Quizás no debió haber dicho eso. Lo supo cuando Beatriz dejó caer su cabeza de golpe sobre el suelo. Por suerte, la hierba estaba bastante mullida, aunque la pelirroja no pareció preocupada en lo más mínimo por su estado.
Mientras él bien podía estar desangrándose, sufriendo una conmoción o a las puertas de estar tocando el harpa con los angelitos, ella llamaba por teléfono a uno de sus trabajadores para que fuera a buscarlo y lo llevara a casa.
Nada más colgar, lo miró desde la infinita superioridad de su postura erguida.
Desde el suelo, no podía ver bien su cara, solo la caña de sus botas sucias y una distorsionada visión de su buzo naranja, pero podía imaginarla cabreada y cansada.
—No puedo perder más el tiempo contigo hoy, tengo mucho trabajo. Fran te llevará a casa. La comida ya está preparada, solo hay que calentarla. Date una ducha y acuéstate. Después de dormir te sentirás mucho mejor.
Dicho esto, se fue.
No se despidió y mucho menos aún se agachó para darle un beso de despedida. Tampoco dijo si el tal Fran tardaría mucho.
Abandonado a su suerte, Hans empezó a pensar en todas las películas y los libros que había leído acerca de personas perdidas en bosques y selvas, atacados por animales, muertos de hambre, mordidos por serpientes, ahogados en arenas movedizas, alucinando por la inanición y la falta de agua…
—¿Te has tropezado con tus zapatitos de charol y te has roto un tacón?
Hans se revolvió y gimió al escuchar la voz de un hombre a su lado. Estaba tan concentrado haciendo su lista de horribles maneras de morir que no le había escuchado llegar. Gruñó al ver que se trataba del tipo que se había reído de él mientras ordeñaba, el mismo que ni siquiera había tenido la decencia de presentarse. Bien, ahora al menos sabía que ese maleducado se llamaba Fran.
—El coche está por ahí —añadió el tipo señalando a algún lugar hacia la izquierda, dándole la espalda y sin hacer ni el más mínimo amago de echarle una mano.
Hans pensó que podría llegar al coche sin volver a derrumbarse. Solo estaba cansado, el dolor era soportable. Como le habían insistido miles de veces, aunque él estaba convencido de que no era así, casi todo estaba en su cabeza. En todo caso, no iba a darle el gusto a ese estúpido de verlo caer otra vez.
Se levantó como pudo y aguantó la respiración. La peste que llevaba encima podía ser una explicación plausible del hecho de haber perdido la consciencia. Ni siquiera las cuevas de guano de Vietnam habían apestado como él en ese momento.
Una vez de pie, enfocó a Fran a duras penas y lo siguió.
Podía oírlo maldecir de un modo de lo más pintoresco incluso a distancia. La mitad de sus insultos iban dirigidos a él, por supuesto, pero la otra mitad se los dedicaba a Beatriz.
Él no era su criado ni el chófer de las señoritas de la ciudad. Iba a dejarle el coche apestando durante cien años y eso no se solucionaría ni quemándolo. Aquello no estaba pagado con la miseria de sueldo que cobraba, la jefa tendría que compensarlo. Supuso que se refería a Beatriz. Y lo de jefa no lo decía ni con respeto ni con especial afecto.
Por unos segundos, Hans sintió una cierta simpatía por ese cretino, aunque le duró solo el tiempo en que llegó al coche y Fran lo miró con tal expresión de desprecio que deseó que su pesadilla de que el pestazo le durase cien años se cumpliera con creces.
Con una sonrisa cruel, se sentó en el asiento del copiloto y se restregó con fruición. Ni siquiera un gato en celo lo habría hecho con tanto mimo.
—Y, ¿vas a quedarte mucho tiempo en nuestro querido pueblo, prenda? Que no es que yo quiera echarte, pero lo de tener tanta diversión todos los días en el trabajo no sé yo si es buena idea.
—Lo que crea necesario —respondió Hans tratando de parecer tan duro como él, solo que un bache hizo que soltara un grito de dolor.
—Ya veo. Te quedarás si sobrevives al mundo salvaje y todo eso.
Fran se reía sin disimulo y Hans no quería dar ninguna explicación de sus lesiones, así que el resto del camino transcurrió en un acre silencio. Cuando al fin llegaron frente a la casa, el trabajador apenas se detuvo el tiempo necesario para que se bajara del coche y se largó sin despedirse, como parecía ser costumbre en ese lugar. Esa lección se la debían de haber saltado tanto en el colegio como en los hogares. Las reuniones familiares y las despedidas debían ser muchísimo menos engorrosas con ese sistema, eso tenía que reconocérselo.
Hans pensó que la casa parecía mucho más fea cada vez que la veía: un poco abandonada, necesitada de una capa de pintura y de unas rosas junto a la puerta. Sin embargo, en ese momento era el paraíso, tenía una ducha y una cama, y eso era lo único que necesitaba en ese momento.
Contra toda lógica, la puerta estaba abierta, aunque no había nadie. Supuso que era lo que ocurría en un sitio así. ¿Quién iba a querer entrar ahí por su propia voluntad, después de todo? No había nada bonito ni caro que robar, y solo llegar hasta allí era un engorro. Se quitó los zapatos arruinados en la puerta, y también los calcetines apestosos. Caminó descalzo hasta el cuarto de baño y tiró en la papelera las armas de destrucción masiva en las que se habían convertido sus pantalones. Luego hizo un nudo con la bolsa de basura y sus fosas nasales agradecieron el detalle.
Se desnudó sin preocuparse de nada. Beatriz estaba trabajando y el salvaje aprendiz de escritor adolescente debía estar en el instituto. Por tanto, toda la casa era suya. La única amenaza podía ser otra visita intempestiva de la madre de Beatriz, pero dudaba que volviera a presentarse si sospechaba que no había nadie. Esa dama era del tipo que solo va allá adonde puede sermonear.
Dolorido y a medio vestir, suspiró.
Si estuviera en casa, se sentiría mucho más feliz, pero eso estaba descartado. Él había elegido estar allí y tendría que lidiar con ello.
Necesitaba a su yo de siempre de vuelta y cuanto antes mejor.
Se estiró y procuró respirar hondo, como le habían enseñado. Realizó una serie de ejercicios para relajar los músculos mientras se quitaba la ropa y sentía que su cuerpo volvía a su estado más o menos normal. O todo lo normal que llevaba siendo en el último año.
Dolía, por supuesto, pero eso era algo que tenía más que asumido. Lo que no quería era tener que medicarse para vivir con ello. Más, no.
Para cuando se metió en la ducha con el agua casi hirviendo, se sentía casi feliz. Por lo pronto, con poder darse una ducha sin que una anciana le diera un susto de muerte, se sentía más que satisfecho. El momento bajo el agua caliente le relajó los músculos y sirvió para que se diera cuenta de todos los rasguños y magulladuras que se había hecho en unas pocas horas. Sin duda, en un solo año se había convertido en una piltrafa. En Alejandro, en definitiva.
Miró con asco todo lo que se había quitado y pensó si merecía la pena lavarlo o si era mejor seguir el ejemplo del asesino que borra todas las pruebas y quemarlo. Jamás en todos sus viajes se había sentido más sucio y dolorido, y no era ni mediodía.
¿Estaba mayor para ser un escritor aventurero, a sus treinta y siete años, o era solo que ese maldito toro le había dejado para el arrastre?
Con mucho cuidado se toqueteó el costado y descubrió un hematoma en el lugar donde se había roto las costillas el año anterior. El médico le había dicho que esa zona jamás sería fuerte como antes y que no le convenía forzarla. El golpe y los pisotones del toro le habían destrozado no solo las costillas, sino que le habían provocado una rotura del bazo y una hemorragia interna. Bea y su cachorro podían reírse todo lo que quisieran, pero el hecho era que su Arturo casi se lo había llevado al otro barrio. En su cama del hospital se había prometido no volver a acercarse a nada que tuviera cuernos, y ahí estaba él, ordeñando como un loco.
—Hay culos que jamás se olvidan y el tuyo entra en esa categoría, precioso mío. ¡Ven con la Paca!
Hans dio un respingo y estuvo a punto de resbalar en las frías baldosas de la ducha. El traspiés hizo que todo su cuerpo se pusiera tenso y volviera a doler. Se quitó el jabón de los ojos y apartó la cortina para encontrarse con una anciana que lo miraba con una sonrisa aterradora.
No la había oído llegar, concentrado como estaba en pensar en su miserable vida. Aunque era normal, por otra parte. Con ella siempre ocurría lo mismo. Esa mujer era como un trasgo, aparecía siempre cuando menos se la esperaba.
—Joder, ¿aquí nadie llama antes de entrar?
No tuvo tiempo de decir mucho más porque ella, que apenas le llegaba al hombro, lo abrazó con la misma fuerza que un pulpo, sin importarle que estuviera lleno de jabón y que el agua todavía estuviera cayendo de la alcachofa. Y no solo eso, sino que le hizo un examen físico digno de un especialista.
—Estás muy desmejorado, querido. Te falta carne por todas partes. Pero yo te cuidaré, descuida. Te haré natillas y mis guisos especiales. Si no recuperas el brillo de la mirada con eso, es que estás muerto. ¿Por qué no has venido antes?
Hans pensó que había que estar muerto para no notar que esa vieja le estaba tocando el trasero como nadie lo había hecho en mucho tiempo. Desde luego, debería haber recordado que esa mujer era tan inevitable como la resaca después de tomar mucho vino peleón.
—Yo también me alegro de verte, Paca —dijo. Y, para su sorpresa, lo dijo sonriendo.
¿Qué le ocurría?
La buena señora bajó la mirada a su entrepierna y le guiñó un ojo pícaro y rodeado de arrugas. Su sonrisa llena de dientes enormes y blancos se hizo todavía más amplia.
—No lo suficiente, por lo que veo —dijo, dándole una palmada sonora en el trasero desnudo y todavía húmedo—, pero no me voy a enfadar, que estoy muy contenta de tener a todos mis niños conmigo.
Hans se preguntó si se enfadaría si le pedía unos minutos para vestirse, pero ella lo dejó solo y empezó a trastear en la cocina como si estuviera en su propia casa.
—Y cuéntame, rubio —preguntó a gritos—, ¿qué te ha parecido Dignísima, esa momia que se cree Cleopatra? Supongo que ya ha dejado claro en tu presencia que ella es la dueña del universo y de esta finca en particular. ¿Te ha dicho también que es la más guapa del pueblo?
Hans pensó que debía de referirse a la madre de Beatriz, Digna. Dignísima era un apodo que le calzaba como un guante.
Durante unos segundos se imaginó a las dos ancianas enfrentadas en un duelo de poder. Fue incapaz de adivinar cuál de las dos ganaría. Eran tan opuestas que las armas usadas serían todo un misterio. En todo caso, las dos eran igual de aterradoras.
Ya vestido, se dirigió a la cocina y se acercó a la Paca.
La miró unos segundos, con su pelo blanco y su mandil, todavía era fuerte pese a su edad, estaba llena de energía.
—¿Comes conmigo? —le preguntó.
—No te vas a librar de mí con tanta facilidad, precioso mío. Nada más verte me ha quedado claro que necesitas mi cariño y mi buen hacer. Y unas friegas, si me dejas, que ya decía mi Manuel que son mano de santo —añadió con un guiño—. Así que desembucha, qué te ha traído a este lugar que tanto detestas.
Para su sorpresa, Hans se sintió feliz de tenerla allí, aunque eso le obligara a contarle lo que no le había dicho a nadie durante un año. Aquella casa era demasiado grande, sentía demasiado dolor y no quería estar solo.