trataba de una vida complicada y donde era difícil destacar, pero ¿acaso no tenía ante ella a un hombre que vivía de sus obras y era admirado por su trabajo?
A lo mejor no sería Hans el único en aprender algo durante su estancia en la granja. Además, si había algo que admiraba de él era su seriedad. De todo lo que había escuchado sobre él, nada la había preparado para aquello.
Jamás había visto a nadie observando un montón de paja con tanta concentración o anotando sus impresiones sobre una pila de estiércol. Si hasta había ratos en que se arrepentía de estar tomándole el pelo de aquella manera.
—¿Has visto una vaca alguna vez en tu vida? Una de verdad —le preguntó al avistar el establo donde ya mugían las vacas, deseosas de que las ordeñasen.
—¿Cuenta como tal el bicho con cuernos que casi me mató el año pasado? —Hans no había dejado de escribir en su libreta y su tono de voz no había sonado con ninguna entonación especial, así que no supo si había algún reproche en sus palabras.
Beatriz recordó de pronto que, por muy idiota que fuera el urbanita, le debía algo. Era divertido tomarle el pelo, pero se marcharía sin pagarle ni un céntimo si se daba cuenta de lo que estaba haciendo con él.
Tenía que admitir que, para su sorpresa, él no había protestado en ningún momento, ni siquiera cuando había entrado en un enorme y asqueroso montón de mierda hasta medio muslo porque ella le había dicho que era la única forma de notar la textura de la hierba a medio digerir en su interior. El resultado era que tenía que aguantar su pestazo a cada paso.
Si él se lo tomaba en serio y la escuchaba con interés, y ella necesitaba el dinero que le pagaría por el alojamiento, ¿por qué se empeñaba en boicotearlo?
Avergonzada por su actitud, comenzó a explicarle que todas las granjas lecheras de cierta envergadura estaban automatizadas y el ordeño era automático.
—Sería una locura hacerlo de modo manual. Además, de este modo es más rápido e higiénico.
Hans levantó la barbilla y miró el establo, como si se enfrentase a un reto. De pronto, había una especie de brillo en sus ojos azules.
Se miró las manos y movió los dedos como si estuviera acariciando algo.
—Me vendría bien ordeñar una vaca. Mi protagonista haría algo así, sin duda.
Beatriz se obligó a no reírse en su cara ante su expresión casi ansiosa.
No sabía qué esperaba él de la sensación de ordeñar una vaca, pero la tendría.