11. La visión

 

 

 

 

 

Hans sentía dolor.

No un dolorcillo leve del que se pasaba con unos estiramientos y un analgésico, sino uno de esos que apenas le dejaban respirar hondo y hasta le impedían hablar, pero no lo admitiría.

Caminaba detrás de Beatriz de vuelta a la casa todo lo aprisa que podía, pero ya había tropezado dos o tres veces, con los consiguientes gritos ahogados, y sabía que se estaba rezagando demasiado. Si ella continuaba a ese paso, se perdería y acabaría en algún agujero, como le había pasado a Alejandro un millar de veces. Solo que a él nadie le buscaría y acabaría podrido en el fondo. Y ya no tenía fuerzas para escalar y salir por sus propios medios, como en los viejos tiempos.

Beatriz parecía no notar que caminaba cada vez más despacio y que ya no respondía a lo que decía. Si no fuera vestida de aquel horripilante tono naranja, la habría perdido de vista hacía tiempo.

De pronto sintió ganas de dejarse caer a la sombra de cualquier piedra del camino y de morir.

Al fin y al cabo, ya había conseguido lo que había ido a buscar a ese inmundo lugar: había acariciado las mamas de una vaca y no había muerto en el intento. ¿No era eso suficiente? La leche, lo había comprobado, salía caliente y era grasa y algo amarillenta, pero le habían recomendado no probarla sin hervirla antes.

—Gérmenes, ya sabes.

Gérmenes. Como si no llevara encima restos de mierda, mosquitos muertos del fondo de un pozo y a saber qué más. Esa leche que había ordeñado él mismo no podría matarlo.

Y entonces la vaca, que se había dejado ordeñar con una delicadeza digna de una dama, se había girado, le había dado un golpe en la cara con la cola y le había tirado al suelo. Durante unos segundos lo vio todo negro, no solo porque las costillas dañadas protestaron, sino porque le pareció increíble que una cola de vaca tuviera tanta fuerza. Por supuesto, la leche le había caído encima, haciendo que su trabajo de casi media hora se fuera al carajo y terminando de arruinar su ropa de marca. Con esa peste encima, ni siquiera los pumas se le arrimarían.

Escuchó las risas de varias personas y supo que, sin que se diera cuenta, los empleados de la granja se habían reunido para verlo hacer el ridículo. Seguro que ese era el motivo por el que la vaca se había cabreado y le había tirado. Tanta presión era difícil de soportar hasta para un cuadrúpedo.

—Creo que te has documentado bastante acerca de las vacas por hoy.

Beatriz, para ser sincero, había mantenido bastante bien el tipo, aunque tampoco le había ofrecido una mano para levantarse. También era cierto que no la habría aceptado y que lo más probable era que se hubiera mostrado desdeñoso, pero habría sido un detalle que preguntara si se encontraba bien.

Pero no, había saludado a sus empleados con un gesto de la cabeza, les había dado un par de instrucciones que ellos habían recibido con gruñidos que bien podían ser asentimientos como todo lo contrario, y había salido del establo. Por supuesto, Hans tuvo que seguirla.

A pesar del dolor, todavía trataba de seguirla, como buen becario, aunque parecía que la persiguieran los lobos. Le costaba, pero mantenía el paso, más o menos. Calculaba uno suyo por cada dos de ella, así que en algún momento la perdería de vista, con buzo naranja y todo, y se quedaría ahí, perdido para siempre, como Hansel y Gretel en el bosque. Y dudaba que allí hubiera una casa de chocolate de la que poder alimentarse.

Debió de lanzar un gemido más alto de lo normal, porque vio que Bea se detenía y se giraba hacia él.

Un rayo de sol incidía sobre el mono de trabajo naranja y le hizo fruncir el ceño. En serio que aquella tela era dañina para los ojos humanos. De hecho, juraría que le estaba haciendo perder dioptrías por momentos, porque veía borroso.

 

 

Beatriz mascullaba para sí mientras hacía cálculos mentales.

Necesitaba dinero, sí, pero sobreviviría. Saldría adelante sin él. De verdad que tenía que haber otra forma sin ese hombre creándole problemas a cada paso.

No era solo que se empeñase en aprender las técnicas anticuadas de la granja, que, si lo pensaba, hasta podía tener su encanto, por mucho que retrasase el trabajo diario, sino que, bueno, en fin… la distraía.

No podía estar pendiente de si aparecía desnudo en su salón asustando a su madre o si sonreía mientras ordeñaba. Tenía cosas más importantes en las que pensar, por ejemplo, en cómo pagaría la próxima factura del seguro agrario sin tener que dejar de pagar otras cinco o seis facturas, también necesarias.

Además, también distraía a los trabajadores.

¿Por qué habían ido todos a ver cómo Hans ordeñaba en lugar de hacer lo que tuvieran que hacer, como si estuvieran viendo a un mono resolviendo un rompecabezas? ¿Acaso ellos no habían hecho cosas ridículas en su primer día?

Sus risas y sus comentarios habían asustado a la vaca. Como en la escena de una película mala, se habían puesto a contar anécdotas sobre sus inicios o chistes, hasta que se había formado un grupo de cotillas difícil de superar. Por supuesto, como no podía ser menos, hasta le habían grabado en vídeo. Poco acostumbrada a tanto público, la vaca se había soltado y había volcado el cubo de la leche y derribado la caja en la que se sentaba Hans, que se había quedado unos minutos despatarrado, tumbado boca arriba, boqueando como un pez fuera del agua, chorreando leche.

No quería tener que estar pendiente de él todo el tiempo, se dijo apretando los puños. Alejandro y Daniela le habían metido en la cabeza que tenía la culpa de su accidente con Arturo, pero no iba a cargar con más responsabilidad que la que le incumbía. Ni hablar.

Él había saltado una valla, aunque había un cartel bien claro que decía que no debía hacerlo. Bea le había atendido, más o menos. Había llamado al médico. Casi podría decirse que le había salvado la vida. ¿Por qué se sentía culpable? Debería ser todo lo contrario.

Le explicaría lo que necesitaba saber para su libro y tendría que marcharse. Y ahí acabaría todo.

Decidida, se giró para decírselo, y se encontró con que Hans caminaba a mucha distancia tras ella, haciendo eses, como si hubiera bebido. Su aspecto era deplorable, y no solo por toda la suciedad que llevaba encima. Pensó en el gesto de dolor que le había visto hacer el día anterior y también al caer hacía un rato.

—Se acabaron todos los bichos con cuernos, se acabaron las vacas, los toros, todo lo que sea mortal en potencia —masculló para sí mientras apretaba el paso en su dirección. Y entonces lo vio caer en redondo, como un saco vacío—. ¡Oh, mierda! ¡Qué poco me ha durado!

Recordó lo incómodo que era correr con botas de goma cuando trató de hacerlo. Le dolían los pies y los tobillos, por no hablar de que estaban húmedas de pis de vaca y se le resbalaban, y no veía que fuera mucho más deprisa que andando, pero no podía evitar intentarlo.

¿Cómo se había retrasado tanto? ¿Por qué no le había dicho que se sentía mal? ¿O sí lo había hecho y no le había escuchado?

Cuando llegó junto a él, estuvo a punto de recular por culpa de su olor. La mezcla de estiércol y la acidez de la leche cortada sería capaz de tumbar a cualquiera. Eso unido a que el sol le daba de pleno había hecho que un montón de moscas se estuvieran dando un banquete en sus pantalones y sus adorados zapatos de diseño de explorador de pacotilla.

Le giró la cara hacia ella para comprobar que respiraba.

La cola de la vaca le había dado un buen porrazo, pero nada que no pudiera curarse con una pomada de caléndula. En todo caso, esa nariz ya se había roto antes y nada podría mejorarla, a no ser que quisiera enderezarla en un quirófano. Visto de cerca no era tan guapo, pero todas sus pequeñas imperfecciones lo hacían más atractivo. Y era probable que él lo supiera y fuera por eso que no se hubiera operado esa fea nariz.

—Dime que no te has muerto, porque ya tengo muchos problemas y no te quiero en mi conciencia.

Beatriz se sorprendió del cansancio en su voz. No eran más de las once de la mañana y apenas podía con su alma. Y, por desgracia, Hans no era el único culpable de aquella situación.

Sintió que una lágrima resbalaba por su mejilla mientras se inclinaba para mirarlo más de cerca.

Entonces, él abrió un ojo azulísimo enmarcado por unas pestañas rubias casi invisibles a esa distancia tan cercana.

—Desde luego, huelo a muerto. ¿Sabes que es la segunda vez que te veo así? Aunque ahora ya sé que no eres una visión. —Él levantó una mano y le limpió la lágrima, haciendo que se diera cuenta de lo cerca que estaba—. No llores por mí, guapa, queda Hans Gandía para mucho tiempo.